sábado, 22 de abril de 2017

LAS AVENTURAS DEL SARGENTO NOGUERAS Y EL GUARDIA BRIONGOS. (Motoristas de la Guardia Civil de Tráfico). 10ª Entrega


Este es un relato de ficción. Todos los personajes, los lugares y las situaciones son, por lo tanto, imaginarios, y cualquier parecido con la realidad ha de considerarse como una mera coincidencia. Fue publicado por primera vez en el año 2004 en un foro motorista de internet, y debido a determinados pasajes escabrosos de la narración se hizo necesario aplicarle algún tipo de omisión o censura en alguna de las entregas. Se ofrece ahora íntegro en su versión original en este blog, y por tal motivo hemos de advertir que LA LECTURA DE ESTE RELATO NO ES ADECUADA PARA MENORES DE DIECIOCHO AÑOS.



Un relato de Route 1963

DONDE LAS DAN, LAS TOMAN

Tal y como estaba previsto, el jueves al amanecer la mujer del sargento Nogueras se embarcó en un autobús con destino a Benidorm en compañía de otras esposas y familiares de los guardias civiles del cuartel de Ventolana. O esto es al menos lo que, en buena lógica, debió de suceder, porque a tan temprana hora Nogueras dormía todavía como un cesto y no la oyó marcharse. Sí es verdad que llegó a sentir desde la profundidad de las opacas brumas del sueño la leve molestia de una nueva acometida erótica de ella, consistente, como de costumbre, en variados roces, restregones, magreos, manoseos y ensalivados lengüetazos de diferente intensidad aplicados con vehemencia sobre el apéndice de su anatomía más susceptible de responder a la llamada del deseo. Sin embargo, esta vez aquel órgano fue incapaz de reaccionar a las demandas provocativas que recibía, y el sargento, consumido de cansancio como estaba después de tres días de riguroso secuestro conyugal en los que, entre otras cosas, había padecido una gastroenteritis aguda de la que aún convalecía, ni siquiera llegó a despertarse. Y eso fue lo que salió ganando, pues de haberse despertado en mitad de las manipulaciones de su lujuriosa señora, ella probablemente le habría obligado, a modo de homenaje de despedida, a practicar aquella perversión conocida como beso negro, que Nogueras no acababa de imaginar muy bien en qué podía consistir, aunque, eso sí, tonto no era y no se le escapaba que debía de tratarse por fuerza de una retorcida perversión sexual a buen seguro aderezada con una monumental cochinada como principal ingrediente.

Pero lo cierto es que cuando al fin consiguió despertarse y abrir los ojos, lo primero que descubrió fue que ya era mediodía y su mujer se había marchado dejándole venturosamente solo. Sobre la mesilla de noche encontró entonces las llaves de casa y el teléfono móvil junto a una nota manuscrita de ella en la que se leía:

Cariño, por fin han aparecido tus llaves y tu teléfono. Te llamaré desde Benidorm. Pórtate bien, mi héroe, y piensa mucho en mí. Mil besos.

¡Si será puta!, exclamó Nogueras en voz alta después de leer la nota. De momento ya le había dejado prestado uno de esos mil besos, y no era negro, sino rojo, intensamente rojo, rojo hasta la repugnancia, tanto como sólo podía llegar a serlo la marca húmeda de sus labios embadurnados de carmín reciente estampada en el papel. El sargento sintió rabia y asco al contemplar otra vez aquella cuartilla pringosa de cosmético barato y al respirar el aire sofocante y enrarecido del dormitorio. Rabia, después de comprender hasta qué punto le había toreado su mujer durante tres días con sus tres noches escondiéndole las llaves y el teléfono para que no intentase escapar ni pudiera nadie rescatarle del ominoso encierro doméstico que le tenía reservado a traición. Asco al sentir la ropa de la cama sobre su cuerpo desnudo, pegajosa y mojada de sudor y de otros fluidos corporales de naturaleza más venérea, que se le adhería a la espalda, a los brazos y a las piernas como un sudario maldito.

Se levantó de un salto y vio una botella de champán vacía tirada a los pies de la cama. Esto era obra de la degenerada de su esposa, naturalmente. En todo el tiempo que habían permanecido encerrados entre aquellas cuatro paredes ella sólo había dejado de beber champán en los momentos más álgidos de sus combates sexuales, y a veces ni eso, porque todavía podía recordar alguna escena concreta en la que, mientras él redoblaba el esfuerzo de sus acometidas para terminar la función cuanto antes, ella cogía una botella, bebía a morro hasta casi atragantarse y luego dejaba escapar de la boca el líquido espumoso y dulzón para que se derramase por sus pechos. Seguramente eso también lo había visto hacer en alguna película porno, fue lo que pensó Nogueras sacudiendo la cabeza con desaprobación.

Recogió la botella y se dirigió a la cocina. Por el camino todavía tuvo oportunidad de tropezarse con otros vestigios innobles de la batalla campal que habían librado durante esos tres días: el salto de cama de encaje negro, las bragas azules caladas y los zapatos rojos de tacón, eso por no hablar también de un par de frascos de caviar vacíos y cáscaras de langostino esparcidas por el suelo con el mismo descuido que imperaba junto a la barra de los bares más sórdidos. Nogueras sintió náuseas mientras recogía todos estos restos del naufragio, y con náuseas levantó la tapa del cubo de la basura para desprenderse de estas inmundicias como si se desprendiera de unos recuerdos indeseables que pudieran atormentarle durante toda su vida. El cubo de la basura apestaba a marisco podrido y a champán agrio. Se tapó las narices mientras tiraba primero los frascos de caviar y las cáscaras y luego las bragas y el salto de cama, con el que cubrió todos los desperdicios del cubo en un intento de mitigar su olor. Pero cuando se disponía a tirar por fin los zapatos de tacón, tuvo una idea: si las cosas le salían como pensaba, iba a proponerle a la camarera Mónica que se pusiera aquellos zapatos de golfa antes de empezar a montarse con ella un buen numerito. A lo mejor ella rehusaba y le tomaba por loco, a lo mejor los zapatos no eran de su número, a lo mejor se los tiraba a la cabeza, a lo mejor... Pero nada perdía con intentarlo. Los envolvió en papel de periódico y los guardó en un armario de la cocina para cuando llegase la ocasión.


Después se dio una larga ducha helada que le devolvió de golpe todas las energías perdidas. Se empezó a encontrar mucho mejor, en un estado ya casi cercano a la euforia, sabiéndose limpio, libre y con todo el tiempo del mundo para cobrarse las deudas pendientes, y la más urgente de ellas era la afrenta que había tenido la tarde de la víspera con el sargento Venancio. Se iba a enterar aquel chupatintas de una vez por todas de cómo era de verdad el artista de Nogueras. Salió del baño y se vistió, con un deleite que ya no recordaba, su mono de cuero negro, blanco y rojo, marca Miline, genuino cuero español, que hasta en esto Nogueras seguía haciendo Patria siempre que podía. Llevaba meses sin ponérselo, quizá no muchos, pero sí los suficientes como para que su cuerpo hubiera acusado agradecido, en forma de blandas adiposidades, los platos de ensaladilla rusa y las chuletas de cordero del bar del cuartel, los pimientos rellenos de merluza y los chuletones de buey de la Venta la Reme, y las banderillas y boquerones en vinagre que acostumbraba a tomar de aperitivo en el motel del Alto del Tossal mientras se le hacía la boca agua, y no tanto por la degustación de estas suculentas raciones como por la contemplación extasiada de la hermosa camarera Mónica.

Así es que, como consecuencia de todo ello, al llegar a la altura de su barriga, el mono de cuero dijo basta. Ya había cedido considerablemente al pasar las perneras por sus muslos, también gruesos en exceso, pero no fue hasta alcanzar la cintura cuando el problema se manifestó en toda su desagradable magnitud. Nogueras tomó aire profundamente y metió la tripa cuanto pudo, que fue bastante, porque llegó a ver cómo la piel se le ceñía al esqueleto y el vientre desaparecía casi por arte de magia. Después pegó un tirón brusco de los pantalones hacia arriba y consiguió encajarlos no sin dificultad. Empezó a soltar el aire muy despacio, y según lo hacía su barriga se iba hinchando con rapidez como si fuera un enorme balón de playa, hasta recuperar su volumen original. La cintura elástica del mono, tensada al máximo de su tolerancia, y aún más, pareció resistir sin problemas, pero lo malo fue que al sargento entonces le entraron los ahogos y se puso a sudar a chorros. Y cuando por último terminó de meter los brazos por las mangas, se ajustó la cazadora lo mejor que pudo, lo cual le acarreó también indecibles sufrimientos, cerró las cremalleras y se calzó sus genuinas botas rácing, descubrió que no podía casi ni moverse. Empezó a ponerse de muy mala hostia. Ché, que collóns, dijo en voz alta para tranquilizar su conciencia, si el mono es para andar ensima de la moto, no para desfilar.


Dio unos pasos torpes por el dormitorio moviendo brazos y estirando piernas hasta que las hechuras del mono alcanzaron cuando menos una aceptable simbiosis con su reblandecida anatomía de españolito sedentario y barrigudo. No me está tan mal, entonses, comentó mirándose en el espejo del armario por delante y por detrás, como si fuera un torero a punto de saltar al ruedo. ¡Y ahora, a por el cabronaso del Venansio!, exclamó mientras cogía casco, guantes, llaves, gafas de sol, documentación y algunos otros objetos que pensó podían serle útiles, como el teléfono móvil, un bote de grasa líquida para la cadena, un pañuelo de cuello, un frasquito de Sex&Luxury&Pleasure, por si las moscas, y una gigantesca riñonera motorista de cordura, que se ciñó a la cintura antes de introducir en ella todos los objetos anteriores. Estuvo dudando un rato entre llevarse también su pistola reglamentaria o no llevársela, y al final decidió no hacerlo, porque pesaba y abultaba demasiado, y aparte de que no estaba de servicio, de lo que se trataba era de echarle una carrera a Venancio y un polvo (o los que fueran menester) a la potente Mónica, y para ninguno de estos dos cometidos era necesaria un arma de fuego. Sus poderes eran, o iban a ser enseguida, otros muy distintos y no por ello menos persuasivos.

Cuando estaba a punto de salir por la puerta sintió un intenso escalofrío que no supo si achacar a la emoción, a la felicidad, al miedo o al placer. O a lo mejor a todas esas cosas juntas e incluso a alguna otra más. Una extraña fuerza, un imperativo irresistible que no podía ser desobedecido, le hizo volver a la cocina a coger los zapatos rojos de tacón. Seguramente no se iba a terciar tan pronto la ocasión de darles el uso que él quería, pero por si acaso era mejor que se los llevase. Con las mujeres nunca se sabía. No le cabían en la riñonera, eso desde luego, pero ya vería la manera de guardarlos en algún recoveco de la moto, quizá debajo del asiento. Y en todo caso, para tirarlos en una cuneta, siempre habría tiempo. Bajó las escaleras y llegó al último descansillo caminando rígido como un robot de hierro dentro de aquel mono de cuero lleno de tiranteces y opresiones incómodas para todo lo que no fuese estar subido encima de la Kawa tumbado sobre el depósito y dando gas como un poseso. Cuando salió al patio del cuartel, el sol abrasador del mediodía le recibió con un lengüetazo de fuego tal, que Nogueras creyó que se desmayaba. ¡Coño, joder con el puto agosto!, iba diciendo el sargento según se acercaba a su moto, que estaba cubierta con una funda azul. La funda, como había supuesto, quemaba. Tanto, que tuvo que ponerse los guantes para retirarla. Después la sacudió contra el suelo para quitarle el polvo y la dobló cuidadosamente antes de ocultarla en un rincón del patio, entre latas de aceite de motor y neumáticos viejos. Cuando regresaba hacia su moto vio la CBR-900-RR Fire Blade del sargento Venancio aparcada entre una Vespa y una Honda Paneuropean. Tenía muy poco uso pese a su relativa antigüedad, lo que le confirmaba a Nogueras que aquel tipo no era más que un simple aficionado de fin de semana incapaz de hacerse más allá de tres mil kilómetros al año. En comparación con los cuarenta mil que se hacía él patrullando por las carreteras de la provincia, más otros veintitantos mil que recorría con su moto particular en días libres y vacaciones, lo de Venancio se le antojaba una insignificancia, una menudencia, nada. Eso sí, decían las malas lenguas que corría como un demonio y que había que echarle huevos para seguirle, especialmente cuando el trazado se volvía revirado. Era una mala bestia tomando curvas. A Nogueras esto no le impresionaba, porque sabía que podía ganarle a poco que se aplicase, sobre todo si rodaban por terreno conocido, como bien podía serlo la enrevesada subida al Puerto del Alto del Tossal. Lo malo en este caso era que el sargento Venancio también se conocía esa carretera como la palma de su mano, con lo cual el duelo, si es que finalmente subían por allí, se presentaba desde el principio bastante igualado.

Nogueras arrancó su Kawasaki ZZR-1100 y mantuvo el motor al ralentí durante unos minutos para que tomase temperatura. El motor sonaba redondo como pocas veces que pudiera recordar. Después lo apagó, y cuando se disponía a levantar el asiento para buscar un hueco en donde guardar los zapatos rojos de tacón, que todavía llevaba envueltos en papel de periódico, oyó que le llamaban.



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.