lunes, 15 de mayo de 2017

LAS AVENTURAS DEL SARGENTO NOGUERAS Y EL GUARDIA BRIONGOS. (Motoristas de la Guardia Civil de Tráfico). 13ª Entrega


Este es un relato de ficción. Todos los personajes, los lugares y las situaciones son, por lo tanto, imaginarios, y cualquier parecido con la realidad ha de considerarse como una mera coincidencia. Fue publicado por primera vez en el año 2004 en un foro motorista de internet, y debido a determinados pasajes escabrosos de la narración se hizo necesario aplicarle algún tipo de omisión o censura en alguna de las entregas. Se ofrece ahora íntegro en su versión original en este blog, y por tal motivo hemos de advertir que LA LECTURA DE ESTE RELATO NO ES ADECUADA PARA MENORES DE DIECIOCHO AÑOS.



Un relato de Route 1963

Pero resultó que nada más abrir la puerta el sargento Nogueras ya notó algo raro en el ambiente. Tenía un olfato especial para percibir enseguida las situaciones anómalas, cualesquiera que fuesen. Y esta consistía, a primera vista, en que el breve pasillo que conducía al bar estaba atestado de personas que intentaban salir y de personas que intentaban entrar, y todas dándose codazos y empujones y profiriendo palabras subidas de tono con un humor ciertamente agrio. Flotaba en esa atmósfera enrarecida un rumor bronco como de riña multitudinaria, como de revuelta popular ante algún asunto de naturaleza desconocida, pero que había tenido por lo menos la maligna propiedad de encabronar a las masas. Unas masas compuestas casi en su totalidad por camioneros rudos y desastrados viajantes de comercio con aspecto de haber hecho muy malos negocios en las últimas horas. Y fue en ese momento cuando Nogueras lamentó haberse dejado su pistola reglamentaria en casa, porque ahora, por lo que pudiera pasar, no habría estado de más llevarla consigo. De todos modos, para no ser menos que los demás, fue a codazos y a empujones con los que entraban y con los que salían como consiguió llegar hasta el bar. Y lo que vio allí le dejó estupefacto.

El local estaba abarrotado y todo el mundo gritaba al mismo tiempo. La algarabía era tremenda. Pero la que más gritaba era Mónica, la camarera. Incluso su voz delicada se escuchaba por encima de las voces roncas de los parroquianos, todos hombres y alguno además tan borracho que apenas si podía tenerse en pie. La mayoría de ellos estaban apretujados contra el mostrador de madera como una jauría de perros salvajes acosando a una presa. La presa era, naturalmente, la propia Mónica, que los mantenía a raya esgrimiendo en su mano derecha un afilado cuchillo jamonero que daba miedo verlo. Y era precisamente ese miedo, unido a las amenazas de la camarera de rebanarle el cuello al primero que se le acercase más de la cuenta, lo que parecía mantener a raya a aquella horda vociferante y alborotada. Nogueras no supo cómo, pero de repente la chica le vio llegar, salió a su encuentro abriéndose paso con el cuchillo a través de la masa de energúmenos, le cogió de la mano y le introdujo con ella al otro lado del mostrador. Fue todo tan rápido que él no tuvo tiempo de pensar en cómo sucedía ni porqué. Pero a pesar de lo delicado de la situación, el sargento tampoco pudo evitar un grato estremecimiento de placer al sentir la cálida mano de Mónica apretada sobre la suya y tirando de su cuerpo premiosamente.

Me viene usted al pelo, sargento —le dijo ella con cierta ansiedad.

Nogueras seguía sin salir de su asombro.

Pero bueno, ¿qué es lo que pasa aquí?

¿Que qué es lo que pasa? —gritó Mónica para que la escuchasen aquellos hombres, ahora mansamente aplacados al ver a Nogueras con ella al otro lado de la barra—. ¡El uno que no me paga, el otro que me rompe una jarra de cerveza, aquel que me toca el culo cuando salgo a limpiar las mesas, el de más allá que me dice que me va a comer no sé qué, este que me pregunta que de qué color llevo las bragas, el otro que...! ¡Joder, ya está una harta! Pero luego, cuando cojo el cuchillo del jamón, ¡todo el mundo quejándose, que si no es para tanto, que si no me ponga así, que si patatín, que si patatán!


El chaparrón de protestas arreció en ese momento. Todos volvieron a gritar a la vez, verdaderamente indignados y con todas sus energías convenientemente renovadas. No se entendía bien lo que decían, pero Nogueras creyó cazar algunos adjetivos al vuelo: “mentirosa”, “puta”, “calientapollas”, “provocadora”, “asesina”, y otras cosas por el estilo. La chica, por su parte, cada vez blandía con más fuerza el cuchillo y lo acercaba más a las gargantas de los que ocupaban la primera fila de la barra. Y por la boca, desde luego, también soltaba sapos y culebras: “cabrones”, “salidos”, “paletos”, “impotentes”, “maricones”, “borrachos”, y otras lindezas al uso.

El sargento tardó todavía un momento en intervenir, aún a riesgo de que la situación se desbordase por completo y pudiera llegar a ocurrir algo lamentable. El motivo de su demora fue, ni más menos, que mientras se desarrollaba aquel altercado él podía observar el cuerpo de Mónica a placer sin que ella se diera cuenta, tan cerca como la tenía, tan cerca como no la había tenido nunca, y eso es lo que hizo, embriagarse con la contemplación de aquellas formas divinas que, unidas al calor espeso y sofocante del local, podían llegar a provocar mareos. Pero sobre todo, cómo iba vestida. ¡Cómo iba vestida! Esta vez sí que se le ha ido la mano, la mare de Deu, fue lo que pensó Nogueras, sin que el alboroto ambiental consiguiera distraerle ni lo más mínimo de su concienzuda inspección furtiva, antes al contrario, porque como Mónica no dejaba de agitarse enérgicamente tras el mostrador, la escueta minifalda verde de tubo que llevaba, abierta por los costados y ya de por sí mínima hasta lo impensable, no hacía más que mostrarle en todo su esplendor la parte alta de sus muslos hasta las mismas bragas (eran negras), unos muslos tallados que tenían una impecable consistencia dura y marmórea, y allá que se iban sin remedio los ojos del sargento una y otra vez sin que él pudiera —ni quisiera— evitarlo. De vez en cuando, para disimular, no fuera a ser que Mónica le pillase de marrón, y en mala hora, dadas las circunstancias, miraba a los exaltados parroquianos con indiferencia, casi todos barbudos y malencarados, pero enseguida volvía a lo único que le interesaba realmente, que no era otra cosa que desvestir a Mónica con la imaginación, y no hacía falta mucha, porque la chica en verdad casi iba medio desnuda. Por encima de la estrecha minifalda verde de tubo se asomaba el hoyo perfecto de su ombligo en mitad de un vientre blanco, terso y duro, y allí en donde terminaba éste comenzaba el tejido liviano y casi transparente de la blusa de seda, negra y ceñida hasta lo imposible, que a duras penas si podía contener los revoltosos pechos de la camarera, que no contenta con esto además había decidido prescindir ese día del sostén. Por último, según pudo observar Nogueras hasta la saciedad, aquella ninfa salvaje se había calzado unos zapatos verdes de tacón de aguja, a juego con la minifalda, que eran en verdad un prodigio de sensualidad y provocación a partes iguales.


Durante un largo instante las sensaciones y los pensamientos del sargento se volvieron tan confusos y contradictorios que tuvo que sacudir la cabeza varias veces para comprobar que seguía en el mundo real y que no estaba soñando o, peor aún, alucinando, mientras el griterío subía de tono a su alrededor hasta volverse insoportable. Y lo peor de todo fue que no tardó mucho en empezar a sentir en la entrepierna ese cosquilleo característico y premonitorio que solía experimentar siempre que veía a Mónica, pero en esta ocasión con la incomodidad añadida de que como los pantalones del mono de cuero le oprimían y estrangulaban tanto esa parte rebelde, la erección, si por fin se producía en todo su esplendor —y ya se estaba produciendo sin que él pudiera controlarla—, iba a resultarle sin duda alguna muy dolorosa y visible. Apartó la vista de la camarera y trató de distraerse con otras imágenes desagradables e inhibidoras, como accidentes de tráfico, muertos, mutilados, sangre, vísceras desparramadas por el asfalto y un sinfín de escenas semejantes que había contemplado tantas veces en el desempeño de sus cometidos profesionales. Habitualmente esta técnica solía darle resultado, pero esta vez, ni por esas. Aquella parte de su anatomía había resuelto por su cuenta funcionar de manera autónoma sin obedecer a las órdenes de su dueño y sin contenerse ante la opresión brutal que sobre ella ejercían los pantalones de cuero. Nogueras empezó a sufrir un dolor testicular de tal intensidad que pensó que se desmayaba. Se apoyó en el mostrador con una trempera de mil demonios e intentó dejar la mente en blanco, pero aquello no bajaba. La mare de Deu, se dijo, esto va a ser cosa del veneno ese del Sex&Luxury&Pleasure, que no me deja retornar la sangre. Cerró los ojos para soportar mejor el dolor mientras elaboraba en su cabeza nuevas imágenes truculentas que ahora consistían en cuchillas, navajas y sierras afiladas que rajaban su prepucio erguido, o bien en clavos y agujas punzantes que lo perforaban sin piedad hasta hacer brotar la sangre, una sangre que, sin saber porqué, él quiso imaginar negra como el petróleo, y entonces empezó a sentir unos terribles escalofríos entre las piernas que fueron por fin lo bastante adecuados para deshacer su erección, tal y como pretendía. Sofocada la sublevación en esta región de su cuerpo, experimentó un alivio tan grande que se encontró de pronto con las fuerzas y la determinación necesarias como para aplacar también la revuelta del bar, y decidió hacerlo sin demora después de ver que Mónica había estado cerca de saltarle un ojo a uno de aquellos hombres con la punta del cuchillo jamonero.

Che, xiqueta —le dijo levantando la voz para hacerse oír en medio de aquella trifulca—, hasme el favor de soltar el cuchillo ahora mismo, que vas a desgrasiar a alguien.

Si lo suelto me comen estos bestias, Nogueras —protestó la chica.

No te comen, no te preocupes, que estoy yo aquí para poner orden. Dame ese cuchillo.



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