La anárquica, indómita y decadente belleza de la chatarra amontonada en desguaces y cementerios de automóviles, abandonada para la eternidad en almacenes, talleres, naves y campos en una intemperie inmemorial salpicada por la nostalgia y la melancolía de un pasado más o menos remoto que no habrá de volver. Para la mayoría de las personas es sólo eso, chatarra, basura férrica, desechos oxidados, detritus industriales, residuos tóxicos y venenosos carentes de la menor estética, incapaces de sugerir belleza o sentimiento alguno a sus posibles espectadores. Personalmente, no sólo discrepo de esa idea, sino que albergo justamente la contraria: la chatarra es bella. Cuando yo era niño recuerdo que la mayoría de las carreteras nacionales españolas estaban jalonadas de inmensos desguaces y cementerios de automóviles, bien en mitad de los campos, bien en las entradas de pueblos y ciudades, y en ellos, con miles de vehículos apilados en altas columnas de chapa y neumáticos viejos o desparramados por extensas praderas cercadas de alambre, se iba condensando la historia automovilística de nuestro país, nuestro pasado, lo que habíamos sido y lo que habían sido otros más viejos que nosotros. Allí reposaban, a veces durante muchos años antes de caer bajo los dientes de las máquinas trituradoras, esos coches, camiones, autobuses, tractores y motocicletas que habían circulado alguna vez, desde los albores del siglo XX, por nuestras carreteras, y yo siempre volvía la cabeza para admirar unos segundos, desde la ventanilla del coche en marcha, aquellas cordilleras de hermosa chatarra, aquellos memorables vehículos que se resistían a morir y que todavía parecían querer contarnos algo de sí mismos.
En ambas orillas de las cunetas de la inmensa recta de la nacional tres que buscaba la entrada en Motilla del Palancar proliferaban los cementerios de automóviles como silvestres praderas de chatarra perenne que pudiera resucitar un día y echar a rodar de nuevo por el asfalto. Los coches para el desguace estaban alineados cuidadosamente en perfectas hileras según los modelos y marcas, y los rastrojos y unas delicadas florecillas amarillas o rojas brotaban entre sus neumáticos desinflados con una fertilidad abonada de posos de herrumbre, charcos de gasolina y ácido de batería. En aquellos pudrideros de chapa abollada y parabrisas astillados aparecía representada, como en un museo de la industria automovilística contemporánea, una parte notable de los distintos turismos del parque móvil español de las tres últimas décadas. Había interminables filas de rechonchos Seat Seiscientos despanzurrados en el suelo con una mansedumbre ovejuna, o de Ochocientos cincuentas -los populares “ocho y medio”- amontonados como escarabajos perezosos, o de picudos Mil quinientos, algunos de ellos todavía con trazas de la pintura distintiva de los taxis de las diversas ciudades en donde habrían prestado servicio, o de Ciento veinticuatros y Mil cuatrocientos treintas, ampulosos y cuadrados como cajas de galletas rodantes, o de modestos Ciento veintisietes y Ciento treinta y tres con sus ruedas enredadas entre las malas hierbas del cementerio con esa misma resignación utilitaria con que habían circulado por calles y carreteras. Podían verse nutridas filas de antiguos modelos Renault en una gradación ascendente de los números de su denominación comercial: los Erre Cuatro Ele, en sus dos versiones de berlina o furgoneta -despectivamente conocidos como “Cuatro latas”-, que ofrecían un cierto aspecto de vehículos militares, con sus estrechas ventanillas y los tapacubos siempre salpicados por el barro de los campos, los Erre Cinco y Seis, cuyo diseño irregular de sus carrocerías escapaba a los conceptos más elementales de la simetría, los Erre Siete, diminutos como los coches de choque de las atracciones de las ferias, los Erre Ocho y Diez, panzudos, ruidosos y con largos tubos de escape cubiertos de carbonilla, que en sus orígenes fueron conducidos por discretos empleados y obreros menestrales para caer al final de sus días en manos de los macarras de los pueblos y de los pandilleros de los arrabales de las ciudades, y los Erre Once y Doce, elegantes y presumidos como cisnes, con sus techos de vinilo y sus esmaltes metalizados que les concedían un prestigio de modernidad por contraste con la sobriedad de los cánones estéticos de la época.
Pero todavía quedaban en los rincones de aquellos cementerios de automóviles algunas reliquias vetustas de la marca francesa que acaso habrían merecido descansar para siempre en las vitrinas de los museos, de no ser porque ya sólo se trataba de meras aglomeraciones de hierro retorcido y de formas apenas reconocibles, y ese era el caso de los antiquísimos Renault Cuatro Cuatro de los años cincuenta, abombados como sapos, con sus estribos laterales y sus faldones de goma tras las ruedas a modo de salvabarros, o de los livianos Gordinis, Ondines y Dauphines -denominados genéricamente por el pueblo llano como “el coche de las viudas”, debido al gran número de accidentes que sufrían por su escaso peso- y que, en efecto, sí que presentaban en sus líneas esa esbelta delgadez de los delfines, o los lujuriosos Caravelle de los sesenta, deportivos descapotables conducidos por play boys, universitarios y niños bien que acudían a fiestas y guateques, bebían vodkas con naranja y luego salían a divertirse jugándose la vida -y la de los automovilistas ocasionales que se cruzaban en su camino- a la “ruleta romana”, que consistía en conducir temerariamente por la noche y a toda velocidad sin respetar los semáforos ni las preferencias de paso de las intersecciones de las calles de Madrid hasta que, antes o después, terminaban estrellándose contra otro vehículo.
Ordenadas hileras de turismos y furgonetas Citroën Dos Caballos y Dyane Seis, espartanos cacharros que tenían esa altivez torpe y aparatosa de los patos cuando se desplazan fuera del agua, con sus carrocerías de chapas acanaladas que tanto me recordaban las ya desusadas tablas de lavar de las mujeres de los pueblos, o ejemplares muy contados del modelo De Ese “Tiburón”, que verdaderamente aparentaban toda la amenazadora agresividad de los grandes escualos, y se veían también a veces formaciones aisladas de Simcas Mil azules, blancos y rojos, raquíticos y feos como infantiles cochecitos de pedales, y Mil doscientos, más espaciosos, modernos y funcionales -algunos habían sido adaptados para servir de ambulancias-, y ocasionales Mercedes Benz y Dodges Dart pretenciosos, automóviles de nuevos ricos y gente de posibles en su época -“Deportivo Ostentoso De los gilipollas Españoles”, había denominado con maliciosa envidia el populacho al Dodge, pese a que no tuviera nada de deportivo y las otras definiciones pudieran ser opinables-, y cuyo nombre anglosajón los castizos pronunciaban “doje” y los enterados y los cursis “dodche”. Más difícil se hacía, en cambio, localizar en aquellas praderas cercadas por pilas de neumáticos y empalizadas de parachoques algún milagroso ejemplar de “haiga” americano de los cincuenta, pero a veces los había. Esos mismos cochazos -Fords, Chevrolets, Cadillacs, Hudsons, Studebakers...- de líneas angulosas y colores chillones que veíamos en las películas añejas de Hollywood y que raramente habían venido a España para quedarse en nuestras carreteras. Pero los muy escasos que se habían salvado con los años de la codicia de coleccionistas, agencias de publicidad y empresas de alquiler que los empleaban en bodas y otras ceremonias, debían de encontrarse ahora moribundos y a medio desguazar en los cementerios de automóviles de muchas provincias españolas.
En ambas orillas de las cunetas de la inmensa recta de la nacional tres que buscaba la entrada en Motilla del Palancar proliferaban los cementerios de automóviles como silvestres praderas de chatarra perenne que pudiera resucitar un día y echar a rodar de nuevo por el asfalto. Los coches para el desguace estaban alineados cuidadosamente en perfectas hileras según los modelos y marcas, y los rastrojos y unas delicadas florecillas amarillas o rojas brotaban entre sus neumáticos desinflados con una fertilidad abonada de posos de herrumbre, charcos de gasolina y ácido de batería. En aquellos pudrideros de chapa abollada y parabrisas astillados aparecía representada, como en un museo de la industria automovilística contemporánea, una parte notable de los distintos turismos del parque móvil español de las tres últimas décadas. Había interminables filas de rechonchos Seat Seiscientos despanzurrados en el suelo con una mansedumbre ovejuna, o de Ochocientos cincuentas -los populares “ocho y medio”- amontonados como escarabajos perezosos, o de picudos Mil quinientos, algunos de ellos todavía con trazas de la pintura distintiva de los taxis de las diversas ciudades en donde habrían prestado servicio, o de Ciento veinticuatros y Mil cuatrocientos treintas, ampulosos y cuadrados como cajas de galletas rodantes, o de modestos Ciento veintisietes y Ciento treinta y tres con sus ruedas enredadas entre las malas hierbas del cementerio con esa misma resignación utilitaria con que habían circulado por calles y carreteras. Podían verse nutridas filas de antiguos modelos Renault en una gradación ascendente de los números de su denominación comercial: los Erre Cuatro Ele, en sus dos versiones de berlina o furgoneta -despectivamente conocidos como “Cuatro latas”-, que ofrecían un cierto aspecto de vehículos militares, con sus estrechas ventanillas y los tapacubos siempre salpicados por el barro de los campos, los Erre Cinco y Seis, cuyo diseño irregular de sus carrocerías escapaba a los conceptos más elementales de la simetría, los Erre Siete, diminutos como los coches de choque de las atracciones de las ferias, los Erre Ocho y Diez, panzudos, ruidosos y con largos tubos de escape cubiertos de carbonilla, que en sus orígenes fueron conducidos por discretos empleados y obreros menestrales para caer al final de sus días en manos de los macarras de los pueblos y de los pandilleros de los arrabales de las ciudades, y los Erre Once y Doce, elegantes y presumidos como cisnes, con sus techos de vinilo y sus esmaltes metalizados que les concedían un prestigio de modernidad por contraste con la sobriedad de los cánones estéticos de la época.
Pero todavía quedaban en los rincones de aquellos cementerios de automóviles algunas reliquias vetustas de la marca francesa que acaso habrían merecido descansar para siempre en las vitrinas de los museos, de no ser porque ya sólo se trataba de meras aglomeraciones de hierro retorcido y de formas apenas reconocibles, y ese era el caso de los antiquísimos Renault Cuatro Cuatro de los años cincuenta, abombados como sapos, con sus estribos laterales y sus faldones de goma tras las ruedas a modo de salvabarros, o de los livianos Gordinis, Ondines y Dauphines -denominados genéricamente por el pueblo llano como “el coche de las viudas”, debido al gran número de accidentes que sufrían por su escaso peso- y que, en efecto, sí que presentaban en sus líneas esa esbelta delgadez de los delfines, o los lujuriosos Caravelle de los sesenta, deportivos descapotables conducidos por play boys, universitarios y niños bien que acudían a fiestas y guateques, bebían vodkas con naranja y luego salían a divertirse jugándose la vida -y la de los automovilistas ocasionales que se cruzaban en su camino- a la “ruleta romana”, que consistía en conducir temerariamente por la noche y a toda velocidad sin respetar los semáforos ni las preferencias de paso de las intersecciones de las calles de Madrid hasta que, antes o después, terminaban estrellándose contra otro vehículo.
Ordenadas hileras de turismos y furgonetas Citroën Dos Caballos y Dyane Seis, espartanos cacharros que tenían esa altivez torpe y aparatosa de los patos cuando se desplazan fuera del agua, con sus carrocerías de chapas acanaladas que tanto me recordaban las ya desusadas tablas de lavar de las mujeres de los pueblos, o ejemplares muy contados del modelo De Ese “Tiburón”, que verdaderamente aparentaban toda la amenazadora agresividad de los grandes escualos, y se veían también a veces formaciones aisladas de Simcas Mil azules, blancos y rojos, raquíticos y feos como infantiles cochecitos de pedales, y Mil doscientos, más espaciosos, modernos y funcionales -algunos habían sido adaptados para servir de ambulancias-, y ocasionales Mercedes Benz y Dodges Dart pretenciosos, automóviles de nuevos ricos y gente de posibles en su época -“Deportivo Ostentoso De los gilipollas Españoles”, había denominado con maliciosa envidia el populacho al Dodge, pese a que no tuviera nada de deportivo y las otras definiciones pudieran ser opinables-, y cuyo nombre anglosajón los castizos pronunciaban “doje” y los enterados y los cursis “dodche”. Más difícil se hacía, en cambio, localizar en aquellas praderas cercadas por pilas de neumáticos y empalizadas de parachoques algún milagroso ejemplar de “haiga” americano de los cincuenta, pero a veces los había. Esos mismos cochazos -Fords, Chevrolets, Cadillacs, Hudsons, Studebakers...- de líneas angulosas y colores chillones que veíamos en las películas añejas de Hollywood y que raramente habían venido a España para quedarse en nuestras carreteras. Pero los muy escasos que se habían salvado con los años de la codicia de coleccionistas, agencias de publicidad y empresas de alquiler que los empleaban en bodas y otras ceremonias, debían de encontrarse ahora moribundos y a medio desguazar en los cementerios de automóviles de muchas provincias españolas.
Mi memoria sentimental de la carretera tenía muchas deudas contraídas con los cementerios de automóviles debido a la minuciosa atención que yo siempre les había prestado desde la infancia. Para mí eran éstos lugares incomprensiblemente hermosos, de una belleza heterodoxa, decadente y triste, sí, pero profundamente evocadora y generosa en detalles para con el atento observador.
(...) yo por el contrario dejaba vagar mi imaginación y me abandonaba a los fantásticos recuerdos que me traía toda esa acumulación anárquica de materia inerte formada por chasis herrumbrosos y motores enmohecidos, amortiguadores reventados y gomas cuarteadas, cristales hechos añicos y asientos rajados que enseñaban sus muelles como si enseñaran sus vísceras. Era como si aquellos volantes de baquelita endeble -de la mayoría de los cuales sólo solía quedar su esqueleto de alambre- pudieran hablarnos de las manos ancestrales que se habían posado sobre ellos. Era como si aquellos pedales larguísimos -acelerador, freno, embrague-, forrados de caucho con el anagrama de la marca del vehículo, pudieran hablarnos de los pies que los habían accionado. Los salpicaderos de pasta de plástico que amarilleaban con los años llevaban encastradas en su interior las pantallas o esferas mínimas de los velocímetros, con las escalas numeradas de cartón y los tambores giratorios de los dígitos del cuentakilómetros, que se acababan encasquillando con el uso y dejaban de marcar, quedando detenidos para siempre en unas cifras engañosas.
(…) millones de desconocidos seres se habían dejado durante décadas enormes jirones de sus existencias -a veces, incluso, la existencia entera, en un solo golpe de infortunio-, en el habitáculo de todos y cada uno de los vehículos que aguardaban el final de la Historia en los cementerios de automóviles. Tenía la impresión desconcertante de que yo no era yo, ni era nadie, pero que vivía arrendado en las vidas de otros a quienes no había podido conocer, por puro azar. Y ya desde niño no había podido dejar de preguntarme por dónde habrían circulado esos vehículos, y por dónde no, y quiénes los habrían conducido, y cuándo, y cuáles habrían sido sus pensamientos, o sus conversaciones, mientras lo hacían, y qué habrían visto sus ojos a través de las lunas de los parabrisas, cómo habrían sido los amaneceres y las puestas de sol y los días de lluvia que a ellos les habría correspondido contemplar en el pasado, y qué otros vehículos les habrían adelantado en la carretera o con cuáles se habrían cruzado alguna vez, e incluso si habrían llegado a copular sobre la tapicería de los asientos -en unas épocas en las que, por la represión sexual y la falta de mejores lugares los españolitos no le hacían ascos a fornicar en sus coches-, y si lo habían hecho, con qué mujeres, o si eran mujeres las conductoras -escasas en esas épocas-, con qué hombres.
Naturalmente la Historia, con mayúsculas, no se ocupaba de estas minucias, y sin embargo para mí esa era la verdadera historia, con minúsculas, como minúsculos y desconocidos -salvo para sus familiares y allegados, quizá- eran aquellos seres que la habían protagonizado sin saberlo y de la mayoría de los cuáles ya sólo quedarían como pruebas irrefutables de su paso por este mundo aquellos destartalados vehículos que habían conducido antaño y que ahora languidecían lentamente en las amenas praderas de los cementerios de automóviles, entre delicadas florecillas amarillas, o rojas, y malas hierbas. Pero esa infrahistoria formada por millones de biografías de personas contemporáneas que nunca llegaría a ser conocida por el conjunto de la humanidad, tenía para mí tanta legitimidad y validez -si no más-, y al mismo tiempo se me antojaba tan remota y merecedora de estudio como la historia de los asirios, babilonios, egipcios, fenicios, griegos, romanos y visigodos, ya escrita y divulgada en los libros.
(Texto en cursiva, extractos de la novela inacabada del autor de este blog, Memoria sentimental de la carretera).