martes, 13 de marzo de 2012

DE AQUÍ A LA ETERNIDAD (Historia de un viaje demencial)

I


     Miércoles, 26 de enero de 2005, 23 horas. Una ola de frío siberiano azota la Península Ibérica. Los termómetros se han desplomado en todo el país. La televisión ofrece una y otra vez escalofriantes imágenes de puertos cerrados por la nieve, carreteras cortadas por el hielo y pueblos incomunicados en mitad de las sierras y páramos más gélidos de la geografía nacional. Tampoco escasean los desesperados testimonios de conductores que tiritan en los arcenes sin poder mover sus vehículos, atrapados como están por tan adversas condiciones meteorológicas. La prensa y la radio no cesan de repetir que lo peor está por llegar (hoy hace más frío que ayer, pero menos que mañana), y recomiendan no salir de viaje a menos que sea absolutamente imprescindible. Pero la gente hace caso omiso de estas advertencias y sigue saliendo, incluso -y sobre todo- por darse una vuelta, es decir, por placer. Los españoles, lo que pasa, es que somos incorregibles.

 
En Madrid capital ha estado helando durante todo el día y ahora, según avanza la noche, la temperatura sigue cayendo en picado hasta alcanzar cotas de frío polar tan inusitadas como espeluznantes. Arranco la moto en el garaje y la dejo un buen rato al ralentí para templar el motor antes de ponerme en marcha. Cuando la aguja del cuentavueltas parece estabilizada en unas 1.100 revoluciones por minuto me subo al asiento, tomo el manillar, doy un poco de gas en primera y salvo la breve rampa de acceso a la calle. Junto a los bordillos de las aceras brillan los regueros de hielo y hay restos blancos de sal gorda esparcida desde primera hora de la mañana por los abnegados operarios municipales. El cielo está despejado y oscuro como la boca de un pozo, pero apenas se ven estrellas. En el cielo de Madrid rara vez lucen las estrellas, quizá porque las siete de cinco puntas que adornan su bandera ya son suficientes y no hacen falta más. Salgo a la calle de Alcalá y llego hasta la Plaza de Manuel Becerra. Apenas hay tránsito por las calles y buena parte de los bares y cafeterías tienen ya los cierres echados. Nadie va a salir a ninguna parte en una noche tan desapacible como esta. Parado en los semáforos en rojo veo por los espejos retrovisores cómo los escapes de mi moto todavía humean copiosamente como si fueran las chimeneas de un viejo barco de vapor. Es un humo blanco, denso y algodonoso que nunca deja de fluir y de flotar en la atmósfera helada del invierno. Me gusta verlo brotar de los escapes, así es que abro el acelerador en vacío y me recreo en la contemplación de este fenómeno hasta que los semáforos cambian al verde. A veces siento como si mis pulmones o incluso mi alma respirasen a través del motor bicilíndrico de la moto y el humo blanco que mana de los escapes fuese la única evidencia palpable de que sigo vivo y me sigo moviendo siempre hacia alguna parte, aunque sea sólo a través de las calles de la ciudad.  

 
Atravesando el cruce de Manuel Becerra con Francisco Silvela una puñalada de aire gélido me traspasa el cuerpo como un soplo maligno y traidor. El aire de Madrid, que mata a un hombre y no apaga un candil, escribió alguien en tiempos pretéritos, cuando los brotes de pulmonía asolaban a las pobres gentes de la Villa y Corte dando buena cuenta de sus vidas. Ha dejado de salir humo por los escapes de mi moto al llegar a la intersección de Alcalá con la calle de Goya. La monumental estatua de piedra del pintor aragonés emplazada en este cruce tiene trazas de hielo sobre la cabeza. Se me empaña la visera del casco con el vaho de la respiración y la levanto para poder seguir conduciendo aunque se me congele el rostro. Me arden las piernas por dentro de los pantalones vaqueros: el frío quema. Alcalá adelante, hasta donde alcanza la vista, se divisan media docena de semáforos abiertos. La calle despejada invita a correr de manera temeraria, de modo que me cierro la visera y acelero con decisión para intentar coger todos los semáforos en verde. Cincuenta, sesenta, ochenta, noventa, cien, ciento diez kilómetros por hora. Podría seguir dando gas, pero me reprimo. Incluso circular a ciento diez kilómetros por hora por las calles de Madrid en una noche solitaria de invierno como esta ya me parece una insensatez. El último semáforo antes de llegar al Parque del Retiro ya lo encuentro en rojo, lo que me obliga a frenar precipitadamente. Alguna vez he calculado que habría que ponerse a ciento cincuenta para poder llegar de un tirón hasta Cibeles si fuera posible tomar el doble giro de la Plaza de la Independencia a esa velocidad, que no lo es. Me detengo en paralelo con una Honda VFR-800 roja e impecablemente nueva, matrícula DF algo. Nos miramos sin aparente curiosidad al principio. Pero luego el piloto de la VFR sacude la mano izquierda dándome a entender que hace mucho frío y que quizá estemos algo locos los dos por andar en moto con esta temperatura. Me vuelvo a levantar la visera del casco y le digo:
-Tampoco es para tanto el frío, ¿no?
-Hombre, podría ser peor, desde luego  -me responde.

 
Y entonces el semáforo se pone en verde y él sale acelerando como un endemoniado en dirección a la Plaza de la Independencia. Le veo entrar en el túnel casi rozando las paredes. Naturalmente no trato de seguirle. Mi Honda Varadero del 99 no está ya para estos trotes y probablemente nunca lo haya estado. No obstante a la salida del túnel, ya con la Puerta de Alcalá encima, vuelvo a ver los ciento diez por hora en el velocímetro. El semáforo con el cruce de Serrano luce en ámbar cuando paso junto a él, en plena inclinación primero a izquierdas y luego a derechas ocupando por lo menos tres carriles de la calzada. En el semáforo cerrado de Cibeles alcanzo nuevamente a la VFR y me coloco a su altura.
-¿Qué temperatura hace? -le pregunto.
Él agacha la cabeza y mira atentamente en alguna parte del interior de la cúpula, junto a los relojes.
-Tres bajo cero -me informa.
-Pues no hace calor, precisamente.
-Para nada. Menos mal que sólo es un rato.
-Claro, poco rato.


Con el disco ya en verde se me vuelve a escapar, ahora para siempre, Alcalá arriba en dirección a la Puerta del Sol, mientras yo me desvío a la derecha por Gran Vía. Eso es lo que pienso en ese momento, que va a ser sólo un rato de frío por las calles de Madrid, algo perfectamente soportable, en todo caso. Lo que no sé ni me imagino ahora, lo que no puedo saber ni imaginarme ahora ni por lo más remoto, es que no va a ser un rato, sino toda la madrugada hasta el amanecer, y aún más, y no por las calles de esta ciudad aterida sino por una autovía gélida e inhóspita hasta el disparate en donde voy a padecer las primeras horas del jueves 27 de enero subido encima de la moto. Hay cosas que uno no alcanza a creerlas hasta que no las ve y las vive en carne propia y mortal, y cuando esto sucede ya suele ser demasiado tarde, por más que uno se arrepienta. Los arrepentimientos tardíos son estériles por completo. Pero, eso sí, la culpa es mía y sólo mía. Lo reconozco. En mala hora. A menudo uno debería de tener la boca cerrada, obrar con prudencia y no provocar al destino, porque el destino, antes o después, acaba respondiendo a las provocaciones que se le hacen. Aunque también, pensándolo mejor, si yo no hubiera provocado al destino esa noche, ahora no tendría una historia inolvidable, sobrecogedora y demencial que contar a todos aquellos que quieran leerla o escucharla. Así es que, creo que no, no volvería a hacerlo nunca más, pero no me arrepiento de haberlo hecho esta vez. 

II 

Subiendo por la Gran Vía hasta la Red de San Luis el frío se recrudece. He visto de refilón los cuatro grados bajo cero que marca el termómetro del edificio de Piaget. Empiezo a sentir ligeros calambres en las piernas y en las puntas de los dedos. El tránsito de vehículos se ha incrementado de manera considerable en este tramo de la calle, con decenas de coches, de taxis y de autocares que llevan a los turistas a dormir a sus hoteles copando los tres carriles de la calzada. Son las once y cuarto de la noche de un miércoles corriente y hiela sin clemencia, pero la Gran Vía está ahora tan concurrida como lo estaría en una agradable tarde de primavera. Casi todos los conductores se aferran a sus volantes con las manos enfundadas en guantes de lana o de cuero. Transeúntes intempestivos caminan por las aceras con el paso apresurado y los cuellos de los abrigos subidos hasta las cejas. Entre la Red de San Luis y Callao, la Gran Vía resplandece iluminada por los destellos multicolores de los neones de cines y cafeterías. Hay gentes que van o que vienen de algún sitio y que ni siquiera reparan en los mendigos que dormitan a la entrada de los portales entre cartones y mantas viejas. A alguno de ellos le acabará venciendo el rigor de la intemperie y ya no volverá a despertarse. Llego a la Plaza de España y me desvío a la derecha y luego a la izquierda por la calle Maestro Guerrero. Un gigantesco camión con matrícula de Lituania bloquea la entrada de esta calle mientras el resto de los vehículos que tratan de acceder a ella hacen sonar sus bocinas en señal de protesta. Puede transcurrir un buen rato hasta que alguien venga a mover ese camión y despeje la entrada, de modo que me salto el bordillo de la isleta central sin ningún recato y me busco un atajo instantáneo. La temperatura aquí seguramente ha descendido un par de grados más. El viento glacial que sopla de la sierra de Guadarrama convierte la Plaza de España en uno de los lugares más fríos de Madrid.

 
Aparco la moto en la amplia acera que se extiende frente al ventanal del bar de copas El Gato. Corre calle abajo un aire tan crudo y cortante que el simple hecho de tener que quitarme el casco y los guantes para colocar el antirrobo en el disco de freno delantero ya me produce escalofríos, de modo que no me los quito, y una vez concluida la operación con más dificultades de las habituales por este motivo, entro en el bar cubierto de pies a cabeza, lo que tampoco es una mala idea, porque en el local, destemplado en grado sumo y con deficiente calefacción, también hace un frío excesivo. Veo a Hachegé sentado en un extremo de la barra delante de su copa de ginebra MG con soda recién empezada. Pioter, el joven camarero ruso que atiende El Gato en solitario, me saluda con su simpatía habitual:
-Buenas noches, Jotauve, ¿qué tal estás?
-Bien, ¿y tú?
-Mucho frío -me dice frotándose los brazos por encima de su fino jersey de lana.
-¿Mucho frío? ¿Y tú eres ruso? ¿Un ruso que tiene frío en Madrid? -le digo con sorna.
-¿Qué pasa? ¿Un ruso no puede tener nunca frío?
-¿Y entonces en tu país?
-En mi país el frío es diferente que aquí, Jotauve.
-Diferente, dices. A mí lo que me parece, Pioter, es que tú eres un maricón de ruso, un ruso de opereta o un ruso de salón, como prefieras.

 
-¡Eso, eso, un maricón de ruso! -interviene Hachegé con entusiasmo desde su extremo de la barra-. No, si al final va a ser lo que yo digo, que desde que cayó el Muro de Berlín ya no quedan rusos como los de antes.
Pioter se ríe. Tiene una dentadura perfecta, entre otras cosas porque allá en su país, Bielorrusia, acude hasta dos o tres veces al año a revisarse la boca, y no porque le haga falta precisamente, sino porque la dentista que le atiende es una morena maciza y potente por la que él bebe los vientos, aunque sean unos vientos por lo menos tan fríos como los que azotan esta noche toda la geografía española.
-¿Lo de siempre, Jotauve?
-Lo de siempre -le respondo quitándome por fin el casco y los guantes y dejándolos encima del mostrador.
Lo de siempre es lo mismo que toma Hachegé, una copa bien cargada de MG con soda en vaso de tubo repleto de cubitos de hielo. Tal vez la segunda sea luego de ron Brugal con coca cola o con limón, para variar y endulzarme un poco el paladar de los amargos tragos de la vida, pero eso ya se verá en su momento.
-Hace un poco de fresco, sí -dice Hachegé como por descuido-, pero tampoco creo que se vaya a morir nadie por eso. ¡Mírame a mí, joder, si hasta voy en manga corta!
Como de costumbre sólo lleva una liviana camisa de manga corta con los tres últimos botones desabrochados. Sobre un taburete está doblado su chaquetón de forro polar, del que se ha desprendido hace un momento. Seguramente no tardando mucho tendrá que volver a ponérselo, porque la temperatura interior del Gato, como queda dicho, no supera en demasía a la que hay afuera en la calle, pero tan cierto es que a Hachegé no parece afectarle el frío intenso de manera tan severa a como le afecta al común de los mortales, como que cuando le afecta de verdad suele hacerlo de manera corregida y aumentada y muchas veces en situaciones en las que casi nadie tiene frío. Misterios de su naturaleza.

 
-Pero una cosa es caminar cinco minutos por la calle, tú que vives aquí cerca, y otra atravesar medio Madrid en moto como acabo de hacer yo -le explico-. Para que te hagas una idea, he llegado a ver los cuatro bajo cero en la Gran Vía hace un momento, y la temperatura sigue bajando. Dicen que esta noche puede ser la más fría en muchos años.
-Es que a mí no se me ocurriría subirme en la moto sólo con esta camisa de manga corta y el forro polar encima. No soy friolero, pero tampoco soy gilipollas.
Pioter me sirve la copa de ginebra con soda. Me siento en uno de los taburetes metálicos, bebo un trago y me vuelvo a levantar enseguida: el taburete está tan frío que se me hielan al instante el culo y las piernas. La desazón es tan desagradable que creo que voy a renunciar a volver a sentarme. No ha sido buena idea ponerme debajo de los pantalones vaqueros esa especie de leotardos azules que compré hace muchos años con la indicación de que servían para practicar la escalada libre en hielo. Nunca la he practicado, desde luego, y maldita la gana, pero en cambio no pocas veces se me han enfriado las piernas por su culpa. Se forma una especie de bolsa de aire frío entre ambos tejidos y ya no entras en calor hasta que te los quitas. En carretera funcionan bastante mejor, pero en ciudad son completamente ineficaces, y sin embargo cometo el mismo error un invierno sí y otro también. Yo tampoco soy friolero, pero a diferencia de Hachegé a veces tengo la impresión de puedo llegar a comportarme como un consumado gilipollas, y en una noche como la de hoy voy a dar un auténtico recital.


 

-Bueno -dice Hachegé de repente, cambiando de tema-, pues que sepas que hasta el lunes estoy de vacaciones. La empresa me debía dos días y los acabo de coger. Y el que tenga que currar mañana, que se joda. ¡Pioter, Pioter!
Pioter se acerca diligente al lugar de la barra en donde nos encontramos. Estamos los tres solos en el bar.
-¿Qué pasa, chicos? ¿Os falta alguna cosa?
-¿Curras mañana, Pioter? -le pregunta Hachegé con una sonrisa maliciosa.
-Sí, claro, mañana es jueves y abro el bar con normalidad.
-¡Pues te jodes, que yo estoy de vacaciones!
-Cuando yo me vaya de vacaciones y a ti te toque volver a currar ya te lo recordaré -contraataca el ruso.
-Vale, vale, pero de momento te jodes, que el que está de vacaciones soy yo. ¿Y tú, Jota…?
-Yo no estoy de vacaciones -me anticipo-, pero libro mañana y pasado y  creo que deberíamos irnos de viaje en moto aprovechando la ocasión -se me ocurre de repente, en mala hora.
Hachegé titubea como si no acabara de creer lo que acaba de oír. Me dedica a continuación una turbia mirada que puede significar cualquier cosa y probablemente ninguna buena.
-¿De viaje? ¿Mañana?
-Mañana no, esta noche -le propongo medio en serio, medio en broma, sin imaginarme hasta donde nos puede llevar este despropósito-. Ahora mismo, en cuanto nos terminemos esta copa. Ganamos un día entero, como ya sabes.
Hachegé levanta la cabeza y toma aire antes de responder.
-Supongo que no eres consciente de la gilipollez que acabas de plantear, ¿verdad?
-¿Acaso es que te da miedo el frío? ¿O es que no tienes huevos para hacerlo?
-¿Y tú sí los tienes, Jota? No me lo creo.
-Tengo unas ganas locas de escaparme de esta maldita ciudad y ahora se nos acaba de presentar una oportunidad insólita y original como pocas. Un desafío, un reto. Estoy convencido de que nadie ha hecho antes una cosa parecida y sin embargo tengo el presentimiento de que puede hacerse, aunque sea muy, muy jodido, que sin duda lo es. Pero si salgo por esa puerta en veinte minutos, me acerco a casa a vestirme de romano y cargar algo de equipaje, luego estoy dispuesto a subirme encima de la moto y conducir hasta que se haga de día. No me importa hacia dónde, el destino lo eliges tú. Eso sí, siempre que no sea hacia el norte, porque por allí la mayoría de las carreteras están intransitables por la nieve y la Guardia Civil no deja pasar ni a Dios.
Hachegé sonríe mirando el fondo de su vaso de ginebra y moviendo los hielos con la punta del dedo índice.
-Claro -dice con ironía llevándose el dedo a la boca para chuparlo-, y por las carreteras del sur o del este tú te imaginas que vamos a poder circular en camiseta, sandalias y bermudas de colores, ¿no? Lo mismo hasta sudamos, no te jode.
-Por supuesto que no -le respondo muy seriamente, cada vez más convencido de que mi disparatada ocurrencia de viajar en esta noche siberiana puede hacerse realidad de un momento a otro-, vamos a tener que abrigarnos como cabrones y aún así lo más probable es que pasemos tanto frío que se nos quiten para siempre las ganas de volver a subirnos en una moto. Y eso en el mejor de los casos, claro.
Hachegé toma aire de nuevo y me mira sin poder disimular un acceso de repentina curiosidad.
-¿En el mejor de los casos, dices? ¿Y cuál sería el peor?
Bebo un sorbo de ginebra con soda y lo saboreo un momento en la boca antes de tragarlo. Si al final convenzo a Hachegé para marcharnos de viaje lo razonable es que acabemos esta copa y no pidamos más. Son casi las doce de la noche. Todavía estamos a tiempo.
-Imagínatelo -le digo solemnemente-: de aquí a la eternidad.
Pues yo lo siento mucho, Jota, pero te dejo toda esa eternidad para ti solo. Y te deseo sinceramente que no se te haga demasiado larga.
-Eres un acojonado -le contesto, tratando, de paso, de provocarle-. Tú sabes perfectamente que puede hacerse ese viaje y que no va a pasar nada irremediable. Pero el miedo te supera.
-Márchate cuando quieras, y si llegas a algún sitio que merezca la pena, mándame una postal por lo menos para saber que sigues vivo. No me entusiasma perder amigos.
 
III 

Apuro el resto de mi copa de un trago. En el fondo del vaso aún quedan algunos hielos a medio deshacer. Me meto uno en la boca y me entretengo un rato mordisqueándolo hasta triturarlo del todo con los dientes. Desde luego que no tengo la más mínima intención de marcharme solo de viaje esta noche. O nos vamos los dos, o no se va ninguno. Pero eso Hachegé no lo sabe. Por ello dudo entre pagar mi copa, largarme del Gato, llegar a casa y meterme en la cama mientras él se queda con la intriga de si he emprendido por fin viaje o no, y adónde, o bien pedirme una segunda copa, y luego una tercera, y olvidarme del asunto. Opto por esto último:
-Pioter, ponme un Brugal con coca cola cuando puedas.
No hay nadie detrás de la barra. El ruso ha salido a la calle un momento a colocar los cubos de la basura al alcance del camión municipal que los recoge puntualmente a esta hora. Cuando regresa viene completamente aterido y desencajado, tal y como era de esperar, dadas las circunstancias.
-¡Qué frío, qué frío, joder qué frío!
-¡Ni que estuviésemos en Rusia, cojones! -le digo-. Anda, ponme un Brugal con…
-Espera, Jota, espera -me interrumpe Hachegé de repente, contra todo pronóstico, y luego se dirige al ruso: Oye, Pioter, ¿le funciona el teletexto a ese televisor?
-Mal, pero funciona -responde tiritando, y nos entrega el mando a distancia.
Es un televisor descomunal que está elevado sobre una plataforma metálica muy cerca del techo, en una esquina del bar. Hachegé empieza a manipular los botones del mando con una concentración absoluta.
-¿Qué vas a hacer? -le pregunto, sabiendo que ya es muy probable que nos vayamos de viaje, porque Hachegé, cuando le entran las dudas, suele acabar tirando por la calle del medio.
-Voy a mirar el tiempo y el estado de las carreteras.
-No te molestes, yo te lo resumo: bajo cero en la mayoría de las capitales de provincia, cota de nieve en el cuadrante norte por debajo de los cuatrocientos metros, severas heladas nocturnas en el tercio este peninsular, puertos cerrados o con cadenas en la casi totalidad de la red principal de carreteras, vientos fuertes de componente noroeste rolando a componente sur…, y así sucesivamente. ¿A que parezco el hombre del tiempo que sale en el telediario?
-¡Calla, coño, no me distraigas! Por cierto, Pioter, este mando es una mierda, y la tele, no digamos.
-Ya te lo he dicho, Hachegé. Pero si tienes alguna queja habla con Fernando.
Fernando es el dueño del Gato. Siempre andamos a la gresca con él, aunque sólo sea en plan de broma. Mal que bien, nos vamos soportando mutuamente. Somos clientes suyos desde hace varios años. Pero mentarle a Fernando a Hachegé es como nombrar la soga en casa del ahorcado:
-¡Yo no tengo nada que hablar con el calvo de mierda de tu jefe!

Mientras Hachegé se pelea con el mando, con el televisor, con el teletexto y con la mera existencia de Fernando, yo aprovecho para hacer una escapada al servicio, en la planta de arriba. Allí el frío es, simplemente, enloquecedor. El vaho de la respiración resulta bien visible, y por la diferencia de temperatura incluso la orina sale humeante como el chorro de un géiser del interior de mi organismo. ¡Y todavía estoy dispuesto a salir a carretera con la moto esta noche! ¿Habré empezado, por un casual, a trastornarme?
Vuelvo abajo, junto a la barra. Pioter y Hachegé miran ensimismados la página del teletexto correspondiente a las temperaturas previstas para las próximas horas en las capitales de provincia españolas. Salvo las dos capitales canarias, alguna de las de los litorales andaluz y gallego, y Ceuta y Melilla, todas las demás sin excepción presentan valores en torno a los cero grados o aún inferiores, en su inmensa mayoría. Particularmente escandalosos resultan los valores estimados para ciudades como Teruel, Soria, Guadalajara, Cuenca, Albacete, Toledo o Ciudad Real, por citar sólo algunas, todas ellas entre los 10 y los 15 grados bajo cero. Pero no hace falta tener estudios de meteorología para suponer con buen criterio que, no muy lejos de estas poblaciones, en campo abierto y en mitad de una autovía, por ejemplo, dichas temperaturas habrán de ser aún más bajas, aunque allí no existan termómetros oficiales que puedan constatarlo.
Hachegé se ríe para sus adentros y apaga el televisor con un gesto despectivo.
-¡Esto es un sindiós! -exclama-.  ¿Sabes qué te digo, Jota?
-Me lo imagino. Que nos vamos a tomar otras dos copas aquí y luego cada uno a su casa a dormir bien calentito. Estamos ya muy mayores para andar haciendo payasadas por ahí con las motos.
-¡Que no, tonto! Me están entrando unos deseos irrefrenables de comerme una paella como Dios manda en el Gavilá, y tú ya sabes que los deseos de mi estómago son órdenes imperiosas para mi cerebro y amorosas inclinaciones para mi corazón.


Me invade un estupor indescriptible. Si hubiera estado sentado en alguno de aquellos fríos taburetes seguramente me habría caído de culo. Pero no, estoy de pie, y bien de pie, pisando firme con las dos plantas el suelo del bar El Gato.
-¿No me estarás diciendo que nos vamos a ir a…?
-Sí  -me corta-, lo que te estoy diciendo es que nos vamos a ir ahora mismo al restaurante Gavilá, sito frente al Puerto de Denia, provincia de Alicante, a cuatrocientos cincuenta kilómetros de aquí, primero por la nacional tres, más conocida como autovía de Valencia, y luego por la A-siete, también llamada Autopista del Mediterráneo. Porque, ya que vamos a hacer una soberana gilipollez emprendiendo un viaje en moto por la noche y en plena ola de frío polar, que sólo a un descerebrado como tú se le podría llegar a ocurrir semejante disparate, y sólo a otro descerebrado como yo el seguirte, por lo menos que haya un buen motivo para ello, y creo que comernos mañana una paella en el Gavilá es sobrado premio para tal esfuerzo, que hasta el más ingrato de los viajeros y el más inapetente de los comensales sabría reconocerlo así. ¡Hostia, qué parrafada más chula me acaba de salir, si parezco un clásico!
Por más que lo intento, no consigo evitar una estruendosa carcajada, como no podía ser menos después de escucharle. Y es que la posibilidad cierta de regalarse al día siguiente con esa paella, no sólo transmite órdenes imperiosas al cerebro de Hachegé y amorosas inclinaciones a su corazón, sino también ciertos estímulos positivos para sus castigadas neuronas, muy poco acostumbradas a elaborar parlamentos tan historiados como el que acaba de pronunciar. No puedo negar, sin embargo, que me asalta una terrible preocupación al saber que, ya sin remedio, dentro de poco rato estaremos rodando por una autovía helada, a muchos grados bajo cero, como dos fantasmas nocturnos escapados de la peor de las pesadillas, y aunque he sido yo el artífice y promotor de esta idea desventurada, he de reconocer que mientras no había pasado de ser una mera especulación teórica, una fantasía o un alarde prepotente y provocador, la cosa me resultaba divertida, pero ahora que está a punto de convertirse en realidad -en pura y dura realidad-, ya no me hace maldita la gracia. Algo de ello ha debido de advertir Hachegé en mi semblante, repentinamente sombrío, porque me dice:
-¿Qué pasa, que ahora el señorito tiene miedo y se va a hacer caquita en los pantalones? Hace un rato has dicho que el que no tenía huevos era yo, y que eligiera un destino. Bueno, pues ya lo he elegido, así es que, ¡en marcha!
-Te recuerdo que habrá que cruzar la provincia de Cuenca -le advierto, y no tanto para disuadirle como para incomodarle y meterle alguna dosis de miedo en el cuerpo con la que bajar su euforia.
-¡Cuenca, Cuenca, menudo problema! -responde despectivamente-. Pero no te preocupes, que llamamos al Mopu enseguida para que la quiten del mapa esta noche.

 
Cuenca es tradicionalmente nuestra provincia maldita, nuestra particular bestia negra de tantos y tantos viajes en moto desde hace muchos años. Ha habido también otras provincias nefastas en estos viajes y en estos años, pero como la de Cuenca, ninguna. Es gélida, ventosa y traidora en invierno (y en las madrugadas del estío), húmeda, neblinosa y áspera en otoño y primavera, y abrasadora, seca y cruda en los días soleados del verano. A menudo puede ser todas esas cosas juntas en cualquier estación del año. Hemos sufrido infinidad de percances, averías y multas de tráfico en su extenso territorio y padecido todo tipo de calamidades a cada cual peor. Por lo demás, sus gentes son amables y hospitalarias, muchos de sus paisajes hermosos y su gastronomía no desmerece en nada a la de otras provincias, porque una cosa no quita la otra y no vamos a ofender a nadie, pero en lo que se refiere a cuestiones estrictamente geográficas y climáticas, la provincia de Cuenca se nos antoja intolerablemente odiosa, de ahí que el propio Hachegé llegara a decir en una ocasión que deberían suprimirla del mapa o por lo menos alejarla de las carreteras y rutas principales.
Pero desde luego no nos han hecho ningún caso y esta noche infausta, sin ir más lejos, vamos a tener que volver a atravesarla de parte a parte y a buen seguro en unas condiciones atmosféricas todavía mucho menos recomendables de las que nos tiene acostumbrados. Y sin embargo es inútil darle más vueltas: ya no hay marcha atrás posible. Hachegé está dispuesto a hacerlo y yo no me puedo rajar a estas alturas. Cuando provocas al destino, esto es lo que ocurre, que antes o después el destino te acaba respondiendo, y no precisamente con amables palabras.

 
-Pioter, cóbranos, que nos vamos -le dice Hachegé al ruso mientras se viste su chaquetón de forro polar.
-¿Tan pronto? ¿No tomáis otra ronda?
-No tenemos tiempo, nos vamos de viaje ahora mismo.
-¿Con las motos?
-Pues sí -bromea Hachegé-, porque habíamos pensado viajar en patinete, pero hace demasiado frío y al final no nos ha parecido prudente. La moto es más calentita, dónde va a parar.
-Vente con nosotros a comerte una rica paella a la playa, Pioter, que te invitamos -le digo yo.
-¡Buena idea, Jota! -apunta Hachegé-. Cierra este bar de mierda, que ya no te va a entrar nadie a estas horas, y vente con nosotros, Pioter, que te esperamos. Yo te dejo un casco y ropa de abrigo y Jotauve te lleva de paquete en la Varadero, que es más cómoda que mi moto.
Pioter abre los ojos desmesuradamente como si no pudiera dar crédito a nada de lo que está oyendo. Para ser sinceros tengo que decir que yo tampoco doy crédito a nada de lo que estamos diciendo, y mucho menos a la inmensa barbaridad que estamos a punto de cometer con nocturnidad y alevosía.
-¡Estáis locos, chicos, completamente locos! -dice el ruso llevándose las manos a la cabeza.
-¿Lo ves, Hache? Si ya había dicho yo antes que era un maricón de ruso.
-Sí, sí, sí. Ya no quedan rusos que anden solos por el monte.
-Tomaos un chupito de vodka antes de marchar -nos ofrece Pioter haciendo caso omiso de nuestras invectivas-. En mi país lo tomamos mucho para combatir el frío.
-¡Vengan esos chupitos, me cago en todo! -le jalea Hachegé.
Nos pone dos chupitos de vodka encima del mostrador. Él se sirve un tercero.
-¡Salud! -dice.
-¡Salud, camaradas! -contesta Hachegé.
-¡Salud! -coreo yo.


Nos atizamos el vodka de un trago y los tres al unísono, como si nuestros brazos estuvieran impulsados por el mismo resorte. Después golpeamos el mostrador con escándalo excesivo al dejar caer los vasos.  Durante unos segundos me arde por dentro todo el cuerpo como si hubiera bebido fuego. Pagamos las copas y nos despedimos de Pioter, que con el rostro circunspecto nos desea buen viaje y espera vernos pronto de vuelta. Llegamos hasta la puerta del Gato y la abrimos. Una gélida oleada que corta la respiración nos da la bienvenida desde la calle con una intensidad semejante a la que habrían llegado a provocar miles de congeladores industriales abiertos al mismo tiempo por la mano desalmada de un psicópata. Y no sé si no me quedaré corto en la comparación. A punto de sucumbir a los insoportables escalofríos y perder casi el habla, Hachegé consigue todavía hacer un escueto pero acertado resumen de la situación:
-¡Su puta madre! ¡Su putísima madre, la rasca que hace!
Antes de ponerme los guantes miro el reloj: son las cero horas y veinte minutos del jueves 27 de enero de 2005 y esto no ha hecho nada más que empezar.


IV


La Varadero consigue arrancar a la primera con el estárter abierto hasta la mitad, pero el motor no coge temperatura y se para varias veces. Es una moto muy fría y se encuentra sin duda fuera de punto. Tampoco ayuda mucho que digamos el viento polar que barre la calle de arriba abajo con su aliento asesino. Hachegé vuelve a refugiarse en el bar mientras yo, convenientemente protegido por los guantes, el casco y la cazadora de cuero abrochada hasta las cejas, empleo todavía unos minutos interminables en templar el motor con el acelerador abierto. Por los escapes sale a borbotones un humo blanco, espeso y frío que se volatiliza al instante en la atmósfera sin dejar rastro. Huele intensamente a gasolina sin plomo de 95 octanos. El motor se atraganta, se para de nuevo y vuelta a empezar, ya con el estárter cerrado. Con paciencia logro por fin que se sostenga solo al ralentí a mil revoluciones por minuto. La aguja del reloj de la temperatura, en cambio, no se ha movido ni un milímetro de su posición original, completamente desplazada hacia la izquierda. No se moverá de ahí en toda la noche.

 
Hachegé, que me ha estado observando desde el otro lado del ventanal del Gato, sale al exterior cuando comprueba que ya he terminado mis operaciones y la moto está lista para rodar. Como vive unas cuantas manzanas más arriba y le da pereza andar, la costumbre es que yo le acerque hasta su casa, no importa el frío que haga. Pero esta noche es especial.
-Yo que tú me subiría andando -le recomiendo-. Sin casco y sin guantes te va a dar un pasmo.
-No importa -me contesta entre dientes-. Andando también voy a pasar frío y por lo menos en la moto llegaré antes y ganamos tiempo.
A través de estrechas calles de adoquines, viejas y oscuras, llegamos a su casa cinco minutos después. Por el camino no ha dejado de soltar imprecaciones: el asiento y las asas del pasajero están helados como témpanos y el aire gélido que abofetea su cara desnuda le hacen poner el grito en el cielo. Hachegé es duro, pero no tanto. Se baja de la moto con una tiritona de mil demonios.
-Quedamos dentro de una hora en la gasolinera que hay pasado Santa Eugenia, si te parece -me dice tartamudeando.
-De acuerdo. Y abrígate bien.
-No te preocupes, lo tengo previsto.
Salgo a la calle Alberto Aguilera, cruzo la Glorieta de San Bernardo, luego la de Bilbao, sigo por Carranza, Sagasta y Génova y llego a la Plaza de Colón. Bajo la helada, como si se tratase de una maldición bíblica, Madrid tiene una apariencia fantasmal, con sus avenidas vacías y silenciosas. Apenas hay coches, ni gente, ni vida. Sólo frío y hielo, hielo y frío. Subo por Goya hasta el cruce con Alcalá y luego giro hacia Manuel Becerra. En el termómetro exterior de una farmacia veo los seis grados bajo cero. Y esto en pleno casco urbano, al resguardo de los edificios y con el cielo protector cubierto por una densa capa de polución. ¿Qué frío no hará, entonces, en mitad de los campos inhóspitos de la provincia de Cuenca, bajo el cielo limpio y estrellado de Castilla? Prefiero no pensarlo.


 Aparco la moto en el garaje y subo a casa. Me duelen las puntas de los dedos y me queman las piernas. Los pantalones vaqueros presentan una rigidez sospechosa. Me los quito de inmediato, junto con los ineficientes leotardos interiores y las botas Camper. Es agradable encontrarse en calzoncillos y calcetines a veinticinco grados centígrados con la que está cayendo fuera, y es así de esta guisa como me pongo a buscar en armarios y cajones la cazadora y las botas de Gore-Tex, los pantalones de cuero, la ropa térmica interior (que compré hace diez años y que ya me está pequeña), la camisa de franela roja, el sotocasco de algodón, la braga y la chaqueta de forro polar, un pañuelo de cuello con estampados de cachemir, una faja elástica, un par de jerséis de fibra y los cubrebotas de goma. Considerada en su conjunto parece que toda esta intendencia sería un arma adecuada incluso para escalar el Everest o explorar la Antártida, pero lo cierto es que, como voy a tener ocasión de comprobar muy pronto en la carretera, ante la ola de frío polar que azota el país hasta los mejores recursos resultan insuficientes.
Antes de empezar a vestirme me tumbo un rato en la cama, boca arriba, sin intención de dormirme, y mirando al techo me quedo ligeramente transpuesto. Suena el teléfono. Es Hachegé, seguro. ¿Quién, si no, a estas horas? Veo el cielo abierto al imaginar que va a decirme: mira, Jota, que se me han quitado las ganas de comerme esa paella, y además, ya las horas que son y con lo calentito que se está en casa, lo he pensado mejor y me voy a dormir, que para hacer gilipolleces hay más días que longanizas. 

 
Pero por desgracia, la realidad no suele ajustarse a la medida de los deseos de cada uno, más bien al contrario, y si tú dices blanco, ella dice negro, o viceversa, y no hay absolutamente nada que hacer contra esto.
-Oye, Jota -es Hachegé, en efecto, el que me habla desde su teléfono móvil-, ¿tienes grasa para la cadena?
-Sí, tengo un bote.
-Pues tráetela, anda.
-Vale.
-¡Ah!, y otra cosa. ¿No tendrás también por casualidad un termo grande, de un litro, o más?
-Sí, creo que sí, pero tendré que buscarlo.
-Pues búscalo, que nos va a hacer falta.
-¿Para qué demonios queremos un termo?
-Escucha, tú búscalo y cuando lo encuentres llénalo de un líquido hirviendo, por ejemplo caldo, o café, o una infusión, lo que sea, pero hirviendo a todo meter, ¿vale? De cualquier cosa menos de leche sola, que la leche da sueño.
-Oye, Hache -le respondo con un punto de indignación-, aunque el frío sea siberiano esto sigue siendo España y en las autovías acostumbra a haber áreas de servicio con gasolineras y cafeterías abiertas toda la noche, no sé si lo has olvidado.
-Bueno, bueno, tú fíate de la Virgen, y no corras. Por si acaso llena ese termo, que no nos va a estorbar, ya lo verás. Hazme caso.
-Muy bien, te haré caso.
-Y alcohol -añade Hachegé-, alcohol sanitario de noventa y seis grados, pero de eso me ocupo yo. Voy a buscar una farmacia de guardia ahora mismo.
-¿Para el hielo?
-Sí, para el hielo. Bueno, que estoy en el garaje y salgo ya. ¿A ti te falta mucho?
En ese momento Hachegé acaba de accionar el botón de arranque de su Triumph Daytona 900 y a través del teléfono escucho el sonido bronco y rugiente del motor. La suerte está echada.
-Tengo todavía que vestirme, buscar el termo, hervir el líquido, colocar el equipaje y salir. Tardaré un ratito -le respondo. 
-Vale, pero no te demores. Te espero en la gasolinera que hay pasado Santa Eugenia, ya sabes.
-En cuanto pueda voy para allá.


 
Cuando salgo al fin por la puerta de casa es la una y cuarto de la madrugada. No funciona el ascensor. En el descansillo me encuentro a un vecino que viene borracho. Lleva una mierda como un piano de cola. Me mira de pies a cabeza con la misma incredulidad con la que habría mirado a un astronauta, y es que, no en vano, aparatosamente vestido de motorista, con el casco y el top-case Givi Maxia de cincuenta litros en la mano, parezco cualquier cosa menos un ciudadano normal que sale a darse un paseo nocturno. El vecino se agarra tambaleándose al pasamanos de la escalera en un difícil equilibrio.
-Coño, Jotauve -me dice con voz estropajosa-, ¿te vas a trabajar a estas horas? No sabía que fueras bombero.
Contengo la risa a duras penas.
-Es que no soy bombero, hombre. Y tampoco me voy a trabajar. ¿Me dejas pasar, que tengo prisa?
-Entonces es que te vas de viaje con la moto, ¿a qué sí?
-Sí -respondo de mala gana mientras le empujo con alguna delicadeza para abrirme paso escaleras abajo. Se queda solo con su disparatado monólogo de borracho:
-Jotauve siempre de viaje con su moto, siempre, siempre, bruuum, bruuum…, y esta noche no va a llover, no, no, a lo mejor mañana sí, pero hoy no, no, no…, y Jotauve bruuum, bruuum, bruuum…
Cuando llego al piso inferior se apaga la luz de la escalera y de inmediato escucho el porrazo terrible de un cuerpo golpeándose contra el suelo, seguido de una blasfemia que retumba como un trueno en todo el edificio. Se ha tenido que abrir la cabeza, por lo menos, es lo primero que pienso, soltando el top case para dar la luz y subir a auxiliarle. Pero no. Él mismo se incorpora, enciende la luz y sigue repitiendo como en sueños la monótona cantinela que lleva mi nombre:
-…bruuum, bruuum, bruuum, Jotauve siempre bruuum, bruuum, bruuum…
Llego al portal y salgo a la calle. El frío ya es insoportable, pero la temperatura sigue bajando. Cada hora que pasa es un poco más cruel. Hay una placa de hielo frente a la entrada del garaje, justo en el rebaje del bordillo de la acera que está pintado de rojo y blanco para señalizar el vado. No tendré problemas para esquivarla al salir. Desciendo por la rampa y llego junto a la moto. Todavía está caliente. Bueno, es un decir. Coloco el top-case en su alojamiento y pongo en marcha el motor. Y entonces recuerdo que llevo encima un pequeño termómetro digital que compré el verano pasado, cuando las temperaturas eran superiores a los cuarenta grados a la sombra, para instalarlo en el tablero de instrumentos y que, por unas cosas u otras, nunca llegué a instalar. Es sencillo: dos tiras de velcro bastan. Lo pongo en un momento y después me ocupo de abrocharme botones, cremalleras y corchetes de la cazadora de Gore-Tex. Voy con tanta ropa que no puedo ni moverme, y al encajarme el casco en la cabeza, previamente cubierta con el sotocasco de algodón y la braga de forro polar, me invade una sensación de ahogo insoportable. Me subo en la moto. En el interior del garaje el termómetro marca unos benevolentes quince grados centígrados, y empiezo a sudar a chorros. Pero va a ser por poco tiempo, porque apenas cinco minutos después ya estoy rodando por la M-30 en dirección a la autovía de Valencia.

 
Mientras marcho por la M-30 en dirección a la nacional III tengo una sensación inquietante que predomina sobre todas las demás, incluida la de esta temperatura glacial, que todavía no ha conseguido traspasar la protectora coraza de ropa motorista que me aísla del exterior. Y es que voy pensando que con este propósito descabellado de marcharnos de viaje a la costa en moto y en la noche más fría del año, en la noche más fría desde hace décadas, estamos transgrediendo a voluntad todas las leyes no escritas de la prudencia y del sentido común, y quizá algo o alguien pueda llegar a castigarnos por nuestra osadía y por nuestra insolencia. Porque nuestro gesto, en el fondo, no es sino una provocación, un desafío, un reto y un pulso desigual que le echamos a la naturaleza y a la fragilidad de nuestra condición humana para vencerla y poder así sentirnos más audaces que el resto de los mortales y al mismo tiempo superiores a nosotros mismos. Pero precisamente estas, y no otras, son las razones únicas de este viaje, que de otro modo jamás habríamos pensado en llevar a cabo espontáneamente en circunstancias normales. Si la madrugada del 27 de enero de 2005 hubiera sido una madrugada como tantas del invierno, necesariamente muy fría, pero no históricamente fría como lo es en realidad, ni siquiera se nos habría pasado por la cabeza el salir a la carretera: no nos habría parecido tan intrépida y deseable la aventura. Y ahora que por fin estoy en la carretera cometiendo tan terrible sacrilegio, a sabiendas de mi pecado, siento que puedo ser castigado con toda justicia por ello, y el temor se me hace presente de continuo, como presente y continuo es el termómetro que he colocado junto a los relojes y que ya marca los siete grados bajo cero.





V
 No hay apenas tránsito en la M-30. Sólo algunos vehículos casuales, camiones, sobre todo. En las rutas del norte se ha prohibido la circulación de camiones, y la Guardia Civil los ha retenido en las áreas de servicio de las autovías, a la salida de las ciudades, impidiéndoles la marcha hasta que remita el temporal. No se tienen noticias de que haya sucedido lo mismo en las rutas del sur y de Levante, pero habría que ponerse en lo peor. Y desde luego, si no pasan los camiones, mucho menos van a pasar las motos. Trato de imaginarme la cara de estupor que pondrían unos guardias que eventualmente nos parasen por el camino con cualquier pretexto. ¿Qué podrían pensar de nosotros? ¿Que estamos locos? ¿Que somos extraterrestres? ¿Que participamos en una apuesta suicida? ¿Que acabamos de cometer algún delito y huimos precipitadamente en la noche helada con lo primero que hemos encontrado a mano, en este caso un par de motos?  Supongo que nos pararían de todos modos, sin ningún pretexto, porque el pretexto ya seríamos nosotros mismos y las extrañas circunstancias de nuestro insólito viaje.
Tomo el desvío que indica A-3 Valencia. Es una estrecha curva cerrada de derechas que se hace a cuarenta. A cincuenta ya te das con el guardarraíl. Pienso en el hielo. Puede haber hielo en cualquier parte y sólo vas a saber de su existencia cuando las ruedas de la moto empiecen a deslizarse, pero conviene no olvidarse de él. Vuelvo a entrar en la ciudad. En la calle Fernández Shaw las farolas emiten unas hilachas de luz turbia que brillan difusamente entre la neblina. El asfalto está negro y húmedo como la piel de una alimaña. El semáforo de la Plaza de Conde de Casal me pilla en rojo, como siempre. La visera del casco se empaña y tengo que levantarla para dejar abierta una rendija. El vaho entrecortado de mi aliento fluye con cada respiración con una intensidad de chimenea y perla de finas gotas la visera. Por dentro de la cazadora de Gore-Tex conservo el cuerpo todavía caliente y confortablemente seco, lo que me hace albergar fundadas esperanzas de superar el trance que se avecina sin sufrimientos intolerables. Incluso el termómetro portátil parece haberse contagiado de mi optimismo y ha conseguido una estimable remontada: ahora solo marca cinco grados bajo cero.

 
 Los primeros kilómetros por la autovía de Valencia, completamente desierta, me resultan tan cómodos y apacibles como lo han sido en algunas madrugadas de verano. Eso sí, ahora los enormes paneles luminosos de Tráfico advierten del peligro de hielo en la calzada y de la necesidad de circular con precaución. Los últimos bloques de edificios de Madrid tienen todas las luces de las ventanas apagadas. No hay rastro de vida en ellos. Son las dos menos cuarto de la madrugada y todo el mundo duerme. Menos yo y Hachegé, que ya me espera en la gasolinera convenida. Veo su negra silueta recortándose sobre el fondo iluminado del establecimiento. Está de pie, junto a su Triumph Daytona amarilla, fumando un cigarrillo lejos de los surtidores. Ha dejado el casco y los guantes sobre el asiento y se pasea pensativo alrededor de la moto. Un grueso gorro de lana le cubre la cabeza. Pongo el intermitente, entro en la gasolinera y me detengo al lado de un surtidor para llenar el depósito de la Varadero. Me bajo y echo a andar hacia la caja. Naturalmente a estas horas hay que pagar por adelantado antes de poder repostar. 
-¿Has echado ya? -le pregunto a Hachegé al llegar a su altura.
-Sí, ahora mismo.
-Bueno, todo bien, ¿no?
-Cojonudo -responde-. No tengo ni pizca de frío. Ya verás como este viaje al final va a ser un paseo militar.
-Eso me lo dices luego, cuando estemos pasando por la provincia de Cuenca.
-¡Joder, qué perra has cogido con la provincia de Cuenca! ¡Ni que fuera el Polo Norte!
-Muchos conquenses emigran al Polo Norte en invierno huyendo del frío de su tierra, con eso te lo digo todo -bromeo.
-Menos cachondeíto -sonríe Hachegé-, y echa gasolina ya de una puñetera vez.
Suelto un billete de cincuenta euros en la bandeja de la ventanilla blindada. El empleado me mira con ojos alucinados, probablemente como acaba de mirar hace un momento a Hachegé. ¿Dónde irán en moto a estas horas este par de chiflados?, es lo que a buen seguro piensa.
-Quiero llenar el depósito de sin plomo de noventa y cinco.
-Lo llenas y luego te devuelvo el dinero que sobre -me dice, y después añade-: Mala noche para la moto, ¿eh?
-Mala noche para los gasolineros, ¿no? -le respondo volviéndome y caminando hacia el surtidor para no escuchar su respuesta. Es mi frase favorita cada vez que me recuerdan lo duro que resulta montar en moto bajo determinadas circunstancias tan adversas como las de ahora. Nunca me callo.
Lleno el depósito de la Varadero, que andaba escasamente mediado, y pongo a cero los dos totalizadores parciales de kilómetros. El termómetro ha vuelto a bajar un grado, y ahora marca seis negativos. Regreso a la caja. El empleado me devuelve treinta y ocho euros sin mirarme ni dirigirme la palabra. Es obvio que ha acusado el golpe anterior. Peor para él.

 
 -¿Has traído la grasa para la cadena? -me pregunta Hachegé.
-Sí, ¿la quieres ahora?
-De momento la cadena va bien, si acaso más tarde. ¿Y el termo?
-Lo llevo en el top-case. No tenía café, ni caldo, así es que lo he llenado de poleo menta. Hirviendo, como me dijiste.
-Perfecto. Supongo que aguantará caliente por lo menos una hora. Te dije que no lo llenaras de leche, porque la leche contiene una sustancia que favorece el sueño, tripto…  nosequé.
-Triptófano, Ele-triptófano.
-Sí, eso. Bueno, yo he comprado un litro de alcohol sanitario, porque seguramente, si pillamos niebla, se acumulará hielo en alguna parte de las motos, y habrá que deshacerlo.
-Para tu información,  ahora mismo estamos a seis bajo cero.
-¡Joder, pues tampoco parece que haga tanto frío! En la cara y en las manos un poco, sí, pero cuando te pones el casco y los guantes se está de puta madre incluso en marcha -observa Hachegé.
 -Nos iremos enfriando poco a poco, ya lo verás. En cuanto salgamos a carretera abierta. Tendremos que parar varias veces a cubierto, porque habrá algunos momentos en los que se hará insoportable, me temo. Sobre todo las manos y los pies, eso va a ser lo peor, porque es lo primero que se enfría del cuerpo.
-Y a lo mejor hace aire, y como haga aire entonces sí que la hemos cagado -razona Hachegé-, porque el aire no va a ser precisamente una cálida brisa primaveral.
-No, para nada -reconozco-. Y de Cuenca no voy a volver a hablar, que conste.
-Más te vale.
Nos reímos. Antes de ponernos en marcha, mientras fumamos algunos cigarrillos -que me recuerdan el último deseo concedido a un condenado a muerte a los pies del cadalso-, todavía nos entretenemos en breves especulaciones teóricas acerca de las situaciones a las que supuestamente vamos a tener que enfrentarnos y la manera de superarlas. En algunos aspectos estamos de acuerdo, pero en otros no. Por ejemplo, convenimos en detenernos cuantas veces sean necesarias, y yo confío en encontrar áreas de servicio abiertas toda la noche, con su correspondiente tienda o cafetería,  pero Hachegé se muestra escéptico en este punto. También discrepamos en la velocidad de crucero a mantener, porque él sostiene que a mayor velocidad, dentro de lo posible y según las condiciones atmosféricas, menos tiempo de pasar calamidades encima de la moto, pero yo opino por el contrario que, una vez hallado un compromiso de equilibrio soportable entre las calamidades y la velocidad, aunque esta sea inferior a lo deseado, debería mantenerse ese ritmo por encima de otra consideración para no castigar el cuerpo.  Pero en realidad nuestras deliberaciones duran poco tiempo. Sabemos que la inmensa mayoría de las variables no podemos controlarlas ahora. Según se vayan presentando, una a una, tendremos que ir improvisando la respuesta adecuada. Este tipo de cosas casi nunca suceden como uno ha previsto que sucedan, hay que reconocerlo. Y al final es la carretera, pura y dura, la que te acaba poniendo en tu sitio. En el que te corresponde.

 
 Nos colocamos cascos y guantes, subimos en las motos y arrancamos. Hachegé me hace una seña con la mano para que pase delante. Por lo menos al principio del viaje prefiere que abra yo la marcha. Tiempo habrá de turnarnos. Tiempo habrá de muchas cosas. La noche se presume larga, hostil y terrible como una maldición de los dioses. Parados en la señal de stop, a la salida de la gasolinera, Hachegé se levanta la visera del casco y me dice con la solemnidad de una arenga:
-Creo que puede hacerse y tengo el presentimiento de que lo vamos a conseguir.
 Muevo con desgana la cabeza afirmativamente. No estaba pensando en eso ahora. Son las dos y cinco de la mañana y el termómetro ha vuelto a caer hasta los siete grados bajo cero.
Hasta las proximidades de Arganda la autovía de Valencia se encuentra iluminada por el cálido resplandor ámbar que desprenden las farolas del alumbrado dispuestas en hileras a ambos lados de la calzada. Son apenas veinticinco kilómetros antes de entrar en la oscuridad más absoluta e inexorable. Vamos rodando entre 120 y 130 kilómetros por hora. Es una velocidad cómoda, porque aunque el termómetro sigue estabilizado en unos inamistosos siete grados bajo cero, subidos encima de las motos la sensación térmica todavía no se corresponde con un frío tan intenso. Adelantamos a varios camiones de recogida de basura y algunos autobuses solitarios que viajan vacíos de pasaje. Los escasos coches que transitan por la autovía la van abandonando poco a poco, uno tras otro, por los desvíos laterales que se suceden a la derecha. El tránsito de entrada a Madrid, por el contrario, es sin embargo más espeso y fluye incesante durante muchos minutos. La mayoría de los vehículos que nos vamos cruzando llevan encendidos sus faros antiniebla, lo que ya es una mala señal y peor presagio de lo que se nos avecina. No obstante, mientras la atmósfera continúa despejada no puedo evitar el sentir cierta euforia completamente irracional, y me voy diciendo a mí mismo, esto va bien, esto va bien, y abro un poco más el puño del acelerador hasta ver en el velocímetro los 150 por hora, velocidad a la que decido que nos estabilicemos un buen rato. Pienso que si las condiciones climáticas siguen respetándonos como hasta ahora merecerá la pena aumentar un poco más el crucero de marcha para ir ganando tiempo y restando kilómetros, porque cuando las cosas vengan muy mal dadas, que sin duda alguna vendrán, antes o después, los promedios caerán estrepitosamente. Y eso sin contar con las paradas que tendremos que hacer, queramos o no. Observo por los espejos que Hachegé me sigue a prudencial distancia. A lo mejor al final él va a tener razón, y este viaje va a consistir en un triunfante paseo militar hasta la costa en pos de una gloriosa paella alicantina como trofeo de guerra. Cosas más raras se han visto. Y también es cierto que casi nada es nunca tan malo o tan bueno como hemos temido o deseado previamente que fuese.
Estoy entretenido con estas reflexiones cuando se nos echa encima la oscuridad más negra. El alumbrado de la autovía ha terminado aquí. A partir de ahora todo lo que nos queda por delante es el asfalto invisible y la noche inmensa que cae con su manto de hielo sobre los campos y los pueblos dormidos del camino. Sobrecoge pensar en ello. Enciendo la luz larga y recojo un poco el acelerador. Los kilómetros van cayendo uno tras otro con una regularidad precisa, como si fuesen las horas puntuales de un reloj geográfico. De cuando en cuando alcanzamos algún camión inesperado, salimos al carril izquierdo, lo rebasamos, volvemos al carril derecho y seguimos avanzando a través del silencio, la oscuridad y la nada. Hace mucho frío, pero nuestros cuerpos aún conservan una temperatura aceptable, dadas las circunstancias. En todo caso, si tengo alguna queja al respecto, esta proviene sólo de las manos, que empiezo a sentirlas un tanto destempladas. Mis guantes de Gore-Tex son ya demasiado viejos y han librado tan crudas batallas victoriosas contra el invierno, que en la de hoy, excesiva como no ha habido otra, parece que van a sucumbir sin remedio. Hachegé me concede algún relevo y pasa delante. Nos vamos turnando. No en vano conocemos ambos esta carretera como si fuese el pasillo de nuestra casa. De momento no hay hielo en el asfalto. Que nosotros sepamos, por lo menos. El cielo raso está claveteado de blancas estrellas remotas como remaches de luz, pero el firmamento parece más ficticio que real, como si fuese el decorado de un teatro para una representación nocturna. Ya dijo alguien que la naturaleza imita al arte.

 
Rodamos todavía unos cuantos kilómetros a un ritmo ligero. Nos está cundiendo bastante el principio del viaje, y si nada se tuerce, acaso podamos alcanzar el Mediterráneo con el amanecer. Hachegé me hace una seña con la mano para que le rebase y me ponga delante una vez más. Le tomo el relevo y seguimos avanzando sin novedad. Pero al llegar a las proximidades de la vega del río Tajuña aparece de improviso la temida niebla, primero en forma de una delgada cortina vaporosa que asciende desde las hondonadas del terreno para convertirse después con rapidez en una masa compacta y húmeda que anula toda visibilidad y toda referencia espacial. Antes de que podamos darnos cuenta de ello ya nos hemos sumergido de lleno en el interior de un banco de niebla de inmensas proporciones. Podrá extenderse a lo largo de un kilómetro, de cinco, o de cincuenta. Eso es un misterio. Me deslumbran los faros de ambas motos, el mío de frente al rebotar contra la masa de niebla impenetrable, y por detrás el de Hachegé -que me sigue a rueda para no perder la referencia de mi piloto trasero-, al reflejarse en mis retrovisores. Nuestra velocidad decae repentinamente hasta los cincuenta kilómetros por hora, o quizá menos, pero no tengo ninguna manera de saberlo, porque los relojes de la Varadero se han empañado hasta volverse invisibles, como invisibles son ya los arcenes, las líneas de pintura blanca, las señales de tráfico y el propio trazado sinuoso de la autovía, de modo que vamos conduciendo a ciegas y temiendo que de un momento a otro suceda una desgracia. 


VI

Desprovisto de cualquier referencia espacial y visual, sólo tengo noticias del asiento sobre el que reposan mis nalgas, de los estribos que soportan mis pies y del manillar que sujetan mis manos. A esos tres objetos se limitan todas mis percepciones sensoriales, ya que incluso el faro de Hachegé ha desaparecido de los retrovisores. Pronto se me empaña también la visera del casco y le voy dando pasadas regulares con la mano izquierda para limpiarla, pero la tarea es inútil porque vuelve a empañarse una y otra vez, lo que me termina obligando a levantarla por completo. Las diminutas gotas heladas de agua en suspensión me golpean entonces el rostro produciéndome desagradables escalofríos y temblores por todo el cuerpo. Y sé que Hachegé lo tiene que estar pasando aún peor, ya que al usar gafas las dificultades se le multiplican. A intervalos voy recuperando en mis espejos la luz deslumbrante del faro de su Daytona. Otras veces un difuso resplandor lejano me confirma su presencia, y entonces aflojo un poco el ritmo para que vuelva a enganchar la estela roja de mi piloto trasero. Un ciego que guía a otro ciego. Mientras vamos padeciendo este calvario cruel durante un tiempo que se me antoja eterno, son varios los temores que me asaltan y me encogen el corazón: que nos pueda arrollar un vehículo por detrás, que podamos chocar contra alguno que circule por delante, o bien, sin ir más lejos, que nos salgamos de la carretera y nos caigamos a saber dónde. Tres percances perfectamente posibles con estas condiciones de visibilidad.
Pero no sucede nada de esto, sin embargo. Por alguna misteriosa razón, sin saber cómo ni porqué, las ruedas de nuestras motos siguen pisando el asfalto firme de la autovía sin que se nos interponga ningún obstáculo. Un hilillo de agua fría hasta lo insoportable me va resbalando sin cesar por la nariz antes de caerme sobre los labios. Sabe salada, porque en su caída está arrastrando también restos de mis propias mucosidades. Como no pueda bajarme la visera pronto, voy a terminar por cogerme una buena pulmonía. A veces maldigo la estúpida hora en la que se me ocurrió proponer este viaje demencial. Y maldigo a Hachegé por secundar mi idea y poner todo su empeño en llevarla a cabo. Pero ya es demasiado tarde para las lamentaciones. Con niebla o sin ella tenemos que seguir avanzando o morir en el empeño. Y de pronto veo, o creo ver, cuatro puntitos rojos apenas cinco metros por delante. Si son lo que a mí me parece que son y no los perdemos de vista, estamos salvados. Acelero un poco más como hipnotizado por la repentina aparición de estos signos tan milagrosos. Por fuerza tiene que tratarse de los pilotos de posición y las luces de gálibo de un camión o de un autobús. Parecen los cuatro puntos cardinales que han de orientar nuestro rumbo a partir de ahora, y allí hacia donde van esas luces, allá vamos nosotros con resignada mansedumbre, suplicando para que el vehículo, el que quiera que sea, no tenga el capricho de desviarse y abandonar la autovía.  No lo hace, y rodando detrás de él llego a perder toda noción del tiempo.


Llegando a Villarejo de Salvanés la niebla empieza a disiparse como por arte de encantamiento, y entonces vuelve la oscuridad de la noche helada. Por fin puedo bajarme la visera del casco, pero para entonces ya tengo el rostro completamente descompuesto. Si se me presentara la oportunidad de verme la cara en un espejo descubriría con horror que probablemente la tengo morada. Hachegé se ha quedado ligeramente descolgado y aflojo el ritmo para que me alcance, mientras voy dejando que los cuatro puntos rojos que nos han guiado hasta aquí se pierdan en la lejanía para siempre. Supongo que no será mala idea hacer una parada urgente para evaluar el estado de nuestra situación que,  no hace falta decirlo, es penosa de solemnidad. Pongo el intermitente y entramos en un área de servicio a pie de autovía. Corre un aire que corta como un cuchillo y no se ve un alma en la gasolinera ni en sus alrededores. Antes de bajarme de la moto miro el cuentakilómetros, el reloj y el termómetro. ¿Alguien puede explicarme qué demonios estamos haciendo a las tres menos veinte de la mañana de una noche de crudo invierno, en el kilómetro sesenta y tantos de la nacional tres, y a nueve grados bajo cero?  Porque yo no consigo todavía  comprenderlo.
Y sin embargo todo es real, demasiado real, y no se trata de un sueño o de una pesadilla -más quisiéramos nosotros-, sino de un suceso verdadero que está teniendo lugar ahora mismo, en primera persona del plural y en riguroso presente de indicativo. Hachegé se ha puesto de rodillas frente a su Daytona y le pasa la mano enguantada por el faro una y otra vez. Parece que está rezando, o imponiéndose una penitencia con la que implorar a los dioses clemencia para que no nos castiguen por el abominable pecado que estamos cometiendo. Pero no, no es eso.
-Mira esto, Jota -me dice-. ¡Qué fuerte!
Me acerco. Hay una gruesa costra de hielo adherida al faro de su moto. No se desprende fácilmente al frotarla con la mano, y en cambio lo que consigue Hachegé es mojarse los guantes. 
-Saca el alcohol, anda -le digo.
-Es lo que iba a hacer ahora mismo, y tú te podías tirar el rollo y sacar el termo. Beber algo caliente nos va a venir muy bien.
Me acerco a la Varadero. También tiene hielo en el faro, pero menos. Sin embargo descubro unos pequeños carámbanos colgando de las estriberas y observo que la parte del asiento destinada al pasajero presenta un sospechoso color blanquecino, lo mismo que la tapa del top-case. La llave entra bien en su cerradura, pero no gira. Seguramente se ha helado por dentro  todo el mecanismo. Jamás en la vida he visto una cosa igual.
-¡Esto no se abre ni pa Dios! -exclamo.
-Espera, no fuerces la llave, que ya voy con el alcohol.
 Hachegé tiene los pelos del bigote rígidos y blancuzcos por dentro del sotocasco. Es obvio que al circular con la visera levantada por culpa de la niebla se le ha helado el rostro. En general, todo se ha helado o está en proceso de congelación: las motos, los cascos, los asientos, los equipajes y hasta nuestra propia ropa y las mismas botas. A nueve grados bajo cero y con la elevada humedad ambiental es lo menos que puede esperarse. Cada vez estoy menos convencido de que podamos llegar a destino nunca. Las cosas están muy mal, pero siempre pueden empeorar, y eso es lo que creo que va a suceder de aquí en adelante. Unas enormes letras rojas de neón frente a nosotros anuncian la existencia de un hotel de carretera. A lo mejor no sería un error, sino todo lo contrario, abandonar esta aventura absurda y pasar la noche a cubierto en ese hotel. Algunos camioneros y viajantes de comercio probablemente estén dormidos en sus habitaciones esperando que amaine el temporal para continuar su viaje. Nosotros, en cambio, parecemos todavía obstinados en perpetrar esta descomunal tropelía contra la naturaleza y la razón. Hachegé viene con una botella de plástico que contiene un litro de alcohol sanitario de 96 grados y vierte un chorro en la cerradura del top-case. Al poco tiempo conseguimos abrirlo y cogemos el termo. El poleo menta que contiene todavía está caliente. Nos quitamos los cascos, bebemos a morro varios sorbos, y nos los volvemos a poner. Es imposible permanecer con la cabeza descubierta más allá de un minuto. El frío es tan intenso que no nos atrevemos a quitarnos los guantes, sin embargo, para poder fumar. La infusión, ligeramente amarga, nos entona un poco el cuerpo. Después rociamos con alcohol las motos para deshacer el hielo.

 
   -Las he pasado putas con la niebla como hacía mucho tiempo -comenta Hachegé-. Si no llega a ser por el caballo ese, no habríamos llegado hasta aquí.
    Le miro con estupor infinito.
    -¿Qué caballo?
    -¿No me digas que no has visto el caballo?
    -¿Un caballo? ¿Dónde?
   -¡Joder, el caballo blanco que iba trotando por el arcén!
   No consigo salir de mi asombro. Pero una de dos, o Hachegé me está vacilando, o bien es que se está volviendo loco y ha visto visiones.
  -¡No digas gilipolleces, hombre! ¿Cómo va a ir un caballo trotando por el arcén? ¡No me jodas!
   -A lo mejor no iba exactamente por el arcén -insiste él-, sino por el campo, al otro lado de la valla de la autovía, pero yo te juro que había un caballo que iba a nuestro paso y nos indicaba el camino. Si no lo has visto yo no tengo la culpa, pero han sido varios kilómetros. A veces me quedaba un poco rezagado para no perder al caballo, no sé si te has dado cuenta.
  Escuchando las fantasmagorías de Hachegé comprendo de repente que estamos peor de lo que yo pensaba y que de este maldito viaje no vamos a sacar nada bueno, más bien al contrario, quizá terminemos por perder el poco juicio que nos queda. Pero en lugar de dramatizar una situación ya de suyo lo bastante dramática, decido optar por la ironía:
 -A ver si va a ser el famoso caballo blanco del anuncio de Terry. ¿No te has fijado si llevaba de jinete a una rubia tremenda en blusa y en bragas?
 Desafortunadamente a Hachegé no le ha hecho ninguna gracia mi maliciosa ocurrencia:
 -¡No me toques los cojones, Jota, que estoy hablando en serio!
 -Yo creo que se te ha ido la olla, perdona que te diga.
 Hachegé se queda pensativo un momento. Después sacude la cabeza, agita todo el cuerpo como si hubiese recibido una descarga eléctrica, y pega un respingo.
-¡Hostias, creo que se me ha ido la olla, sí! ¿Qué te estaba contando?
-Que habías visto un caballo blanco que iba por el arcén.
 -¡Pues qué chungo -reconoce él-, pero qué chungo! ¿Cómo va a ir un caballo por el arcén en una noche como esta?
 -Eso es lo que yo trataba de explicarte, pero…
 -Joder, a ver si es que lo he soñado, porque si no, no me lo explico.
 -¿No me estarás diciendo ahora que te has llegado a dormir encima de la moto cuando la niebla?
 Hachegé vuelve a sacudir la cabeza varias veces como si tratase de poner en su sitio unos pensamientos demasiado desordenados.
-Pues no lo sé, Jota, no lo sé. Ya no sé qué pensar.


 Pero él no va a ser el único que tenga extrañas visiones en este viaje, porque yo, muchos kilómetros más tarde, también pasaré por ese trance, como se verá en su momento. En mi caso no será un caballo blanco que trota por el arcén, sino unos misteriosos toros de Osborne que nunca voy a saber si han sido reales o sólo alucinaciones mías sufridas como consecuencia del frío, y me inclino más por esto último.
 -Bueno, ¿qué hacemos, Hache? ¿Seguimos? ¿Nos damos la vuelta y volvemos a Madrid? ¿Nos quedamos aquí? Ahí mismo hay un hotel.
 -Si fueras Claudia Schiffer -bromea ahora Hachegé-, me quedaría contigo sin dudarlo en ese hotel toda la noche. Te ibas a enterar de lo que es un hombre, bueno, no tú, sino Claudia Schiffer. Pero como no lo eres, vamos a continuar, y mariconadas las justas.
 -Tampoco tú eres la rubia maciza y en bragas del viejo anuncio de Terry, no te jode… Será mejor que sigamos, sí, porque como me dé tiempo a pensarlo dos veces no me vuelvo a subir en la moto.


  Montamos en las motos riéndonos, aunque con una risa casi forzada. A decir verdad, la situación no tiene ninguna gracia. El asiento de la Varadero está tan frío, que ese frío es capaz de traspasarme los pantalones de cuero, la ropa térmica interior y hasta los propios calzoncillos de algodón. Se suceden, uno detrás de otro, un millón de escalofríos. Antes de poner en marcha el motor veo por última vez los neones rojos de las letras del hotel, y me imagino sus habitaciones de moqueta, calientes y confortables, con sus camas mullidas hechas con ropa limpia y cubiertas de agradables mantas, y los aseos con grandes bañeras repletas de agua tibia para darse un baño reparador mientras al otro lado de las ventanas cae la helada inclemente sobre la autovía. Pero nuestro destino, esta noche, no pasa por las habitaciones de ese hotel, y apenas diez minutos más tarde cruzamos la frontera entre la Comunidad de Madrid y la de Castilla-La Mancha y entramos en la provincia de Cuenca. Son las tres y cinco de la madrugada.



VII

Durante un buen rato es Hachegé quien abre la marcha, y vamos ganando camino con un ritmo irregular, a veces más rápido, a veces más lento, pero siempre condicionado por la sensación térmica que perciben nuestros cuerpos, extremadamente gélida en todo momento y lugar, si bien matizada en cada una de las distintas zonas de la autovía por las que transitamos. Por ejemplo, al abrigo de los desmontes del terreno el frío es algo más llevadero que en campo abierto, en donde sopla un aire lacerante como el filo de una espada, y lo es también más que en las cercanías de cursos de agua, en donde la humedad sube desde el asfalto y se mete hasta los mismos huesos, y eso sin contar con que en estos lugares la presencia de hielo es más probable. Pero de todos modos hay pocas cosas con las que consolarse en este viaje temerario en el que nos hemos propuesto desafiar, uno por uno, a todos los elementos hostiles de la naturaleza. ¿Seremos masoquistas?, me pregunto, para responderme de inmediato que no, que no lo somos, porque a diferencia de los masoquistas, que necesitan del sufrimiento y del dolor para alcanzar el placer, y sólo con el concurso de estos lo logran, nosotros no sólo no experimentamos el menor atisbo, no ya de placer, incluso ni siquiera de bienestar, más bien al contrario, mientras nos vamos helando sin remedio en la carretera, sino que además el propio dolor y sufrimiento que nos acarrea esta experiencia extrema nos hace renegar de ella y temer por las secuelas físicas que pueda dejarnos como recuerdo.
En las proximidades de Tarancón el cielo parece que quiere clarear aligerándose de la negrura espesa que le confiere esta noche rotunda y serena como pocas que recuerdo. Es el resplandor de las luces urbanas el causante de tal ilusión. El amanecer queda lejos todavía. Las chimeneas de las fábricas exhalan delgados hilos de humo gris que parecen las fumarolas de un volcán en erupción. Un par de coches casuales nos adelantan como por azar. Más tarde rebasamos nosotros a varios camiones surgidos de las tinieblas. En mitad de la llanura manchega Tarancón se asemeja a un enorme poblachón tan fantasmal y ficticio como los de los cuentos de hadas. Y después, una vez que abandonamos sus dominios, otra vez la nada, esto es, la noche severa y negra con su negrura de tinta indeleble y burda. Sólo escuchamos el sonido de nuestros propios motores y el del aire glacial que sopla y nos zarandea sin misericordia durante decenas y decenas de kilómetros. Empiezo a perder la sensibilidad en los dedos de la mano izquierda. De cuando en cuando los voy moviendo despacio sobre el puño de goma o los estiro hasta alcanzar la maneta del embrague, pretendiendo con estos ejercicios devolverles el calor que la noche les va hurtando, y es entonces cuando dos de ellos, el corazón y el anular, me responden dolorosamente con un agudo calambre que los traspasa desde las puntas hasta la primera falange con un latigazo furioso. Es la última vez que me vuelvo a poner estos guantes en invierno, decido ahora, sin recordar que otras tantas veces que he hecho el mismo propósito he vuelto después a utilizarlos, porque la memoria es demasiado frágil y se olvida pronto y bien lo que se aprende mal y deprisa. Lo que no consigo explicarme, sin embargo, es por qué la mano derecha no se me enfría con la misma intensidad que la izquierda, estando sometidas ambas al mismo rigor y protegidas además por elementos comunes, como son los propios guantes y los cubremanos con que viene equipada de serie la Honda Varadero.

 
Pero con ser las manos la parte del cuerpo que está saliendo peor parada de este viaje, no puede decirse tampoco que el resto de miembros y extremidades presenten un estado mucho más saludable. Los pies resisten todavía en el interior de las gruesas botas de Gore-Tex que apenas si he usado tres o cuatro veces, pero su temperatura dista bastante de ser la que yo desearía. Las piernas y las rodillas, cubiertas por la ropa térmica y el pantalón de cuero con protecciones, sobreviven a duras penas en contacto con la capa de aire frío que se ha formado entre ambos tejidos, causándome una sensación de desasosiego permanente que podrá prolongarse hasta horas después de haber finalizado el viaje, si es que lo finalizamos con ventura. Por lo que respecta a la cabeza y a sus diferentes regiones, la nariz es la que se lleva la peor parte, pese al sotocasco de algodón y a la braga de forro polar, porque ambos se han humedecido con la niebla, el aliento de la respiración y mis propias mucosidades, y resultan de este modo escasamente confortables.  Pero es que, además, mi viejo casco Shoei ofrece impensables rendijas y resquicios por los que se va colando el aire incluso con la visera bajada para contribuir aún más al enfriamiento generalizado y progresivo de todo mi cuerpo.

 
Sin embargo, pese al malestar físico, que se va manifestando con escalofríos constantes, temblores y entumecimiento de los miembros más expuestos a la intemperie, nada parece capaz de detener nuestra marcha por el momento. A veces hay que saber sufrir encima de la moto, y en eso nosotros somos ya maestros consumados y auténticas autoridades en la materia. Puede que esto no sirva para mucho, es cierto, pero por lo menos nos vale de consuelo y de estímulo al pensar que, mientras la mayoría ya habría abandonado esta empresa arriesgada, nosotros todavía somos capaces de continuar.
Hay trazas de sal en la autovía y la rueda trasera de la Daytona de Hachegé va levantando un fino polvillo que parece talco y que se posa sobre la visera de mi casco enturbiándome la visión. Ni siquiera me tomo la molestia de intentar limpiarla con la mano, más que nada porque mi mano izquierda, tan insensible ya como si estuviera muerta, no puede responder a las órdenes de mi cerebro, y aunque respondiera, lo único que iba a conseguir es enchafarrinar aún más la visera. De modo que no me queda otra alternativa que no sea volver a levantarla y seguir conduciendo a cara descubierta, con todo lo que ello significa. El aire helado me sacude el rostro con la maldad propia y pertinaz de un millón de bofetadas. En la oscuridad de la carretera no puedo ver el termómetro, lo cual es casi de agradecer, porque a buen seguro que la temperatura que marca debe de ser increíblemente obscena, y esto sin considerar que la sensación térmica será todavía inferior en varios grados. Me lloran y me escuecen los ojos por el frío y la sal. Parece ahora inconcebible una tortura más refinada y cruel que esta. Aterido, medio ciego y acalambrado mientras voy rodando a 120 kilómetros por hora por una autovía desierta y en la noche invernal más cruda de los últimos treinta años, no puedo por menos que plantearme si no será este acaso el mayor desatino que he cometido en toda mi vida. Pero de momento son otras las cuestiones que requieren de mi atención con urgencia, como por ejemplo recoger un poco el acelerador para permitir que Hachegé me tome distancia y evitar así las andanadas de sal que me envía puntualmente su rueda motriz. Y una vez hecho esto, durante incontables kilómetros que parecen no tener fin, la única referencia suya que me va quedando es apenas la del diminuto punto rojo de su piloto trasero brillando en el horizonte como un astro inalcanzable.
A fuerza de mirar el cielo con los ojos vidriosos he dejado de ver las estrellas. En algunos tramos determinados de la autovía tengo la sensación de que las ruedas de la moto pierden adherencia con el asfalto para dar ellas solas los primeros pasos de una extraña danza ritual que desafía al equilibrio. Otras veces siento que la dirección no me responde y el manillar se me torna esponjoso y flotante como si fuera de corcho. Se me encienden entonces todas las alarmas en la cabeza. ¿Estaré pisando una placa de hielo? ¿O será una mancha de gasoil? ¿Serán sólo figuraciones mías y todo transcurre con normalidad? Yo ya sé lo que es irse al suelo por culpa de una placa de hielo, y la experiencia resulta tan desagradable como desconcertante. El hielo en la calzada es lo peor de entre las peores cosas habidas y por haber. El hielo no avisa ni te deja el menor margen de maniobra: ahora estás encima de la moto, ahora estás en el suelo. Ni siquiera sabes lo que ha ocurrido hasta que no lo ves, cuando ya es demasiado tarde y no te queda otra que levantarte. Sin embargo también es posible pasar por encima de una placa de hielo sin caerte si mantienes la moto derecha, no tocas el freno ni aceleras con brusquedad. El resto ya es suerte, y la suerte no depende de uno. En las largas rectas que llevan a los alrededores de Honrubia, kilómetro ciento sesenta y tantos de la A-3, todavía provincia de Cuenca -la desalmada provincia de Cuenca-, los pasos de baile de la Varadero se multiplican con una frecuencia preocupante. Ya no me cabe ninguna duda de que es hielo, y sólo hielo, lo que pisan las ruedas de la moto en no pocos de los tramos por los que voy rodando. Y si no me he caído todavía esto hay que achacarlo únicamente a la suerte o, quizá, incluso a un milagro.
Pero sé que me voy a caer, y mentalmente me voy preparando para que esto suceda de un momento a otro. Tomo algunas precauciones, no obstante, como por ejemplo disminuir la velocidad hasta unos modestos 60 kilómetros por hora, ignorante de que el hielo tampoco es misericordioso con los prudentes. Previendo la inminente caída, decido situarme en el centro de la calzada, entre los dos carriles, para disponer así de más espacio por el que deslizarme a salvo de los guardarraíles cuando la moto y yo nos arrastremos por el suelo envueltos en una violenta vorágine de chispas y hierros rechinantes. Imagino la escena y la acato con fatalismo resignado. Con todo el cuerpo en tensión mientras espero el desastre, incluso he dejado de tener frío y he conseguido recuperar parte de la sensibilidad en mi mano izquierda, como si la sangre frenética que bombea mi corazón desbocado hubiera logrado devolverla a la vida. Este viaje demencial va a terminar para mí enseguida, sin duda, en este punto maldito de la autovía. No llegaré más lejos. De aquí a la eternidad. No hay noticias de Hachegé, tampoco. Hace rato que he dejado de ver en la distancia su piloto trasero. ¿Se habrá caído antes que yo en este mismo tramo? ¿Estará su cuerpo maltrecho tirado en una oscura cuneta y oculto de la vista de todos? ¿Se habrá detenido en algún punto del camino sin que yo lo haya advertido?

 
Cuando más atormentado me encuentro por todos estos negros presagios que tanto me embargan el ánimo, la moto deja de bailar sobre el asfalto para agarrarse firmemente a él y recuperar el rumbo como un barco que saliera de una pavorosa tempestad para adentrarse en las aguas mansas de un mar de bonanza. Respiro hondo sintiendo como el aire frío me quema los pulmones. No sé si llegaré, o llegaremos nunca a comernos la paella prometida en la costa, pero de momento el destino acaba de concederme, por lo menos a mí, una nueva y esperanzadora oportunidad. Todas las posibilidades continúan intactas. El piloto rojo de Hachegé se me hace de nuevo visible. No está muy lejos. Seguramente me ha ido esperando. Abro el acelerador poco a poco y aumento la velocidad para llegar hasta él y cogerle la rueda. Dejamos el pueblo de Honrubia a la izquierda y pasamos bajo los enormes carteles que indican la ruta hacia Valencia, Alicante, Albacete y Murcia. Durante unos escasos kilómetros nos acompaña la luz siempre oportuna de una serie de farolas que flanquean la autovía derramando sobre ella una brillante claridad de alborada. Aprovecho para mirar el termómetro: doce grados bajo cero. Ni siquiera me sorprende. Son las cuatro y cuarto de la mañana y llevamos recorrido algo más de un tercio del viaje. Hachegé empieza a reducir la velocidad y pone el intermitente derecho. Por lo que veo, vamos a detenernos en un área de servicio, idea que me parece muy acertada y conveniente en estos momentos. Le sigo sin dudarlo y entramos en la amplia explanada del establecimiento. Conocemos este sitio de otras veces, de otros viajes nocturnos semejantes que hemos hecho en moto en verano, que es cuando pueden hacerse estas cosas sin jugarse la vida. Hay muchos camiones aparcados allí, como de costumbre, pero pese a ello no se advierten señales de vida por ninguna parte. La gasolinera y la tienda están abiertas, sin embargo. Restos de sal sucia se amontonan por doquier. Nos detenemos frente a la puerta principal y apagamos los motores. Me bajo de la moto. Hachegé sigue subido en la Daytona y me hace señas apremiantes. Me acerco.


 -Ayúdame, que no puedo bajarme. Hace rato que ya no siento los pies -me informa con un hilo de voz.
-Deja caer la moto despacio sobre la pata de cabra y apóyate en mí -le indico.
Así lo hacemos. Después le tomo por las axilas y le sujeto mientras levanta la pierna derecha hasta situarla en posición casi horizontal. No puede pasarla por encima del asiento porque la mochila del equipaje que lleva atada con pulpos en la parte posterior se lo impide. Tampoco puede apoyar con firmeza el pie izquierdo en el suelo porque ha perdido la sensibilidad. Tiro de él hacia fuera para sacarle. Pesa como un muerto, pero al final lo conseguimos. Da unos cuantos pasos renqueando y se sienta en un bordillo.
-Estoy jodido, jodido, pero jodido. ¡Mierda de botas! Hace tiempo que tenía que haberlas jubilado, y mira. Saca el termo, anda.
Abro el top-case a la primera y saco el termo. Está todavía medio lleno, pero el líquido se ha enfriado. Lo vierto en el asfalto sin más contemplaciones y lo vuelvo a guardar.
-Será mejor que pasemos dentro -le digo-. Tenemos que entrar en calor como sea.
-¿Cuánto marca el termómetro? -me pregunta Hachegé frotándose los pies con las manos por encima de las botas.
-Doce bajo cero.
-¿Doce bajo cero? ¡Su puta madre, su putísima madre, doce bajo cero, para que nos pase algo!
-Estaba toda la carretera llena de hielo antes de llegar aquí. No me he caído de milagro.
-Qué me vas a contar a mí. Había unas placas de dos dedos de grosor, por lo menos. La moto se movía de la hostia. Y a saber lo que nos falta por ver.
-Si logramos pasar lo que queda de Cuenca, el Cabriel, y luego la sierra de Buñol, yo creo que podemos conseguirlo. En la costa la temperatura será más suave. ¿Puedes andar?
-Creo que sí, échame una mano.
Llegamos casi a rastras hasta la tienda de la gasolinera. La puerta está cerrada. Toco en el cristal. Como no nos abran de inmediato soy capaz de echarla abajo a patadas. Que llamen después a la Guardia Civil, si quieren, o al mismísimo sumsumcorda, que ya todo me da igual.



VIII

Vuelvo a tocar en el cristal con los nudillos y entonces aparece un hombre cubierto con un gorro de lana en la cabeza, gruesos guantes en las manos y un amplio gabán de cuero abrochado hasta la nuez. Nos mira de arriba abajo con tanta sorpresa como curiosidad antes de darle dos vueltas a la llave y abrirnos la puerta.
-¡Joder! -exclama-. ¡No me digan ustedes que andan en moto en una noche como esta! ¡Hace falta tener valor!
-Pues sí -admite Hachegé-, somos así de gilipollas.
-¿Quieren echar gasolina? -pregunta el hombre.
-Tal vez luego -intervengo yo-, pero primero nos gustaría poder entrar en calor un rato: venimos medio muertos.
El empleado asiente con la cabeza.
-Pasen. La cafetería está cerrada, pero ahí tengo una estufa y hay cosas en la tienda. ¿Vienen de muy lejos?
-De Madrid -responde Hachegé mientras entramos en el local y nos quitamos los cascos.
-Pues está cayendo una buena pelona, ¿eh?
-Pero cojonuda -le corroboro-. Doce bajo cero. Total, nada.
-Ayer oí en la radio que aquí podíamos llegar esta noche a menos quince.
-No me extrañaría -se lamenta Hachegé-. Perdone, ¿ha dicho que tenía una estufa? No siento los pies.
-Sí, pueden sentarse en una de esas mesas, si lo desean. Ahora les traigo la estufa.
-Gracias, muy amable.
Con estufa o sin ella, la temperatura en el interior del local es bastante agradable, por lo menos al principio y en contraste con el frío crudísimo del exterior. Tomamos asiento en torno a una mesa de la cafetería contigua a la tienda, que está cerrada al público y con las luces de emergencia encendidas. Nos despojamos de guantes, cazadoras, bragas, pañuelos, sotocascos y forros polares. El hombre viene empujando una estufa catalítica con ruedas y la coloca frente a nosotros. Que nos pongamos cómodos, nos dice, y que si necesitamos alguna cosa más se la pidamos con toda libertad. Le damos las gracias y el empleado se marcha a reanudar sus quehaceres, que probablemente no consistan en mucho más que ir dormitando a ratos, hasta el amanecer, sentado tras el mostrador de la caja registradora. Hachegé se quita las botas y los calcetines térmicos y expone los pies amoratados al confortable calor de la estufa apoyando las piernas en una silla. Después enciende un cigarrillo, le da varias caladas y lo deja humeando bajo las palmas de las manos para templárselas con el calor que desprende la brasa. Mis manos, en cambio (sobre todo la izquierda), están tan frías como sus pies y tengo que acercarlas directamente a la rejilla de la estufa para volver a tomar posesión de ellas. Durante largo rato permanecemos fumando en silencio y adormilados por el cálido aliento de la catalítica sin que nadie nos moleste. Encima de la mesa reposan en confuso montón todas nuestras prendas heladas dispuestas como para un milagroso proceso de resucitación. Había pensado en quitarme también los pantalones de cuero y los interiores térmicos quedándome en calzoncillos para templarme las piernas, pero se me antoja que esto ya habría sido abusar en exceso de la hospitalidad del gasolinero, y me reprimo.  Además, no puedo olvidar que estamos en un establecimiento abierto al público, en mitad de una autovía, y que en cualquier momento puede entrar algún viajero y sorprendernos de esta guisa. Luego nos quejamos de que la gente hable mal de los motoristas. ¿De qué nos extrañamos? Jamás he visto a nadie en calzoncillos en un bar de carretera.


Al otro lado de los ventanales de la cafetería, sumida en la penumbra de las luces de emergencia, sigue avanzando hacia el amanecer esta noche siberiana que no parece tener fin. Nuestras motos reposan enfrente inclinadas sobre sus patas de cabra. Una blanca película de escarcha cubre los asientos. A saber lo que marca ahora el termómetro. ¿Será verdad, como dice el empleado, que podemos llegar incluso a los quince bajo cero? Son las cinco menos veinte de la mañana. Los faros de un automóvil que se acerca iluminan la explanada de la gasolinera. Después las luces se apagan y el coche se detiene junto a las motos. Suena el crujido del freno de mano y se abren las dos puertas delanteras a la vez. Es un Citroën ZX de la Guardia Civil de Tráfico. Hachegé se ha quedado ligeramente transpuesto con las piernas encima de la silla y los pies desnudos frente a la estufa. Le zarandeo por los hombros.
-¡Despierta, Hache, que tenemos visita!
La pareja de la Guardia Civil de Tráfico entra en el local, cambia unas palabras con el empleado y se acerca hasta nosotros. A fuerza de zarandear a Hachegé por los hombros he conseguido que vuelva en sí. Pero se encuentra demasiado desorientado:
-¿Nos están preparando ya la paella?
-¡No, coño, aquí no hacen paellas! Esto es la provincia de Cuenca y viene a vernos la Guardia Civil. No te extrañe si nos ponen una multa por algo.

 

 
Los guardias visten unos anoraks verdes y llevan sus gorras reglamentarias caladas casi hasta las cejas. Nos miran unos segundos fijamente sin decir nada. Tampoco escapa a su observación el montón de ropa desordenada que tenemos encima de la mesa ni los pies descalzos de Hachegé orientados hacia la estufa. Supongo que los agentes están alucinando.
-Buenas noches -dice por fin uno de ellos.
-Buenas noches -respondo.
Hachegé parece haber tomado ya contacto con la realidad, y al ver a los guardias trata de recuperar la compostura retirando los pies de la estufa y haciendo ademán de ponerse los calcetines y las botas, aunque estos tratan de disuadirle:
-No, por favor, no se mueva, siga como está, que a nosotros no nos molesta -dice uno de ellos.
Pero el pudor ya le impide a Hachegé volver a su postura primitiva, así es que termina por ponerse los calcetines y luego las botas sin abrochar.
-¿Son de ustedes esas motos?
-Sí, claro -responde Hachegé.
-¿Y han salido de viaje con ellas con la noche que hace?
-Pues sí -contesto yo bajando los ojos avergonzado, como si estuviésemos cometiendo una travesura.
-¿Les importaría enseñarnos la documentación?
Revolvemos en el montón de ropa y sacamos los papeles. Los guardias los leen atentamente. Después nos los devuelven. Uno pregunta:
-¿Vienen desde Madrid?
-Sí -dice Hachegé lacónico.
Los guardias se miran en silencio. Interviene ahora el otro:
-¿Y no han tenido ningún problema? La carretera está llena de hielo.
-Lo sabemos -admito yo-. Supongo que hemos tenido suerte de poder llegar hasta aquí.
-¿Y piensan continuar?
Hachegé y yo nos miramos y nos encogemos de hombros. No sólo no sabemos si vamos a continuar, aunque es lo más probable, sino que tampoco sabemos cuál es la mejor respuesta que podemos darle a los guardias, ni las verdaderas intenciones de ellos. Porque en el fondo tenemos la sospecha de que quizá puedan inmovilizarnos las motos e impedirnos la reanudación del viaje.
-¿Van muy lejos? -vuelven a preguntarnos.
-A la provincia de Alicante -les informa Hachegé.
-¿Por Albacete o por Valencia?
-Por Valencia -respondo-, y luego por la autopista.
-Nosotros les vamos a dar un consejo, y luego ustedes si quieren lo toman o lo dejan, pero lo más prudente es que se queden aquí y continúen por la mañana. Eso sí, hagan lo que quieran. La responsabilidad es sólo suya. En este caso nuestra obligación es la de informarles, exclusivamente.
-¿Está muy mal lo que queda hasta Valencia? -pregunta Hachegé.
-Está mal -responde secamente uno de los guardias dándose la vuelta para marcharse.
-Si deciden continuar -interviene el otro con intención didáctica-, no estaría de más que tomasen antes algo caliente, tanto líquido como sólido. Con estas temperaturas tan bajas es muy conveniente llenar el cuerpo de calorías. Eso sí, nada de alcohol, por supuesto. Que tengan suerte. Buenas noches.
-Gracias, buenas noches.
Cuando los guardias civiles se marchan, Hachegé se quita otra vez las botas y los calcetines para volver a poner los pies al amor de la estufa.
-Con lo agustito que estaba, y ha tenido que venir la mierda de la Benemérita a tocarnos las bolas -se queja.
-¿Te apetece comer algo?
-¡Coño, sí! Pero algo recio. Mira a ver qué encuentras en la tienda que tenga muchas calorías, como ha dicho el picoleto. ¡Y con pan, mucho pan!


 
Lo que encuentro en la tienda son unos botes de conserva de medio kilo de judías con perdiz, un exquisito guiso típico manchego que puede resucitar a un muerto a estas horas. Le pregunto al empleado si no le importa calentarnos los botes en el microondas, y él accede gustosamente. Apenas cinco minutos después ya tenemos en la mesa dos platos apetitosos y humeantes de judías con perdiz y pan, mucho pan, como quería Hachegé, unas enormes hogazas de pan blanco de pueblo que colman sus más secretos deseos. La única contrariedad dentro de tanta dicha gastronómica viene motivada por la prohibición de vender alcohol en las gasolineras, ya que por lo menos nos habríamos tomado un inofensivo vaso de vino tinto para acompañar las legumbres, como mandan los cánones, pero hemos de conformarnos en cambio con unos insípidos tragos de mosto de un envase de cartón.  Con todo y con eso devoramos en silencio la comida a gran velocidad. Es difícil saberlo, pero estoy casi convencido de que es la primera vez desde que el mundo es mundo que dos motoristas engullen sendos platos de judías con perdiz a las cinco de la mañana y en una gasolinera en mitad de la provincia de Cuenca. Después tomamos un café caliente y fumamos algunos cigarrillos. Nos sentimos eufóricos. Hachegé se echa hacia atrás contra el respaldo de la silla y se palpa su estómago orondo con las dos manos mientras se despereza.


-Me he quedado de puta madre, pero de puta madre, oye -me dice-. ¡Qué guay!
-Yo también, y ahora, ¿qué?
-Ahora otra vez a la carretera y a terminar el viaje hasta Denia. Yo la paella del Gavilá no la perdono. Y ya queda menos.
-Si no lo conseguimos ahora, no lo conseguiremos nunca -se me ocurre pronosticar.
-Por lo menos un huevo de calorías sí que llevamos metidas en el cuerpo, que conste. Y ahora a ver quién puede más, si el frío o nosotros.
-El frío, ya lo verás. Dentro de un cuarto de hora vas a tener los pies tan jodidos como los tenías antes de que parásemos aquí. Y en la moto no te puedes llevar la catalítica -bromeo.
-¿Tú llevas unos cubrebotas en el top-case, no?
-Sí, ¿los quieres?
-Si no los va a usar, sí.
No los voy a usar. El problema lo tengo en las manos, no en los pies. Antes de marcharnos limpiamos las viseras de los cascos y yo compro unos finos guantes de látex para ponérmelos por debajo de los guantes de Gore-Tex. No he probado nunca este sistema, pero a lo mejor es efectivo. Por lo menos algo de frío me quitarán. Pagamos y nos despedimos del gasolinero. Le damos las gracias por sus atenciones y le dejamos una faraónica propina. El nos desea buen viaje. Salimos a la intemperie ya completamente abrigados, cascos en la cabeza incluidos. Así en principio la sensación térmica no parece tan desagradable. Es evidente que nuestros cuerpos se han recuperado bastante bien del castigo anterior. El termómetro, no obstante, ya ha caído hasta los trece bajo cero. Los asientos de las motos, completamente helados, invitan poco o nada a posar nuestras nalgas sobre ellos. Mientras Hachegé se aplica con el alcohol sanitario de 96 grados, yo saco los cubrebotas, se los doy, y empiezo a calentar el motor de la Varadero. Entonces recuerdo que no hemos echado gasolina, y tal vez sería conveniente hacerlo, ya que estamos aquí. De otro modo vamos a tener que volver a parar cincuenta kilómetros más adelante, y no es seguro que encontremos gasolineras abiertas. Hachegé está de acuerdo conmigo, mejor repostar aquí. Se sienta en el bordillo para ponerse los cubrebotas de goma, operación siempre incómoda en la que se invierte algún tiempo y no pocas molestias. Le oigo jurar en arameo y no puedo evitar la risa, pero no pienso ayudarle. Decido mejor empujar las motos hasta los surtidores, primero la mía, luego la suya, pagar en la caja, llenar los depósitos de sin plomo de 95, dejar los motores al ralentí y volver a la caja por las vueltas. Cuando Hachegé consigue al fin ponerse mis cubrebotas llega caminando como un pato a los surtidores. Nos subimos en las motos y salimos de nuevo a la autovía.

 
Recorremos un considerable puñado de kilómetros con tanta facilidad como si nos desplazásemos en lo alto de una mágica alfombra voladora. Las ruedas pisan bien el asfalto y no parece haber señal alguna de placas de hielo. Incluso durante largo rato llego a  experimentar un cierto bienestar físico, pese a que los guantes de látex han formado incómodas arrugas por debajo de los de Gore-Tex y he perdido tacto en las manos, pero por lo menos no siento tanto frío como antes. Algo es algo. Hachegé va tirando a buen ritmo, seguramente con los pies también mucho más reconfortados. Las largas sesiones de estufa catalítica y mis cubrebotas de goma pueden haber sido mano de santo para ellos. Y eso por no hablar del plato de judías con perdiz, por supuesto. Pero dice el refrán que dura poco la alegría en la casa del pobre, y esto, aplicado a nuestra situación concreta, significa que vuelve la niebla a recibirnos con su húmedo aura a la altura del Puerto de Contreras, justo en el límite con la Comunidad Valenciana. Se hace evidente que la desaprensiva provincia de Cuenca no va a desperdiciar la última oportunidad que le queda antes de despedirnos para seguir complicándonos la vida. Adelanto a Hachegé y paso a tomar el mando de las operaciones. No veo nada. Nuestra velocidad decae repentinamente hasta el punto de que tengo la sensación de que nos hemos detenido. Pero no es así, porque seguimos adelante dando palos de ciego. Otra vez se hace necesario levantarse la visera del casco y exponer el rostro al agua y al frío salvaje del exterior. Mi mano izquierda se vuelve a dormir. Busco referencias de luz, puntos, signos o señales con los que orientarnos, pero no encuentro ninguno. Hachegé se pega a mi espalda como un perrillo faldero y su faro me deslumbra en los espejos. Si pudiera decirle que apagase las luces, le rogaría que lo hiciese. A  fin de cuentas, incluso con los faros de ambas motos apagados, veríamos exactamente lo mismo que vemos ahora llevándolos encendidos, es decir, nada. Trato de memorizar este tramo de carretera reconstruyendo mentalmente cada curva, cada bajada, cada subida. Aquí debe de estar esto, aquí debe de estar lo otro, me voy diciendo a mí mismo mientras espero que en cualquier momento las ruedas dejen de pisar el asfalto. Ya verás como de esta sí que no salimos, voy pensando en voz alta. Hemos llegado ya demasiado lejos y nuestra cuota de suerte se ha terminado. Todo se acaba alguna vez. Los escalofríos se apoderan por entero de mi cuerpo y me pongo a gritar de rabia, de impotencia y de dolor.
IX 

Al cabo de un rato la niebla se disipa levemente, al menos lo suficiente como para poder ver por dónde vamos. Incluso soy capaz de leer los carteles reflectantes de los distintos tramos del viaducto de Contreras: Viaducto del Embalse, Viaducto del Istmo, Túnel del Rabo de la Sartén. Entramos en la provincia de Valencia y respiro profundamente aliviado. La niebla se ha levantado por completo. Le hago una seña y Hachegé me pasa como un rayo. Llegamos la zona del Cabriel, tan fría, si no más, que muchas de las comarcas de Cuenca. Empiezo a tiritar sin poder contenerme. Todas las calorías acumuladas en el organismo después de la última parada se han volatilizado sin dejar rastro. Sigo sin noticias de mi mano izquierda. La nariz me moquea sin parar. Tengo una delgada capa de hielo cristalizado sobre la cúpula de la moto. Después, durante un tiempo impreciso, me invade un dulce sopor que me hace perder toda noción de la realidad. Veo nítidamente la silueta de un toro negro de Osborne recortándose contra la oscuridad en lo alto de un cerro. Y luego, según seguimos avanzando, entre las patas del primero aparece otro, y luego otro, y otro, y otro, y otro, como en un mágico reflejo de espejos infinitos. Por debajo de las patas de cada toro asoma siempre un nuevo toro, y así sucesivamente hasta el horizonte. Sacudo la cabeza y abro y cierro los ojos varias veces, pero los toros de Osborne siguen ahí, decenas o cientos de ellos, sucediéndose cíclica y regularmente durante varios minutos. Cuando por fin desaparecen y sólo percibo las sombras tenebrosas de la noche, ya no estoy seguro de si los he visto realmente o sólo los he soñado, pero no pienso decirle ni una palabra de esto a Hachegé.

 
En las proximidades de Requena y Utiel la acumulación de frío en el cuerpo se me hace sencillamente insoportable. Siento ligeros calambres en las piernas y me noto el rostro tan agarrotado y duro como si fuera de mármol. Apenas si puedo controlar los temblores de mis brazos sobre el manillar. Los pies me queman en el interior de las botas y me cuesta trabajo respirar el aire helado que me araña en la garganta y los pulmones con la aspereza de una lija. Para sobreponerme a estas penurias físicas trato de aplicar algún tipo de control mental sobre la situación, como he oído o leído que hacen los faquires para poder acostarse en un lecho de clavos, caminar descalzos sobre vidrios rotos o atravesarse la carne con agujas sin sufrir daño ni dolor alguno, pero como yo no soy faquir ni domino sus ancestrales técnicas, precisamente mi propio malestar me impide concentrarme en otra cosa que no sea la aplastante realidad de que me estoy muriendo de frío. Después, para consolarme, me da por entretenerme en elucubraciones acerca de lo que le sucedería a un verdadero faquir en circunstancias como estas, subido encima de una moto a 140 kilómetros por hora, de madrugada, y a varios grados bajo cero: pediría clemencia y rogaría que le enviasen urgentemente de vuelta a su lecho de clavos para luego seguir pisando vidrios rotos y meterse agujas de calceta hasta por la mismísma punta de la… nariz.  Las olas de frío siberianas están contraindicadas para los faquires de la cálida India, y en cambio para un par de locos motoristas ibéricos como nosotros por lo menos van teniendo un (mal) pasar.


 
Mientras seguimos rodando rápidamente al encuentro del amanecer y de la dura sierra de Buñol, mi mente salta sin apenas transición desde las torturas indoloras de los faquires indostánicos hasta las tórridos escenarios de los paraísos tropicales de algunos anuncios, en donde siempre aparecen mares de color azul turquesa, playas de blanquísima arena, palmeras frondosas, esbeltas ninfas en biquini y algún turista glotón que está a punto de devorar una suculenta langosta a la plancha al borde de la piscina del hotel. Y entonces me da por fantasear con que yo soy ese turista que se dora al sol del Caribe mientras espera su langosta al borde de la piscina sorbiendo un cóctel exótico y dejándose acariciar la espalda desnuda por una esbelta ninfa en biquini perfumada con aceite de coco. Y después de los sorbos refrescantes y de las caricias, la ninfa en cuestión se me sube encima a horcajadas en la hamaca de lona y entonces… 

 
Un brusco frenazo de Hachegé rompe en mil pedazos toda mi sugerente ensoñación. Casi me lo llevo por delante al pegar un zapatazo al freno trasero. La Varadero se ha puesto a mover las caderas como una endemoniada. Me siento defraudado. Esto no es el Caribe. Aquí no hay ninfas esbeltas, ni langostas, ni playas, ni palmeras, ni nada que se le parezca remotamente. Sólo la oscuridad de la noche y una inhóspita recta de autovía con un autobús homicida que acaba de cambiarse de carril sin previo aviso para adelantar a un camión. Nuestra vida vale muy poco esta noche, aunque todavía la estemos vendiendo cara. Tocamos al unísono los cláxones de las motos a modo de enfurecida protesta, pero con la velocidad y en la amplitud del espacio abierto su sonido resulta más bien ridículo, lo que no obsta, sin embargo, para que el chófer del autobús nos responda con un ensordecedor bocinazo como recordatorio de quién manda en la carretera.  Nada más rebasarle, cuando todavía estamos dentro del campo visual de sus faros, Hachegé levanta muy alto el puño izquierdo y le hace una higa. Una vez, dos veces, tres veces, agitando el brazo con ira incontenible. Yo también lo intento, pero mi mano helada no me responde. Después, sin devolver todavía su dedo extendido a la disciplina del puño, como si la inmensa crispación se lo hubiera dejado rígido para siempre, me hace una seña para que le pase. El chófer vuelve a respondernos con intempestivos bocinazos que podrían llegar a despertar a todos los vecinos de los pueblos de la zona. Cuando ya le hemos perdido de vista su bocina sigue sonando en la noche como la sirena de un trasatlántico que pide entrar a puerto. Menudo hijo de puta.
 Y así, encanallados y tensos por los lances del tránsito, malparados por la niebla, el hielo y el frío, transidos por el cansancio de los kilómetros, trastornados por las alucinaciones y estragados por la pesada digestión de las judías con perdiz, alcanzamos las alturas de la sierra de Buñol azotadas por una turbulenta ventisca de nieve. Vuelan gruesos copos en todas direcciones y parece como si alguien estuviese sacudiendo desde las montañas miles de viejos colchones de borra destripados a los cuatro vientos. El asfalto se vuelve de pronto tan resbaladizo como el fondo de una bañera enjabonada. No han podido ni la niebla, ni el hielo, ni la Benemérita con nosotros, y ahora nos va a derrotar la nieve. Tal vez era esto a lo que se referían los guardias civiles de la gasolinera cuando nos dijeron que la cosa estaba mal para llegar a Valencia. Y sin embargo, con mis luces largas encendidas y sin perder de vista en donde ponemos las ruedas, no dejamos de avanzar. Muy despacio, es cierto, y aprovechando algunas roderas impecables que nos vamos encontrando, y colocando el culo lo más atrás posible en los asientos para no perder tracción, pero seguimos adelante. A diferencia del hielo, la nieve es más noble y suele darte siempre una segunda oportunidad antes de llevarte al suelo. Los copos brillan en la oscuridad y se adhieren a nuestros cuerpos y a las viseras de los cascos un instante antes de deshacerse. Otras veces cambian de dirección impulsados por el viento caprichoso formando impetuosos remolinos que se alejan sin rozarnos. A medida que vamos perdiendo altura decrece la intensidad de la tormenta y empieza a asomar de nuevo el asfalto negro y húmedo como la piel de un cetáceo. Pero a pesar del riesgo y de la tensión que provoca, he de reconocer que el espectáculo de la nevada nocturna es lo más hermoso que nos está ofreciendo hasta el momento este viaje. Incluso parece que ha dejado de hacer frío. Miro el reloj. Pronto serán las siete de la mañana y el amanecer es ya inminente.



El cielo empieza a clarear tímidamente cuando iniciamos el largo descenso por el viaducto de Buñol. Los copos de nieve han perdido intensidad y tamaño y ahora parecen insignificantes motas de pelusa que flotan en la atmósfera como un ligero polvo en suspensión. Lo peor ya ha pasado, pero es demasiado probable que dentro de una hora, o menos, en el tramo de autovía que acabamos de dejar atrás tenga que interrumpirse la circulación de vehículos. No vamos a saberlo nunca, ni nos importa. Hemos tenido suerte también en esto: un poco más de demora y nos habríamos quedado copados, nunca mejor dicho, en lo alto de estas gélidas sierras valencianas. Habría sido el final frustrado de nuestro viaje. Ahora, sin embargo, y después de todas las calamidades padecidas a lo largo de más de 300 kilómetros invernales y nocturnos, estamos ya muy cerca de alcanzar indemnes nuestro destino final. Quizá estimulado por tan prometedora realidad, Hachegé pasa adelante y aviva el ritmo. Le dejo irse viaducto abajo sin la menor preocupación. El asfalto está demasiado húmedo y sigue haciendo frío. Las curvas traidoras del final del viaducto, especialmente la primera, una doble de izquierda-derecha, nos aguardan allí tan amenazantes como de costumbre. Más de un susto y de dos nos hemos llevado por su culpa, comprobando que las motos no entraban en la trazada a cierta velocidad y teníamos que usar los dos carriles, cuando era posible, para mantener la trayectoria. Veo asomar las chimeneas de la vieja fábrica de cemento por encima de los guardarraíles. Ha dejado de nevar. Todavía es de noche, pero la oscuridad se va diluyendo despacio en el lácteo claror de la alborada y ya permite adivinar formas y siluetas dormidas que van escapando a la tiranía de las tinieblas. Con toda la autovía para nosotros solos, podemos trazar las curvas por donde más nos plazca, y eso es lo que hacemos instintivamente llevados no tanto por el ansia de acabar el viaje como por el deseo de disfrutarlo, siquiera en su último tercio, como si con esta postrera oportunidad que se nos presenta pretendiéramos resarcirnos de todos los males previos.
Empujados por un benefactor viento de cola marchamos a 160 kilómetros por hora por las últimas rectas que llevan hasta Valencia. Son los dioses más propicios quienes nos impulsan con su aliento hasta el Mediterráneo. Ahora que tengo la mínima luz necesaria, puedo ver el termómetro: marca todavía cuatro grados bajo cero, pero la temperatura va remontando poco a poco en su escala negativa según nos acercamos a la costa. El ambiente se torna húmedo, viscoso y pesado, y me siento como si flotara en una nebulosa de miel dulzona y turbia. Huele a cítricos, a madera quemada y a selva. El tránsito empieza a espesarse por momentos y de todos los cruces e incorporaciones a la autovía van asomando furgonetas, camiones y turismos, como si salieran de sus ocultos garajes convocados por el hechizo del amanecer. Figuras fantasmales ruedan por los arcenes a lomos de ciclomotores zumbadores y humeantes. Peatones somnolientos aguardan en las paradas de los autobuses periféricos cubiertos con gorros y embozados en bufandas que les cubren los ojos, pero al vernos pasar frente a ellos como fugitivos veloces escapados de la noche y del hielo, vuelven sus cabezas para seguirnos hasta perdernos de vista. Tractores renqueantes se aventuran por los caminos de escarcha que llevan a las huertas arrastrando remolques de estiércol. Se encienden diminutas luces, aquí y allá, una detrás de otra, por cada estrella que se apaga en el firmamento brumoso. Todo el país empieza a despertarse mientras nosotros, sumidos en la vigilia más larga de nuestra vida, todavía velamos en la carretera como los centinelas errantes de una pesadilla. 

X

A la altura del circuito de Cheste, que parece un recinto abandonado, con sus gradas desiertas y su pista vacía y silenciosa, el termómetro marca ya sólo dos grados bajo cero, pero la sensación térmica de frío intenso se mantiene como consecuencia de la elevada humedad del ambiente. Empiezo a tiritar otra vez sin poder controlarme. Trato de consolarme pensando que, si por algún malvado designio tuviera que regresar ahora de vuelta por el mismo camino, moriría sin duda congelado en la provincia de Cuenca. Mi cuerpo no podría volver a tolerar semejantes penalidades. Por eso es necesario apretar los dientes y seguir sufriendo un poco más, muy poco más, a sabiendas de que ya hemos apurado los tragos más amargos de la ruta, y aunque puede que no sean del todo dulces los tragos venideros, por lo menos podremos beberlos con la indiferencia aliviada del que apura el final de la botella. Hachegé se revuelve también incómodo y destemplado encima del asiento de su moto. Reduce la velocidad y me hace la seña convenida para que le pase. Le paso y abandonamos la autovía siguiendo las indicaciones a Castellón, Barcelona, Albacete y Alicante. Después, el ramal se divide en dos, y cogemos la bifurcación hacia la A-7 en dirección sur. El resplandor de las luces de Valencia se asoma en el horizonte como el reflejo de una antorcha gigantesca mientras el cielo va tomando un sucio tono neblinoso y gris de café con leche aguado. No parece que vayamos a ver el sol en varias horas. El viento sopla con inédita furia, unas veces desde la costa y otras desde el interior, tumbándonos las motos a derecha o izquierda en una exagerada inclinación que me hace sentir como en la cubierta de un navío escorado por las olas. El aire es húmedo y salobre cuando viene del mar, y seco, cortante y ácido cuando viene de tierra adentro. Adelantamos con dificultad interminables filas de camiones que avanzan con gran batir de lonas en sus cajas creando aparatosas turbulencias que nos sacuden por entero desde la cabeza a los pies. Me hormiguean las manos sobre el manillar y noto que el cuerpo se me afloja dulcemente con esa laxitud placentera que precede al sueño. La barbilla se me va cayendo contra el pecho y apenas si tengo fuerzas para levantarla y seguir mirando la carretera. El rumor acompasado del motor bicilíndrico me zumba en los oídos con una monotonía estupefaciente que me aturde los sentidos. Un cansancio infinito se apodera de todo mi ser y cierro los ojos un segundo. Los vuelvo a abrir. Los vuelvo a cerrar. La autovía se ensancha ahora como el estuario de un vasto río hasta alcanzar los seis carriles y yo voy avanzando en diagonal a través de ellos siguiendo la precisa trayectoria geométrica de un alfil del ajedrez. Cuando se me acaba el tablero de asfalto por el flanco derecho, retorno al flanco izquierdo trazando otra impecable diagonal hacia el frente. Durante un par de kilómetros, o quizá más, soy incapaz de marchar en línea recta sin salirme de mi carril. Me levanto la visera del casco. El aire frío y la luz, que va ganando intensidad, me queman en los ojos. Siento una especie de arenilla menuda agitándose bajo mis párpados cada vez que los muevo, pero sé que sólo es una reacción defensiva del organismo provocada por el cansancio. No es la primera vez que me ocurre, y en una anterior recorrí cerca de 700 kilómetros en solitario casi de una sentada y en estas condiciones, porque temía que si me bajaba de la moto no sería capaz después de volver a subirme (me costó un triunfo hacerlo en las tres ocasiones que me detuve a repostar), pero el agotamiento y el sueño siempre iban a más, y a más, y a más, y cuando llegué a destino y cogí una cama, el propio agotamiento y la tensión del viaje me impedían dormir.

 
Son las siete y media de la mañana y el termómetro ha subido hasta los cero grados centígrados en estas latitudes mediterráneas. Por primera vez en muchas horas la temperatura no es negativa. Paramos frente a la barrera del peaje de la autopista A-7 en la entrada de Silla y tomamos los tickets del expendedor automático. Después nos detenemos en la amplia explanada adyacente. Me bajo de la moto, me quito el casco y me dejo caer sobre el asfalto abandonándome al cansancio como un cuerpo inerte. Los ocupantes de algunos coches que pasan a mi altura me miran con indisimulada curiosidad.  Hachegé se echa las manos a la cabeza:
 -¿Pero tú estás gilipollas, o qué? ¡Levántate, hombre, que te vas a enfriar!
-¿Más?
-El suelo estará frío.
-Lo está -le respondo estirándome como un gato-, pero estoy tan reventado que eso me da lo mismo.
-Por curiosidad, voy a ver la temperatura que hace -dice acercándose al termómetro de mi moto.
-Bueno, pero no hagas el chiste.
Hace el chiste:
-Cero grados, de puta madre, ni frío ni calor.



Aunque en realidad, al menos por esta vez, después de haber estado expuestos a los trece bajo cero de la provincia de Cuenca, los cero grados de ahora, de tan inocuos e inofensivos, no hacen exagerado el chiste. Por lo demás, es cierto que no sentimos ni frío ni calor, y también lo es el que jamás habíamos conocido en este lugar una temperatura tan baja. Está helando, pero entran ganas de quitarse la ropa de abrigo y quedarse en mangas de camisa, por ver qué pasa. Hachegé me pregunta:
-¿Y qué te ha pasado antes, que ibas dando bandazos de un carril a otro, cacho cabrón? ¡Te faltaba sitio!
-Nada, que estaba jugando al ajedrez. ¡Me iba durmiendo, joder! Y las he pasado putas, pero putas, de verdad.
-Ya te he visto, y te iba a pasar, pero no me he atrevido, porque lo mismo me llevabas por delante. Ibas haciendo unos barridos de lado a lado acojonantes. Menos mal que no había tráfico en ese tramo, que si no…
-También miraba por los espejos, hombre.
-Mirabas a los espejos con los ojos cerrados, no te jode…
-Bueno…, sí, pues casi, para qué nos vamos a engañar. Estoy que no puedo con mi alma.
-Mariconadas. Yo llevo ahora justamente veinticuatro horas sin dormir y estoy más fresco que una lechuga.
-Menos las cabezaditas que has dado delante de la estufa, listo, que eres un listo. Pero lo de más fresco que una lechuga me lo creo. Yo también me encuentro más fresco que una rodaja de merluza de pincho del Cantábrico, aunque me caiga de sueño.
-Las cabezaditas esas no cuentan -protesta Hachegé-, que no habrán llegado ni al cuarto de hora. Y de frío hemos pasado ni más ni menos que el que teníamos que pasar, salvo con la niebla, la puta niebla, ¡Dios bendito, qué mala que es!
-A mí me lo vas a decir, que iba delante y no veía una mierda.
-Es que no se veía ni a cantar, pero…¡levántate ya del suelo, que vas a coger una pulmonía, tontolculo!
Tiene razón. Me levanto. Más que frío, el suelo está húmedo. Mientras estaba tumbado, mi cuerpo parecía agradecer el reposo, pero una vez que me he incorporado vuelve a recordarme el grado extremo de consunción de fuerzas al que hemos llegado. Las piernas me flojean como las extremidades muertas del muñeco de un ventrílocuo. Tengo los brazos y la espalda acalambrados y entumecidos. La mano izquierda me duele, o me quema, según sea la posición a la que la lleve. Fumamos cigarrillos sin quitarnos los guantes. Se consumen enseguida, apenas en diez caladas. Hachegé se pasea pensativo alrededor de las motos con la mirada ausente, pero sé que está satisfecho de que vayamos saliendo bien parados de esta insólita aventura. Acaso no haya resultado tan apacible como ese paseo militar que él pronosticaba al salir de Madrid, pero tampoco ha tenido heroicas cualidades de epopeya legendaria, como yo me temía. A lo mejor es que consisten en esto los paseos militares. Nuestras motos están salpicadas de sal y de barro, al igual que nuestras ropas, las botas, los cascos y los equipajes. Nos quedan sólo cien kilómetros de autopista para llegar a destino.

 
-Bueno, qué -dice Hachegé-, ¿seguimos o no? Ya estamos a un paso.
-Cuando quieras. ¿Cómo vas de los pies?
-Mal -responde él mirándose las botas-. Los cubrebotas protegen bastante, pero como no transpiran los pies, se te va quedando dentro de los calcetines un sudor frío que jode casi más que el frío que te llega del exterior.
-No te quejes -le recrimino-, que peor voy yo con las manos, sobre todo la izquierda. El dedo corazón me duele como si lo hubiera metido en un enchufe a seiscientos voltios de corriente continua.
-¡El dedo del amor! -salta Hachegé con guasa-. ¡Ese es el dedo del amor!
-Y el dedo de hacerle higas a los autobuseros hijoputas que hay en la carretera, que a ti te salen bordadas, por cierto.
-También, también.
-Pues eso, que se me ha helado el dedo del amor. De todas formas, para lo que me sirve…
-Si te lo hubieras metido en el culo nada más salir de casa, ahora lo tendrías tan calentito y encima a lo mejor hasta habías disfrutado mucho más del viaje -ironiza Hachegé.
-Sí, es una pena que no se me haya ocurrido eso antes, y ya de paso, cada vez que parábamos, haberlo utilizado también para remover el poleo menta del termo, así se habría conservado caliente.
-¡Puaggg! ¡Calla, joder, calla, qué asco! ¡Se me revuelven las tripas y me dan escalofríos sólo de pensarlo!
-¿Escalofríos, dices? ¿A que no te acuerdas del chiste aquel del colmo del escalofrío?
Hachegé frunce el ceño. Lo conté hace diez años en un viaje invernal como este, mientras tratábamos de entrar en calor desayunando en un bar de carretera.
-Me suena, pero sólo recuerdo que era muy, pero que muy desagradable. Para haberte soltado dos hostias, vamos.
-Bueno, pues el colmo del escalofrío, es…
-¡No lo cuentes, no lo cuentes, que no quiero oírlo! -me interrumpe tapándose los oídos con las manos.
-¡El colmo del escalofrío es…! -insisto gritándole a la cara para que lo escuche.
Y entonces se pone el casco rápidamente, arranca la moto y me obsequia con una de sus típicas higas, tan bien conseguidas, que son ya como una especialidad de la casa.
-Te espero en el área de La Safor -me dice, y sale zumbando por la autopista acelerando como un energúmeno. Me quedo hablando solo:
-No importa, ya te pillaré desprevenido y te contaré lo del colmo del escalofrío cuando menos te lo esperes, a traición. Que de esta no te escapas.
Me pongo yo también el casco y le doy al contacto de la moto. Pronto se me encenderá la luz de la reserva. Tengo la gasolina justa para recorrer los sesenta kilómetros que nos separan del área de servicio de La Safor. Son las siete cuarenta y cinco horas y el termómetro no deja de subir: ahora marca ya dos grados sobre cero. La costa mediterránea es lo que tiene.



XI
Sopla un ventarrón desatado en la autopista mientras ruedo en solitario camino del sur. El cielo, enmarañado y gris, parece un esbozo burdo de acuarela inacabada. Los arrozales de la comarca de la Ribera se van deslizando a mi derecha como los deshilachados jirones de un paisaje borroso y fugaz. Hay viejas alquerías y barracas derruidas en mitad de la huerta. El tránsito es ya intenso a estas horas. Descomunales camiones frigoríficos de matrícula extranjera avanzan lentamente por el carril derecho. Vienen de la frontera y llevan, como nosotros, toda la noche viajando. Sólo sus conductores saben cuál es su destino y cuándo llegarán a él. Adelanto algunos turismos alemanes, franceses o británicos que arrastran pesados remolques, caravanas o embarcaciones de recreo. Potentes furgones aparecen a gran velocidad abriéndose paso a golpes de cláxon y de ráfagas. Silba el aire al rebotar contra las carrocerías de los vehículos produciendo un sonido agudo y ululante que me hiere en los oídos. La autopista está viva. Alcanzo por fin a Hachegé, que me iba esperando. Me hace señas para que le pase, pero no lo hago. Me encuentro demasiado cansado como para seguir luchando y sólo quiero ver el mar. Se me enciende el testigo naranja de la luz de la reserva y entonces me ciño a la derecha y allí me quedo a baja velocidad a observar el mundo y a dejar pasar la vida a mi alrededor, a la espera de que el transcurso del tiempo haga el resto. 

 
        Al llegar al área de servicio de La Safor la mañana sigue siendo húmeda y destemplada. El termómetro ha subido hasta los cinco grados, pero siento frío y desasosiego a partes iguales. Mi único deseo ahora es poder bajarme de la moto y meterme en una cama bajo un montón de mantas tibias hasta la hora de comer. Atravesamos muy despacio la explanada de la zona de descanso. En las sofocantes noches de verano, centenares de inmigrantes magrebíes que cruzan Europa camino de África duermen aquí, tirados encima de esterillas y cartones con el cielo estrellado por todo techo. En este día invernal la explanada está desierta. Hay restos de escarcha sobre la hierba. Llegamos hasta los surtidores de la gasolinera y llenamos los depósitos de las motos. Hachegé entra a pagar y sale con un par de latas de coca cola y un cuaderno de alambre en espiral. Nos sentamos en una acera con las espaldas apoyadas en la pared a fumar y bebernos los refrescos. El día continúa nublado, pero la luz es ya excesiva y me molesta en los ojos. Me pongo las gafas de sol y cruzo las piernas adoptando sin querer esa típica postura de yoga que resulta un tanto absurda en este lugar y circunstancia. Sobre las baldosas de la acera el culo se me queda helado. Saco un jersey que llevo en el top-case y me siento encima. La situación mejora notablemente.






  -¿Y ese cuaderno? -le pregunto a Hachegé.
 -Nada, que se me ha ocurrido de pronto un poema sobre este viaje -me responde mientras se dispone a escribir.
 -Eso está bien. Cuando lo termines me lo enseñas, si no te importa.
-Por supuesto. Tardaré unos minutos y más adelante ya lo iré corrigiendo. Lo importante es que no se me vaya la idea.
Tiene razón. Muchos de sus mejores versos los ha escrito a vuela pluma, en servilletas o en paquetes de tabaco, en bares de carretera o en gasolineras del camino y en los tiempos muertos de cualquier viaje, como por descuido, sin darle ninguna importancia a lo que estaba haciendo, pero siempre con la intención premeditada de fijar la idea o la imagen en el papel  antes de que pudiera llevárselas para siempre el viento de la desmemoria o el duende del olvido. Mientras Hachegé se concentra en su lírica tarea me quedo adormilado con la cabeza entre los brazos, no sé durante cuánto tiempo, hasta que él vuelve a hablarme:
-¡Coño, Jota! ¿Te has dormido?
-Psss, a medias.
-Acábate la coca cola y nos vamos.
-No quiero más coca cola, lo que quiero es una cama con un montón de mantas encima. 
-Son casi las nueve de la mañana -me informa Hachegé-, y ya estamos llegando. Si nos vamos ahora mismo te va a dar tiempo todavía a echarte un rato antes de comer.
-Eso es justamente lo que necesito.
-Pues entonces, en marcha.
-¿Has terminado el poema?
-Le harían falta algunos retoques, pero creo que se va a quedar como está. Paso de currar más.
-Déjame verlo.
Me entrega el cuaderno. Las diferentes estrofas están escritas con un trazo rápido, menudo y descuidado. Algunas palabras resultan ilegibles a primera vista y abundan por todas partes las tachaduras. Empiezo a leer:

Y nos sorprende el alba
en el helado mar de asfalto,
los cuerpos, rotos por el frío del invierno
piden clemencia,
renunciar,
desistir y saludar al sol blanco de Enero
que por Levante asoma,
parar y dejar que los recomponga el alma.

En este arcén sobran las palabras,
conocemos ambos el dolor del otro,
sobran los gestos,
los lamentos,
sobran incluso las miradas.

En este arcén
perdidos,
callados,
plantados,
como nacidos del asfalto
con los ojos clavados
en el lejano Mediterráneo
diluimos los últimos retazos de locura,
mientras sentimos en cada poro de la piel,
de nuestra helada piel,
que hemos vencido
al Dios de las distancias,
que, una vez más,
la Eternidad es nuestra.

Le devuelvo el cuaderno y Hachegé  me pide que se lo guarde en el top-case. Que qué me ha parecido, me pregunta.
-Bueno, en tu estilo. Pero los has escrito mejores.
-Nos ha jodido. No se puede ser sublime sin interrupción.
-Eso lo dijo Baudelaire.
-Sí, el mismo.
-En fin. ¿Nos lo hacemos ya del tirón, no? Quedan cuarenta kilómetros.
-Del tirón, sí. Ya no tenemos que parar para nada.
-Tira tú delante -le indico-, y si ves que me voy quedando un poco rezagado no te preocupes, eso será porque voy dando alguna cabezada.


 
Volvemos a la autopista y reanudamos el viaje. Después del primero, los siguientes kilómetros van cayendo ahora uno tras otro vertiginosamente, del mismo modo que habría caído una larga fila vertical de fichas de dominó impulsadas por una inercia invisible. Pronto entraremos en la provincia de Alicante. Unas caprichosas nubes blancas de lenta evolución van componiendo extrañas figuras cambiantes sobre un cielo que se va tornando cada más azul y luminoso, como si el mar se reflejase en él. La imagen me trae a la memoria aquella visión que tuvo Jack Kerouac hace mucho tiempo y muy lejos de aquí, cuando escribió que “mientras cruzábamos la frontera de Colorado y Utah, vi en el cielo a Dios en forma de inmensas nubes doradas por el sol del desierto”. Durante años me ha perseguido el recuerdo de esta frase y he escudriñado todos los cielos de España desde todas sus carreteras buscando infructuosamente un signo, un indicio o una revelación que pudiera asemejarse a la que tuvo Kerouac hace medio siglo a bordo de un destartalado Cadillac, mientras cruzaba las extensas llanuras americanas. Y hoy, ahora, en el corazón mismo de la autopista del Mediterráneo, cuando menos lo esperaba, acabo de encontrar esa revelación necesaria: mientras cruzamos la frontera de las provincias de Valencia y Alicante, veo al dios Neptuno emergiendo del mar en forma de esponjosos cirros con toda la majestad de su condición mitológica. Hachegé también lo ve conmigo, estoy seguro, puesto que levanta la cabeza y la deja un momento inmóvil y suspendida en la contemplación del fenómeno, y sé que ambos vemos lo mismo, porque de igual manera que siempre deseamos que nos digan sólo lo que queremos oír, también deseamos que se nos muestre sólo lo que queremos ver.
Cuando el dios Neptuno desaparece por fin del cielo, desbaratado por un golpe de viento que deshace las nubes, volvemos a quedarnos solos con nuestro inmenso mar de asfalto que tanto nos da y tanto nos arrebata.  Quizá por ello me da por fantasear con que soy un avezado capitán de barco, y a falta de verdadero navío, para distraerme le voy echando un rápido vistazo a todos los instrumentos de la moto: el termómetro marca seis grados, los dos cuentakilómetros parciales cuatrocientos veinte, el totalizador sesenta y seis mil ochocientos y pico, el velocímetro ciento cuarenta y el cuentavueltas cinco mil quinientas revoluciones por minuto. La aguja del reloj de temperatura se ha desplazado apenas un milímetro y el reloj horario digital indica las nueve horas y veinticinco minutos. No tengo barómetro, ni higrómetro, ni rosa de los vientos, pero si los tuviera seguramente reflejarían respectivamente bajas presiones, una humedad relativa del aire del ochenta por ciento y un rumbo variable sur-sureste. Me habría gustado ser marino para surcar océanos, pero sólo soy un motorista que recorre autopistas alimentándose de metáforas y de sueños.




XII 

Conseguí conciliar un sueño ligero durante  tres o cuatro horas antes de comer y en una cama cubierta de mantas más o menos tibias, como era mi deseo. Hachegé no quiso dormir y prefirió perderse durante ese tiempo en los muelles del Puerto de Denia viendo entrar y salir los barcos que iban o venían a Formentera, Palma e Ibiza. Después se desayunó generosamente con una ración de sepionet y unas cervezas en algún mesón típico del Baix la Mar, el barrio de pescadores, mientras leía la prensa local de la comarca. A las tres de la tarde, tal y como teníamos previsto, quedamos en el restaurante Gavilá para tomarnos la histórica paella que había motivado este viaje demencial la medianoche anterior, en el madrileño bar El Gato, cuando ya los termómetros marcaban varios grados bajo cero y no podía concebirse idea más desatinada e insensata que la de cruzar medio país para bajar a la costa en moto en ese momento. Y sin embargo, lo habíamos hecho, y allí estábamos para contárselo a quien nos quisiera creer, tal vez porque quienes menos nos lo acabábamos de creer éramos nosotros mismos, salvo cuando las punzadas de dolor en mis dedos de la mano izquierda, o los calambres agudos en los pies de Hachegé, se encargaban de recordarnos que nos habíamos enfrentado a todos los elementos hostiles de la naturaleza invernal y los habíamos vencido uno detrás de otro con perseverancia, testarudez y sufrimiento hasta alcanzar el objetivo final.

 
Teníamos un hambre de lobos y pedimos variedad de aperitivos y entrantes (gamba roja de Denia, anguila en salsa, mejillones al vapor, croquetas de bacalao, sepia a la plancha, ventresca de bonito…), antes de pasar directamente a la paella mixta alicantina, que era nuestro oscuro objeto del deseo en esta ocasión, y que estuvimos de acuerdo en encargar doble, esto es, para cuatro personas, pese a que éramos sólo dos los comensales. Por el camino cayeron también algunas cervezas, dos botellas de agua mineral bien fría y otras dos de vino Casta Diva blanco cosecha del 2000. Después, a los postres, continuamos con un par de chupitos de dorada mistela, invitación de la casa, y sendas copas de Frígola con hielo, un poderoso digestivo ibicenco a base de licor de tomillo. Por último, en la sobremesa, ya con la caída de la tarde, nos fumamos cada uno un puro Reig del número siete para celebrar el notable éxito de esta aventura, que había comenzado casi como por casualidad por culpa de una broma mía, para culminar en una sucesión de hechos consumados que ya eran tan innegables como dignos de recuerdo para el resto de nuestras vidas. 




 
Apenas si hablamos durante la comida. Ni siquiera nos entretuvimos en extensos comentarios acerca de las singulares vicisitudes del viaje que acabábamos de realizar. Probablemente pensábamos, sin saberlo, que para asimilar todo lo que había ocurrido íbamos a necesitar en el futuro de una larga reflexión para digerir una peripecia demasiado compleja y rica en matices como para ser abordada con la trivialidad del momento, todavía en caliente. De modo que dimos cuenta casi en silencio del espléndido festín mientras mirábamos a través de los ventanales del restaurante cómo el viento sacudía las palmeras del paseo marítimo y agitaba las oscuras aguas del Mediterráneo alzando en ellas espumas y crestas de marejada.
 El tiempo era desapacible y húmedo cuando volvimos a la calle, con la tarde ya vencida. Nuestros achaques físicos, si bien se habían atenuado bastante, seguían causándonos una persistente molestia agravada por la elevada humedad que calaba hasta los huesos, de modo que tanto los pies de Hachegé como los dos dedos interiores de mi mano izquierda no querían dejar de recordarnos el maltrato extremo al que les habíamos tenido sometidos durante tantas horas en la carretera. Pronto se haría de noche y no quedaba mucho por hacer, salvo echarse una siesta reparadora, quizá, y aún a sabiendas de que si caíamos en la cama en ese instante ya no seríamos capaces de levantarnos hasta el día siguiente, no pudimos evitarlo y fue exactamente esto lo que nos sucedió. Cuando conseguimos abrir los ojos eran las once de la mañana del Viernes 28 de enero de 2005 y teníamos que emprender el regreso.
 El viaje de vuelta no tuvo casi historia. Me guardé el termómetro en un bolsillo para ahorrarme al menos la tortura psicológica del frío, que nos acompañó fielmente durante todo el camino, aunque con mucha menor crudeza que a la ida, como era de esperar. El gélido temporal siberiano se resistía a abandonarnos y a lo largo del trayecto por la provincia de Cuenca probablemente no dejó de helar en ningún momento, pero siendo como eran las horas centrales del día y acompañados a ratos por un sol tímido, unido al hecho de que nos encontrábamos lo suficientemente descansados, la situación se hizo bastante llevadera. En comparación con las penalidades de la víspera, esto sí que pudo asemejarse a un verdadero paseo militar, aunque las manos y los pies volvieron a dolernos en no pocas ocasiones y tuvimos que aceptar el castigo con resignada paciencia. Hicimos muy pocas paradas, apenas las necesarias para repostar gasolina y tomar algo caliente, y la última de ellas cuando ya teníamos los primeros edificios de Madrid a la vista y aún quedaba un intenso rescoldo de luz en el cielo. Fue entonces cuando Hachegé, sin bajarse de su moto, me dijo:
 -Oye, Jota, que ni se te ocurra contar ni escribir nada de esto, ¿eh? Te lo advierto.
 Me indigné:
-¡Por supuesto que no! ¿Cómo has podido siquiera pensar una cosa así? No me ofendas. Esto queda entre nosotros y no sale de aquí nunca, faltaría más.
-Pues mejor, porque si somos un par de gilipollas, con que lo sepamos sólo tú y yo, ya es suficiente.
-Puedes estar tranquilo: seré una tumba.


FIN