Nada más
marcharse aquel hombre que me había socorrido en la carretera experimenté una
sensación de orfandad inconsolable y un lastimoso desamparo, como si con su
reciente marcha pudieran volver a acecharme de nuevo todos los peligros que ya
creía conjurados para siempre. Abandonado como un náufrago en aquella recta maldita
de la N-301, el sol de Agosto me castigaba sin piedad y no había lugar alguno
en donde resguardarse. Me quemaba en las nalgas la chapa metálica del guardarraíl
sobre el que me había sentado un momento a fumar un cigarrillo detrás de otro
con demorada indolencia, mientras meditaba acerca de mi destino sumido en un
enajenado letargo sólo perturbado ocasionalmente por el rumor del tránsito que
rasgaba el asfalto con un hiriente silbido camino de Quintanar, o de La Roda, o
de Albacete, o de Madrid, o de Alicante, o de Murcia, o de donde cada uno de
aquellos conductores estivales tuviese a bien llegar luego de decenas o
centenares de kilómetros de viaje.
Después de llevar aplastadas con
las botas (que no eran propias de motorista, sino de soldado de infantería provenientes
del servicio militar que había finalizado seis años antes) varias colillas de
cigarrillo en un metro cuadrado de arcén, me sacudí el profundo letargo y crucé
la carretera. Todavía me temblaban un poco las piernas y temí haber perdido el
habla cuando llegué hasta el poste de auxilio de la DGT emplazado a la altura
del punto kilométrico 145. Casi veintiséis años más tarde, recopilando
fotografías en Internet para ilustrar esta historia, he vuelto a recordar cómo
eran aquellos postes SOS de los años 80 (ya desaparecidos, como desaparecidos
están también sus sucesores más modernos), porque lo único que había perdurado
en mi memoria desde entonces era que incorporaban dos botones de llamada, uno
para auxilio sanitario y otro para asistencia mecánica. Pulsé este último con
ansiedad temiendo que estuviese averiado, en cuyo caso mi situación volvería a
tornarse muy comprometida, pero la suerte había venido para quedarse de mi lado
y en pocos segundos me respondió una voz masculina, modulada, amable y
solícita, que por esos extraños caprichos del subconsciente asocié enseguida
con la voz del hombre que me había ayudado unos minutos antes, como si fuese aquel
buen samaritano de la carretera quien me estuviese respondiendo ahora desde el
otro lado del interfono, y ya en el paroxismo de mis fantasías imaginé que
también habría de ser él quien conduciría la grúa de asistencia que vendría a
rescatarme más tarde. Sabía que todo esto era absurdo, desde luego, pero como
instintivamente necesitaba humanizar a mi interlocutor invisible, imaginarle físicamente
y no como una mera referencia sonora y abstracta, le presté el rostro de aquel
hombre cuya fisonomía me resultaba más reciente, y tal vez por ello ambas
voces, forzosamente diferentes, se me antojaron una única voz.
Pero más allá de mis desvaríos
emocionales y de mis engañosas ilusiones mentales, la cuestión que había que
resolver en ese momento entre dos desconocidos invisibles a través de aquel
artefacto parlante era mucho más pragmática: ¿Necesitaba asistencia mecánica? ¿Qué me había ocurrido? ¿Exactamente
en dónde me encontraba? (aunque cabía suponer que la tecnología de la época
ya identificaba automáticamente la ubicación precisa del poste de auxilio desde
el que se recibía la llamada). ¿Cuáles
eran mis datos y los de mi vehículo? ¿Disponía de algún tipo de seguro de asistencia
en viaje, y en caso afirmativo cuál era el número de póliza? Y mis
respuestas se fueron sucediendo ordenadamente según las requería mi
interlocutor y yo consultaba los documentos adecuados: necesitaba asistencia mecánica, había reventado el neumático trasero de
mi Yamaha SR-250 con matrícula de Madrid 5353-…, me encontraba en el kilómetro
145 de la N-301 sentido Cartagena, mi nombre era…, sí disponía de asistencia en
viaje con ADA (Ayuda del
Automovilista, una veterana asociación recientemente desaparecida), y el número de asociado era…
Cordialmente mi interlocutor me
rogó que aguardase un momento sin retirarme del poste de auxilio. Pronto
volvería a tener noticias suyas, me prometió. Mientras esperaba tuve tiempo de
fumar dos o tres cigarrillos más y de imaginarme a aquel hombre en mangas de
camisa socorriendo a quienes habíamos caído en desgracia en la carretera desde
una gran sala con aire acondicionado y llena de consolas telefónicas y de
paneles luminosos en algún edificio de la Dirección General de Tráfico,
seguramente en Madrid capital, mientras yo me achicharraba sin remedio a pleno
sol en un punto remoto de la provincia de Cuenca a más de treinta grados
centígrados, y otros infortunados viajeros corrían tal vez peor suerte a
cientos de kilómetros de allí.
Aquel hombre me habló de nuevo
pasados unos minutos. La grúa de asistencia en carretera, procedente de
Quintanar de la Orden, ya había sido avisada, pero tardaría en llegar en mi
ayuda, porque antes debía prestar otros servicios en la zona. Mucha gente tenía
problemas en la carretera ese mediodía ya fronterizo con la tarde del 12 de
Agosto de 1989, y el país no estaba preparado para ello. Esto último no me lo
dijo él, a fin de cuentas un abnegado funcionario de Tráfico, sino que lo pensé
yo, un motorista desdichado siempre predispuesto a ponerse en lo peor. Así es
que tocaba esperar, no se sabía cuánto. Agradecí la ayuda a mi interlocutor y
volví a cruzar la N-301, y volví a sentarme en el ardiente guardarraíl junto a
mi moto inservible, y volví a encender una interminable sucesión de
cigarrillos, y volví a caer en un prolongado letargo que tenía ciertas
similitudes con el sueño eterno, es decir, probablemente con la propia muerte
que yo seguía esperando en la N-301. Transcurrido un tiempo impreciso tuve la
sensación de que el poste de socorro emitía algún tipo de señal que tal vez iba
dirigida a mí, y crucé nuevamente la carretera corriendo para llegar a escuchar
la inesperada llamada de mi interlocutor: ¿Sigue
usted ahí? La asistencia acaba de salir de Quintanar y ya va en su busca.
Entre Quintanar de la Orden,
provincia de Toledo, y Santa María de los Llanos, provincia de Cuenca, en cuyas
proximidades yo me había quedado tirado, había una distancia de 25 kilómetros, de
modo que la asistencia todavía se hizo esperar un rato que a mí se me antojó
insoportable. Esta impaciencia vino motivada sobre todo por el hecho de que
algunas grúas similares a la que yo esperaba acertaron a pasar de vacío por la
carretera en aquel momento, pero ninguna se detuvo, a pesar de mis señas
desesperadas, respondidas con movimientos negativos de cabeza de sus
conductores, que se dirigían a atender otros servicios o acaso regresaban a sus
bases para comer. Finalmente, uno de aquellos vehículos aminoró la velocidad, hizo
parpadear levemente su intermitente derecho y estacionó en el arcén delante de
la moto. Un hombre de aspecto risueño, que tendría aproximadamente mi edad,
descendió de la cabina del camión y vino a mi encuentro sin dejar de observar el
neumático destrozado de la moto mientras se acercaba. Vaya faena, amigo, dijo sonriendo. ¿Puedes darme agua?, le respondí a bocajarro, seguramente sin el
menor atisbo de sonrisa, porque a alguien que se muere de sed en el infierno de
La Mancha no le obligan mayores cortesías. Faltaría
más, hombre, para eso estamos, y regresó a la cabina un instante para volver
con una botella de agua helada de la que bebí copiosamente casi hasta
atragantarme.
Talleres San Valentín, podía leerse en los laterales de la
plataforma de la grúa de asistencia. Dicha plataforma no era basculante, sino
rígida, de modo que para subir cualquier vehículo hasta ella era necesario
extraer del bastidor dos rampas metálicas (bastaba con una en el caso de las
motos), y a esta tarea se aplicó enseguida el patrullero, provisto de unos
viejos guantes de trabajo que algún día debieron de ser amarillos pero que
ahora lucían impecablemente renegridos y llenos de agujeros. Retiré mi escueto
equipaje, que iba atado en el trasportín trasero de la Yamaha con pulpos elásticos, y lo llevé a la cabina de la grúa. El
patrullero puso en marcha el motor eléctrico del cable de arrastre y enganchó
el extremo, que tenía forma de garfio, en la horquilla de la moto. Ahora, muy despacio, vamos a ir subiéndola
por la rampa, empezó a explicarme, pero no se había expresado con
propiedad, porque como comprendí enseguida la operación consistía en que yo
tenía que sujetar la moto y acompañarla por la rampa mientras él se limitaba a
gobernar la tracción del cable. La Yamaha
SR-250 no era una moto muy pesada, apenas 130 kilos en vacío, pero a cambio
mi torpeza sí resultaba manifiesta y se me resbalaban las botas en la rampa
grasienta, y se me escurría el manillar entre las manos sudorosas según
subíamos a trompicones por aquel plano inclinado, y sospechaba que en cualquier
momento la moto o yo, o ambos, nos íbamos a caer al suelo aparatosamente.
Viéndome en problemas, el patrullero abandonaba su posición y acudía en mi
auxilio un momento corrigiendo la dirección de la moto y apuntalándola desde el
lado contrario al mío, pisa aquí, pisa
allá, me decía, pero no había en donde pisar sin riesgo de resbalar o caer,
porque la rampa era tan estrecha y deslizante que cualquier maniobra sobre ella
se antojaba imposible.
En la vida me había visto en otra
igual (pero como perseveré, con los años me vería en otras peores de semejante
naturaleza, y además con motos de casi 300 kilos), y un sudor gélido empezó a bajarme
por la espalda desde la nuca hasta los riñones, y en algún momento pensé que me
iba a desmayar. Cuando al fin vencimos la inclinación de la rampa y alcanzamos
el plano horizontal de la plataforma de la grúa arrastrados por el cable de
acero, la situación no mejoró en absoluto, porque dicha plataforma, diseñada
para llevar automóviles, tampoco era tal, sino que consistía sólo en dos
largueros paralelos del mismo ancho de la rampa, y entre ambos se abría un
inmenso hueco que mostraba algunas interioridades mecánicas de la transmisión
del camión y oscuras parcelas de asfalto. El patrullero volvió en mi ayuda y
continuamos hombro con hombro con las esforzadas maniobras para colocar la moto
en la posición más segura -y acaso reglamentaria- para su transporte posterior.
Hay que cruzarla y arrimarla a la cabina,
me dijo, y yo debí devolverle una mirada de incredulidad absoluta al escuchar
esto, porque añadió: no te preocupes,
alguna vez he tenido que hacerlo con una Goldwing de 400 kilos, así es que con
esta moto será coser y cantar.
Se trataba, ni más ni menos, de
arrastrar la moto hasta la cabina y luego atravesarla en sentido perpendicular
a la marcha apoyando cada una de sus ruedas en uno de los largueros de la falsa
plataforma antes de inmovilizarla con robustos tirantes de sujeción. Los
largueros de acero, impregnados de una resbaladiza pátina de grasa inmemorial
que brillaba obscenamente bajo el primer sol de la tarde, no resultaban menos
amenazantes que el oscuro hueco que se abría entre ellos y por donde yo temía
caerme cada vez que hacía el menor movimiento siguiendo las precisas
instrucciones del patrullero, pisa aquí,
pisa allá, sin miedo, no sueltes la moto, sujeta de este lado, ahora del otro,
suelta un momento, levanta de atrás, déjala caer, gira el manillar, que no se
te escape, aguanta ahí, con cuidado, no te preocupes, ya la tengo, puedes
soltar, falta muy poco…
Cuando volví a poner los dos pies
en la tierra firme del arcén de la N-301 me encontraba tan exhausto y
desmadejado que incluso me costaba respirar y se me nublaba la vista. Bebí más
agua de la botella, ya ligeramente recalentada, y observé con la mirada perdida
las últimas maniobras del patrullero afianzando la Yamaha sobre la grúa con unos fuertes tirantes de nylon. Luego,
minutos u horas después, habría que bajarla de allí, y se haría obligado
repetir a la inversa las extenuantes operaciones que acabábamos de ejecutar, y
sólo de imaginarlo ya me invadía una angustia premonitoria y desconsoladora.
Aquel día prometía ser interminable y pródigo en sufrimientos de todo tipo.
Casi era mejor no pensar en ello.
Nos vamos, socio, dijo aquel hombre sonriendo de nuevo,
indudablemente satisfecho del resultado de su tarea. Subimos a la cabina de la
grúa y el patrullero puso en marcha el motor y sintonizó una emisora de radio
en el instante casual en que sonaban unas señales horarias, que ahora no
recuerdo si anunciaban las dos o las tres de la tarde. Vaya, se ha echado encima la hora de comer, advirtió mi acompañante,
y el almuerzo es sagrado. Volvemos a
Quintanar y luego ya buscaremos con calma un sitio en donde puedan reparar el
neumático, si no te importa. Asentí. En realidad no tenía otra alternativa
y a los profesionales de la carretera había que dejarles hacer su trabajo libre
de interferencias e imposiciones impertinentes. Resultó un tanto expuesto cambiar
de sentido en aquella recta de la N-301 en la que el tránsito crecía por
momentos, pero con las debidas precauciones y unas atinadas vueltas de volante
el vehículo de asistencia tomó nuevo rumbo hacia el oeste dándole la espalda al
sol sin el menor contratiempo.
Nunca he creído en estas cosas, pero viendo
cómo se desarrollaban los acontecimientos en aquella jornada de Agosto,
traicioné mis convicciones y caí en la debilidad de pensar que acaso fuese
cierto que algunos seres de naturaleza sagrada, celestial o sobrenatural protegían
nuestros pasos, velaban por nuestras vidas y ahuyentaban los peligros a los que
nos exponíamos indefensos desde nuestra débil condición humana, y tal vez era San Valentín uno de ellos (bajo cuyo patrocinio onomástico
operaba aquella grúa de auxilio en carretera), o preferiblemente con mejor
atribución genérica San Cristóbal, patrón
de los automovilistas, o quizá con mayor competencia geográfica Santa María de los Llanos, que daba
nombre al pueblo en cuyas proximidades yo había sufrido mi particular percance
y posterior penitencia (no demasiado lejos de allí se encontraba también la localidad
de San Clemente), y bien podía ser que todas estas santidades bienhechoras -y
muchas más que no hemos mencionado- multiplicaran sus oficios milagrosos para
llegar hasta donde no podían alcanzar los abnegados esfuerzos terrenales de los
hombres de la Dirección General de Tráfico que trabajaban en mangas de camisa
en las salas de operaciones o los conductores de los servicios de asistencia en
viaje que lo hacían con los guantes rotos en los arcenes de las carreteras.
Hoy es un mal día para que te pase algo en cualquier sitio, me
habló de nuevo el patrullero, desbaratando de golpe las reflexiones místicas en
las que me había sumido durante unos instantes, un mal día para casi todo, y con este calor…. Alcé la vista y
escruté la carretera a través del parabrisas del vehículo, que estaba cubierto
de polvo y moteado de salpicaduras de insectos. Cruzábamos Mota del Cuervo y en
la radio sonaba la canción del verano, de aquel lejano verano de 1989, pero
ahora mismo no recuerdo qué canción era y tampoco me mueve tanto la curiosidad
como para ponerme a buscarla. Tal vez si alguien me lee pueda hacerme ese
favor, y si así sucede, vaya por adelantado desde aquí mi gratitud.
CONTINUARÁ