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viernes, 30 de diciembre de 2011

NOSTALGIA DE UNA LAMBRETTA 150 D (1956)

       
       Hace unos quince años estuve fantaseando con la idea de recuperar y restaurar una vieja Lambretta 150 D de 1956, y no sólo con la intención de guardarla como recuerdo sino también con el práctico propósito de utilizarla a diario en mis desplazamientos urbanos. La verdad es que me sorprendí a mí mismo con esta fantasía, yo que no suelo tener fantasías y que nunca he sido un entendido ni un coleccionista de clásicas y que, por lo demás, haber recuperado aquella antigualla supongo que me habría supuesto un cierto desembolso económico y mayores aún habrían sido los gastos de mantenimiento posteriores si hubiera pretendido además utilizarla en el presente. Y eso por no hablar de sus limitaciones técnicas, su más que probable incomodidad y sus acreditadas carencias en materia de seguridad según los patrones contemporáneos. No nos olvidemos que las motos de antaño estaban diseñadas para unos usuarios y unas circunstancias muy diferentes a los actuales. Sin embargo, durante algún tiempo me rondó esta fantasía por la cabeza, y ya me imaginaba moviéndome por la noche por las calles del bullicioso Madrid de los 90 en este escúter con el que se habían movido cuatro décadas antes, por las calles mortecinas y subdesarrolladas del Madrid de los 50, algunos de mis familiares más cercanos. Y todavía si yo hubiese pertenecido a alguna de aquellas tribus urbanas que pululaban en las noches de los 90 (los mods, por ejemplo, tan aficionados a los escúteres en general y a las Lambrettas en particular), mi singular capricho tal vez habría tenido un sentido estético o tribal. Pero ni por esas. Yo no era un mod, ni un rocker, ni nada por el estilo. Sólo era motorista, a secas. Así es que por fuerza mi fantasía tenía sólo una inspiración simbólicamente nostálgica. Estoy de acuerdo con Cesare Fiumi, periodista italiano y escritor de libros de viajes, cuando dice que alguna vez ha experimentado una especie de nostalgia extraña y desconcertante, la nostalgia de lo que no se ha vivido y se habría querido vivir. A mí también me ha sucedido.



 Y es que, claro, aquella entrañable   Lambretta 150 D de 1956,  con matrícula  M-164.531 y pintada en un color gris militar que le hacía parecer aún más espartana y frágil de lo que en realidad debía de ser, no era para mí una Lambretta cualquiera. Pero por esas paradojas de la vida, que refuerzan el significado de la frase de Fiumi, yo nunca pude verla salvo en fotografías, y aunque me han dicho que llegué a montar en el sidecar que le acoplarían más tarde, mi corta edad de entonces (menos de un año) me tenía incapacitado para ver nada que pudiese recordar después, y por tanto esta es una de esas cosas, como tantas otras de la infancia, que uno no ha vivido realmente. Tal vez venga de ahí mi nostalgia en el presente.



 Fue mi tío Antonio quien la compró nueva a principios de 1957, si bien el modelo data del año anterior, 1956, último en el que se fabricó. Precisamente ahora, en 2004, se cumplen 50 años del establecimiento de la casa Lambretta en España, concretamente en Eibar, en donde se fabricaban con licencia italiana.  El modelo 150 D en cuestión equipaba un motor monocilíndrico de dos tiempos de 148 c.c. refrigerado por aire forzado y alimentado por un carburador Dell’ Orto. Tenía tres marchas accionadas manualmente por dos cables y la potencia máxima desarrollada era de 6 c.v. a 4.750 r.p.m., lo que le permitía una velocidad máxima de 75-80 kms/h.  La medida de los neumáticos era de 400 x 8 (?), llevaba un depósito de combustible de 6’3 litros, con una reserva de 0’7, y sus consumos eran del orden de los 2 litros a 100, lo que, al menos en teoría, le otorgaba una autonomía aproximada de 300 kms. El peso total de este escúter estaba en los 75 kgs., según el fabricante, y se vendía en dos colores, verde y gris. El modelo D 150 estuvo en producción entre 1954 y 1956.

 
Datos técnicos aparte, lo cierto es que no deja de sorprenderme el hecho de que alguien pudiera atreverse siquiera a viajar en aquella época con este modesto hierro por las polvorientas carreteras españolas, cuyos pavimentos, cuando no eran de adoquines, eran de arena y grava, y si por casualidad contenían algo de asfalto era más bien a título testimonial. Y sin embargo mi tío Antonio no sólo usaba su Lambretta por Madrid (fue su primer vehículo), sino que con frecuencia se aventuraba a viajar con ella a la costa en vacaciones, y alguna vez llevando de paquete a su hermano, mi tío Vicente. Viajes, suponemos, que durarían de sol a sol, por lo menos, aunque en verano los días sean más largos, pero ellos ya no lo recuerdan o no quieren recordarlo. Esta es una nostalgia inversa a la que alude Cesare Fiumi: la falsa nostalgia de lo que se vivió y no se hubiera querido vivir, probablemente. Pero una vez en destino, ya en la costa mediterránea, este baqueteado escúter no perdía ni un ápice de su protagonismo, aunque fuese de modo circunstancial, como lo atestiguan las numerosas fotografías en blanco y negro que conservo en la actualidad y que he analizado al detalle innumerables veces. Familiares, vecinos y amigos aparecen invariablemente retratados encima de la Lambretta entre almendros y chumberas, las mujeres con pañuelos en la cabeza y castos bañadores de una pieza y colores discretos (el biquini estaba por inventar), y ellos con pantalones largos y blusas blancas abrochadas casi hasta la garganta. A veces, para estas fotografías, se subían en la moto hasta tres personas, y entonces la pobre Lambretta casi ni se veía. Pero hay imágenes en las que se aprecian perfectamente todos los detalles, precarios detalles, podríamos decir, de esta 150 D, tan liviana de motor, chasis, chapas, tubos y cables (al descubierto y peligrosamente enredados en el manillar, por cierto), y uno se pregunta cómo demonios podría funcionar aquello sin romperse o provocar un accidente.


 Hacia 1960, o quizá antes, nuestra entrañable Lambretta recibió un importante lavado de cara. Para empezar, el escudo, que de origen se levantaba sólo unos centímetros por encima del guardabarros delantero, con lo cual dejaba completamente al descubierto las piernas del conductor, pasó a ocupar ahora todo el plano frontal de la moto hasta juntarse con el manillar. Esto ya le concedía una cercana semejanza con las Vespas, que eran sus más feroces competidoras en la época y mejores escúteres, además. Al dotarla de un escudo en condiciones se pudo integrar en él el faro, que de serie iba atornillado a la barra de la dirección y que daba toda la sensación de alumbrar menos que un candil de aceite. Se sustituyó también el único espejo  rectangular que llevaba en el puño izquierdo por uno redondo. Este modelo no traía de serie ni retrovisores, ni intermitentes, ni velocímetro, ni cuentakilómetros, ni rueda de repuesto, y los asientos eran dos monosillas independientes, como si fuesen dos sillas de montar, con amortiguación de muelles. Precariedad en estado puro. Y a continuación vino el sidecar, instalado al costado izquierdo también, lo cual supongo que dejaría poco menos que inoperante el único espejo retrovisor. Se dotó a la moto, asimismo, de una rueda de repuesto que iba anclada verticalmente en la parte trasera, por encima de la placa de matrícula.  Por último, se pintó la moto completa y el sidecar de color rojo con líneas negras de adorno. Probablemente la Lambretta ganó mucho estéticamente con todas estas mejoras, y en especial con los cambios cromáticos que la despojaron de su primitivo aspecto austero y gris, pero las fotografías en blanco y negro no le hacen justicia. 

 
Y así, en 1964, mi tío le vendió la moto a su cuñado, es decir, a mi padre, que la tuvo unos pocos meses antes de comprar su primer coche, también usado y también a mí tío, un Renault Dauphine de 1962. Pero parece ser que mi padre, a diferencia de mi tío, no hizo demasiadas buenas migas con la Lambretta. Incluso se llevó algunos sustos serios, como cuando pisó el bordillo de una isleta con la rueda del sidecar y la moto se le venció y se le volcó igual que una barca, atrapándole debajo. Aquello no tuvo consecuencias graves pero le puso de manifiesto que conducir un escúter tan ligero con sidecar requería de cierta habilidad y experiencia, algo de lo que él carecía en aquel momento, pues también era su primer vehículo.

 
 Se la vendió a un compañero de trabajo y ahí quedó la historia hasta que, veinticinco años después, yo me interesé por ella. Que qué habría sido de aquella Lambretta, le pregunté, a lo que él me respondió que, por lo que sabía, el compañero de trabajo al que se la había vendido la seguía teniendo aunque, eso sí, desmontada o quizá desguazada en un oscuro cobertizo de Fregenal de la Sierra, en la provincia de Badajoz. Así es como terminaron muchas motos de la época antes de que se desatase la fiebre actual del coleccionismo de clásicas. No obstante yo insistí, ante su incredulidad, en si era posible o merecía la pena intentar al menos recuperarla, fuese cual fuese su estado, incluso por piezas, pero mi padre me dijo que lo más probable es que no encontrase nada ni remotamente parecido a lo que había sido aquella Lambretta. Tal vez sólo quedaban de ella un montón de hierros achatarrados por todo vestigio, y eso en el mejor de los casos. Y además, ¿para qué demonios quería yo aquel cacharro? ¿Nostalgia? ¿Nostalgia de qué? No pude responderle a esto, porque por entonces todavía no había leído a Fiumi quien, por cierto, y curiosamente, también es italiano y de 1957, como esta Lambretta. Casualidades de la vida.

Llegué a conocer a su último propietario, ya fallecido, el compañero de mi padre, pero jamás me atreví a preguntarle por la moto. Me hubiera tomado por loco o, peor aún, por tonto. ¿Quién puede tener interés en saber acerca de del destino de un trasto condenado al basurero?

Así es que, mi fantasía nunca pudo hacerse realidad. Para una vez que tengo una fantasía, también es mala suerte. Y sin embargo, después de tanto tiempo, de vez en cuando me sigo acordando de aquella Lambretta 150 D de 1956, sobre todo cuando vuelvo a ver esas añejas fotografías en blanco y negro, la única prueba material y palpable que he tenido nunca, en verdad, de su existencia.

 

Texto original escrito en Agosto de 2004

CONCENTRACIÓN MOTORISTA JABALISTREFFEN 1995

CONCENTRACIÓN INVERNAL DE JABALISTREFFEN
(Anzánigo, Huesca). Febrero de 1995

El potorro de la Loles
(Bóxer Manuel)

            Ya puedes empezar a pedir tres días en tu trabajo, hacer el equipaje y preparar la moto, que el sábado tempranito salimos para Jabalistreffen. ¡Ah!, y le debes dos talegos* a mi primo, que ya ha mandado los giros de la inscripción. *(2.000 pesetas, 12 €).
            Así, sin comerlo ni beberlo, me encuentro a primeros de Febrero de 1995 empujado a un viaje inédito del que casi nada sé, salvo que va a hacer mucho frío y que ya me han reservado una habitación en algún hostal de carretera de la lejana provincia de Huesca. Siguiendo al pie de la letra las instrucciones minuciosas de Bóxer Manuel, en la gélidad mañana del 4 de Febrero me encuentro preparado para esta aventura en la primera gasolinera de la nacional II, a la salida de Madrid. Seguramente vamos a tener frío y nieve en la carretera, razón más que convincente para equiparse a conciencia: Gore-tex, jersey de alpaca andina, grueso y cálido, camisa de franela y ropa interior térmica de doble fuerza (Damart), además de pañuelo, bufanda, sotocasco, faja bien ceñida y botas de cuero con mucho betún, confortables guantes también de Gore-tex y un sinfín de prendas de reserva en el top case por si vienen mal dadas. Después de todo, subir a los Pirineos en pleno invierno no debe de ser ninguna broma. Aparecen por fin Gerardo y Bóxer Manuel en sus motos, sorprendentemente el primero vestido de paisano, en vaqueros y con una cazadora poco adecuada para la ocasión, y es que su verdadera ropa de viaje la olvidó en casa de su novia después del regreso de Pingüinos, y hasta hoy. Dado lo temprano de la hora no es cosa de despertar a la chica para recoger el Gore-tex, de modo que Gerardo decide quedarse y hacer tiempo mientras nosotros emprendemos camino.



            -¿Y por qué no te pones el cuero? -le pregunta ingenuamente Bóxer Manuel, ya con las motos en marcha.

            -Porque no me cabe -masculla Gerardo entre dientes, con un hilo de voz.

            -¿Porqué queeeé…?

            -¡Porque no me cabe, hostia!

            El tamaño de su oronda barriga de buda madrileño ya se le ha salido de madre.

            Así las cosas, salimos delante Bóxer Manuel y yo con el incierto pronóstico de si Gerardo nos alcanzará horas después en la carretera o más bien tendremos que esperarle en nuestro destino final, después de 450 kms. de viaje. Así lo cuentan las coplas:





I



Pasamos de Elefantentreffën

pues eso pilla muy lejos

pero sí fuimos a Anzánigo

y que fuimos tres, no trece

que si no nos trae mal fario

y así no hay quien llegue a viejo.



II



Pero héte aquí tú que Gerardo

siempre con su problemones

salió después de Madrid,

su memoria es con retardo

y olvidó sus pantalones

en casa de Beatrice.



III



No pudo ponerse el cuero

Como hubiera deseado

y es que no hubo forma humana

ni aunque le ayudó su hermana

de meter allí apretado

su cuerpo de camionero.



IV



Y es por ello que no hay otra

que salir los dos primero:

nuestro Gnomo Hiperactivo,

que siempre va muy altivo,

y aquí este señor coplero,

que así termina esta copla.

 
Tierras de la Alcarria y campos de Soria, espacios ya célebres en los que se ha recreado la historia y la literatura a través de los tiempos. Bécquer, Machado, Cela. Los lugares y los paisajes siguen existiendo reposados e ignotos a ambos lados de esta inmensa autovía que nos lleva al antiguo Reino de Aragón. La mañana es nubosa, húmeda y fría. Las señales de tráfico advierten constantemente de la presencia de hielo en la calzada, y hay que ir leyendo el asfalto, descifrando sus colores, intuyendo su adherencia en las curvas, hondonadas y umbrías. Un error podría ser fatal. Pero viajar en moto es mucho más que un pulso contra el peligro y el riesgo, contra la vida y contra la muerte, es, ante todo, un pulso contra uno mismo, o a favor de uno mismo, a veces, en contra o a favor de la memoria, los recuerdos y los pensamientos propios, según el ánimo. Me abandono unos momentos a mi única y acogedora intimidad para tararear una canción rescatada del olvido con el rumor sordo del aire contra el casco por todo acompañamiento: Todo el mundo sabe que es difícil encontrar/en la vida un lugar/donde el tiempo pasa cadencioso sin pensar/y el dolor es fugaz/a la ribera del Duero/existe una Ciudad/si no sabes el sendero/escucha esto:/lentamente caen las hojas secas al pasar/y el cierzo empieza a hablar/en una tibia mañana el sol asoma ya/no llega a calentar/cuando divises el Monte/de las Animas/no lo mires, sobreponte/y sigue el caminar…
            Un radar móvil de la Guardia Civil detenido en el arcén me saca brutalmente de mis ensoñaciones. Bóxer Manuel no lo ha visto (nunca los ve) y aprovecha que yo he cortado gas para pasarme a todo trapo delante de las mismas narices de los picoletos. Si piensa que el hecho de llevar en su maleta derecha una bandera nacional con el escudo antiguo de la gallina imperial le otorga patente de corso ante la benemérita autoridad, vamos listos. Pero luego hay más radares y patrullas y coches sospechosos y hasta un larguísimo convoy militar que circula lentamente por la autovía transportando tanques, orugas y blindados hacia Zaragoza, qué bien, pienso, ha estallado la guerra, me ha pillado de viaje y ya no podré volver al trabajo, y después de todo la frontera no queda muy lejos.
            Bécquer no era idiota ni Machado un ganapán/y por los dos sabrás/que el olvido del amor se cura en soledad/se cura en soledad/a la ribera del Duero/existe una Ciudad…/Voy camino Soria/¿tú hacia dónde vas?/allí me encuentro en la gloria/que no sentí jamás./Voy camino Soria/quiero descansar/borrando de mi memoria/traiciones y demás/borrando de mi memoria/pasiones y demás… Cuando a Bóxer Manuel le entra la reserva en la Lavadora (BMW R-65) a mi se me acaba la música en la cabeza, en esto por lo menos estamos bastante sincronizados. Hay que salir de la autovía para repostar.

V

La Almunia de Doña Godina
Primera parada clave
dos cafés y gasolina
como mandan los patrones
para que Bóxer Manuel la llame:
“el potorro de la Loles”

VI

Has de parar con frecuencia
Pa’ fumar y pa’ hacer pis,
cuando viajas en la moto
y es con esta inteligencia
que llegarás en un tris
sin machacarte el escroto.


           
          A 50 kms. de Zaragoza se encuentra la localidad de La Almunia de Doña Godina, población de curioso nombre que a Bóxer Manuel le sugiere de inmediato un par de preguntas indiscretas: ¿qué es una almunia y quién era esa tal Doña Godina? Una almunia es un huerto, o una granja, y la señora Godina sería una paisana del lugar, seguramente célebre por algún motivo que desconocemos y sobre el que no nos atrevimos a indagar, por si acabábamos en el pilón, que en los pueblos ya se sabe. Yo qué quieres que te diga -me comentaba Bóxer Manuel de repente-, a mí el nombre de este sitio me suena lo mismo que lo del potorro de la Loles, y se quedó tan ancho. No contento, sin embargo, con esta toponimia humorística y genital, tuvo además la ocurrencia de inventarse también el gentilicio, o sea, potorrenses, como era de temer, y eso fue ya la descojonación estrepitosa y absoluta. Repuestos de la risa pudimos echar gasolina, mear, tomar unos cafés, sacar dinero, llamar por teléfono y posar con nuestras motos a la puerta del bar para que un grupo de niñas, a petición suya, nos hicieran unas fotos para su periódico escolar (?)

             
           Volvemos a la autovía aún con los espasmos postreros de la risa floja (dicho sea de paso, toda esta broma fue sin malicia ninguna y sin ánimo de ofender a nadie), ya sabiendo que le sacamos a Gerardo poco menos de dos horas y casi doscientos kilómetros de ventaja, según informaciones fidedignas de Madrid, y como ahora el tiempo ha mejorado y la temperatura es suave y agradable dentro de lo que cabe, decidimos tomarnos las cosas con calma y nos ponemos a sestear en el último tramo hasta Zaragoza, velocidad legal y un molesto pero tibio viento de costado en esta zona conocida como la Meseta de la Muela. Bordeamos la Ciudad del Ebro para tomar la N-330 que habrá de llevarnos camino de Huesca con el río Gállego de la mano, a la derecha primero, a la izquierda después, casi hasta el límite de las dos provincias. La carretera es buena y con escaso tránsito, largas rectas que se pierden en un horizonte verde de campos y acequias envueltos en la melancólica bruma del mediodía pero con la promesa cierta del sol tímido que no acaba de asomarse. Villanueva de Gállego, Zuera, Almudévar, Huesca. Sale por fin el sol y hacemos una breve parada con objeto de fumar y deliberar acerca de la conveniencia de comer, esperar a Gerardo o cubrir tranquilamente los 45 kilómetros que nos restan de viaje. Sin prisa pero sin pausa, lo cierto es que nos ha cundido mucho la jornada y nosotros mismos estamos sorprendidos al comprobar que lo que nos temíamos como una esforzada travesía invernal llena de penalidades no ha sido en esencia sino un breve paseo gozoso y primaveral. Y si los antiguos adoraban a la Luna, yo estoy dispuesto ahora mismo, las puertas de Huesca, a postrarme de rodillas y rendirle fervoroso culto al anticiclón de las Azores, único y verdadero protector de los motoristas ibéricos.



            A Pamplona y Francia por Ayerbe, nacional 240, esta es la nuestra. En una gasolinera a la altura de Esquedas volvemos a detenernos para esperar a Gerardo, convencidos de que ya ha tenido que recortarnos buena parte de la ventaja inicial y no debe de andar lejos. Pasan varios grupos de motos que se dirigen a la concentración y que nos saludan efusivamente con gran algarabía de bocinas, ráfagas y dedos en uve. Jabalistreffen no es un encuentro multitudinario sino todo lo contrario, una reunión restringida a 250 personas, lo que explica que el flujo de motoristas en esta carretera sea espaciado e irregular, pero ello no obsta para que podamos reconocer que se respira cierto ambiente de gran concentración. El faro encendido del Gallino Veloz (BMW K-75 de Gerardo) no se digna aparecer todavía, después de una hora larga, tenemos ya un hambre canina y con razón se ha dicho que el que espera desespera, de modo que reanudamos la marcha perezosamente, moviéndonos como gusanos en el asfalto, recreándonos con el paisaje y los aromas puros y salvajes de la montaña, aunque el terreno es llano y despejado aún y no se presagia la cercanía de los Pirineos. Pasado Ayerbe nos alcanza Gerardo, por fin, y hacemos otra parada en un hermoso puente de piedra sobre el río Gállego, que volverá a hacernos compañía en los diez kilómetros finales de carretera escarpada y revoltosa que se adentra en el corazón escondido de esta comarca. Sacamos fotografías, fumamos y nos reímos un rato. Gerardo se ha quedado sin gasolina en la autovía, ya cerca de Zaragoza, toda una odisea que le ha hecho perder tiempo y energías hasta que un automovilista caritativo se ha dignado a ayudarle. Estamos torpes este año.




VII

Pasando Calatorao
Gerardo comete un fallo,
se queda sin combustible
y aquí se le para el Gallo;
¡vive, Dios!, ¿cómo es posible
andar hoy tan despistao?

VIII

Ciencia es ésta de ir en moto
por los caminos de Dios,
Zaragoza y luego Huesca,
Llega el Gallino Veloz
con Gerardo, su piloto,
que ha venido dando yesca.


IX

Y alcanzamos buen destino
Siempre a tiempo de comer,
ricas sopas de cocido,
vino, callos y chuletas,
¿qué nos queda por hacer?
¡pues deshacer las maletas!




          
¡Viva San Glas bendito, y que los guardias se traguen el pito!
(De la oración a San Glas del Anzánigo Moto Club)
         
       Después de la comida casera y una breve siesta en la fonda El Jabalí, junto al embalse de La Peña, establecimiento un tanto cutre pero agradecido, en donde hemos fijado nuestra base de operaciones, partimos hacia Anzánigo a través de una estrecha comarcal que corre encajada entre la Sierra de Sta. Isabel y las revueltas caprichosas del río Gállego. Son 13 kms. incómodos con curvas cerradas, pequeñas paellas y asfalto malo con grava suelta, pero el paisaje realmente vale la pena.  Los organizadores han instalado señalización específica advirtiendo del riesgo de hielo en algunos tramos del recorrido, precaución innecesaria esta vez, pues disfrutamos de una tarde templada que no amenaza ni mucho menos con helar la carretera. Llegamos por fin a la zona de acampada, presidida por el famoso monumento a San Glas, que no es otra cosa que una alta pared de hormigón en cuya parte superior han empotrado una vieja Sanglas matriculada en mayo de 1974, B-1041-AK, oxidada y triunfante en su cruel intemperie, y frente a ella el muro de las lamentaciones, en donde motoristas anónimos han dejado para siempre los recuerdos de sus correrías por este mundo: cárteres y culatas deshechos, pistones fogueados, bielas dobladas y un largo etcétera de piezas mecánicas inservibles y con docenas de miles de kilómetros a cuestas. Hay que reconocer que estos chicos del Anzánigo Moto Club son originales e ingeniosos, pero discretos organizadores, y para empezar, el terreno por el que tenemos que bajar con las motos hasta el barracón de las inscripciones es un impracticable lodazal de barro, piedras y roderas por donde se circula fatal, siempre a punto de resbalar y caer. Una vez dentro del pabellón principal, una especie de caballeriza destartalada pero caliente gracias a un buen fuego siempre encendido en su interior, nos obligan a guardar una tediosa cola para inscribirnos y recoger la consabida bolsa de obsequio. Por si fuera poco pretenden amenizarnos esta larga y absurda espera (apenas somos cincuenta personas) a base de música bakalao a tope de bafles y tontos concursos del tipo a ver quién tiene el DNI con el número más bajo, y gilipolleces semejantes. ¿Es esta la cultura motorista? No la nuestra, desde luego. ¡Joder, tíos!, ¿cómo sois tan gualtrapas?, pienso para mis adentros. En realidad, por 4.000 pelas (24 €) que cuesta participar en los dos días de concentración, cena, desayuno, comida y camping incluídos (huevos fritos, morcilla, panceta, fruta y café), tal vez no se pueda ni deba pedir más.



X

Esto ya es Jabalistreffen
concentración invernal
Gerardo haciendo de Jefe
nos apunta en el registro,
y estando todo muy visto, 
nos vamos los tres al bar.

XI

Después, postrados de hinojos,
adoramos a San Glas
patrón del motero puro,
y aunque esto está muy oscuro
y apenas ven nuestros ojos,
nuestra "kodak" tiene flash.

XII

Nos hicimos unas fotos
con las Sanglas empotrada,
y algunas salieron bien
y en otras no salió nada,
pero en esto de las motos
ocasiones tienes cien.


        El contenido de la bolsa, sin embargo, es de calidad: un magnífico gorro de invierno que además abriga, un pin grande y vistoso con el logotipo de este Moto Club zaragozano, varios adhesivos originales que imitan las pegatinas de la ITV, un bonito escudo de tela con la mascota de Jabalistreffen (un jabalí vestido de motorista y bebiendo cerveza), una participación de lotería y suscripción gratuita durante un año a su modesto boletín de publicación trimestral. Bueno, después de todo, no está tan mal.



         Ya es de noche cuando salimos al exterior y la temperatura comienza a descender considerablemente aunque sin llegar a ser todavía muy cruda. La gente enciende hogueras y monta las tiendas, come bocadillos, toma cervezas y bebe en bota, hace fotos, se ríe y se mueve de un lado para otro con gran agitación. El río Gállego discurre tranquilo a los pies de este campamento motorista y la humedad te cala hasta los huesos, pero a nadie le importa. Siguen llegando motos, aparecen en la oscuridad como fantasmas pacíficos, sin mucho ruido, como con cierto disimulo o timidez, gentes de toda España y algunos extranjeros avisados de que algo se cuece en este pequeño rincón oscense. Por curiosidad merece la pena venir a Jabalistreffen al menos una vez en la vida.
        Bajo un cielo limpio y estrellado regresamos a nuestra fonda por el mismo camino.



XIII

De regreso a nuestro hostal
la noche está muy oscura,
y es que no se ve una mierda,
así es que formamos cuerda
con toda nuestra cordura,
pues nadie se quiere hostiar.

XIV

Nos tomamos unas copas
antes de pillar la cama
y es que en esto de libar
ya sean muchas, ya sean pocas
no existe varón ni dama
que nos pueda aventajar.


¡A Zaragoza o al charco!
(popular aragonés)


       Seis cosas son imprescindibles para emprender o continuar un viaje en moto, por modesto que sea: gasolina, dinero, tiempo, calzoncillos limpios (o bragas limpias, si la que conduce es una mujer o un travestido), presencia de ánimo y, por supuesto, una moto. Como reunimos todos estos requisitos hemos decidido en la mañana primaveral del 5 de Febrero marchar hacia Zaragoza para desasnarnos un poco, pues aunque la fonda El Jabalí es muy barata y se come una estupenda comida casera, lo cierto es que los aseos son comunitarios (un cuarto de baño por cada cuatro habitaciones) y no hemos podido ducharnos ni realizar nuestras más perentorias necesidades, primero por estar ocupadas las instalaciones, y después, al quedar libres, por su denigrante estado de higiene (olía a mierda y a sobaco y la bañera resultaba simplemente desaconsejable), lo cual que nuestro aseo matutino ha sido poco menos que regular tirando a escaso. El desayuno por supuesto que no lo perdonamos, es más, nos aplicamos a él con verdadero entusiasmo de gastrónomos: huevos fritos con jamón o chistorra, pan de hogaza, vino tinto con gaseosa, postre y carajillos. ¡BRUPPP! (perdón). En estas altas tierras pirenaicas hay que cuidar mucho la dieta calórica y rica en grasas ya desde la infancia, y si no que se lo pregunten a la hija de los dueños de la fonda, una adolescente rolliza y tristona pero dotada por la sabia natura con un tetamen francamente generoso en el que cualquiera de nosotros tres, como viajeros lascivos que somos, habríamos podido terminar de criarnos de buen grado.
 
XV

Y a la mañana siguiente
que estamos bien descansados
huevos fritos bien plantados,
vino tinto y gaseosa,
y después de hincar el diente
¡todo el mundo a Zaragoza!
        

        Casi siete horas vamos a tardar en recorrer los 120 kilómetros que nos separan de Zaragoza, esto es, a una velocidad media de menos de 20 km/h., que para eso no tenemos ninguna prisa, qué pasa. Desde luego que fuimos mucho más deprisa mientras estuvimos subidos en las motos, poco tiempo en realidad, pues se nos fue casi toda la jornada entre la indolencia, la desidia, la pereza y la risa, parando cada cinco o seis kilómetros en los pueblos, tumbándonos al sol en la hierba de las gasolineras o en la amplitud gozosa de los campos, haciéndonos fotografías en los arcenes de las carreteras, tomando cervecitas y aperitivos al aire libre mientras despedíamos con la mano a los presurosos motoristas que regresaban de Jabalistreffen... Se estaba muy bien en todas partes, sin hacer nada, sin pensar en nada, sin prisa por llegar a ningún sitio, pues en verdad en ningún sitio nos esperaba nadie ese domingo. Por dárnoslas un poco de turistas visitamos los impresionantes Mallos de Riglos, unos espigados farallones de roca desnuda que se elevan hacia el cielo con toda su grandeza de cientos de metros, como centinelas intemporales de todas las eras geológicas, ásperos paredones de piedra erosionada y milenaria. 






         Cruzamos la Hoya de Huesca y entramos en los llamados Llanos de la Violada, curioso nombre, cercanías del Gállego otra vez, tierras fluviales estas, con canales y acequias caudalosas recorriendo las tierras más fértiles de Aragón. Almudévar, Gurrea de Gállego, Alcalá de Gurrea, embalse de la Sotonera. Conejos al ajillo, pollos al chilindrón, espárragos de la huerta. Con el estómago lleno volvemos a la carretera con el firme propósito de alcanzar Zaragoza en las últimas horas de esta tarde larga, soleada y amable como pocas que se puedan recordar. Alguna tarde parecida de hace dos mil años, cuenta el dicho que Cristo se encontró a un aragonés en un camino y le preguntó que adónde iba. A Zaragoza, Señor -respondió el maño. Si Dios quiere, habrás querido decir -replicó Cristo. Y aunque no quiera -repuso el maño-, a Zaragoza voy. Entonces Cristo, para castigarle por su insolencia, le convirtió en rana y le arrojó a un charco. Pasado un tiempo, y pensando que se habría enmendado, le devolvió a su condición de hombre, y viéndole caminar de nuevo le preguntó: ¿A dónde vas, maño?  A lo que este respondió con toda la fuerza de su convicción: ¡A Zaragoza o al charco!
         Suponemos que sigue en el charco, pero a pesar de la fama de testarudos que arrastran consigo los aragoneses, bien es cierto que a nosotros nos atendieron amablemente en todas partes y no tuvimos jamás ningún problema, como no sea que nos quedamos con ganas de volver más despacio y tendremos que buscar el dinero y la ocasión.














         XVI

En Alcalá de Gurrea
cuando ya suenan las tripas
nos quedamos sin comer;
"Alcalá de Gonorrea",
la llama Bóxer Manuel,
que este chico a veces flipa.

XVII

Y es aquí a orillas del Ebro
que buscamos hospedaje,
que habrá que pasar la noche
pedirá descanso el cuerpo,
y en fin, pondremos el broche
a tan plácido viaje.

XVIII

Se dio Gerardo un buen baño
dentro del mismo hotel Sauce,
esto fue ya en Zaragoza,
y aunque es de Madrid, no maño,
cuando hay que gozar, se goza
y así se desborde el cauce.







         Zaragoza es una ciudad alegre, viva y pujante. Esto ya se nota en la nacional, volviendo de Huesca, tarde del domingo, con el tránsito espeso y lento en dirección a la capital. Cualquier ciudad española que se precie ha de tener colapsos circulatorios en sus vías de acceso los fines de semana, si no su categoría urbana puede quedar en entredicho. Atravesamos el Ebro por uno de sus amplios puentes, las torres de la Basílica del Pilar al fondo, y callejeamos largamente por el resbaladizo pavimento de adoquines hasta encontrar un acogedor hotel de tres estrellas, céntrico y con garaje. Después de una reparadora ducha -¡por fin!-, confortados y satisfechos, nos espera la Ciudad y la noche.

XIX

Zaragoza y de tapeo,
y aquí las mozas muy buenas,
y es que hay que comer de todo
que si sobra está muy feo,
y en la barra hincado el codo,
te atiborras y no cenas.

XX

Y aquí acaba ya esta historia
y aquí estas coplas termino,
que las guarde la memoria,
y ojalá otra vez nos dejen,
las dos motos y el Gallino
¡volver a Jabalistreffen!


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domingo, 25 de diciembre de 2011

BUENOS TIEMPOS QUE NO VOLVERÁN

     En los años noventa del pasado siglo XX todavía estábamos en la onda y nos pasábamos media vida en la carretera. La otra media trabajando lo imprescindible para poder coger los días libres necesarios y salir de viaje con las motos a recorrer toda España. Unas motos cargadas de kilómetros que habíamos de cambiar por otras nuevas cada cuatro años. Comprábamos revistas semanales de motociclismo para estar siempre a la última en cuanto a máquinas, accesorios y equipamiento. Buena parte de nuestro presupuesto se nos iba, de este modo, en la información, en las motos y en los viajes, pues hacíamos escapadas de tres o cuatro días casi todos los meses del año, especialmente en otoño y en invierno. No existía el euro, ni los teléfonos móviles, ni los navegadores GPS, ni las cámaras fotográficas digitales, y el litro de gasolina súper de 96 octanos, la más popular en la época, costaba poco más de 100 pesetas (60 céntimos de euro), y el alojamiento y manutención diaria en hoteles decentes de tres estrellas podía llevarse a cabo por unas 5.000 pesetas (30 euros). Tampoco existía el carnet de conducir por puntos, ni la exagerada proliferación de radares para control de la velocidad que existen ahora, ni el afán recaudatorio demencial y abusivo que practican las autoridades de tráfico contemporáneas. Era todo mucho más barato, la vida más benévola y disfrutábamos todos los ciudadanos de mayores libertades. Fueron buenos tiempos que no volverán.

 
     No desperdiciamos las oportunidades que nos brindó aquella época. Éramos un pequeño grupo bien avenido de amigos madrileños y alguno valenciano que nos habíamos conocido por entonces gracias a nuestra pertenencia común a una peña motorista de ámbito nacional fundada a principios de la década y en la que permaneceríamos como socios activos hasta el cambio de siglo. Pero al margen de esta asociación motera de cuyo nombre hoy ya no queremos ni acordarnos, a nosotros, motoristas más independientes, individualistas y reacios en el fondo a cualquier militancia y compromiso colectivo, lo que verdaderamente nos divertía y de lo que disfrutábamos con pasión era viajar por nuestra cuenta, en grupos reducidos de no más de seis personas, haciendo uso de un libre albedrío consentido y heterodoxo, muy alejado de cualquier convención al uso.



     Por aquel entonces bien podría decirse que nuestras vidas giraban casi exclusivamente en torno a las motocicletas, las carreteras y los viajes, tres ejes fundamentales de nuestras biografías que habrían de inspirarnos también un cierto culto y afición destacada por la gastronomía, el turismo y la literatura, experiencias adquiridas de las que en su día dejamos oportuna constancia en guías informativas, crónicas, relatos y poemas, de mayor o menor fortuna, que reflejaban nuestras andanzas motoristas por esas carreteras españolas.

            Viajeros impenitentes y noctámbulos acreditados varios de nosotros, no era de extrañar, pues, que en alguno de los diversos bares de copas nocturnos que frecuentábamos en la época una noche sí y otra también, cuando no estábamos en ruta con las motos, tuviésemos siempre en depósito y a nuestra disposición un oportuno mapa de carreteras de España para diseñar a pie de barra, entre libación y libación, los viajes futuros que nos aguardaban a la vuelta de una semana o de un mes. No es exagerado afirmar que la mayoría de aquellos viajes fueron minuciosamente planificados y desarrollados en este tipo de establecimientos, a altas horas de la madrugada, con alguna copa de más -o incluso de menos-, lo cual no obsta para constatar hoy en día que fueron impecablemente diseñados y ejecutados con el adecuado rigor y calidad que demandaban nuestras exigentes expectativas viajeras. Habitualmente consistía en un trabajo en equipo, en el que uno se ocupaba de planificar la ruta -solía ser yo-, otro de buscar y reservar los alojamientos y restaurantes, un tercero de recopilar informaciones adicionales sobre las zonas a visitar, y hasta un cuarto encargado de buscar las fechas más idóneas y comunicárselas a los posibles interesados, generalmente no más de tres o cuatro personas, pues como he dicho antes se trataba de viajes con un reducido número de participantes y de motos. 


      Aquellos fructíferos años noventa en la carretera generarían una ingente cantidad de material gráfico (fotografías, crónicas, relatos, documentos, etc.) que a día de hoy todavía no hemos sido capaces de organizar y clasificar convenientemente en su conjunto, dadas las dimensiones enormes de la tarea. Un material, además, que nunca ha dejado de crecer, pues si bien es cierto que en la actualidad apenas si viajamos con las motos más allá de excursiones cortas de un día con regreso a casa por la tarde o noche, hemos añadido un nuevo elemento de recopilación testimonial de nuestras escapadas, como son las cámaras de video, un dispositivo impensable en el pasado, o bien al alcance de muy pocos privilegiados, pero fundamental para dejar constancia de las ya escasas experiencias que seguimos disfrutando en la carretera. 


 
     En esta sección del blog hablaremos e ilustraremos gráficamente aquellos amenos y gloriosos viajes realizados hace veinte años, pero también lo haremos de otros incluso más antiguos y de otros incluso más recientes, para que quede constancia virtual de los mismos y por si pudieran ser motivo de interés y de curiosidad para los potenciales lectores de estas páginas modestas.