Carmen era asturiana, rubia, menuda, dulce y enigmática, y sus ojos azules miraban siempre entre extraviados y melancólicos con un brillo de fatal desvarío. Hace largos años ya que no sé nada de ella y lo más probable es que jamás vuelva a tener noticias de su vida. Y sin embargo soy consciente de que, por diversos motivos, nunca podré olvidarla. Como tampoco podré olvidar la singular pregunta que me hizo en aquella sofocante tarde del verano de 1995, en la que marchábamos ambos en mi Honda Sevenfiftynegra del 93 camino del corazón de La Mancha a través de la comarcal 400, que enlaza la ciudad de Toledo con la provincia de Albacete atravesando buena parte de la de Ciudad Real.
-Llévame
a ver Toledo un fin de semana -me había pedido Carmen la misma noche
que nos conocimos en aquel oscuro disco bar de mi barrio.
-Yo te llevo adonde tú me pidas -le dije complacido.
Así
es que, a primera hora de una tarde estival de sábado nos montamos en mi
moto y bajamos a Toledo. El calor era insufrible y la Sevenfifty no iba
demasiado fina por la autovía, con el consiguiente cabreo que esto me
producía, unido al hecho, además, de que como Carmen no tenía ni idea de
montar de paquete, en las curvas permanecía rígida sobre el asiento
trasero en lugar de acompañar su cuerpo con el mío en las trazadas, de
modo que la conducción se volvía incómoda e insegura. Y a pesar de que
se lo expliqué varias veces sobre la marcha, el miedo le podía tanto que
no había forma de que se inclinase ni un milímetro.
No
encontramos una habitación libre en el hotel de Toledo que yo había
previsto. Me traía buenos recuerdos ese hotel y los dos estuvimos de
acuerdo en echarnos la siesta de inmediato, hasta que el sol aflojase un
poco. Además, las siestas con Carmen merecían la pena y uno se llevaba
también de ellas un buen recuerdo. Pero este es otro tema. El caso es
que nos dijeron que probablemente no conseguiríamos alojamiento en
Toledo ese día, en vista de lo cual decidí que lo mejor era marcharse de
allí y buscar otro destino cualquiera. Y así fue que volvimos a
subirnos en la moto y tomamos casi al azar la solitaria comarcal 400
bajo una inclemente canícula que abrasaba llanuras y campos hasta donde
alcanzaba la vista. Durante decenas de kilómetros no nos cruzamos con
ningún vehículo. No había un alma en la carretera. Atravesamos un par de
pueblos dormidos en el sopor de la tarde de fuego antes de volver a
rodar por las rectas infinitas que buscaban la inmensidad inabarcable de
La Mancha. De repente divisamos dos faros de motocicleta en la lejanía,
y esas dos motos enseguida se nos echaron encima, y ellos sacaron la
mano izquierda, y yo saqué la mano izquierda, y nos saludamos, y después
volvió el silencio y la soledad a la comarcal 400 hasta que la
Sevenfifty empezó a pedir gasolina. Vimos una gasolinera vetusta y
destartalada en mitad de ninguna parte. Entramos y nos bajamos de la
moto. Entonces, Carmen me preguntó:
-¿Los conocías a ésos?
-¿A quiénes?
-A esos motoristas de hace un rato. Como los has saludado…
-¡Nooo!
-me reí con ganas de su disparatada ocurrencia-.¡Qué cosas tienes! Es
una costumbre tradicional entre los moteros el saludarnos en la
carretera, simplemente. Pero no significa que nos conozcamos de nada.
Y
Carmen me dedicó una de aquellas miradas extraviadas y melancólicas en
las que tanto se prodigaba. Le di un azote cariñoso y le guiñé un ojo lo
más lascivamente que pude.
-Sin plomo de noventa y cinco, lleno -le dije al empleado de la gasolinera en cuanto se acercó.
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