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viernes, 22 de julio de 2016

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO (1 de agosto de 1936). 2ª Entrega




Un relato de Route 1963



Cuando se produjo la sublevación militar del 18 de julio de 1936, mi hermano Juan y yo ya llevábamos un par de años residiendo en Madrid. El trabajaba como jefe de mecánicos en un taller de reparación de automóviles —o de autos, como se los denominaba popularmente entonces— del barrio de Salamanca, la zona más noble y pudiente de la ciudad, mientras que yo estaba empleado como pasante en un prestigioso bufete de abogados de la Gran Vía a la espera de concluir la carrera de Derecho, de la que aún me faltaban tres años, para establecerme por cuenta propia. Nunca conseguí terminarla. En comparación con las gentes del entorno y estatus social que nos correspondía, es decir, clase media baja emparentada con el proletariado, bien podíamos considerarnos en cierto modo privilegiados. En una sociedad tan clasista como la española de los años treinta nosotros representábamos a una simbólica élite de parias que todavía comía caliente a diario y que, mal que bien, conseguía llegar a fin de mes, muy probablemente favorecidos por el hecho de que nuestros trabajos eran relativamente estables, estábamos ambos solteros y no teníamos familias que mantener. Por si eso podía servirnos de consuelo, éramos los menos parias de entre los parias, no obstante lo cual nuestros salarios eran bajos y los cobrábamos tarde y mal, en consonancia con los penosos tiempos que corrían en todo el país para la clase trabajadora.


Vivíamos arrendados en una habitación de una pensión enorme y destartalada del barrio de Chamberí. La regentaba una mujer sesentona y entrada en carnes a la que todo el mundo conocía como la señora Engracia. Nos contábamos entre los pocos huéspedes estables que pagaban religiosamente el alojamiento cada semana, generalmente los sábados, que era cuando se pagaban estas cosas —también los jornales, cuando se tenía la suerte de cobrarlos, se percibían en sábado—, y esto hacía que la señora Engracia sintiera una maternal predilección hacia nosotros, de la que obteníamos no pocas ventajas, como por ejemplo los mejores bocados en el almuerzo, que invariablemente consistía en cocido madrileño un día sí y otro también, y asimismo en la cena, cuando cenábamos en la pensión y ella nos apartaba los trozos más apetitosos de bacalao con tomate, que eso era lo que se cenaba en aquella pensión una noche sí y otra también. Pero no terminaban aquí los privilegios que nos tenía otorgados esta dama protectora a la que nosotros veíamos como una suerte de hada madrina, ya que todos los viernes le entregábamos nuestra ropa sucia amontonada en un barreño de hojalata y ella nos la devolvía impecablemente lavada y planchada todos los lunes a primera hora de la mañana a cambio de una cantidad de dinero poco menos que simbólica. Eso sí, una de las escasas condiciones que nos había impuesto la señora Engracia para que no perdiésemos sus favores domésticos era la de no subir nunca a nuestra habitación de la pensión a ninguna mujer. Esto estaba terminantemente prohibido también para el resto de los huéspedes, estables o no, pero casi nadie lo respetaba y a menudo la patrona andaba sorprendiendo a unos o a otros con furtivas compañías femeninas, lo que acarreaba su fulminante expulsión de la casa con el correspondiente escándalo que la propia señora Engracia de encargaba de airear a los cuatro vientos para ahuyentar las futuras tentaciones de otros huéspedes todavía recatados. Tal vez por este motivo, ya que sabíamos que, de vernos en la calle, sería difícil que pudiéramos encontrar otra pensión en la que se nos diera tan buen trato, tanto mi hermano Juan como yo nos absteníamos de llevar mujeres a nuestra habitación.


En honor a la verdad tengo que decir que en aquellos años difíciles de mediados de la década de los treinta ni a mi hermano ni a mí nos faltaron nunca señoritas —de mejor o peor condición— con las que salir a bailar una tarde o ir al cine, entre otras actividades más licenciosas, que a veces surgían, y a veces no, pero es que, como se decía en la época, nosotros éramos buen partido para cualquier muchacha casadera. No era para menos. Como ya he mencionado antes, teníamos trabajos aceptables, comíamos caliente y vestíamos limpio, algo que hoy podría parecer una obviedad, pero que en aquella época no estaba al alcance de los pobres, porque nosotros, pese a todo, seguíamos siendo pobres sin posibilidad de redención. Era una pobreza revestida de oropeles, eso sí, hasta el punto de que muchos de nuestros conocidos y allegados ya se referían a nosotros despectivamente como los señoritingos, o los burguesitos, en mi situación porque por necesidades laborales tenía que ir siempre trajeado y con sombrero, y en la de mi hermano Juan, aún más ostentosa, porque en su trabajo, como jefe de mecánicos de un taller distinguido que era, se permitía con frecuencia la libertad de tomar prestados cuantos automóviles lujosos —y motocicletas— se le antojaban, bajo pretexto de probarlos y ponerlos a punto por las calles y las carreteras de los alrededores de Madrid, para desconcierto de caballeros y arrobamiento de féminas deseosas de salir de excursión con él a bordo de deslumbrantes Hispano Suiza, Elizalde, Ford, Fiat, Studebaker y tantos otros vehículos exclusivos cuya posesión sólo los más adinerados podían permitirse.


Mi hermano Juan era un entusiasta de los automóviles, pero aún lo era más de las motocicletas, y su habilidad como mecánico sólo era superada por su pericia como conductor. En aquel taller del barrio de Salamanca en donde trabajaba tampoco faltaban motocicletas, pero si bien los escasos automóviles aún podían considerarse como un capricho útil reservado a unos pocos privilegiados, la propiedad de una moto, todavía más infrecuente, había que entenderla como verdadera muestra de excentricidad por parte de sus propietarios, casi siempre jóvenes ricos y audaces, porque había que ser audaz para transitar por las impracticables carreteras de macadán y tierra de aquella España atrasada a bordo de alguna de esas motos pioneras, tan inestables y peligrosas. Excéntrico o no, audaz o no, lo cierto es que mi hermano sabía que jamás podría comprarse una, salvo que fuera capaz de ahorrar su salario íntegro de más de tres años, y esto era imposible. A principios del año 1936 cobraba un jornal de once pesetas diarias, y el precio de un automóvil o de una motocicleta de importación de las que se vendían entonces en el país rondaba las doce mil pesetas, noventa costaba un juego de ruedas, ochenta y cinco una batería, setenta y seis céntimos el litro de gasolina y una peseta con ochenta céntimos el litro de aceite. Así las cosas, incluso los menos pobres de entre los pobres, como nosotros, estábamos a menudo condenados a desplazarnos a pie —en aquellos años se caminaba mucho—, o a lo sumo en tranvía o en Metro, porque coger taxis con alguna frecuencia también había que descartarlo.

En el momento en el que uno ya no se conforma con que sus sueños sean sólo eso, sueños, entonces puede uno a empezar a perder la cabeza, y esto es lo que seguramente debió de sucederle a mi hermano Juan en el turbulento verano madrileño de 1936, cuando decidió robar aquella motocicleta inglesa Brough Superior SS100 Alpine Grand Sport con la que emprenderíamos, apenas unas horas después del hurto, el viaje más arriesgado y temerario que pocas personas hayan emprendido jamás en sus vidas.




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