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domingo, 16 de octubre de 2016

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 10ª Entrega




Un relato de Route 1963



Tú déjame a mí —me susurró Juan con un tono de preocupación—. Creo que podremos salir también de esta.

¡A ver, documentación! —pidió el otro guardia.

Buenas noches —saludó mi hermano mientras sacaba nuestras documentaciones falsas de un bolsillo exterior de la mochila y se las entregaba a los agentes.

Los guardias miraron los papeles con cierto detenimiento profesional. Sobre todo los dos carnets oficiales de la CNT. Si por algún motivo no les convencían nuestras identidades y nos llevaban detenidos para hacer averiguaciones posteriores, podíamos darlo todo por perdido. A decir verdad, mientras no consiguiéramos salir de Madrid con cada minuto transcurrido menguaban notablemente las probabilidades que teníamos de ponernos a salvo. Uno de los guardias nos observó entonces de arriba abajo con exagerada curiosidad, tal vez oliendo nuestro miedo, porque, al igual que la gasolina que transportábamos, ese miedo que nos dominaba en cuerpo y alma también podía olerse.

¿Son de la Ceneté? ¿Llevan ustedes armas? —preguntó, volviendo a mirar la documentación.

Comisarios políticos de la Ceneté —explicó Juan, y era eso lo que decían los carnets, en efecto—, pero vamos desarmados.

¡Caramba! —exclamó el otro agente casi riendo—. ¿Y esa gasolina? ¿Van ustedes a quemar alguna iglesia a estas horas?

Nosotros no quemamos iglesias —le cortó Juan tajante—. La gasolina es para los autos de los milicianos que esperan arriba. La caravana se pone en marcha a medianoche.

Los guardias se miraron el uno al otro con extrañeza y se encogieron de hombros. Quizá por ello tuve el presentimiento de que nos iban a dejar marchar enseguida. Pero la situación, en todo caso, debió de parecerles tan chocante como lo era en realidad, porque uno de ellos nos hizo partícipes de sus impresiones:

Cada vez entiendo menos lo que está pasando en Madrid. Ahora resulta que los comisarios políticos sindicales viajan en Metro por la noche llevando combustible a los milicianos. ¿Es así como vamos a vencer a los fascistas? ¡Pero bueno! ¿Qué clase de revolución es esta?

Todos tenemos que arrimar el hombro haciendo lo que sea —se explayó mi hermano con una naturalidad admirable—. Unos en las trincheras, otros en las oficinas, otros en las fábricas... Nadie es más que nadie. Sólo así derrotaremos al fascismo y vendrá una sociedad más justa.

Si usted lo dice, será verdad —respondió el guardia devolviéndonos la documentación con visible indiferencia, como si nada le importásemos nosotros, ni la revolución, ni los milicianos, ni los fascistas, ni nada de este mundo, salvo acaso poder meterse en la cama a dormir esa noche.

Está bien —dijo su compañero—. Ya pueden marcharse.

¡Salud! —respondió Juan levantando el puño izquierdo.

¡Salud! —le imité con desgana.

Los guardias de Asalto no alzaron sus puños, sólo pronunciaron un tímido ¡Viva la República! y se dieron media vuelta. Nosotros salimos, por fin, a la calle. La noche tenía un tórrido espesor de incendio, como si durante todo el día Madrid hubiese estado ardiendo por los cuatro costados bajo el inclemente sol de julio. Los adoquines de la calzada y las fachadas de las casas desprendían un intenso calor de fuego que se nos adhería a la ropa y nos hacía sudar a cada paso. En el lugar apenas si quedaban transeúntes a esta hora, y los pocos que caminaban por las aceras lo hacían con tanto sigilo como prisa, y hasta parecía que se cubrían el rostro con las manos o las gorras —ya nadie usaba sombrero en Madrid— para no ser reconocidos por un eventual enemigo, real o imaginario, porque, era imposible negarlo, todo el mundo tenía miedo de todo el mundo. Coches y camiones corrían veloces por la calle de Bravo Murillo enrareciendo el aire con los gases pestilentes del combustible mal quemado y algunas motocicletas oficiales de la Dirección de Seguridad hacían sonar sus sirenas para mayor espanto y confusión de los escasos viandantes, que no sabíamos que se trataba de un simulacro de alarma para ir preparando a la población civil ante los inminentes bombardeos enemigos que se esperaban de un día para otro en la capital. Pero nosotros no pensábamos en ello. Nuestra única obsesión era encontrarnos lo bastante lejos de allí para cuando la aviación fascista arrojase los primeros proyectiles sobre Madrid. Caminábamos furtivamente pegados a las fachadas de los edificios sintiendo en el pecho los latidos de nuestros corazones. Estábamos poseídos por un terror instintivo que no era fácil de describir. De cuando en cuando nos ocultábamos en algún portal, tomábamos aire y seguíamos caminando con sigilo, casi agachados, mirando con ansiedad a nuestro alrededor y temiendo ser descubiertos y detenidos, o peor aún, asesinados por la espalda sin llegar a ver nunca la cara de nuestros verdugos. Y lo más penoso de todo, como reconoció enseguida Juan, es que no podíamos detenernos ni apostarnos en ningún sitio sin levantar sospechas, de modo que hasta que apareciese la Brough Superior en la Glorieta de Cuatro Caminos deberíamos dar vueltas y vueltas por la plaza sin perder de vista el bar en donde se reunían los milicianos.


A las once y media de la noche empezaron a llegar los primeros. Venían en una camioneta destartalada y en un par de autos requisados que aparcaron frente al bar. Iban calzados con toscas alpargatas de cáñamo y vestían camisas blancas remangadas, pantalones negros y pañuelos rojos atados al cuello. Casi todos llevaban sus armas bien visibles y hacían ostentación de ellas con gran virilidad. Bajo la luz de las farolas de la Glorieta brillaban las cartucheras de cuero y los vetustos fusiles Máuser incautados en cuarteles y polvorines. Algunos milicianos portaban en la cintura enormes pistolones cuya sola presencia ya causaba pavor. Pensar que nosotros dos, desarmados como estábamos, íbamos a ser capaces de enfrentarnos a aquellos matones aguerridos y sedientos de sangre para robarles una moto era algo que contravenía los principios más elementales del sentido común. Por eso cuando por fin, al filo de la medianoche, vimos bajar por Bravo Murillo la deseada Brough Superior no pudimos evitar que se nos agarrotasen las piernas y se nos acelerasen los corazones aún más, si cabe.

¡Ahí está, ahí está! —dijo mi hermano en un susurro.

Yo intenté decir algo, no sé el qué, pero no salió palabra alguna de mi boca. Me había quedado sin habla. De todos modos poco había que decir y mucho que hacer, porque el miliciano que conducía la moto la aparcó junto al bordillo de la acera, detrás de los otros vehículos, y sin apagar el motor entró en el bar en donde ya le esperaban sus compañeros. Los ojos de Juan se iluminaron de repente como si en ellos se hubiese reflejado un rayo.

¡Es el momento, no perdamos ni un minuto! —exclamó sin poder disimular su euforia—. ¡Ahora o nunca, Mariano!


Esta vez tampoco fui capaz de articular palabra y a duras penas si pude asentir. No sólo me temblaban las piernas y las manos, lo que ya de por sí era lo bastante paralizante, dada la situación, sino que además sentía un insufrible dolor abdominal que amenazaba con hacerme perder el control de mis esfínteres, y el alma entera pugnaba por escapar de mi cuerpo a través del intestino mientras un sudor frío me bañaba la frente y un vertiginoso mareo me velaba los ojos con una negra y siniestra bruma.

¡Vamos, vamos! —me apremió Juan—. ¡Échate la mochila a la espalda y sígueme, corre!

No puedo, no puedo —conseguí gemir levemente—. Vete tú solo, Juan.

¿Pero qué dices, animal? ¡Venga, coge la mochila, maldita sea!

Tengo miedo, me estoy cagando —volví a gemir con un hilo de voz—. ¡Nos van a matar, Juan, nos van a matar!

Entonces mi hermano me cogió bruscamente de un brazo y me arrastró hasta el interior de un portal oscuro que encontramos abierto.

¡Vamos, bájate los pantalones! ¡Te doy un minuto!




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