Un relato de Route 1963
Pero él no pareció escucharme porque, absorto como estaba en la contemplación de aquella masacre, descendió unos metros por el terraplén y se dedicó a iluminar uno por uno con la linterna todos los cadáveres que teníamos a la vista con una aplicación casi judicial, como si pretendiera identificarlos, descubrir la causa de su muerte o encontrar entre ellos a alguien conocido. Esta operación le llevó unos minutos que a mí se me hicieron interminables, y cuando regresó por fin traía el rostro descompuesto y la mirada tan perdida como deben de tenerla quienes vuelven de una visita al infierno.
—Esta noche Caín el maldito se ha paseado por aquí a sus anchas —fue todo lo que se le ocurrió decir.
—¿Conoces a alguno?
—No he podido verles la cara a todos. No me atrevo a moverlos, pero creo que no conozco a ninguno. Hay tres mujeres. Lo de siempre: un tiro en la nuca.
—¿Y a qué esperamos para marcharnos? ¿Es que nos vamos a quedar aquí toda la noche para que nos pase lo mismo que a esos infelices?
—Tengo una pistola —me soltó Juan de repente.
—¿Una pistola? ¿De dónde la has sacado?
—Estaba en la moto, en una de las carteras laterales. Una Astra cuatrocientos. Y también hay munición y unos listados con nombres y direcciones de personas buscadas por los milicianos. Nosotros estamos en esa lista, Mariano, lo acabo de ver. Seguramente han ido a buscarnos a la pensión esta misma noche.
Ya nada conseguía sorprenderme. Después de tantos riesgos y fatigas afrontados con la sola fuerza de nuestra voluntad, el hecho de aparecer en una lista negra de personas que debían ser eliminadas se me antojaba poco menos que irrelevante. ¿Es que acaso todavía no habíamos obtenido las suficientes pruebas de que querían matarnos? ¿Qué importaba que fuesen a buscarnos a la pensión de la señora Engracia o que nos persiguieran por los pasillos del Metro o por las calles de Madrid? Y encima habíamos tenido la osadía de robarles delante de sus narices aquella moto, que seguía junto a los pinos, pero ahora con el motor abierto, porque mi hermano, tan curioso y ávido de novedades, acababa de encontrar en la pistola un nuevo elemento de distracción y se entretenía en montar el arma descargada y apretar el gatillo una y otra vez como si se estuviera adiestrando en su manejo, en lugar de acabar de poner a punto la Brough Superior y empezar a pensar seriamente en marcharnos de allí.
—Con una como esta mataron al señor Eulogio en el taller —me explicó muy instructivo acariciando la pistola como si fuera un juguete inofensivo—. Y si tuviera que apostar juraría que es la misma. Una genuina Astra cuatrocientos también conocida como la pistola puro, por la forma peculiar del cañón.
—Podemos acercarnos hasta el cuartel de la Guardia de Asalto más cercano para que hagan una prueba de balística, y así te quedas más tranquilo, ¿no te parece? —le dije con premeditado sarcasmo.
—Oye, oye, hermanito, menos guasa, ¿eh? Anda, ¿por qué no duermes otro rato?
—No quiero dormir más, he tenido una pesadilla horrible. Y luego mira con qué buenas compañías me he despertado. Quiero marcharme de aquí. Por cierto, ¿qué hora es?
—Pronto. Las dos de la mañana. Falta bastante para el amanecer y la moto no está preparada. Voy a cerrar el motor, pero no estoy seguro de que no vaya a dejarnos tirados en la carretera. Pierde demasiado aceite. Salió perfecta del taller y en dos semanas estos cabrones de los milicianos se han encargado de sacarla de punto. No está hecha la miel para la boca del asno.
—Si nos deja tirados en la carretera —objeté— ya buscaremos otra solución para llegar a Valencia, pero yo creo que deberíamos marcharnos ya y arriesgarnos. Quedándonos aquí nos estamos exponiendo innecesariamente.
—Fíate de mí, Mariano. A estas horas nos deben de estar buscando por toda la ciudad. Tenemos la moto, la pistola y unos papeles muy importantes para ellos. Si salimos ahora mismo nos matarán antes de llegar a la carretera de Valencia.
Era todavía noche cerrada cuando nos pusimos por fin en marcha. Juan había terminado de repasar el motor de la Brough Superior y de colocar las placas de matrícula falsas mientras yo dormitaba con un ojo cerrado y otro abierto recostado contra el tronco de un árbol. No volví a sufrir pesadilla ni sobresalto alguno, pero estaba muy incómodo en aquel lugar siniestro sembrado de cadáveres recientes. Por eso, cuando mi hermano estimó que había llegado el momento de partir sentí un alivio inmenso, pese a que yo era consciente de que aún habrían de acecharnos por el camino nuevos y desconocidos peligros. Nos encontrábamos al noroeste de la ciudad y si no queríamos correr el riesgo de volver a entrar en sus calles teníamos que dar un largo rodeo periférico para llegar hasta el sureste y tomar allí la carretera de Valencia. Por suerte, Juan se conocía como la palma de la mano todos los atajos y circunvalaciones que necesitábamos para salir de la capital. En aquellos años Madrid estaba rodeado de eriales, descampados y basureros malsanos en donde malvivía la población más desfavorecida, aquella que trataba de escapar del medio rural buscando la prosperidad soñada, pero la ciudad se les había vuelto tan inexpugnable como la muralla de una fortaleza, de modo que se habían tenido que quedar a las puertas sobreviviendo de sus migajas. Los traperos que comerciaban con chatarra y con miseria iban y venían de Madrid en viejos carros de mulas o en camionetas destartaladas por estos mismos caminos polvorientos que nosotros recorríamos ahora a bordo de la aristocrática inglesita. El aire olía a azufre, a estiércol y a tierra quemada. En los campos estériles sembrados de escombros y de basura ardían decenas de hogueras que emanaban un humo negro y pestilente. En las cunetas se alineaban miserables chozas construidas con trapos, cartones y cascotes, y había restos de automóviles calcinados y animales muertos tirados por todas partes. De cuando en cuando tan pesaroso paisaje se tornaba un tanto más benigno con la aparición de alguna pequeña huerta cercada con tablas de madera o bien un humilde corral protegido con alambradas en donde correteaban un puñado de gallinas famélicas, pero enseguida, según íbamos avanzando, volvía la miseria y la desolación. Con las primeras luces todavía tímidas del alba vimos un burro astroso atado a una estaca en medio de una llanura y a un grupo de chiquillos desnudos que correteaban por el campo persiguiéndose a pedradas. Unas mujeres vestidas de luto preparaban el desayuno junto a la carretera encorvadas sobre unas desportilladas ollas de hierro puestas a calentar en las brasas, y un anciano harapiento que caminaba penosamente por la cuneta apoyándose en un bastón nos hizo un gesto obsceno cuando pasamos a su lado a toda velocidad como si quisiéramos abandonar cuanto antes aquel territorio dantesco, que probablemente era esa la idea que animaba a mi hermano a juzgar por el ardor deportivo con el que conducía la Brough Superior desde que habíamos abandonado la Dehesa de la Villa.
No sé cuántos kilómetros pudimos llegar a recorrer en esta circunvalación fantasmal de la ciudad, unas veces por senderos y pistas de tierra, otras por irregulares calzadas de adoquines sobre los que iba botando y rebotando la moto con un preocupante traqueteo de hierros a punto de descomponerse. A través de un viejo puente de piedra salvamos el cauce del río Manzanares, que en aquel verano arrastraba un escaso caudal de agua negra y pestilente, y luego durante largo rato nos fue acompañando siempre a mano izquierda en nuestra endemoniada huida hacia el sureste de Madrid. Divisamos un instante la silueta grandiosa del Palacio Real recortándose sobre la masa boscosa de los jardines del Campo del Moro antes de cruzar velozmente bajo los puentes de Segovia y de Toledo y adentrarnos después por las calles oscuras del pueblo de Vallecas, de donde partía en aquella época la carretera de Valencia.
*Esta entrega, y todas las posteriores hasta el final del relato, aparecerán publicadas en el blog N-III UNA RUTA HISTÓRICA, en lugar de en este blog, como hasta ahora.
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