Este es un relato de ficción. Todos los personajes, los lugares y las situaciones son, por lo tanto, imaginarios, y cualquier parecido con la realidad ha de considerarse como una mera coincidencia. Fue publicado por primera vez en el año 2004 en un foro motorista de internet, y debido a determinados pasajes escabrosos de la narración se hizo necesario aplicarle algún tipo de omisión o censura en alguna de las entregas. Se ofrece ahora íntegro en su versión original en este blog, y por tal motivo hemos de advertir que LA LECTURA DE ESTE RELATO NO ES ADECUADA PARA MENORES DE DIECIOCHO AÑOS.
Un relato de Route 1963
LUCHANDO A BRAZO PARTIDO EN EL ALTO DEL TOSSAL
Subieron en las motos de nuevo con las sirenas apagadas, y al alcanzar la rasante del Alto del Tossal se detuvieron precavidamente a estudiar la situación. En la cima se abría una amplia explanada a modo de mirador panorámico desde el que podía divisarse toda la comarca. Como de costumbre, soplaba un ventarrón fuerte y helado que traspasaba hasta el alma de los guardias después de haber traspasado el fino tejido de sus ropas, de modo que ambos tiritaban de frío como no recordaban haberlo hecho nunca en verano. Lo habitual hubiera sido encontrarse allí arriba media docena de coches aparcados y algunos turistas dispersos, abrigados con jerséis, tomando fotos o mirando por los prismáticos, pero sin embargo esta vez no había nadie. O eso es al menos lo que creyeron al principio, porque según terminaron de coronar la cima del Puerto volvieron a ver el camión, a escasa distancia, rodando lentamente y escorado sobre la llanta derecha trasera ya casi a punto de detenerse. Los dos guardias se miraron con complicidad: era la oportunidad que estaban necesitando para terminar su misión. Avanzaron muy despacio, casi al ralentí. Nogueras dijo:
—Ahora con mucho cuidado, Briongos.
—Más nos vale, mi sargento.
Pararon las motos en silencio, se bajaron, se parapetaron tras ellas y sacaron sus armas. La protección de las motos no podía decirse que fuese la más adecuada en una situación así, pero en aquella vasta explanada no había otra mejor. El camión se detuvo por fin y la puerta del acompañante empezó a abrirse poco a poco. Lo primero que asomó de su interior fue una mano que empuñaba una pistola. Después un pie, que se posó en el suelo con sigilo. Luego el otro. Briongos se arrodilló, apoyó los brazos estirados en el asiento de la moto sin dejar de apuntar con su arma, y susurró:
—Usté vigile la puerta del conductor, mi sargento.
Nogueras asintió, imitando de inmediato la postura de su compañero. En realidad la distancia que les separaba del camión era tan corta que incluso un tirador discreto como él por fuerza habría de hacer blanco. Aunque eso nunca se sabía, porque se notaba tenso y agarrotado como pocas veces. Su dedo índice temblaba ligeramente sobre la superficie del gatillo de la pistola, atravesado por una especie de calambre que no podía dominar, y en las rodillas se le clavaban pequeñas chinas sueltas del pavimento que le hacían ver las estrellas y le impedían concentrarse en la delicada situación que se avecinaba. Temía que se le pudiera escapar un tiro incontrolado de un momento a otro y seguramente antes de tiempo. Sólo la cercana presencia de Briongos, con toda la seguridad y el aplomo que mostraba en momentos críticos como este, consiguió sosegarle un poco. Pero era entonces cuando comprendía que estos avatares peligrosos de su profesión no estaban hechos para él. Lo suyo era montar en moto, patrullar por las carreteras, dirigir el tránsito, pedir papeles y poner multas de vez en cuando. Lo de enfrentarse a tiro limpio con los delincuentes nunca le había gustado, y por lo que él sabía no es que a otros compañeros suyos les gustase tampoco, lo que ocurre es que lo afrontaban con mejor talante.
Estaba pensando en estas cosas cuando escuchó un disparo. Y luego otro, y otro, y otro.
—¡Toma, cabrón! —exclamó Briongos.
El hombre que intentaba bajar del camión había quedado tendido en el suelo boca arriba. Dos certeros disparos de Briongos acababan de derribarle fulminantemente sobre el frío asfalto de la explanada. Tal vez sólo estaba herido y desarmado. El tercer disparo habría procedido probablemente de aquel hombre caído y a buen seguro que no se había perdido muy lejos de sus cabezas. No era ninguna tontería suponer que pese a la puntería y temple del número la probabilidad de que les matasen aquellos tipos del camión era demasiado elevada. Y en efecto el conductor fue el siguiente en intervenir. Sucedió todo muy rápido. La otra puerta del camión se abrió de golpe y los guardias dispararon instintivamente. Incluso Nogueras lo hizo. Los cristales de la ventanilla saltaron por los aires y un segundo después un cuerpo rodó ágilmente por el suelo para parapetarse de inmediato delante del vehículo. Vieron que el hombre llevaba un arma larga, probablemente un subfusil, y al momento escucharon una ráfaga, breve pero terrible, que sonó como un redoble de tambor muy cerca de sus oídos.
—¡Fuera de aquí, fuera de aquí, mi sargento! —chilló Briongos levantándose y echando a correr para alejarse de las motos.
—¡Collóns!
Nogueras le siguió como impulsado por un resorte. Llegaron al borde de la explanada y se arrojaron al vacío casi sin tiempo de calcular la altura de la caída y sus posibles consecuencias. Tuvieron suerte. Fueron apenas dos metros. El sargento se hizo daño en una pierna pero se levantó enseguida bastante satisfecho de su destino: era preferible esto antes que recibir un tiro de aquel individuo. Sonaron más ráfagas. Saltaron esquirlas de la K-75 de Briongos. Luego se produjo un corto estallido y la moto quedó envuelta en una bola de fuego y humo negro. El maño se llevó las manos a la cabeza:
—¡Madre mía, Virgen de la Pilarica!
La BMW de Nogueras, alcanzada por las llamas, se incendió también. Los depósitos de combustible estaban prácticamente llenos. El sargento apretó los puños sin poder contener la ira que le embargaba en esos momentos.
—¡Vamos ya por este fill de puta, Briongos, vamos ya!
Briongos sacudía la cabeza sin dar crédito a lo que estaba viendo, las dos motos convertidas de repente en dos teas ardientes en el alto del Puerto y aquel maldito cabrón poderosamente armado y dispuesto sin duda a acabar con ellos de un momento a otro.
—¡Quiero meterle ahora mismo un tiro entre las sejas a este fill de la gran puta, Briongos! —seguía rugiendo Nogueras completamente congestionado.
Los guardias trataron de ordenar sus ideas. Agazapados al otro lado del muro de contención que sustentaba la explanada por lo menos de momento estaban a salvo. A sus pies se abrían unos tremendos precipicios de roca viva por los que podían despeñarse si daban un mal paso. El viento seguía soplando con una furia descomunal, pero ellos en realidad sentían más miedo que frío. Y hambre, mucha hambre. Tal vez la solución pasaba por pillar a aquel hombre entre dos fuegos o esperar a que llegase la ayuda prometida, si es que llegaba. Optaron por lo segundo. Tampoco aquel enemigo tenía posibilidades de huir, como no fuese corriendo carretera adelante, pero esto le volvía demasiado vulnerable. Y además, por alguna extraña razón hacía mucho rato que no transitaba ningún vehículo por este paraje. Estaban completamente solos los tres en aquel territorio inhóspito. Los cuatro, si contaban al hombre que había caído al comenzar la refriega. Podían verle tumbado en el suelo boca arriba junto a una rueda delantera del camión. De vez en cuando se movía y le hacía señas a su compañero para que le auxiliase, pero éste, prudentemente, no se le acercaba. Ambos eran tipos corpulentos y rubios, probablemente de origen eslavo. Los guardias sabían que las mafias rusas llevaban algún tiempo operando en la comarca de las Tierras Grises. Prostitución, armas, secuestros. Estaban avisados acerca de la extrema peligrosidad de estas bandas, pero nunca hasta hoy habían tenido ningún encuentro con ellas. Ahora podían constatar en carne propia lo arriesgado que resultaba enfrentarse a ellas.
El viejo camión Mercedes había sido sin duda maquillado para hacerlo pasar desapercibido. En la caja frigorífica podía leerse: Transportes cárnicos Jiménez Berrocal. Briongos preguntó:
—¿Qué es lo que cree usté que llevan dentro, mi sargento, pues?
—No lo sé, Briongos, no lo sé. Y prefiero no imaginármelo.
Agazapados tras el muro, entre dos mojones de cemento encalados, los guardias seguían al acecho sin soltar las armas de la mano. Fue una larga y silenciosa espera. Las motos aún humeaban, ya sin llamas, sobre la explanada. Todo lo que iba quedando de ellas era el chasis desnudo y costroso con pegotes negros de plástico derretido. Era la primera vez que se perdían dos vehículos del parque móvil del puesto de Ventolana, y habían tenido que ser precisamente los suyos. El hombre que estaba tendido en el suelo comenzó a arrastrarse penosamente sobre la espalda ayudándose de los brazos. Por alguna razón no podía levantarse ni darse la vuelta. Probablemente tenía paralizadas las piernas. Briongos no era capaz de precisar si le había alcanzado una vez, o las dos, ni en dónde. La pistola se le había escapado unos metros más allá al caer, y quedaba lejos de su alcance. De todos modos aquel hombre estaba completamente indefenso y a tiro de los guardias en todo momento. Y de repente, cuando menos lo esperaban, vino a ocurrir algo increíble que precipitó rápidamente el desenlace de la situación.
Un automóvil irrumpió de pronto en la cima del puerto. Circulaba muy despacio. El hombre armado abandonó la protección del camión y salió tras él empuñando lo que parecía, en efecto, un subfusil. Los guardias comprendieron que la presencia de aquel vehículo era casual y que el hombre se disponía a tomarlo por la fuerza para huir. Entonces Briongos estiró los brazos, apuntó con la pistola y disparó. Un solo tiro. El sujeto se derrumbó en mitad de la carretera como un saco vacío mientras el coche seguía su camino puerto abajo ajeno a este suceso.
—¡Dios, le he pegao en toica la cabeza! —exclamó el número como si no acabara de creerlo.
Nogueras respiró profundamente. Pudo sentir cómo los pulmones se le llenaban de un aire tan helado que casi quemaba.
—Creo que te mereses un buen premio, Briongos. ¡Quisá un assenso, collóns!
—A la orden, mi sargento.
Todo había terminado. Volvieron a la explanada y, una vez liberados de la tensión, empezaron a tiritar de frío sin poder contenerse. Estaban solos a casi dos mil metros de altitud, en camisa de manga corta, sin motos, sin emisora, sin nada. Pero estaban vivos. Según se iban acercando hacia los cuerpos caídos, primero al que yacía en la carretera, luego al otro, que no dejaba de moverse, a Nogueras le vino a la memoria una frase que había leído tiempo atrás en un libro, aunque no recordaba cuál, y no pudo resistir la tentación de pronunciarla, siquiera para sus adentros:
La muerte es como una flecha que ya ha sido lanzada, y tu vida dura sólo hasta que te alcanza.
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