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miércoles, 24 de mayo de 2017

LAS AVENTURAS DEL SARGENTO NOGUERAS Y EL GUARDIA BRIONGOS. (Motoristas de la Guardia Civil de Tráfico). 14ª Entrega


Este es un relato de ficción. Todos los personajes, los lugares y las situaciones son, por lo tanto, imaginarios, y cualquier parecido con la realidad ha de considerarse como una mera coincidencia. Fue publicado por primera vez en el año 2004 en un foro motorista de internet, y debido a determinados pasajes escabrosos de la narración se hizo necesario aplicarle algún tipo de omisión o censura en alguna de las entregas. Se ofrece ahora íntegro en su versión original en este blog, y por tal motivo hemos de advertir que LA LECTURA DE ESTE RELATO NO ES ADECUADA PARA MENORES DE DIECIOCHO AÑOS.



Un relato de Route 1963

Mónica le entregó el cuchillo de muy mala gana, sin disimular un mohín de disgusto, pero este gesto, que los exaltados parroquianos debieron de interpretar como una rendición por parte de ella, tuvo la deseable virtud de acallar su ira y sosegar sus ánimos hasta el punto de que ahora sólo se escuchaba un ligero murmullo en el local. Nogueras respiró hondo pensando en que no tardando mucho conseguiría hacerse con la situación y seguramente quedarse a solas con la camarera, que en el fondo era lo único que de verdad estaba deseando. Y sin embargo ahora ya no se atrevía a mirarla como antes, ante el temor de que si lo hacía pudiera volver a despertarse el monstruo implacable y viril que moraba en su entrepierna. Así es que durante un momento procuró apartar sus ojos de ella, pero ella seguía allí, tan cerca de él, que a Nogueras le resultaba imposible olvidarse de su presencia y de todo lo que ésta significaba. Incluso a la relativa distancia que les separaba y a pesar de la atmósfera cargada del bar, el sargento podía percibir el olor corporal de la chica, ciertamente grato, lo cual acrecentaba dolorosamente su turbación e incertidumbre. ¡La mare de Deu, no sólo está como un tren, sino que además huele de la hostia, la muy cabrona!, fue lo que pensó Nogueras en aquel instante, y no había terminado todavía de asimilar estas nuevas sensaciones que le transmitía la camarera, cuando una voz hosca y enérgica saliendo de la masa abigarrada de parroquianos vino a sacarle bruscamente de su ensimismamiento:

¿Se puede saber quién eres tú y qué haces ahí, detrás de la barra?

Nogueras alzó un poco la cabeza para tratar de identificar al que le había dirigido la pregunta, pero no lo consiguió. Nadie se movió ni hizo el menor gesto que le delatase. Se subió entonces en una caja de refrescos vacía que encontró bajo el mostrador. De esta manera no sólo podía controlar convenientemente aquella horda de camioneros y viajantes de comercio sino que además ellos también podían verle mejor y probablemente sentirse más intimidados. O eso al menos era lo que él esperaba que ocurriera para hacer valer su principio de autoridad.

Soy guardia sivil —dijo con cara de pocos amigos.

Se escuchó un murmullo de desaprobación en la sala. Una nueva voz, que no era la de antes, dijo:

¿Y a nosotros qué nos importa?

Nogueras tampoco pudo identificar esta vez al que le hablaba. Había gente sentada en las mesas del fondo que escapaba a su observación. Pero en todo caso de un momento a otro iba a empezar a perder la paciencia.

Soy motorista de la Agrupasión de Tráfico, así es que no os conviene a ninguno tener problemas conmigo.

¿De los que ponen multas en la carretera? —preguntó un tercer sujeto invisible.

Sí, de esos —respondió Nogueras.

Estarás orgulloso, ¿verdad? —dijo un hombretón de rostro curtido que apoyaba sus codos en el mostrador.

El sargento se bajó de la caja de refrescos, se encaró con él y le fulminó con la mirada. Había estado a punto de cogerle también por las solapas de la camisa, pero logró contenerse. Era consciente de que el estallido de cualquier brote de violencia, por pequeño que fuese, podía volverse en su contra, sobre todo si lo provocaba él. Así es que, haciendo de tripas corazón, optó por emplear una estrategia diplomática y conciliadora.

Es mi trabajo —explicó—. A ti te pagan por condusir camiones de mercansías y a mí, entre otras cosas, para que lo hagas sin vulnerar la ley. Pero cuando la vulneras, si yo te veo, tengo que multarte. No estoy orgulloso de poner multas, simplemente cumplo con mi obligasión.

El hombretón hizo ademán de responderle, pero Nogueras se le adelantó. Ya había dado demasiadas explicaciones y era el momento de empezar a poner las cosas en su sitio.

Y ahora, caballeros, voy a pedirles un favor. Si ustedes desean continuar en el bar y son capases de guardar la compostura y no meterse con esta chica, aquí pas y después gloria, pero en caso contrario no me va a quedar otro remedio que desalojarles.

No hacen falta tantos miramientos, sargento —intervino Mónica repentinamente envalentonada mientras se subía a la caja de refrescos para desafiar a la concurrencia—, porque estos caballeros se van ya mismo. ¡No pienso servirles ni una sola consumición más!

Una nueva oleada de protestas estalló entre los clientes. ¡Maldita sorra, masculló Nogueras sin que nadie pudiera oírle, ya me has vuelto a alborotar el gallinero otra ves! Y por primera vez en mucho tiempo, por primera vez desde que la conocía, quizá, encontró motivos para aborrecerla. Claro que, estos motivos eran lo bastante insustanciales como para que el sargento pudiera pasarlos por alto enseguida, en cuanto volvió a fijarse en el espléndido cuerpo de Mónica, ahora venturosamente elevado sobre aquel improvisado pedestal, lo que le hacía más esbelto, tentador y deseable que antes, si cabe. Pero lo que estuvo a punto de provocarle un vuelco en el corazón fue ver los zapatos verdes de tacón de aguja de la camarera tirados junto a la caja de refrescos. Y es que, aunque él no lo había advertido antes, ella se los había quitado con buen criterio para subirse a la caja, pues de otro modo no habría podido mantener el equilibrio encima. Así es que estaba descalza sobre la caja y el sargento pudo verle los pies a placer mientras ella se agitaba sobre aquella plataforma como si fuese una heroína revolucionaria sublevando a las masas. Y desde luego que las estaba sublevando, sólo que en su contra. Tenía unos pies delgados, finos y blancos tirando a rosados, en los que se marcaban claramente los tendones como consecuencia de la tensión del momento, y en el tobillo izquierdo Nogueras vio que llevaba una cadenita dorada que no dejaba de tintinear con los movimientos de la chica. Eran unos pies bonitos, sin duda, fue lo que pensó él, que ya estaba demasiado predispuesto a no encontrarle el menor defecto físico a la camarera, lo cual habría sido por otra parte bastante difícil, ya que aquella mujer se acercaba bastante a los cánones de la perfección. Eso sí, lo que no pudo determinar Nogueras por más que lo intentó fue el número exacto de zapato que calzaba Mónica. Podría haber sido muy bien un 38, un 36, un 35 o un 39. Estas cosas eran muy difíciles de calcular a simple vista y tampoco se atrevió a coger los zapatos de ella para comprobarlo. Se quedaba con la duda de momento. Muchos parroquianos habían empezado a desfilar hacia la puerta de salida sin dejar de proferir insultos, seguramente convencidos de que la camarera no iba a servirles ni una sola bebida más y no valía la pena enfrentarse a un guardia civil vestido de motorista. Otros aguantaban todavía junto a la barra y discutían con Mónica a grito pelado. Ella hizo ademán de volver a coger el cuchillo jamonero, pero Nogueras estuvo oportuno sujetándole la mano para impedirlo. Incluso cuando ya lo había impedido del todo permaneció aferrado a la mano de la chica sin soltarla. Mónica no trató de desasirse, lo que le produjo al sargento una sensación tan grata y placentera que le costó mucho esfuerzo convencerse que aquello pudiera ser real. Y sin embargo lo era. Entonces, en un alarde de audacia como pocas veces en la vida había tenido con una mujer, movió su mano muy despacio sobre la de la camarera para intentar entrelazar sus dedos con los de ella. Su sorpresa fue mayúscula cuando la chica, lejos de rehuir este contacto singularmente atrevido, cerró los dedos con suavidad sobre los de él. Nogueras pensó por un momento en tentar a la suerte e ir todavía más lejos y posar su mano libre —la izquierda— sobre el opulento culo de aquella hembra divina, pero no fue capaz de tanto, y empezó a preguntarse qué es lo que habría sucedido, para bien o para mal, si al final se hubiera atrevido a hacerlo.


Lo peor de tener cogida a Mónica de la mano como si fuesen una pareja feliz fue que Nogueras sintió que el monstruo ingobernable que habitaba en su entrepierna volvía a despertarse con renovadas energías. Y tanto, que tuvo que soltarla bruscamente con gran dolor de su corazón. Ella no pareció inmutarse demasiado con esta ruptura espontánea, tan ocupada como estaba en discutir con los escasos clientes que quedaban en el bar, pero el sargento, en cambio, volvió a ponerse de muy mala hostia tanto por una cosa como por la otra.

¡A ver, caballeros —dijo con la voz más agria que fue capaz de articular—, hagan el favor de abandonar el local de una puñetera ves!

¡Eh, oiga, usted no se meta en esto! —protestó uno de aquellos hombres.

Nogueras salió de detrás del mostrador en dos zancadas y llegó hasta el que le había interpelado.

¡Me meto en donde me sale de los cojones! —le gritó casi a punto de zarandearle—. ¡Y como no se larguen todos ahora mismo llamo a la Guardia Sivil y van ustedes derechos al cuartelillo! ¡No se lo voy a desir dos veses!

Los clientes empezaron a tomar el pasillo de salida sin dejar de murmurar. No le convenía a ninguno vérselas con la Guardia Civil. Quien más, quien menos, todos habían bebido en exceso y seguramente pretendían conducir a continuación. Todavía uno de ellos se revolvió cuando ya estaba lejos del alcance de Nogueras:

¡Que sepas que no se me va a olvidar tu cara, cabrón! —le amenazó.

¡Ni a mí la tuya, ni la de tu puta madre! —saltó el sargento, haciendo un amago de salir tras él.

Pero no fue necesario. Visto y no visto, el bar había quedado de repente vacío. Por si acaso, Nogueras se acercó también hasta la puerta un momento después. No podía descartar del todo que tratasen de vengarse con su moto, aunque fue una precaución innecesaria, porque la Kawa estaba intacta a la sombra del arbolillo en donde la había dejado y en la explanada de grava ya no se veía un alma.


Sargento, hágame un favor —oyó que le decía Mónica desde el interior del bar—, eche el cerrojo de la puerta y ponga el cartel de cerrado.

De mil amores, dijo Nogueras en voz baja mientras cumplía el encargo de la chica. Después, girando sobre sus talones de manera marcial, se encaminó de nuevo al encuentro de aquella dama excitante que ya le estaba haciendo perder la cabeza. Y no sólo a él: el bulto que empujaba por dentro de sus pantalones de cuero tampoco había ahora forma, ni divina ni humana, de disimularlo.



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