Este es un relato de ficción. Todos los personajes, los lugares y las situaciones son, por lo tanto, imaginarios, y cualquier parecido con la realidad ha de considerarse como una mera coincidencia. Fue publicado por primera vez en el año 2004 en un foro motorista de internet, y debido a determinados pasajes escabrosos de la narración se hizo necesario aplicarle algún tipo de omisión o censura en alguna de las entregas. Se ofrece ahora íntegro en su versión original en este blog, y por tal motivo hemos de advertir que LA LECTURA DE ESTE RELATO NO ES ADECUADA PARA MENORES DE DIECIOCHO AÑOS.
Un relato de Route 1963
Los primeros manejos de Mónica en aquellos pantalones no dieron ningún fruto. Estaban muy ceñidos y eran tan difíciles de desabrochar como antes lo habían sido de abrochar. Pero la mayor dificultad residía en el hecho de que formaban parte inseparable del mono de una pieza. Para evitar que la chica se cansara y perdiera el interés en el asunto, Nogueras decidió colaborar gustosamente liberándose de la parte superior del mono. Después sacó los brazos y el torso, se quitó la camiseta y se quedó sentado esperando.
—Quítame las botas primero y luego tira de los pantalones —le dijo a Mónica.
Ella obedeció. Le desabrochó las botas y las arrojó lejos, junto a sus zapatos verdes de tacón, que estaban caídos frente al mostrador del bar. Después Nogueras levantó el culo de la mesa y Mónica tiró de sus pantalones enérgicamente. Al hacerlo, los calzoncillos del guardia se desplazaron también hacia abajo unos centímetros, los suficientes como para que su miembro enhiesto asomase por fin brincando en mitad de una cómica cabriola. La camarera soltó una carcajada.
—¡Qué poderío, sargento, qué poderío! —repitió ella sin poder contener la risa.
Esta vez Nogueras no se ruborizó. Con poderío o sin él, esto era lo que había. Y la verdad es que en su vida había estado tan excitado como ahora. Mónica terminó de quitarle el mono de cuero y los calzoncillos y los tiró junto a los zapatos y las botas. Allí estaba el guardia rampante, desnudo y tumbado sobre la mesa esperando las caricias de aquel ángel lascivo que poseía la llave que abría las puertas de su felicidad. El sargento cerró los ojos. Mónica no se anduvo con rodeos: se fue derecha al vértice de todas las posibilidades que ofrecía la situación sin detenerse en maniobras preliminares. Mil luces de colores se encendieron al tiempo en la cabeza de Nogueras. Se dejó llevar por los amenos senderos de este dulcísimo viaje mientras la chica le acometía una y otra vez con su boca caliente y húmeda y él jugaba con sus dedos en los cabellos de ella moviéndolos en suaves remolinos circulares. En contra de lo que era habitual, Nogueras aguantó un buen rato el envite sin que se activase la señal de alarma que precedía al desastre, pero ésta, al final, acabó por saltar con toda su intensidad acostumbrada.
—¡Para, nena, para ya! —suplicó el guardia.
—Sólo un poquito más, venga —dijo Mónica soltando momentáneamente la presa para volver a tomarla de inmediato.
Nogueras empujó la frente de la chica hacia atrás sin ninguna delicadeza y consiguió liberarse justo cuando acababa de llegar al borde del precipicio.
—Si sigues hasiéndome eso —explicó él a modo de disculpa sin dejar de jadear— la funsión se va a acabar enseguida.
—¿Es que no te gusta? —le preguntó la camarera con mansedumbre, apoyando la cabeza en uno de los muslos del guardia.
—Eso es lo malo, que me gusta demasiado. ¡Eres divina, Mónica, divina! ¡Quiero morirme entre tus brasos, collóns!
Mónica volvió a reírse. Al hacerlo, sus pechos se agitaron pesadamente de arriba abajo con un rítmico vaivén. Nogueras se levantó de la mesa y la besó ardientemente. Después fue bajando las manos muy despacio por su cuerpo hasta llegar a las caderas. La estrecha minifalda verde de tubo debía de tener una cremallera por alguna parte. Al cabo de un rato de torpes tanteos con los dedos la encontró y la desabrochó hasta el final. Sin dejar de besarla tiró de la minifalda hacia abajo. La camarera colaboró en estas operaciones moviendo caderas y piernas para facilitar el proceso. Después le llegó el turno a sus primorosas bragas negras, de las que Nogueras la despojó con igual presteza. A continuación le acarició el pubis con la palma de la mano y fue bajando por aquel boscaje rubio hasta introducir uno de sus dedos en la profunda intimidad de Mónica. Ella gimió y se apretó más contra él clavándole las uñas en la espalda.
—¡Oh, Dios mío, qué caliente estoy! —susurró la camarera.
Nogueras se demoró con regocijo en esta inspección dactilar. Desde luego que Mónica no mentía: en aquel sagrado templo se había desatado ya un incendio de dimensiones pavorosas. No había más tiempo que perder. Estaban los dos tan sudorosos, jadeantes y ansiosos que parecían a punto de llegar al colapso. Volvieron a tumbarse sobre la mesa, ella debajo, él encima, y siguieron restregando sus cuerpos uno contra el otro con un frenesí agotador. Pero no por mucho rato. Ella abrió las piernas y le sonrió. Nogueras, comprendiendo al instante la invitación de Mónica, preparó la maniobra. Y entonces sucedió aquello. Varios estampidos cortos y secos sonaron junto a sus cabezas hiriéndoles los tímpanos. Se levantaron de un salto, desnudos como estaban, y se quedaron en medio del bar mirándose con frustración.
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