En mayo de 1994 unos cuantos treintañeros ya curtidos por la carretera y por la vida decidimos bajar en moto a Jerez de la Frontera, a las carreras del Gran Premio de Motociclismo de España. Uno de ellos, Antonio, un compañero mío de trabajo, no baja solamente a ver las carreras. En realidad, de hecho, ya cuenta de antemano con que tal vez ni siquiera llegará a verlas. Por supuesto es motero y gran entusiasta del Campeonato del Mundo de motociclismo, pero es aún más entusiasta de la hermosa Yolanda (Yoli, familiarmente), otra compañera de trabajo, en este caso veinteañera, con la que se ha liado y encoñado hasta las trancas -permítaseme la expresión-, y como ella está por la labor, él no desaprovecha la ocasión para llevársela de viaje a Jerez mientras deja a su mujer (no demasiado aficionada a las motos y notablemente menos hermosa que Yoli, todo hay que decirlo, por duro que sea) en casa. Lo que sucederá después es bastante previsible: una vez en destino, Antonio y Yoli apenas saldrán de la tienda de campaña, entregados a una frenética coyunda de fin de semana, y se perderán las carreras. No les importará en absoluto, porque las carreras suponen para ellos un medio, una oportunidad favorable para sus desahogos venéreos, no un fin en sí mismas. Y no son los únicos, desde luego.
La hermosa Yoli es fría, distante y engreída, en mi opinión, y Antonio es un macho ibérico, y como tal un tanto dominante, pretencioso, idealista y embaucador. En los días previos al viaje a Jerez ha intentado utilizarme como coartada ante su pobre mujer: yo me llevo el casco de ésta para prestárselo a un amigo que baja conmigo a las carreras y que carece de este elemento de seguridad. Pero me hago el loco y me niego rotundamente a seguirle el juego. Aquella no es mi guerra y nunca me ha gustado inmiscuirme en las infidelidades ajenas. No siento más simpatías hacia la engañada mujer de Antonio de las que siento hacia la presumida Yoli. De hecho ambas me causan una absoluta indiferencia o tal vez incluso lástima. El propio Antonio y sus circunstancias me resultan también completamente indiferentes.
Pero en cualquier caso a primera hora de la tarde del 6 de mayo de 1994 estamos todos reunidos en una gasolinera a la salida de Madrid, en la N-IV, con las motos y los equipajes a punto. Yoli con Antonio, otro compañero de trabajo, cuyo nombre no recuerdo ahora (aunque sí su apellido, que no voy a divulgar aquí), con su mujer, Arturo y José Javier (dos colegas míos de entonces, hoy perdidos en la bruma de los tiempos), y el que esto escribe. Siete personas y cinco motos, por este orden: una Kawasaki ZZR-1100, una Yamaha XJ-600, una Honda VFR-750, una Kawasaki GPZ-500 y una Honda CB-750, la mía. Parque móvil motociclista muy típico de la época. En aquella gasolinera de partida cambiamos algunas palabras y unas pocas risas y nos hacemos una foto de grupo que tampoco voy a divulgar aquí, por improcedente, y minutos después emprendemos viaje. Un viaje colectivo absurdo, porque ni siquiera compartimos un destino común. Mis compañeros de trabajo tienen alojamiento en El Puerto de Santa María (Cádiz), creo recordar, mientras que mis colegas y yo lo hemos reservado en Lebrija (Sevilla).
Hay miles, decenas de miles de motos en la autovía de Andalucía. Matrículas de toda España y parte del extranjero. En toda mi vida había visto tantas motos juntas en una carretera. La XJ-600 está ya muy vieja y fuera de punto y viene consumiendo unos 11 litros a los 100 sin poder pasar de 120 kms/h., con lo cual en Valdepeñas nos despedimos, haciendo buenos (y falsos) propósitos de quedar en Jerez para ver juntos las carreras. Nunca más volveremos a coincidir con ellos encima de una moto. Arturo, José Javier y yo continuamos viaje. Nos quedan alrededor de 550 kilómetros de ruta por autovía y sabemos lo que hacemos y lo que nos gusta: cruceros de 150/160 kms/h. Es lo que se estila en la época, nada de radares, ni de carnets de conducir por puntos, ni de otras estupideces disuasorias y represivas que nos traerá, en mala hora, el futuro. Una época feliz, sin tiranías, imposiciones ni amenazas. No nos engañemos, a todo el mundo le gusta correr. La especie humana lleva la velocidad en la sangre. Y diga la DGT lo que diga, la inmensa mayoría de los españoles no se matan o matan a otros por correr, sino solo porque no saben cuándo y dónde se puede correr. O aún peor, porque ni siquiera saben conducir. Pero muchos circulan más deprisa que nosotros, por encima de los 200 por hora, con motos deportivas con matrículas gallegas y catalanas, Pontevedra, Coruña, Barcelona, Tarragona... Tienen que recorrer casi 3.000 kilómetros de ida y vuelta ese fin de semana y no es cuestión de perder el tiempo en la carretera. Por desgracia algunos se matarán en la tristemente célebre curva de Almuradiel, provincia de Ciudad Real, a un paso de Despeñaperros. Los que están predestinados de todos modos se matarán después en el propio Despeñaperros, mucho más peligroso. Sin embargo, la mayoría de ellos van a sobrevivir, y como viajan en grupos muy numerosos y las chicas que llevan de paquete van muy incómodas en lo alto del palomar y se mean o les viene la regla inoportunamente, y además la autonomía de sus motos es bastante limitada (en torno a los 150 kms. o menos a esas velocidades de crucero), se van esperando y reagrupando en los arcenes de la autovía y en las gasolineras, con lo cual no les cunde mucho más que a nosotros. Pero el paradigma de la eficiencia y buen hacer en ruta lo representa un vejete alemán que viaja en solitario y relajadamente en una custom japonesa manteniendo unos discretos promedios de 120/130 por hora y que coincide con nosotros en todos los repostajes del viaje, cada 200 kilómetros aproximadamente. Todas las veces que me lo voy encontrando pienso: yo de mayor quiero ser como este tío, que se baja desde Alemania hasta Jerez con dos cojones y ese aplomo, elegancia y saber estar. Pero ahora que soy tan mayor como él o incluso más, casi veintidos años después, ya no estoy seguro de compartir su filosofía de la vida.
Por el camino algunos se pican con nosotros, sin encontrar respuesta, pero en Despeñaperros José Javier destapa el tarro de las esencias y bajando el puerto se pasa por la piedra con su humilde GPZ-500 casi todas las erres que se le ponen a tiro. Arturo trata de seguirle, pero desiste. Yo bien, gracias. Solamente dejo de sestear un centenar de kilómetros después, cuando un individuo con una Yamaha Diversion 600 con matrícula de Madrid se pone pesado tratando de hacer una comprobación de prestaciones conmigo. La tontería dura una veintena de kilómetros por las rectas cordobesas hasta que decido mover un cuarto de vuelta más el puño y me lo quito de encima.
En un área de servicio en las cercanías de Córdoba nos tomamos un descanso para repostar combustible y beber agua: hace un calor espantoso y estamos deshidratados dentro del casco. A medida que nos adentramos en el profundo sur español el calor se va haciendo más patente, aunque la tarde va declinando y la luz mengua muy despacio en el cielo. Volvemos a la carretera y nos incorporamos enseguida a ese río crecido y vertiginoso que nunca deja de fluir. Solo hay motos y motos por todas partes, de todas las marcas, cilindradas y provincias. El ambiente es fantástico. La gente de los pueblos se acerca a ver el espectáculo y nos saluda a nuestro paso desde los puentes elevados que cruzan la autovía. No es algo que pueda describirse, hay que vivirlo. Merece la pena bajar a Jerez solamente por este motivo, y es que no hay otro (salvo los desahogos venéreos ya descritos), pues las carreras se ven mucho mejor por la televisión y toda esta movida del Gran Premio te acaba saliendo por una pasta.
Pero pronto vamos a vivir dos momentos de máxima tensión, el primero de ellos cuando nos encontramos un enorme cepillo de barrendero atravesado en los dos carriles de la autovía, que seguramente ha perdido algún camión de limpieza, y que nadie se ha ocupado de retirar todavía. Nosotros lo esquivamos y por los retrovisores veo que todas las motos que vienen por detrás también lo esquivan en el último momento, pero no hay que descartar que alguien se lo trague y se caiga, provocando de paso una caída en cadena de muchas motos, pues a las velocidades a las que circulamos es imposible protegerse de una circunstancia como esta. Vuelve la tensión más tarde, cuando todo el mundo se pone a frenar a lo loco sin que sepamos qué sucede, aunque no tardamos en descubrirlo: los dos carriles de la autovía quedan repentinamente reducidos a uno mediante una hilera de conos que se va cerrando desde el arcén hasta el centro de la calzada. Al otro lado de los conos varios agentes de la Guardia Civil, armados hasta los dientes, nos miran con cara de perro y nos apuntan fieramente con los subfusiles, como si esperasen encontrar algún terrorista infiltrado en aquella horda motera rugiente y despavorida. No parece que éstos pertenezcan a la Agrupación de Tráfico y nos vayan a poner una multa, pero mientras pasamos muy despacio junto a ellos nos tememos que en cualquier momento se levante un brazo imperativo y nos haga detenernos sin contemplaciones. Nos quedamos con el susto en el cuerpo, pero no sucede nada, los dejamos atrás y volvemos a enchufarnos todos a 160, a 180, a 200 por hora o a lo que cada cual considere oportuno o adecuado a sus necesidades.
Con la tarde ya muy vencida y apenas un rescoldo de luz en el cielo, hacemos la última parada de la jornada en un punto impreciso de la provincia de Sevilla. Miles de motos siguen rugiendo por la carretera camino de Jerez camufladas en una difusa oscuridad que no termina de imponerse al resplandor dorado del ocaso. Después de un breve descanso volvemos a la ruta y en Los Palacios y Villafranca José Javier casi atropella a la tonta del pueblo, que cruza la carretera sin mirar, y un poco más tarde Arturo (asiduo de las carreras de Jerez), nos lleva desde El Cuervo hasta Lebrija, ocho kilómetros, por un camino de piedras que, después de más de 600 de viaje, puede encabronar a cualquiera, aunque la culpa no es suya. Con todo y con eso, las motos llenas de polvo, los culos y las espaldas doloridos, alcanzamos Lebrija y montamos las tiendas ya de noche. Nos separan 40 kilómetros del Circuito de Jerez.
La hermosa Yoli es fría, distante y engreída, en mi opinión, y Antonio es un macho ibérico, y como tal un tanto dominante, pretencioso, idealista y embaucador. En los días previos al viaje a Jerez ha intentado utilizarme como coartada ante su pobre mujer: yo me llevo el casco de ésta para prestárselo a un amigo que baja conmigo a las carreras y que carece de este elemento de seguridad. Pero me hago el loco y me niego rotundamente a seguirle el juego. Aquella no es mi guerra y nunca me ha gustado inmiscuirme en las infidelidades ajenas. No siento más simpatías hacia la engañada mujer de Antonio de las que siento hacia la presumida Yoli. De hecho ambas me causan una absoluta indiferencia o tal vez incluso lástima. El propio Antonio y sus circunstancias me resultan también completamente indiferentes.
Pero en cualquier caso a primera hora de la tarde del 6 de mayo de 1994 estamos todos reunidos en una gasolinera a la salida de Madrid, en la N-IV, con las motos y los equipajes a punto. Yoli con Antonio, otro compañero de trabajo, cuyo nombre no recuerdo ahora (aunque sí su apellido, que no voy a divulgar aquí), con su mujer, Arturo y José Javier (dos colegas míos de entonces, hoy perdidos en la bruma de los tiempos), y el que esto escribe. Siete personas y cinco motos, por este orden: una Kawasaki ZZR-1100, una Yamaha XJ-600, una Honda VFR-750, una Kawasaki GPZ-500 y una Honda CB-750, la mía. Parque móvil motociclista muy típico de la época. En aquella gasolinera de partida cambiamos algunas palabras y unas pocas risas y nos hacemos una foto de grupo que tampoco voy a divulgar aquí, por improcedente, y minutos después emprendemos viaje. Un viaje colectivo absurdo, porque ni siquiera compartimos un destino común. Mis compañeros de trabajo tienen alojamiento en El Puerto de Santa María (Cádiz), creo recordar, mientras que mis colegas y yo lo hemos reservado en Lebrija (Sevilla).
Hay miles, decenas de miles de motos en la autovía de Andalucía. Matrículas de toda España y parte del extranjero. En toda mi vida había visto tantas motos juntas en una carretera. La XJ-600 está ya muy vieja y fuera de punto y viene consumiendo unos 11 litros a los 100 sin poder pasar de 120 kms/h., con lo cual en Valdepeñas nos despedimos, haciendo buenos (y falsos) propósitos de quedar en Jerez para ver juntos las carreras. Nunca más volveremos a coincidir con ellos encima de una moto. Arturo, José Javier y yo continuamos viaje. Nos quedan alrededor de 550 kilómetros de ruta por autovía y sabemos lo que hacemos y lo que nos gusta: cruceros de 150/160 kms/h. Es lo que se estila en la época, nada de radares, ni de carnets de conducir por puntos, ni de otras estupideces disuasorias y represivas que nos traerá, en mala hora, el futuro. Una época feliz, sin tiranías, imposiciones ni amenazas. No nos engañemos, a todo el mundo le gusta correr. La especie humana lleva la velocidad en la sangre. Y diga la DGT lo que diga, la inmensa mayoría de los españoles no se matan o matan a otros por correr, sino solo porque no saben cuándo y dónde se puede correr. O aún peor, porque ni siquiera saben conducir. Pero muchos circulan más deprisa que nosotros, por encima de los 200 por hora, con motos deportivas con matrículas gallegas y catalanas, Pontevedra, Coruña, Barcelona, Tarragona... Tienen que recorrer casi 3.000 kilómetros de ida y vuelta ese fin de semana y no es cuestión de perder el tiempo en la carretera. Por desgracia algunos se matarán en la tristemente célebre curva de Almuradiel, provincia de Ciudad Real, a un paso de Despeñaperros. Los que están predestinados de todos modos se matarán después en el propio Despeñaperros, mucho más peligroso. Sin embargo, la mayoría de ellos van a sobrevivir, y como viajan en grupos muy numerosos y las chicas que llevan de paquete van muy incómodas en lo alto del palomar y se mean o les viene la regla inoportunamente, y además la autonomía de sus motos es bastante limitada (en torno a los 150 kms. o menos a esas velocidades de crucero), se van esperando y reagrupando en los arcenes de la autovía y en las gasolineras, con lo cual no les cunde mucho más que a nosotros. Pero el paradigma de la eficiencia y buen hacer en ruta lo representa un vejete alemán que viaja en solitario y relajadamente en una custom japonesa manteniendo unos discretos promedios de 120/130 por hora y que coincide con nosotros en todos los repostajes del viaje, cada 200 kilómetros aproximadamente. Todas las veces que me lo voy encontrando pienso: yo de mayor quiero ser como este tío, que se baja desde Alemania hasta Jerez con dos cojones y ese aplomo, elegancia y saber estar. Pero ahora que soy tan mayor como él o incluso más, casi veintidos años después, ya no estoy seguro de compartir su filosofía de la vida.
Por el camino algunos se pican con nosotros, sin encontrar respuesta, pero en Despeñaperros José Javier destapa el tarro de las esencias y bajando el puerto se pasa por la piedra con su humilde GPZ-500 casi todas las erres que se le ponen a tiro. Arturo trata de seguirle, pero desiste. Yo bien, gracias. Solamente dejo de sestear un centenar de kilómetros después, cuando un individuo con una Yamaha Diversion 600 con matrícula de Madrid se pone pesado tratando de hacer una comprobación de prestaciones conmigo. La tontería dura una veintena de kilómetros por las rectas cordobesas hasta que decido mover un cuarto de vuelta más el puño y me lo quito de encima.
En un área de servicio en las cercanías de Córdoba nos tomamos un descanso para repostar combustible y beber agua: hace un calor espantoso y estamos deshidratados dentro del casco. A medida que nos adentramos en el profundo sur español el calor se va haciendo más patente, aunque la tarde va declinando y la luz mengua muy despacio en el cielo. Volvemos a la carretera y nos incorporamos enseguida a ese río crecido y vertiginoso que nunca deja de fluir. Solo hay motos y motos por todas partes, de todas las marcas, cilindradas y provincias. El ambiente es fantástico. La gente de los pueblos se acerca a ver el espectáculo y nos saluda a nuestro paso desde los puentes elevados que cruzan la autovía. No es algo que pueda describirse, hay que vivirlo. Merece la pena bajar a Jerez solamente por este motivo, y es que no hay otro (salvo los desahogos venéreos ya descritos), pues las carreras se ven mucho mejor por la televisión y toda esta movida del Gran Premio te acaba saliendo por una pasta.
Pero pronto vamos a vivir dos momentos de máxima tensión, el primero de ellos cuando nos encontramos un enorme cepillo de barrendero atravesado en los dos carriles de la autovía, que seguramente ha perdido algún camión de limpieza, y que nadie se ha ocupado de retirar todavía. Nosotros lo esquivamos y por los retrovisores veo que todas las motos que vienen por detrás también lo esquivan en el último momento, pero no hay que descartar que alguien se lo trague y se caiga, provocando de paso una caída en cadena de muchas motos, pues a las velocidades a las que circulamos es imposible protegerse de una circunstancia como esta. Vuelve la tensión más tarde, cuando todo el mundo se pone a frenar a lo loco sin que sepamos qué sucede, aunque no tardamos en descubrirlo: los dos carriles de la autovía quedan repentinamente reducidos a uno mediante una hilera de conos que se va cerrando desde el arcén hasta el centro de la calzada. Al otro lado de los conos varios agentes de la Guardia Civil, armados hasta los dientes, nos miran con cara de perro y nos apuntan fieramente con los subfusiles, como si esperasen encontrar algún terrorista infiltrado en aquella horda motera rugiente y despavorida. No parece que éstos pertenezcan a la Agrupación de Tráfico y nos vayan a poner una multa, pero mientras pasamos muy despacio junto a ellos nos tememos que en cualquier momento se levante un brazo imperativo y nos haga detenernos sin contemplaciones. Nos quedamos con el susto en el cuerpo, pero no sucede nada, los dejamos atrás y volvemos a enchufarnos todos a 160, a 180, a 200 por hora o a lo que cada cual considere oportuno o adecuado a sus necesidades.
Con la tarde ya muy vencida y apenas un rescoldo de luz en el cielo, hacemos la última parada de la jornada en un punto impreciso de la provincia de Sevilla. Miles de motos siguen rugiendo por la carretera camino de Jerez camufladas en una difusa oscuridad que no termina de imponerse al resplandor dorado del ocaso. Después de un breve descanso volvemos a la ruta y en Los Palacios y Villafranca José Javier casi atropella a la tonta del pueblo, que cruza la carretera sin mirar, y un poco más tarde Arturo (asiduo de las carreras de Jerez), nos lleva desde El Cuervo hasta Lebrija, ocho kilómetros, por un camino de piedras que, después de más de 600 de viaje, puede encabronar a cualquiera, aunque la culpa no es suya. Con todo y con eso, las motos llenas de polvo, los culos y las espaldas doloridos, alcanzamos Lebrija y montamos las tiendas ya de noche. Nos separan 40 kilómetros del Circuito de Jerez.
El mundo de la moto es, por encima de todo, aventura. Nunca imaginas exactamente qué es lo que puede llegar a ocurrirte en un momento dado. Si supieras de antemano que se te va a averiar la moto a 700 kilómetros de casa, que te vas a perder la víspera del Gran Premio buscando el camino del circuito, que un insecto va a decidir introducirse en uno de tus ojos por llevar la visera del casco levantada, o que con tu tarjeta de crédito o débito no vas a poder sacar un triste duro de los cajeros automáticos, entonces probablemente no moverías la moto del garaje. Las dos primeras calamidades me sucedieron a mí. Las dos segundas a José Javier. Arturo tuvo más suerte y solo le estafaron con los bocadillos que se comió el día de las carreras. Pero todo tiene una explicación. Si te pasas con el aceite del cárter y lo llenas por encima del nivel, éste rebosa con el motor caliente y obstruye el filtro del aire y a lo mejor te fastidia la carburación, y aquí paz y después gloria. Si llevas tu tarjeta bancaria en una bolsa sobredepósito de imanes te acabas cargando la banda magnética y ya puedes empezar a montarte el número de la cabra si quieres sobrevivir. Lo mismo reza para los que compran bocadillos a pie de circuito y para los que se levantan la visera del casco en el momento más inoportuno o se pierden por torpes y despistados, como yo.
La supervivencia en el camping improvisado de Lebrija es penosa, porque las comodidades no abundan y el vecindario motero carece del más mínimo sentido de la urbanidad y del respeto al prójimo, de modo que día y noche tienes que soportar voces, risotadas, acelerones en vacío y el aullido terrible de las hiperdeportivas que cambian de marcha a catorce mil vueltas incluso por las calles del pueblo. Muy cerca de nosotros acampa un portugués particularmente odioso con su Suzuki GSXR-1100 R, que siempre está levantando polvo y rompiendo los tímpanos del personal para hacerse notar con sus cortes de encendido, el hijo de la gran chingada. Pero da lo mismo, porque las hordas custom con sus inofensivas bicilíndricas tampoco se quedan atrás en lo tocante a la contaminación acústica. Aquí mete la pata todo el mundo incluso con un humilde ciclomotor, y los que han venido en coche se dedican a poner música bakalao en la radio a tope de decibelios solamente por joder. Aquí, si no haces ruido, no existes, y por lo tanto es imposible dormir en ningún momento, y tampoco puedes ducharte ni hacer tus necesidades fisiológicas, porque las instalaciones del polideportivo, de tan concurridas, carecen del menor atisbo de higiene y civilización.
Desde El Cuervo hasta Sevilla casi 80 kilómetros en la cabina de la grúa que me lleva la moto averiada a un taller oficial Honda de la capital hispalense. A los pocos minutos de comenzar el viaje nos hemos detenido en un cementerio de automóviles de los de toda la vida, con los vehículos apilados a la intemperie unos encima de otros, para repostar gasoil. Esto se debe probablemente a que el desguace pertenece a los mismos dueños de la empresa concesionaria que presta los servicios de asistencia en carretera en la zona y disponen aquí de un almacén de combustible. Como buen aficionado que soy a estos lugares, varias veces me asalta la tentación de bajarme del camión cámara en ristre y fotografiar con detalle todas esas cordilleras de chatarra motorizada, pero no me atrevo, y finalmente solo soy capaz de obtener una instantánea desde el interior de la cabina.
Lunes, 9 de mayo de 1994. La movida de Jerez ha terminado por este año. Hablamos de lo divino y de lo humano el patrullero y yo mientras atravesamos muy despacio este sur profundo y misterioso que parece representar la esencia de España y la nostalgia de Africa. Le cuento cosas de Madrid y de mi trabajo, y el tío alucina. Yo alucino con el suyo y los cerca de 80.000 kilómetros que recorre al año trabajando con la grúa, sin darse importancia. En la radio suenan rumbas sin descanso, hasta la extenuación de mis oídos, pero es lo propio. Al pasar junto al desvío que indica la localidad sevillana de Las Cabezas de San Juan, el patrullero me dice con una sonrisa: aquí están las mujeres más calientes de Andalucía. Es bueno saberlo, pienso para mis adentros. Si me arreglasen pronto la moto tal vez debería regresar a este pueblo sin pérdida de tiempo. Después de todo, la curva mortífera de Almuradiel todavía puede esperar.
Con la moto en el taller, resuelvo quedarme al menos veinticuatro horas en Sevilla, o lo que haga falta. Estoy de vacaciones y nadie me espera con urgencia en ningún sitio. Decido alojarme en un hotel de cuatro estrellas, frente a la estación del AVE, y después de comer en la propia estación de Santa Justa me doy un largo paseo por la ciudad que me deja casi extenuado y en condiciones óptimas para retirarme a la lujosa habitación del hotel y ocuparme del cuerpo, verdaderamente castigado después de las penurias sufridas en el camping de Lebrija. Un baño reconfortante y demorado y luego a dormir la siesta. Sevilla es como un monstruo dormido después de los fastos del 92, y yo me despierto ya por la noche, cuando casi no hay tráfico por las calles y esta ciudad empieza a dejarme un poso de melancolía en el corazón. Le escribo una breve carta a un amigo usando cuartillas con membrete del hotel mientras voy dando buena cuenta de las bebidas alcohólicas del minibar de la habitación. Se está bien aquí, qué demonios, y por pura pereza ni siquiera voy a salir a cenar. De madrugada me vence el sueño y caigo en un pozo oscuro e insondable.
A la mañana siguiente me entregan la moto en perfectas condiciones y emprendo el viaje de vuelta a casa. Me han tratado maravillosamente en el taller, tanto que, días después, escribiré una carta de agradecimiento en una conocida revista de motos y saldrá publicada. Un bocata de caballa y un café en Bailén, y un repostaje en Almuradiel, como únicas escalas, me devuelven a Madrid en apenas cinco horas y media de viaje y con el culo un poco entumecido, eso sí. Pero no voy a tener demasiado descanso, porque apenas veinte horas más tarde equipaje nuevo y rumbo a Levante.
Qué placer volver a degustar una de tus jugosas crónicas moteras.
ResponderEliminarMuchas gracias.
Gracias a ti por leerme. ¡Saludos!
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