Aunque el término dominguero empezó a emplearse y a hacer fortuna en los años sesenta, cuando comenzó la motorización de la sociedad española y las carreteras del país se llenaron de automóviles utilitarios, en realidad los españoles ya llevaban decenios comportándose como domingueros, aunque no dispusieran de vehículo propio. Y es que, en nuestro país, lo de salir los domingos a pasar todo el día al campo o a la playa era una tradición cultural mediterránea muy saludable y bien asentada. Y a falta de vehículos particulares, buenos eran los trenes o los autobuses colectivos para escapar de las ciudades durante la jornada de asueto dominical, y pocos eran quienes se quedaban en sus casas.
El desarrollismo español de los sesenta provocó un inesperado aluvión de coches y de domingueros motorizados en las carreteras, y este fenómeno popular, al adquirir muy pronto las dimensiones de una plaga incontrolable, recibió enseguida una indisimulada consideración peyorativa. De hecho, el término dominguero es inequívocamente despectivo, y en sus orígenes se utilizaba para repudiar a los malos conductores, todos aquellos que utilizaban su coche sólo los fines de semana o los domingos, y que por lo tanto podían considerarse como novatos aficionados al volante y poco diestros en el manejo de los automóviles y bastante negligentes en el cumplimiento de las normas de circulación.
En pocos años, y a fuerza de golpes de chapa, los domingueros probablemente consiguieron conducir con la suficiente solvencia que requerían los tiempos e incluso las mujeres empezaron a sacarse el carnet y sacudirse este viejo estigma de subordinación al varón. Pero los domingueros ya jamás podrían desprenderse del odioso sambenito que habían recibido de nacimiento, y si ya no eran sinónimo de malos conductores —o al menos no lo eran tanto—, sí seguían representando la mediocridad y el fracaso social de la incipiente clase media española, que se dejaba el corto jornal pagando los plazos de la vivienda, del televisor y del automóvil, y con la calderilla sobrante no podía hacer ya otra cosa mejor que abarrotar las carreteras los domingos (la mayoría trabajaban de lunes a sábado) para buscar en competencia con sus iguales algún paraje campestre o playero en donde comerse una tortilla de patata asediada de moscas.
La presuntuosidad, la envidia y la falta de empatía hacia sus semejantes eran entonces, y siguen siendo ahora, algunos de los mayores y más graves defectos de los españoles, de modo que, aunque millones de ciudadanos eran domingueros y sin saberlo seguían ejerciendo incluso los domingos que no salían a la carretera, nunca se daban por aludidos y jamás se consideraban como tales, pues ellos estaban por encima de la mediocridad y los domingueros eran los otros, los demás. Por eso, los domingos que no habían podido salir a solazarse, se regocijaban y atenuaban su envidia en casa escuchando por la radio o viendo en la televisión los habituales y tremendos atascos de salida o de regreso a las ciudades que atrapaban a los infortunados domingueros que sí habían hecho su escapada dominical. El dominguero, se mirase por donde se mirase, era un ser mundano, masoquista e irredento que carecía incluso del consuelo de poder contar con la simpatía o la solidaridad de sus semejantes, lo que podríamos asemejar a una especie de conciencia de clase, del todo inexistente en su caso.
En mi familia fuimos domingueros militantes y ejercientes durante unos pocos años (aunque seguramente nunca fuésemos conscientes de ello, porque nadie lo era), si bien de forma irregular y discontinua en el tiempo. Nuestra época de mayor gloria y proyección dominguera se desarrolló desde finales de los años sesenta hasta mediados de los setenta, y todas las fotografías que se han conservado y de las que me sirvo para ilustrar esta entrada del blog fueron tomadas en aquel tiempo, más concretamente en 1969 y en 1971. Han pasado en cualquier caso más de cuarenta años, pero mi memoria de obligado dominguero infantil sigue siendo lo bastante lúcida como para poder considerarme ahora una autoridad en la materia, si se me permite, y con las convenientes y debidas ironías al respecto, claro está.
Seguramente se podrían establecer diferentes subcategorías de domingueros ateniéndonos no tanto a la idiosincrasia y filosofía de los individuos, por lo general bastante homogéneas, como a las características y destinos de sus desplazamientos dominicales, ya fuesen desde las grandes ciudades hacia el campo o la playa, o desde unos ámbitos rurales a otros, o bien hacia una segunda residencia estable en un entorno litoral o de montaña, etcétera, etcétera. Sin embargo, como no es mi intención el desarrollar un exhaustivo tratado sociológico y geográfico sobre los domingueros, me voy a ceñir a lo esencial y autobiográfico que me compete, esto es, a los domingueros madrileños de los años setenta que salíamos al campo o a la sierra a pasar el día.
Y no era una cuestión banal, porque como los cabezas de familia solían trabajar de lunes a sábado, ya quedó dicho, la única posibilidad de salir al campo el día completo había que buscarla en el domingo, y por razones obvias ya bien avanzada la primavera o a comienzos o finales del verano, cuando las temperaturas eran agradables y los días largos. Pero incluso con estas premisas bastaba con que el día amaneciese nublado, amenazase lluvia o soplase más aire de lo debido para que se cancelase la excursión o se produjeran deserciones. Los preparativos para la preceptiva salida dominguera podían iniciarse a mitad de semana, pues habitualmente había que poner de acuerdo a varias personas de dos o más ramas familiares diferentes, lo que incluía primos, tíos, abuelos... Y el requisito mínimo requerido era además la capacidad de los coches, que no solían ser más de dos o tres. La comida y avituallamiento corrían por cuenta de cada familia, por supuesto, de modo que las amas de casa se pasaban la tarde del sábado o la mañana del domingo, si madrugaban lo suficiente, encerradas en la cocina preparando tortillas de patata, filetes empanados, filetes rusos, croquetas de jamón o pollo, empanadillas de bonito, aleta rellena, carne mechada, ensaladilla rusa, albóndigas y otras viandas apropiadas del extenso repertorio gastronómico nacional, con la única condición de que se tratase de manjares sólidos y estables, esto es, sin salsas, grasas o caldos que pudieran derramarse en los coches durante el viaje.
Unos coches utilitarios, por otra parte, que no disponían de aire acondicionado (tampoco existían las bolsas térmicas que conocemos ahora), con lo cual la comida transportada en tarteras y cacerolas de aluminio estaba reseca, correosa y revenida en el momento de consumirla. Las bebidas y refrescos se conservaban en mejores condiciones en aquellas neveras portátiles de cremallera rellenas de hielo, pero sus propiedades isotérmicas y de estanqueidad eran bastante precarias, de modo que bien podía suceder que se derritiera completamente el hielo y la nevera presentase fugas de agua empapando la tapicería o los maleteros de los coches.
La hora de salida solía fijarse en torno a las diez o las once de la mañana, y por lo general se hacía en grupo, esto es, todos los coches de la expedición partían y viajaban juntos, lo cual constituía un error de domingueros bisoños, porque no hay cosa más incómoda y peligrosa que circular por carretera pendiente de no perder a terceros vehículos. Al final, por mucha atención que se pusiera, estos extravíos se acababan produciendo como consecuencia de las impredecibles circunstancias del tránsito, lo que obligaba a unos u a otros a esperarse en arcenes y desvíos, lo que volvía a incrementar el peligro y la incomodidad y a ralentizar la marcha. ¿Por qué no viajaba cada uno a su libre albedrío y quedaban todos en el punto de destino? Pues sencillamente, por increíble que pueda parecer, porque no siempre se determinaba a priori un punto de destino concreto, que se improvisaba sobre la marcha en función de la colonización de domingueros en varios destinos posibles inicialmente previstos, sugeridos o insinuados. Eran el azar y el aforo los que determinaban la elección final.
En aquellas mañanas dominicales de primavera o verano de los primeros años setenta decenas de miles de coches saturaban todas las salidas de Madrid por carretera. Incluso en la N-VI, carretera de La Coruña (ya entonces autovía de dos carriles hasta Collado Villalba), una de las vías domingueras por excelencia que más frecuentábamos nosotros, el atasco podía comenzar en las últimas calles de la ciudad, y no era extraño que se tardase una hora o más en recorrer veinte o treinta kilómetros. Y la secuencia era siempre la misma: punto muerto, primera, segunda, primera, punto muerto, frenar y detenerse durante un minuto, y tanto desgaste mecánico para recorrer apenas cincuenta metros, y vuelta a empezar. Se cabreaban los conductores, se cabreaban los pasajeros (no digamos ya los niños, siempre tan impacientes en la vida), se revenían los filetes rusos y las albóndigas en las tarteras metálicas y se recalentaban las gaseosas y las cervezas o las fantas (la mirinda también era muy popular en la época) en las neveras portátiles de cremalleras. Pero sobre todo, un escalofrío de angustia recorría la columna vertebral de los sujetos más hipocondríacos de esta horda dominguera a los que les daba por pensar en el regreso, seis o siete horas después, porque todos los que habían salido tendrían que volver a casa por la misma carretera, y si el atasco matinal estaba siendo apoteósico, el del retorno vespertino presentaría, no cabía la menor duda, una nueva versión corregida y aumentada del primero.
Confrontábamos las miradas a través de las ventanillas de los coches parados en paralelo al nuestro con las miradas de otros domingueros infelices y resignados como nosotros, que a lo mejor nos iban a quitar el sitio, o los sitios, en donde teníamos previsto acampar. Los niños sacábamos la lengua y le hacíamos burla (o nos la hacían) a otros niños en la vecindad de la carretera, sólo por pasar el rato y porque en los colegios de curas, en contra de lo que debían creer nuestros padres, no nos educaban tan bien. Sonaban las señales horarias de las doce en la radio y una voz agria de catacumba proclamaba solemnemente: son las doce, las once en Canarias, es la hora del Angelus, a continuación emitimos el diario hablado de Radio Nacional de España.
Muchos llevaban ya autorradios en sus utilitarios, pero mi padre, que era un clásico, gastaba un viejo transistor convencional de pilas forrado con una funda de cuero y apoyado en el salpicadero del Renault 8 en una posición sumamente inestable. Con frecuencia, al efectuar un frenazo brusco en una retención del tráfico, el transistor se le caía sobre las rodillas y se desarmaba la carcasa, a pesar de la funda, y se desparramaban las pilas entre los pedales del coche, y él decía a media voz, mecagoendiez, y mi madre, o mi abuela, que también solía viajar con nosotros, ponían el grito en el cielo y le llovían amonestaciones a diestro y siniestro. Pero él no se alteraba y en la siguiente retención favorable recomponía el transistor, recuperaba la sintonía de Radio Nacional de España y volvía a posarlo sobre el salpicadero del coche, lo que le valía una nueva andanada de reconvenciones familiares completamente infructuosas: estaba previsto que el transistor se cayese dos o tres veces más antes de regresar a casa por la tarde.
A cincuenta o sesenta kilómetros de Madrid por varias de las carreteras que escapaban de la ciudad con su interminable peregrinación de domingueros ya era posible elegir un destino campestre para pasar el día. El problema es que otros muchos domingueros elegían el mismo, y no había campo para todos. Además, como si de una cuestión ancestral de supervivencia se tratara, no servía cualquier sitio para acampar, y todo el mundo tenía claros los requisitos mínimos deseables: abundante arbolado con la consiguiente sombra, un curso de agua potable (río, arroyo, manantial...), terreno accesible para los coches, llano y poco pedregoso, cercanía a una carretera y posibilidad de aparcar los vehículos a la vista, y a ser posible a la sombra, claro está. Los ecologistas de hoy se habrían llevado las manos a la cabeza ante estos despropósitos, pero hace casi medio siglo no había ecologistas y sí domingueros, que éramos los amos de la tierra, de la tierra española, por lo menos.
Una vez encontrado el espacio idóneo de acampada y estacionados los coches con seguridad sobre el terreno (primera velocidad engranada, freno de mano y gruesas piedras trabando las ruedas traseras, delanteras, o ambas), comenzaba la tarea de colonización propiamente dicha, con el acarreo de materiales de intendencia y de víveres. De los maleteros de los utilitarios iban apareciendo como por ensalmo cojines, sillas, tumbonas y mesas plegables de aluminio, livianas como plumas —y de chillones colores y estampados que hoy nos hieren la vista incluso en las fotografías en blanco y negro—; bolsas, cestos y canastos; tarteras y cacerolas de todo tipo y condición; neveras portátiles, ya mencionadas, que probablemente habían perdido horas atrás su capacidad de enfriar las bebidas encomendadas; manteles, mantas y esterillas para tumbarse; platos, vasos y cubiertos auténticos (el plástico todavía no se estilaba en el menaje); termos llenos de café, que al igual que las neveras portátiles a duras penas podrían mantener durante horas la temperatura original del líquido; balones, cubos y palas de plástico para los juegos de los niños, que nada más bajarnos de los coches ya estábamos crispando a los adultos con nuestras peticiones y demandas...
Hombres y mujeres se empleaban frenéticamente en la tarea de levantar el campamento haciendo innumerables viajes a los maleteros de los coches, y en cuestión de minutos todos los enseres acarreados se cubrían de una capa de polvo denso y de panochas de pino, cuando no de insectos, pues como es natural las moscas, las avispas y las hormigas proliferaban a sus anchas en estos escenarios campestres. Por ello la necesidad de disponer de cursos de agua potable muy cercanos se volvía imprescindible, no sólo para limpiar los utensilios y mantener relativamente frescas las bebidas o las frutas, sino sobre todo para la higiene personal y para que los menores pudieran solazarse a la vista de los padres sin producirles demasiados quebraderos de cabeza. Eventualmente, algunos cabezas de familia aprovechaban también su tiempo libre para lavar los coches. Sin embargo, poca higiene y garantías de potabilidad podía esperarse en un modesto curso de agua en el que abrevaban miles de domingueros simultáneamente, de manera que mientras unos se lavaban los pies o remojaban las alfombrillas de goma de sus utilitarios en las cotas más altas de la corriente fluvial, en las cotas inferiores otros infelices hacían lo propio en unas aguas ya no tan limpias como podía parecer a simple vista. Era mejor no pensar en ello para no amargarse el día.
Los niños éramos quienes, obviamente, menos podíamos advertir estos inconvenientes, y disfrutábamos como energúmenos chapoteando en las aguas de los arroyos y riachuelos, a veces nos caíamos, nos empapábamos las ropas y después de las oportunas regañinas familiares nos dejaban en ropa interior para el resto del día y así, medio desnudos y descalzos correteábamos dando gritos por el campo como tribus salvajes y nos aventurábamos en los territorios vecinos conquistados por las tribus domingueras rivales, y hacíamos buenas migas con otros niños desconocidos a los que nunca volveríamos a ver, y formábamos numerosas y desaliñadas hordas infantiles que lo arrasaban todo a su paso. Sobre las dos o las tres de la tarde nos llamaban para comer, para nuestro fastidio, pues no queríamos comer, sino sólo seguir revolcándonos en el fango y en el musgo fresco de la campiña.
Nunca comíamos de bocadillo ni encendíamos fuego, y las viandas que a los adultos debían de saberles a gloria en aquellos ámbitos campestres tan ajenos a la ciudad en la que trabajaban de lunes a sábado, a nosotros nos resultaban particularmente detestables, pues todo tenía un acentuado regusto a tierra y a polvo, y los alimentos que habitualmente se comían fríos estaban calientes, y los que se comían calientes estaban fríos, y otro tanto sucedía con los refrescos o el agua, tan recalentados y dulzones que en lugar de atenuar la sed la provocaban. Sillas y mesas se tambaleaban sobre la superficie pedregosa del terreno, y no era infrecuente que se derramasen líquidos y se cayesen sólidos cuando alguien no calculaba bien los movimientos y maniobraba con cierta brusquedad buscando una botella de fanta, un trozo de tortilla o un pedazo de filete empanado. Si el agente desestabilizador era un adulto, siempre estaba disculpado y se desataban las risas entre los demás comensales, pero si el causante del desaguisado era un menor, a nadie le hacía gracia y la bronca era inminente.
Finalizada la comida se lavaban en el arroyo los enseres y se guardaban, pero no se levantaba todavía el campamento. Algunos adultos se entretenían con la conversación de la sobremesa, mientras que otros se alejaban unos metros para echarse la siesta sobre una manta, tumbona o esterilla a la sombra de un árbol. A los niños ya no nos dejaban chapotear en el agua ni realizar ejercicios bruscos, por aquello del corte de digestión, que con los años ha devenido en una monumental falacia sin rigor científico alguno, inventada por los domingueros españoles de los setenta para atar corto a sus vástagos.
Al principio la tarde se hacía pesada, lánguida y plomiza en su lento discurrir de las horas hasta el momento del regreso. Pero este sopor no duraba mucho tiempo. Colgados de las ramas bajas de los árboles con sus antenas extendidas empezaban a sonar los transistores, aquí y allá, en todos los campamentos domingueros de las proximidades, y aunque no existían entonces muchas emisoras de radio en España, por alguna desconocida y estúpida razón en cada parcela de terreno colonizada se sintonizaba una estación diferente, de manera que una algarabía discordante de voces y de músicas atronaba el ambiente y terminaba por prostituir la plácida calma de la tarde dominical. Locutores histéricos de voz gangosa radiaban los partidos de liga que se disputaban a la misma hora en todos los campos de fútbol de España, y puntualmente iban informando a gritos de los pormenores del juego, ¡gol en Altabix!, ¡penalti en La Condomina!, ¡descanso en el Benito Villamarín! En otras emisoras, las menos, chisporroteaban canciones mal sintonizadas que ya eran antiguas, demasiado antiguas, incluso en los primeros setenta, y que seguramente no sobrevivieron a la muerte de aquel general acartonado que regía los destinos del país. Pero la maldición implícita que arrastrábamos los domingueros adonde quiera que fuésemos era nuestra propia aparatosidad deliberada de tropa estruendosa, energúmena y grotesca, tan incompatible con las virtudes del sosiego y el silencio que cabía esperar en el campo. La naturaleza y los domingueros resultábamos completamente incompatibles por definición. Para esto, tanto nos daba habernos quedado el domingo en Madrid.
Sin embargo, las emociones más fuertes y desagradables de la jornada estaban todavía por venir. Y venían rápido, y precipitadamente, cuando los transistores comenzaban a apagarse uno detrás de otro y en su lugar sonaban ahora las voces de los padres llamando a sus hijos, se multiplicaban los chirridos metálicos de las sillas, mesas y tumbonas al plegarse, el entrechocar de los cachivaches y el abrir y cerrarse de las puertas y los maleteros de los automóviles. Lo siguiente que se escuchaba ya era, sin más demora, el sonido de los motores al arrancar y los neumáticos que crujían sobre la tierra de los caminos levantando intempestivas polvaredas y envenenando la atmósfera con los vapores letales de la gasolina pobre de ochenta y cinco octanos. Y como si de pronto se hubiera producido una estampida incontrolable que amenazase con fagocitar a todo el mundo, quienes aún no habían empezado a pensar en el regreso cambiaban miradas de preocupación entre sí, o más bien de alarma, ante lo que se avecinaba de vuelta a casa. No serían más allá de las seis o las siete de la tarde y el sol aún brillaba intenso y cegador en el cielo mesetario, pero los escasos transistores que todavía continuaban emitiendo se encargaban oportunamente de confirmar los peores pronósticos informando de las kilométricas retenciones que ya empezaban a gestarse en las carreteras de acceso a Madrid. Decenas de miles de domingueros ahítos de sol, de tortilla y de tintorro se aprestaban al asalto motorizado de la capital desde los cuatro puntos cardinales. La inmensa mayoría de ellos llegarían —llegaríamos— a nuestras casas completamente exhaustos ya bien entrada la noche.
Muy bueno el relato
ResponderEliminar¡Muchas gracias!
EliminarPues en casa..somos ahora nosotros los Domingueros...al cabo de cuarenta años.Cambios de hábitos...Son cosas que pasan..Buen post.
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