Un relato de Route 1963
Salimos del bar y nos separamos cada uno por su lado. Juan se marchó a encontrarse con alguno de sus contactos, con la esperanza de que pudieran darle razón de los papeles de la moto y facilitarle algo de gasolina para nuestra huida. Yo, por mi parte, me fui al banco a tratar de recuperar el dinero que teníamos ahorrado, que no era mucho ciertamente y menos aún habría de ser el que conseguí, porque los tiempos estaban tan revueltos que cualquiera que se atreviese a dejar en blanco su cuenta podía ser tomado por sospechoso enseguida, de modo que no me arriesgué y tuve que conformarme con solicitar una cantidad muy modesta para pasar desapercibido. Después, harto de caminar bajo el sol de julio por las calles de aquel Madrid tórrido y agitado, me marché a la pensión, me metí en la cama y me dormí, a pesar de que sólo era mediodía.
Dos horas después me despertó un intenso olor a gasolina. Abrí los ojos y vi a mi hermano sentado al borde de su cama.
—Vámonos a comer, haragán —me dijo—. ¿Habrás sacado el dinero, no?
—Sólo un poco —respondí—. Ya sabes, por aquello de la discreción.
—Nos apañaremos, no te preocupes. A mí me ha ido muy bien. Ya tenemos todo lo que necesitábamos. Estoy ansioso porque lleguen las doce de la noche.
—¿Has conseguido...?
—Todo, todo —me interrumpió—. La documentación de la inglesita, las placas de matrícula, pintura negra, un pincel y algo de gasolina. Hay que esconderlo todo muy bien no vaya a ser que a última hora nos chafen la fiesta.
La gasolina española de los años treinta, pobre en octanaje y mal refinada, era oscura, espesa, oleosa y tenía un desagradable olor a carburo. Pero aún olía peor y parecía más venenosa cuando sus gases eran expulsados por los tubos de escape de los vehículos de la época, con sus toscos motores mal carburados y deficientemente refrigerados. La mayoría de los autos, camiones y motociclos que circulaban entonces por el país lo hacían por las calles de las ciudades, especialmente en Barcelona y Madrid, y aunque los embotellamientos y aglomeraciones de tráfico no eran muy habituales, cuando se producían —a la entrada o salida de espectáculos públicos, por ejemplo—, el aire se volvía irrespirable y provocaba un insoportable picor de ojos y de garganta. Esto, unido a las malas condiciones higiénicas y sanitarias en las que vivía buena parte de la población hacía que proliferasen las enfermedades respiratorias y a menudo con consecuencias letales para quienes las sufrían. Visto todo lo anterior, si la señora Engracia, tan celosa de la salubridad de su establecimiento, nos hubiera sorprendido dentro de la habitación con aquel bidón metálico lleno de gasolina (unos veinte litros, según mi hermano), no habría dudado ni un segundo en llamar a la policía.
—Hay que sacarlo a respirar —decidió Juan mientras abría las dos hojas del ventanal que daba al balcón.
Mi preocupación era, sin embargo, otra:
—¿Y cómo vamos a llevarnos toda esa gasolina en la moto?
Juan sonrió con picardía.
—La llevarás tú, hermanito, a la espalda. En esta mochila.
Y me mostró una especie de mochila militar de gran tamaño en la que se me antojó que podía caber una persona entera. Naturalmente la idea de acarrear con ella y con veinte litros de gasolina en su interior me resultaba intolerable con sólo pensarlo. Supuse que no iba a servir de mucho, pero por si acaso protesté:
—¿Y voy a tener que cargar con ese muerto yo solo? Si no nos turnamos, me niego, Juan.
—No podemos turnarnos, Mariano, porque tú no sabes conducir. Tendrás que llevarla todo el viaje, o por lo menos mientras necesitemos la gasolina.
—Pues me enseñas a conducir y nos turnamos. Si no, me quedo en Madrid y allá penas.
Juan sacó el bidón de combustible al balcón y lo cubrió con una manta. Después cerró las dos hojas del ventanal y me miró fijamente, pero ya no sonreía. Como a todo el mundo, a mi hermano, cuando existían de antemano demasiados problemas complicados de resolver le molestaba sobremanera la aparición de nuevos problemas imprevistos como el que yo le acababa de presentar. No podía dejarme en Madrid, y no sólo por mi propia seguridad, sino sobre todo porque él era consciente de que en solitario, sin alguien que le hiciese de porteador, sería incapaz de llegar a Valencia con aquella moto.
—Está bien —concedió—, cuando nos hayamos alejado bastante del peligro te enseñaré a conducir y llevaré la mochila, no te preocupes. Y ahora vámonos a comer. Después pintaremos las placas de matrícula, ultimaremos el resto de los preparativos y nos echaremos un rato la siesta.
Y así fue que tomamos sin demasiado apetito apenas unos bocados del que sabíamos que habría de ser el último cocido madrileño de la señora Engracia en el comedor vacío y destartalado de la pensión. El nuestro era un viaje sin retorno. Porque, nos llevase hasta donde nos llevase, lo único cierto es que jamás nos traería de regreso a aquella casa. Incluso si nos traía de regreso a otro lugar de Madrid, cualquiera que fuese, eso supondría un fracaso, y en el verano de 1936 ese tipo de fracaso al que nosotros nos exponíamos se pagaba con la vida.
—¿No comen más los señoritos? —nos preguntó nuestra patrona viendo la insuperable desgana que nos atenazaba el estómago, fruto del calor y de los nervios—. ¿Es que hoy no está bueno el cocido?
—Sí, señora Engracia, muy bueno —terció mi hermano con diplomacia—, lo que pasa es que hemos tomado un aperitivo por ahí y nos ha quitado el hambre.
Todavía lo recuerdo. Es decir, después de setenta años todavía no he logrado olvidarlo. La mirada ansiosa de la señora Engracia observándonos con los brazos en jarras. El rostro taciturno de mi hermano frente al plato colmado de garbanzos. La humeante sopera de loza llena de oloroso caldo en el que flotaba un puñado de fideos. Los viejos cubiertos de alpaca ennegrecidos por el paso de los años. El temblor de mis manos y los retortijones de mi vientre convulso. Y el calor, sobre todo el calor de fuego de aquella tarde de julio en la que parecía que el tiempo y la historia se habían detenido para siempre.
Jamás he aborrecido tanto un cocido madrileño.
Serían alrededor de las tres y media de la tarde cuando volvimos a nuestra habitación con exagerado sigilo. Era evidente que la señora Engracia sospechaba que algo estábamos tramando, porque, como buena conocedora de sus huéspedes que era, la desgana y los nervios que no habíamos podido disimular un rato antes en el comedor con toda certeza que a ella no le habrían pasado desapercibidos. Naturalmente no podíamos darle cuenta de los planes que teníamos previsto acometer esa misma noche ni insinuarle siquiera una despedida, por vaga que fuese. Juan decidió que la llamaríamos por teléfono cuando estuviésemos a salvo para indicarle el escondrijo en donde podría encontrar el dinero de nuestras deudas pendientes de manutención y alojamiento, que no sería mucho porque pagábamos la pensión regularmente.
Lo primero que hice nada más entrar en la habitación fue tumbarme vestido en la cama. Habría deseado dormirme para no despertarme nunca. Mi hermano me amonestó:
—Haz el favor de levantarte, Mariano. Tenemos todavía bastantes cosas que hacer.
—¡Pero si has dicho que nos íbamos a echar la siesta, hombre! —protesté mientras me incorporaba del lecho.
—Nos la echaremos si nos da tiempo. Saca la mochila, anda. Está debajo de tu cama.
Le obedecí. Era aquella enorme mochila de aspecto militar que se suponía que tendría que llevar yo a cuestas con el bidón de gasolina de veinticinco litros mientras durase nuestro temerario viaje. Aunque también era cierto que él se había comprometido a enseñarme a conducir la moto para que pudiéramos turnarnos en el transporte de tan incómoda carga.
—Espera, no te levantes todavía —me ordenó Juan—. A ver, palpa el suelo con las manos muy despacio: tiene que haber una baldosa suelta ahí mismo.
—¿Una baldosa suelta? ¡Pero qué demonios...!
—¡Cállate y búscala! —me interrumpió—. ¿La encuentras?
Me puse a palmotear el suelo con las dos manos sin comprender qué se proponía exactamente mi hermano. Las baldosas, gastadas y sucias de pelusas a medio barrer y del óxido que las camas habían ido destilando a lo largo de décadas, me parecieron perfectamente encajadas en el piso y sin el menor asomo de holgura entre ellas. Debajo de la cama olía a polvo, a pies y a orines centenarios.
—¿Qué estamos buscando? ¿Un tesoro? —bromeé.
—¿No has notado que se mueva alguna? —me preguntó Juan con impaciencia.
—Ninguna. Están todas tan firmes como si acabaran de ponerlas.
—No puede ser. El otro día bailaba una. Vamos, si casi pude desencajarla con la mano. Tendremos que retirar la cama para mirar mejor.
La retiramos, y pesaba como un muerto. Era una cama antiquísima de hierros barrocos y toscos que habían perdido todo rastro de pintura. A saber cuántos miles de personas se habrían acostado en ella a lo largo de su historia, que a buen seguro era muy dilatada, porque la pensión ya existía a mediados del siglo diecinueve y aquella cama no parecía haberse movido de allí desde entonces.
—Con cuidado, no hagas ruido, Mariano. Un poquito más a la derecha. Eso es, ahora. Vamos a soltarla muy despacio. Cuidado con los pies.
Daban ganas de dejarla caer de golpe, tan brutal era su peso y tan incómoda su manipulación incluso para dos personas jóvenes y fuertes como nosotros. Y lo peor era que después habría que devolverla a su sitio. Juan se tiró al suelo y palpó las baldosas con suavidad, como si las acariciara.
—Aquí está. Vamos a sacarla. En la mochila tiene que haber un destornillador.
Vacié el contenido de la mochila sobre la otra cama. Había unas chapas de hierro pintadas de blanco, unas gafas de motorista engarzadas en cinta elástica, una linterna, un par de gorras grises de pana, un bote de pintura negra, un juego de pinceles de varios tamaños, un par de alpargatas de esparto, una pequeña cartera de hule, una bolsa con tuercas y tornillos y un saquito de tela con herramientas. Allí encontré un destornillador mugriento y mellado que le tendí a mi hermano. Este dijo:
—Lo primero es lo primero, Mariano. Nuestra patrona ha sido siempre un ángel de la guarda para nosotros, y puesto que no podemos despedirnos de ella como se merece, por lo menos trataremos de recompensarla con creces: las deudas y algo más. La guerra será larga y dura en Madrid, así es que con nuestro dinero podrá sobrellevarla mejor.
—¿Guerra? ¿Has dicho guerra? —le pregunté desconcertado, porque esta palabra maldita todavía no se pronunciaba abiertamente a finales de julio de 1936 para referirse al estado de cosas imperante, que todo el mundo entendía como una simple y pasajera sublevación militar que no tendría consecuencias.
—Sí, he dicho guerra, Mariano —respondió Juan mientras hacía palanca con el destornillador en la baldosa para extraerla—, porque eso es lo que es, o va a serlo muy pronto, una guerra, ya lo verás. Los militares fascistas son muy fuertes y ya amenazan todo el país. La República, por el contrario, está atada de pies y manos y no podrá contenerles durante mucho tiempo. Los obreros no servimos para pegar tiros, sólo para pasar hambre, ese es nuestro sino. ¡Maldita baldosa! ¡Ya está fuera!
Bajo la baldosa el suelo era de tierra renegrida. Mi hermano introdujo un generoso fajo de billetes en un sobre de color sepia y lo depositó en el hueco, cubriéndolo parcialmente con la tierra. Después volvió a encajar la baldosa con cuidado. Bailaba ahora más que antes, pero esto no pareció preocuparle, porque teníamos previsto llamar a la señora Engracia en cuanto hubiésemos salido de Madrid para que recuperase el dinero. Si todo salía bien, sería cuestión de horas. Veinticuatro, o menos. Colocamos mi cama en su sitio con esfuerzos indecibles y descansamos un momento. Hacía una tarde increíblemente calurosa y sudábamos a mares. Juan abrió la cartera de hule y extrajo unos papeles que depositó ordenadamente sobre la mesilla de noche.
—La documentación, supongo —se me ocurrió decir.
—Supones bien, Mariano. La nuestra y la de la inglesita. Recuerda que a partir de ahora tú te llamas Bernardo y yo Enrique. Mientras no lleguemos a Valencia olvídate de nuestros nombres verdaderos, ¿me has entendido?
—Sí, pero será difícil acostumbrarse.
—Repite todo el tiempo: me llamo Bernardo, me llamo Bernardo, me llamo Bernardo. Y mi hermano se llama Enrique, Enrique, Enrique. Es preciso mentalizarse. Voy a pintar las placas de matrícula. Espero que no me falle el pulso, porque si no tendrás que pintarlas tú.
En aquella época, y desde que empezaron a matricularse los vehículos a motor en España, a principios de siglo, los caracteres de las placas de matrícula solían pintarse a mano alzada, todo lo más con la ayuda de moldes de cartón o de metal. La troquelación de las matrículas no se implantaría hasta bastantes años después de terminada la guerra civil, hacia finales de los cuarenta o principios de los cincuenta. Y es que, aunque ya existía una normativa precisa que regulaba la iluminación, el tamaño y el color de las placas y de los caracteres —negros sobre fondo blanco—, lo cierto es que ni las autoridades velaban en exceso por su cumplimiento ni los ciudadanos, con la salvedad de respetar los colores, ponían demasiado empeño en ajustarse al reglamento, elaborando en consecuencia unas placas de matrícula verdaderamente artesanales y con frecuencia confusas o ilegibles. A menudo ni siquiera se utilizaban placas, sino que bastaba con pintar los caracteres sobre el guardabarros o la carrocería de los vehículos en lugares más o menos visibles. Con el estallido de la guerra civil y sus consiguientes desórdenes sociales muchos de estos vehículos circulaban sin identificación alguna o con matrículas falsas que podían ser reemplazadas o suprimidas sin más cuantas veces se hiciera preciso en virtud de las necesidades de seguridad o anonimato de sus ocupantes.
Ese era nuestro caso. La motocicleta Brough Superior SS100 Alpine Grand Sport con la que íbamos a emprender la huida a Valencia había sido requisada por los milicianos unos días antes en el taller en donde trabajaba mi hermano. Y ahora él, armado con un rudimentario pincel, un bote de pintura negra, tres placas metálicas y unos papeles falsos se disponía a enmascarar en lo posible el pasado y el presente de aquella máquina mágica que a la vuelta de unas horas debería llevarnos en volandas hacia la libertad.
Buen pulso, Juan ;-)
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