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jueves, 1 de septiembre de 2016

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 8ª Entrega




Un relato de Route 1963



A las once menos cuarto de la noche llegamos a la Glorieta de Cuatro Caminos. Mi hermano Juan había decidido tomarse un margen de tiempo para analizar el terreno antes de proceder con la operación en sí, como él la denominaba, y que no consistía sino en arrebatarles por sorpresa a los milicianos la Brough Superior y salir huyendo a toda prisa en dirección a la carretera de Valencia. Sin embargo no entraba en nuestros planes el llegar a este lugar con tanta antelación, circunstancia que nos exponía en exceso a un riesgo innecesario, pero no tuvimos mejor alternativa, porque a última hora las cosas se nos complicaron peligrosamente en la pensión, hasta el punto de que llegamos a temer que no saldríamos vivos de ella.

La tarde había sido larga y tensa en nuestra habitación, sofocados de calor y mareados con los vapores emanados de la pintura negra empleada en la confección de las tres placas de matrícula falsas con las que pretendíamos camuflar la verdadera identidad de la inglesita. Y es que en su origen, según me explicó Juan mientras dibujaba con esmero los caracteres de las placas apoyando los antebrazos en la mesilla de noche, aquella motocicleta llevaba matrícula de San Sebastián y pertenecía a un aristócrata vasco en viaje de placer hacia Cádiz, toda una aventura sólo adecuada para chalados ociosos dispuestos a padecer calamidades en las deficientes carreteras españolas de la época. A la altura del puerto de Somosierra, en la entonces denominada carretera de Irún, el hombre había partido una biela, viéndose obligado a continuar hasta Madrid con la moto remolcada en un camión, y así es como la Brough Superior llegó al taller de mi hermano unos días antes de estallar la guerra. A la espera de la oportuna reparación del motor que le permitiese continuar su viaje hasta Cádiz, el desahogado aristócrata había tomado alojamiento en uno de los mejores hoteles de la capital, en donde no fue posible localizarle después del 18 de julio, cuando ya tenía la moto reparada. Nadie supo dar razón de su persona, ni dentro ni fuera del hotel. Si no le habían asesinado, probablemente habría huido precipitadamente sin dejar el menor rastro, así es que la inglesita quedó aparcada en un rincón del taller cogiendo polvo, y fue en ese momento cuando Juan tuvo la idea de tomarla prestada para marcharnos a Valencia. El resto de la historia es conocido: milicianos armados irrumpieron un día en el taller, mataron a uno de los operarios, requisaron la moto junto con otros vehículos y después incendiaron el local.

En la documentación falsa que le habían facilitado a mi hermano sus misteriosos contactos —jamás me habló de ellos— la Brough Superior pasaba ahora a tener matrícula de Madrid, M-37.101, concretamente, y estos fueron los caracteres que consignó Juan en cada una de las placas. Pero entonces, no bien hubo terminado esta tarea, comprendió que unas placas recién pintadas y relucientes como aquellas habrían despertado sospechas, y más tratándose, como era el caso, de una matrícula de seis años antes. Había, pues, que simular la antigüedad que les correspondía, para lo cual tuvimos que restregarlas contra el suelo y embadurnarlas con el óxido que desprendían los hierros de las camas y con unos pegotes de betún que podían pasar mal que bien por restos de grasa. Después nos acostamos con la intención de reposar un rato, acaso dormir si nuestro nerviosismo nos lo permitía, cosa harto improbable, pero la habitación olía tanto a pintura que tuvimos miedo de que algún huésped de la pensión o la propia señora Engracia pudieran descubrirnos, de modo que nos vimos obligados a abrir el balcón de par en par. La tarde era densa, pesada y asfixiante. Desde la calle nos llegaban con toda nitidez los ruidos de la ciudad exaltada y violenta, una algarabía estridente de bocinas y frenazos de automóviles, de chirridos de tranvías a punto de descarrilar, de gritos, de voces y de súplicas, pero también de risas y de cánticos revolucionarios acompañados de desfiles marciales y disparos al aire. En aquellos días desconcertantes en Madrid nadie dormía la siesta.

Con la caída de la tarde nos levantamos de la cama sin haber dormido, empapados en sudor frío y con un nudo en el estómago. Nerviosismo no era la palabra que mejor podía definir nuestro estado en ese momento, porque quizá lo que sentíamos era pánico, más propiamente dicho, un pánico oscuro y paralizante, además. Sentados en calzoncillos el uno frente al otro en el borde de nuestras camas, mi hermano y yo nos mirábamos en silencio incapaces de hacer el menor movimiento. Al cabo de un rato Juan me preguntó:

¿En qué piensas?

Pienso en que nos van a matar.

Es posible —dijo mi hermano tratando de aparentar una serenidad que no tenía—, pero si nos quedamos en Madrid nos matarán seguro, así es que marchándonos a Valencia por lo menos tendremos alguna oportunidad.

¿Y cuánto tardaremos en llegar, si es que llegamos?

Juan se encogió de hombros. Mi pregunta era difícil de responder. En aquella época los viajes por carretera iban siempre precedidos de un pronóstico incierto: se sabía cuándo se salía, no cuándo se llegaba. De hecho, en esos años el principal medio de transporte era el ferrocarril, pero ni siquiera los trenes llegaban nunca puntuales a su destino. Y la guerra, por descontado, no haría sino complicar las cosas de aquí en adelante.

Si todo saliera bien —se atrevió a especular mi hermano—, con un poco de suerte podríamos llegar antes del anochecer, pero si tenemos que dormir por el camino tampoco pasa nada. Y ahora creo que deberíamos cenar algo. La noche será larga.

Cena tú, si quieres. Yo no tengo hambre.

Y yo tampoco, pero lo tendremos, y para entonces no encontraremos nada que llevarnos a la boca, ya verás. Vamos al comedor, hacemos como si cenásemos para que la señora Engracia no sospeche, y nos guardamos algunos víveres en una tartera, para el camino.

Eso es lo que hicimos. Llenamos una tartera de hojalata que hallamos entre nuestras ya escasas pertenencias con unas rebanadas de pan, unos pimientos asados, un par de huevos duros y algunos pedazos menudos de bacalao con tomate. Después mi hermano me dijo:

Tienes que entretener a la vieja un instante para que yo pueda sacar nuestras cosas de la habitación. No me haría ninguna gracia encontrármela por los pasillos y que me pillase cargado con la mochila y toda esa gasolina.

Pues ya me contarás cómo la entretengo.

Me basta con que no salga de aquí. Le das conversación sobre cualquier tema en cuanto veas que va a salir. Serán sólo cinco minutos.

Bueno, lo intentaré.

La señora Engracia, que iba y venía de la cocina al comedor atendiendo las mesas en las que cenaban apenas una docena de huéspedes, en ningún momento hizo intención de salir. La mayoría de las chicas de servicio que tenía a su cargo se habían marchado de Madrid a poco de empezar la guerra. Venían tiempos difíciles. Juan regresó a los cinco minutos sin sufrir el menor contratiempo.

Ha llegado la hora. La suerte está echada —dijo lacónico.

Nos levantamos y anduvimos unos pasos hacia la puerta del comedor. A nuestra espalda escuchamos la voz maternal de la señora Engracia:

¿Ya se van los señoritos? ¡A bailar a la verbena, claro! Hace buena noche y ustedes son jóvenes y tienen que divertirse, qué caramba. ¡Vayan, vayan, hijos míos!

Antes de que pudiéramos responder siquiera con una simple frase de cortesía se nos adelantó uno de aquellos huéspedes hostiles que todavía sobrevivían en la pensión:

Sí, sí, a la verbena —habló con un tono castizo y afectado de chulería madrileña—. A estos señoritingos fascistas les iba a dar yo verbena —y apuntándonos con el dedo índice de su mano derecha como si fuera el cañón de una pistola, añadió—: ¡Pum, pum, tomad verbena, cabrones!

Era nuestro vecino de habitación. No era la primera vez que nos amenazaba. Un tipo repugnante. Mi hermano se le encaró:

¡Repite eso si tienes cojones!

El hombre se envaró sobre la silla y adelantó la cabeza desafiante.

¡Cojones me sobran para llevarme por delante a un par de fascistas como vosotros!


Juan descargó entonces su puño poderoso sobre la cara de aquel energúmeno, derribándole de la silla. En la caída arrastró el mantel y los platos, que le salpicaron la ropa de bacalao con tomate. Los demás comensales se levantaron dando voces y con los rostros congestionados por la ira. Uno de ellos sacó una pistola del interior de su chaqueta. Ese arma era de verdad, lo supimos nada más verla, como supimos que iba a dispararnos. El disparo sonó cuando ya corríamos por los pasillos de la pensión buscando la calle. Oímos gritar a la señora Engracia. Oímos las sillas que caían al suelo con estrépito empujadas por los hombres que salían en tropel a perseguirnos. Sonaron más tiros, más gritos y blasfemias. Llegamos al portal. Bajo el hueco de la escalera Juan había escondido la mochila con la gasolina y el resto de nuestra impedimenta. Sin detenerse apenas tiró de ella y salió a la calle arrastrándola por el suelo de baldosas. Yo le seguí sin volver la cabeza. Y después corrimos, corrimos y corrimos medio muertos hasta meternos en la primera boca de Metro que encontramos abierta. Eran las diez y veinte de la noche.




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