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lunes, 20 de febrero de 2017

LAS AVENTURAS DEL SARGENTO NOGUERAS Y EL GUARDIA BRIONGOS. (Motoristas de la Guardia Civil de Tráfico). 2ª Entrega


Este es un relato de ficción. Todos los personajes, los lugares y las situaciones son, por lo tanto, imaginarios, y cualquier parecido con la realidad ha de considerarse como una mera coincidencia. Fue publicado por primera vez en el año 2004 en un foro motorista de internet, y debido a determinados pasajes escabrosos de la narración se hizo necesario aplicarle algún tipo de omisión o censura en alguna de las entregas. Se ofrece ahora íntegro en su versión original en este blog, y por tal motivo hemos de advertir que LA LECTURA DE ESTE RELATO NO ES ADECUADA PARA MENORES DE DIECIOCHO AÑOS.



Un relato de Route 1963

LUCHANDO A BRAZO PARTIDO EN EL ALTO DEL TOSSAL

Nogueras entró en el motel con paso decidido mientras se quitaba el casco. Tenía la cabeza empapada de sudor. En realidad, el agua le importaba una mierda. De hecho, ni siquiera tenía sed. Sin embargo, el charlar un rato con la camarera sí que le apetecía. Le apetecía mucho. La chica no sólo era extraordinariamente hermosa, sino también amable, locuaz y muy simpática. Quizá demasiado. El sargento se derretía con ella. El sargento y todo el mundo. Habitualmente tenía Mónica una nutrida corte de moscones a su alrededor, todos con la boca abierta y la baba a punto de caerles por las comisuras de los labios. La conocía desde hacía mucho tiempo. Pero hoy estaba sola detrás del mostrador, y al verle llegar le sonrió.

Buenos días, sargento.

Hola bonica —dijo Nogueras, y la miró de arriba abajo sin perderse detalle de su rotunda anatomía—. ¡Qué barbaritat, cada día estás más masisa, xiqueta!

La camarera se puso las manos en las caderas y soltó una carcajada.

Usted tampoco está tan mal, sargento.

Bueno, bueno, pero no es lo mismo —dijo Nogueras, casi ruborizándose.

Para la edad que tiene se conserva muy bien —añadió Mónica con una mueca pícara que le llegó al guardia hasta el mismo epicentro de su entrepierna.

Sólo tengo cuarenta y sinco años, nena.

Ya lo sé, Nogueras, por eso se lo digo. Con cuarenta y cinco primaveras tan bien llevadas, ¡eso es un cuerpo y no el de la Guardia Civil, jajajajaja!

¡Jajajajaja! —rió el sargento de buena gana—. Porque no quieres, que si no, tú y yo...

Yo sí quiero —dijo la camarera sin dejar de reír—, pero la que no quiere es su señora, ¡jajajajaja!

Nogueras meneó la cabeza con disgusto mal disimulado.

¡Al dimoni con mi señora! —exclamó—. Un día te vas a venir conmigo de excursión en la moto, y ya verás.

¡Huy, Nogueras, que me dan mucho miedo las motos, por favor!

Iremos muy despasito, de paseo, no te preocupes.

Lo pensaré, lo pensaré, ¡jajajajaja! ¿Le doy más agua fresquita, sargento?

No, ponme una cocacola, con mucho hielo, has el favor.

Entonces la camarera inclinó medio cuerpo sobre una de las cámaras frigoríficas. Esto era precisamente lo que había querido Nogueras que hiciese, por eso, y no por otra cosa, le pidió la cocacola. Y el hielo porque, quizá no tardando mucho, tendría que aplicárselo sobre una virilidad que por momentos se le iba volviendo peligrosamente rampante. Los senos de Mónica, redondos, turgentes y rosados, caían con toda la fuerza de la gravedad fuera del contorno de la blusa y pugnaban por escapar también de la discreta contención del sostén negro de la chica. El sargento no podía dejar de mirar aquellas formas opulentas, y cuánto más miraba, más sudaba. Incluso cuando la camarera ya se había incorporado y le estaba sirviendo la cocacola en un vaso alto con mucho hielo y una rodaja de limón, él siguió mirando sin tomarse la molestia de disimular.

Tú tendrías que estar trabajando en el sine, bonica, y no en esta fonda de mala muerte —le dijo.

¡Jajajajaja! —rió la camarera—. Yo no valdría para el cine, sargento: no sabría actuar.

Nogueras se bebió casi de un trago el vaso de cocacola, por quitárselo de en medio, más que nada.

Me refería al sine porno, Mónica.

¿Cine porno? Ni hablar, sargento —respondió la camarera sacando la lengua lascivamente—, el que quiera verme que venga por aquí, ¡jajajajaja!

He de irme, presiosa, que tengo ahí fuera al sosio Briongos a pleno sol. Dime qué te debo.

Invita la casa —dijo la chica.

Pues entonses muchas grasias —dijo Nogueras cogiendo el casco reglamentario, que había depositado sobre el mostrador—. Y creo que voy a tener que venir más veses a verte.

Cuando usted quiera, Nogueras.

Adéu, nena.

Adiós, sargento, y que tengan buen servicio.

Grasias, grasias.

Una terrible bofetada de calor sacudió al sargento Nogueras al salir al exterior del motel. Allí en la carretera, a pie firme, seguía Briongos como una estatua de piedra plantado junto a las motos. Nogueras llegó hasta él manoseándose la entrepierna distraídamente por encima de los finos pantalones de verano.

Yo no sé lo que me pasa, Briongos —informó a su subalterno sin dejar de restregarse la mano por la bragueta—, pero a mí esta tía es que cada ves me pone más cachondo, no lo puedo evitar.

Briongos le miraba con los ojos abiertos como platos.

Mi sargento, si me lo permite...

Habla, habla, ¿qué susede?

¡Hombre, que estamos de servicio, mi sargento, y está usté dale que dale, sobándose los huevos delante de todo el mundo, pues!

Nogueras retiró la mano rápidamente de sus bajos, como si le quemasen, que seguramente le quemaban, y se puso el casco en la cabeza.

¡Perdón, ni me había dado cuenta!

Briongos se rió.

Mi sargento, la moza está que cruje, ¡vaya!, pero hay que guardar la compostura, digo yo.

Tienes toda la rasón del mundo, Briongos, aunque seas un poquet manta condusiendo, a veses yo no sé que haría sin ti.

El número quiso decir algo, pero en ese momento la emisora que llevaban instalada en las motos empezó a transmitir un mensaje borroso y lleno de interferencias. Se acercaron a escuchar.


Atención a todas las patrullas, camión frigorífico sospechoso con matrícula extranjera, probablemente rusa, “EQUIS CUATROCIENTOS VEINTICUATRO Y GRIEGA E SETENTA Y OCHO”, visto en la nacional dos, nueve, seis, sentido norte, a la altura del kilómetro uno, cinco, uno, aproximadamente, orden de detención inmediata e inmovilización. Repito, aviso a todas las patrullas...

Los dos guardias se miraron con cierta preocupación: aquel camión sospechoso circulaba casi con toda seguridad en dirección al lugar en donde ellos se encontraban. Quizá estaba ya muy cerca.

Empiesa el baile —dijo Nogueras.

Habrá que tener los ojos bien abiertos, pues —observó Briongos, al tiempo que se disponía a hablar por la emisora para confirmar la recepción del aviso—: Aquí cero-dos-cero, ¿me recibe?

Una voz rugiente y áspera surgió de lo más hondo del altavoz de la emisora:

Adelante, cero-dos-cero, dígame su situación, cambio.

Dos-nueve-seis, uno-siete-ocho, cambio —informó Briongos.

Recibido, cero-dos-cero, ¿pueden proceder?, cambio.

Afirmativo, vamos a proceder, cambio.

Recibido, cero-dos-cero, procedan, corto.

Desde la posición en la que se hallaban los guardias, en el arcén de la 296, habría sido posible divisar un largo tramo recto de carretera de más de un kilómetro si ésta se hubiera encontrado despejada de tránsito, pero como por el contrario la caravana de vehículos era cada vez más densa y circulaba más despacio, resultaba imposible identificar un camión concreto hasta no tenerlo prácticamente encima, de modo que Briongos, consciente de esta circunstancia, tuvo una idea:

Mi sargento, si me lo permite, creo que deberíamos salir en su busca en lugar de esperarle aquí parados como dos pasmarotes y que por menos de nada se nos pase de largo.

Pero Nogueras no fue de la misma opinión:

Ni hablar, Briongos, con todo este tráfico cuando nos crusemos con él y queramos dar la vuelta, habremos perdido un tiempo presioso. Hay que tener pasiensia y esperarle aquí.

A la orden, mi sargento.

Lo que no deseaba Briongos por nada del mundo era tener que perseguir a aquel camión, supuestamente ruso, carretera adelante hacia el norte en dirección al puerto del Alto del Tossal. Ese puerto, de casi dos mil metros de altitud, era una de los lugares más hostiles por los que había transitado en su vida, y el tramo ascendente de carretera que llevaba hasta él, con más de treinta kilómetros de peligrosas curvas ciegas y asfalto deslizante, conseguía ponerle la carne de gallina con sólo pensarlo. Pero sobre todo lo que más le preocupaba era saber que, si esa situación se producía finalmente, el sargento Nogueras le iba a perder nada más empezar la subida, y esto le provocaba un temblor de piernas difícil de disimular. Y para terminar de empeorar las cosas, como si el propio Nogueras acabara de leerle los pensamientos, le dijo:

Si por un casual tenemos que seguir a ese camión hasia el puerto, Briongos, quiero que te vayas fijando en mi mano isquierda, ¿me oyes?

Sí, mi sargento.

Te iré sacando dedos a la entrada de las curvas —continuó Nogueras sin perder de vista la carretera y los vehículos que circulaban por ella—, para indicarte la marcha óptima en la que tienes que entrar en cada una. Un dedo, primera, dos, segunda, y así susesivamente, ¿me entiendes?

Sí, mi sargento, eso es fácil —respondió el número sintiendo como, pese al calor del mediodía, un sudor helado y viscoso le corría por todo el cuerpo.

La mayoría de las curvas del puerto —siguió explicando Nogueras en un tono muy didáctico—, son de segunda y tersera a medio gas altito, siempre por debajo de sinco mil vueltas con estas motos. Y luego a la salida hay que tener cuidado de no abrir de golpe el grifo, porque el firme resbala como una bañera llena de jabón, Briongos, eso ya lo sabes.

Lo sé, mi sargento —dijo Briongos, notando ahora que empezaba a marearse al imaginar el deficiente resultado práctico que iba a poder obtener de las enseñanzas teóricas que le estaba impartiendo su superior.

Sobre todo —concluyó Nogueras—, lo más importante es tener siempre tracsión en la rueda trasera y vueltas en el puño, pero con cabesa y sin presipitarse, así es que tú no pierdas nunca de vista mi mano isquierda, ¿eh?, que yo te iré disiendo.

Sí, gracias, mi sargento —respondió el guardia temiendo desmayarse de un momento a otro, lo que le hizo apoyarse instintivamente en el asiento caliente de su moto, que quemaba una barbaridad—. A ver quién es el majo que pone ahora el culo ahí arriba —musitó.

Échale un poco de agua por ensima —le recomendó el sargento.

Por suerte para ellos, una de las últimas botellas de agua mineral de la que habían estado bebiendo un rato antes, todavía estaba medio llena. Briongos derramó su contenido sobre los asientos de las dos motos.

¡A ver qué pasa con ese maldito camión ruso, collóns, que no viene! —exclamó Nogueras impaciente.


Efectivamente, aquel camión parecía que no iba a llegar nunca hasta el lugar en donde le esperaban los guardias. Y es que a veces sucedía que los vehículos de los que se recibía aviso a través de la emisora nunca llegaban al lugar adonde tenían que llegar, ni pasaban por los sitios por los que tenían que pasar, unas veces porque desviaban su ruta y otras porque simplemente se detenían para ocultarse en algún punto intermedio o se daban la vuelta en cuanto olían la presencia de la Guardia Civil. Cualquiera que tuviese algo que temer o que ocultar a las autoridades extremaba las precauciones en este sentido y no se dejaba sorprender tan fácilmente.

Los dos guardias sabían, sin embargo, que entre el km 151, en donde al parecer se había localizado el camión sospechoso, y el 178, en donde se apostaban ellos, no existía ningún desvío posible ni lugar alguno en el que poder ocultarse, por eso la idea de Briongos de salir a su encuentro no parecía descabellada, ni tampoco la de Nogueras de esperar, convencido de que antes o después aquel camión terminaría por aparecer. Sólo era cuestión de tiempo, y no se sabía cuánto, así es que por entretener la espera, que ya se les hacía tensa e interminable, los agentes decidieron volver por turnos al motel para comprar más agua y orinar. Se aproximaba la hora del almuerzo y la explanada de grava que se extendía frente al establecimiento comenzó a poblarse de pesados camiones de mercancías que aparcaban en ella levantando molestas tolvaneras de polvo blanco y columnas de humo negro de gasoil que volvían el aire irrespirable. Esto, unido al terrible calor del verano, convertía la espera de los guardias en un suplicio difícilmente soportable. Briongos empezó a desear fervientemente que el camión no apareciese nunca por allí para, transcurrido un tiempo prudencial, poder abandonar aquel lugar inclemente y marcharse a comer. Pero no tuvo suerte, porque no había hecho sino terminar de formular este deseo cuando escuchó que Nogueras decía en voz baja:

Por allí viene.



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