Este es un relato de ficción. Todos los personajes, los lugares y las situaciones son, por lo tanto, imaginarios, y cualquier parecido con la realidad ha de considerarse como una mera coincidencia. Fue publicado por primera vez en el año 2004 en un foro motorista de internet, y debido a determinados pasajes escabrosos de la narración se hizo necesario aplicarle algún tipo de omisión o censura en alguna de las entregas. Se ofrece ahora íntegro en su versión original en este blog, y por tal motivo hemos de advertir que LA LECTURA DE ESTE RELATO NO ES ADECUADA PARA MENORES DE DIECIOCHO AÑOS.
Un relato de Route 1963
LUCHANDO A BRAZO PARTIDO EN EL ALTO DEL TOSSAL
El número se puso a escudriñar la carretera en la dirección que le señalaba el sargento y pronto lo vio. El espeso tránsito que apenas un rato antes saturaba la 296 se había ido disolviendo poco a poco con la hora del almuerzo y se abrían grandes claros en la larga recta de asfalto que tenían ante ellos. A trescientos metros se acercaba lo que parecía un desvencijado camión Mercedes con la cabina de color verde salpicada de barro y una caja trasera que, en efecto, bien podía pasar por un furgón frigorífico. Cuando lo tuvieron un poco más cerca observaron, no obstante, que su matrícula era española y no rusa, pero para entonces Nogueras ya había tomado la decisión de darle el alto de todos modos, así es que sacó medio cuerpo fuera del arcén y se puso a hacerle señas con el brazo. Fue en ese momento cuando Briongos pudo fijarse en que la placa de matrícula delantera iba sujeta rústicamente al paragolpes con un trozo de alambre retorcido de aspecto muy reciente. Y enseguida sucedió algo tan increíble como inesperado: aquel camión sospechoso, en lugar de obedecer la orden de detención que le había dado Nogueras, pegó un brusco volantazo a la izquierda y empezó a acelerar por el carril contrario adelantando a los vehículos que le precedían. Los dos guardias se miraron embargados por una confusa mezcla es estupor y de miedo.
—¡Será fill de puta! —saltó el sargento furioso—. ¡A las motos, Briongos, a las motos!
Briongos tragó saliva.
—Hay que avisar por la emisora, mi sargento.
—¡Pues avisa, collóns, y di que salimos pitando! —le gritó mientras ponía en marcha su moto.
—Aquí cero-dos-cero, ¿me recibe?, cambio —habló el número a través del micrófono de la radio.
—Adelante, cero-dos-cero, le recibo, cambio.
—Localizado camión sospechoso punto uno, siete, ocho —explicó Briongos—, se ha dado a la fuga, vamos tras él, cambio.
—Vayan tras él, cero-dos-cero, les mandaremos refuerzos, cambio y corto.
—Recibido. Corto.
Briongos sintió en ese instante un nudo que le apretaba en el estómago. Los refuerzos llegarían o no, y a veces nunca llegaban en aquella comarca perdida y desolada, tan escasa de efectivos, pero de momento era sobre sus cabezas en donde recaía toda la responsabilidad y todo el riesgo de la persecución, una persecución, por cierto, y a tenor de lo que acababan de ver, seguramente no exenta de peligros. Y es que si aquel extraño camión no se había detenido la primera vez que le habían dado el alto, apenas dos minutos antes, nada hacía suponer que fuera a detenerse más tarde, en cuanto le alcanzasen, que sería seguramente pronto. Así las cosas, se mirase por donde se mirase, aquella situación presentaba un riesgo cierto para ellos.
Atormentado por estos pensamientos, Briongos arrancó su K-75-RT y se encaramó al sillín monoplaza. El sargento Nogueras ya le esperaba unos metros por delante, todavía rodando por el arcén y ya impaciente por emprender la persecución. Pero al posar sus nalgas sobre el asiento de la moto, Briongos experimentó una desazón todavía más desagradable de lo que habían sido sus pensamientos previos, una desazón quizá semejante a la que habría sentido si se hubiera sentado sobre un lecho de brasas encendidas, tanto quemaba aquel asiento a través del fino tejido de sus pantalones reglamentarios de verano.
—¡Madre mía, Virgen de la Pilarica, se me van a socarrar los cojones, pues! —exclamó en voz alta mientras salía a la carretera dando gas.
El sargento activó entonces la sirena de su moto. Briongos le imitó. Los vehículos se iban echando al arcén para dejarles paso y los guardias pronto se encontraron rodando a 150 por hora en aquella recta de la 296 calcinada por el sol y camino del puerto del Alto del Tossal. Del camión, que ya debía de llevarles alguna ventaja, ni rastro. Con la velocidad, la entrepierna de Briongos empezó a refrigerarse adecuadamente, para su alivio. Pero el aire era caliente y pegajoso y del asfalto le llegaba una vaharada sofocante que le iba cociendo los pies por dentro de las altas botas de cuero. Nogueras comenzó a darle al mango como un poseso, y Briongos tuvo que hacer lo mismo para no quedarse rezagado, viendo como la aguja del velocímetro iba subiendo rápidamente sobre la escala numerada, 160, 170, 180..., y todo pasaba muy deprisa a su alrededor, fugazmente, en un ligero pestañeo, y el paisaje árido de la comarca se iba desdibujando en su retina por el efecto de la velocidad hasta quedar convertido en un turbio borrón horizontal y mareante.
El sargento todavía quería más, y más, y seguía abriendo el puño hasta casi encontrar los límites del motor de la K-75, pero la moto no andaba a su gusto, se quedaba corta, demasiado corta, y entonces él se enfurecía añorando su ZZR-1100, la potencia en estado bruto de aquel motor y las sensaciones de vértigo infinito que le producía, por qué no tendría la Benemérita máquinas como Dios manda, pensó. Por los espejos veía que Briongos no se le quedaba descolgado, le llevaba casi a rueda, pero esto era fácil en esta recta de la nacional. Cuando empezasen a subir el puerto no tardaría en perderle de vista, pese a las indicaciones que le había dado. Y mentalmente le iba animando, dándole un aliento invisible, empujándole con el deseo, ¡vamos, mañico, vamos, retuérsele la oreja a tu trasto, collóns, no tengas miedo!
Briongos, aunque no podía oírle, le iba siguiendo pegado a él como una lapa, y más por amor propio y vergüenza torera que por convencimiento personal de que fuera necesario ir tan deprisa en aquel momento, que en su opinión no lo era y además ocasionaba molestias a los demás vehículos, que se tenían que apartar, que frenaban, que se asustaban al ver pasar a los dos guardias como una centella envueltos en el estruendo de sus sirenas. La aguja del velocímetro merodeaba en torno a los 200 kilómetros por hora cuando divisaron las primeras estribaciones del Alto del Tossal. Las cumbres de las montañas estaban cubiertas de nieves perpetuas y unas nubecillas grises como hilachas de humo se deslizaban mansamente sobre ellas. Arriba haría frío, mucho frío como para transitar por aquellos pasos agrestes provistos sólo de camisas de manga corta, finos pantalones de algodón y ligeros guantes forrados de gamuza. Pensando en ello a Briongos casi se le encogió el corazón: no eran pocas las penalidades que había que sufrir trabajando en el servicio a la Patria.
Enseguida vieron el cartel que tantas preocupaciones y zozobras le causaba al número: Alto del Tossal, 34. Cortaron gas y estabilizaron su velocidad a 100 por hora. El ascenso comenzaba de inmediato y Nogueras, fiel a su promesa, empezó a sacarle dedos con la mano izquierda a su subalterno según empezaron a aparecer las primeras curvas. Eran todavía giros amplios y rápidos en cuarta, que no presentaban ninguna dificultad. Briongos no perdía comba, y a veces incluso se permitía el lujo de jugar a meterle la rueda al sargento, que ya se estaría relamiendo y que seguramente incluso habría olvidado el verdadero motivo por el que se encontraban allí. Aunque fue por poco tiempo, pues enseguida divisaron el camión, lejos todavía, muy arriba en lo alto de las mil y una revueltas que, como en una gigantesca escalera de caracol, iba dibujando la carretera.
Y aquí empezó el calvario para Briongos, porque Nogueras, animado por la relativa cercanía del objetivo y estimulado por un trazado en el que se desenvolvía a las mil maravillas, no dudó en avivar el ritmo. Ahora iba sacando dos o tres dedos, invariablemente, y frenaba salvajemente a la entrada de las curvas, tumbaba a tope hasta rozar las estriberas, trazaba con rápidos movimientos, levantaba la moto, aceleraba sin titubeos y salía disparado en línea recta sin dejar de enseñar dedos, a veces hasta los cinco, entre golpe y golpe de maneta de embrague. Y casi de inmediato el proceso se repetía a la inversa para afrontar la siguiente curva, bajando dedos, bajando marchas, cortando gas, frenando, tumbando, trazando, levantando y acelerando como un loco para volver a subir dedos y subir marchas. Contemplar aquello era como ver un prodigio reservado a unos pocos privilegiados, pero Briongos no veía el prodigio ni sentía el privilegio, porque bastante tenía con aguantar ese ritmo a duras penas y sin caerse. Sobre todo procuraba poner sus ruedas donde las ponía Nogueras, porque ni siquiera tenía tiempo de mirar al suelo y ver dónde pisaba, y sabía que en algunas zonas el asfalto resbalaba y en otras, en las umbrías en las que jamás daba el sol, incluso en verano podía haber hielo, tan maldito era este puerto. Pero a pesar de imitar lo que veía hacer al sargento, y copiar su trazada, la mayoría de las curvas eran un continuo sobresalto para Briongos, que notaba cómo su moto tendía a abrirse a la salida invadiendo el carril contrario a ciegas, y esto le obligaba a tumbar más, enderezar y acelerar más tarde y, a la postre, a perder la estela de Nogueras.
El número obtuvo un deseado respiro al cabo de un buen rato, cuando alcanzaron una fila de coches y camiones lentos a los que tardaron en rebasar. Nogueras trataba de achucharles para que se apartasen, pero no había arcenes para ello y el tránsito que circulaba de frente se había vuelto, de repente, más intenso de lo normal, lo que impedía un adelantamiento. La ventaja que les sacaba el camión al que perseguían, no obstante, había decrecido considerablemente y tardarían poco en darle caza. Lo que pudiera ocurrir después era un misterio. Durante un par de kilómetros Briongos consiguió relajarse y desentumecer los músculos sobrecargados por el esfuerzo y la tensión, que los sentía duros como piedras, tan duros como esas mismas piedras de la montaña por la que estaban ascendiendo. El del Alto del Tossal era un puerto seco, árido, descarnado y desprovisto de vegetación. No había el menor signo de vida allí arriba y el aire soplaba helado también en verano. Los dos guardias, aún sin almorzar, empezaron a sentir escalofríos según iban ascendiendo por aquellas rampas inhóspitas que parecían llevar al mismo techo del mundo. Seguían sin poder adelantar y circulaban muy despacio en la cola de la caravana de vehículos. Aprovechando esta circunstancia, Nogueras le hizo una seña a su compañero para que se colocara en paralelo a su altura. El número obedeció.
—Lo estás hasiendo muy bien, Briongos —le dijo el sargento, levantándose la visera del casco—, la verdat es que me tienes alusinado, che, ya veo que cuando quieres, puedes.
Briongos titubeó. No sabía qué creer. Dudaba de las verdaderas intenciones de Nogueras al decirle aquello. Tal vez era cierto que lo estaba haciendo bien, o tal vez lo cierto es que se lo decía para darle ánimos y subirle la autoestima. Pero a lo que verdaderamente le temía Briongos era a darse un mal golpe de un momento a otro, en cuanto pudieran volver a abrir el gas y entrar a saco en las curvas.
—Gracias, mi sargento —le respondió con una media sonrisa—. Pero si quiere saber una cosa, le diré que vengo todo el camino acojonaico perdío, pues.
—¡Bobadas, bobadas! —replicó Nogueras—. ¡Ni Doohan lo superaría en sus mejores tiempos, que te lo dise tu sargento! ¡A ver si pillamos al camión ruso este del dimoni y para selebrarlo nos almorsamos una buena ensaladilla rusa fresquita y un chuletón de buey al punto en la Venta la Reme, collóns!
La Venta la Reme, como decía Nogueras, era un magnífico mesón de carretera ubicado en la vertiente opuesta del puerto, casi al final de su pronunciado descenso, en donde se degustaba una comida casera francamente abundante, apetitosa y asequible. Al sargento se le hacía la boca agua cada vez que surgía la oportunidad de parar a comer allí, y Briongos no le andaba a la zaga.
—O unas albondiguicas con patatas y mucha salsica, mi sargento, ¡humm, qué buenas! —apuntó el número relamiéndose.
—¡Calla, calla, che, no me jodas, Briongos, que me voy a desmayar de hambre!
—Hay un refrán de mi pueblo que dice, pues: “el hambre es la mejor de las salsas”, mi sargento.
—¡Calla, cabronaso! —dijo Nogueras sin poder contener la risa—. ¡Que estamos de servisio y aún tenemos faena, nano!
—A la orden, mi sargento.
La faena que les quedaba por delante iba a ser mucho más ingrata y peligrosa de lo que en el peor de los supuestos se hubieran atrevido a imaginar. Y es que aquel maldito camión ruso, o de dónde quiera que fuese, iba a poner a prueba muy pronto todos los recursos profesionales de los guardias.
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