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lunes, 28 de marzo de 2016

LA ESPAÑA DE LOS AÑOS 60 EN VIDEOS ALEMANES




En los años 60, ciudadanos alemanes en viaje de negocios o de turismo por España, grabaron algunas cortas secuencias de película (seguramente en formato Súper 8) con sus tomavistas, que así es como se denominaban entonces estas máquinas antecesoras de las actuales videocámaras. Tal vez no fueran necesariamente personas de nacionalidad alemana, pero al menos estos fragmentos de película los hemos encontrado por casualidad, entre otros miles de ellos de distintas épocas y países del mundo, en una web alemana que los ofrece al nada módico precio de 53 euros la unidad, aunque en la mayoría de los casos estas grabaciones tengan una duración comprendida entre los 3 segundos y el medio minuto como máximo. Se comprueba que originalmente varias de estas grabaciones han sido fragmentadas de películas homogéneas de mayor duración, hasta el punto de que uniendo dichos fragmentos podría recomponerse la grabación completa en cada caso. Avaricia comercial, podríamos denominarlo, y por este motivo, aunque en principio anunciamos en nuestra página de Facebook EN LA CARRETERA (en donde hemos ido subiendo regularmente los fragmentos), que divulgaríamos el enlace a la web alemana, finalmente no lo haremos, para no concederles una publicidad gratuita que en absoluto se merecen.




Sin embargo, no existiendo ningún impedimento técnico para la descarga de estos brevísimos fragmentos de película, lo que hemos hecho ha sido bajarlos al ordenador, posteriormente recopilarlos y montarlos en un único video de cinco minutos de duración y subirlos a YouTube. No hemos manipulado los fragmentos de película ni suprimido las marcas de agua que llevan sobreimpresionadas, con lo cual no creemos haber infringido ningún derecho de copyright con este trabajo de recopilación.

La mayoría de estas tomas originales en celuloide, posteriormente digitalizadas con las modernas técnicas actuales de procesamiento audiovisual, fueron grabadas tanto en blanco y negro como en color en las calles de las ciudades de Madrid y Barcelona, y pueden datarse sin dificultad en los años 60 del pasado siglo, con la excepción del primer fragmento, grabado en la capital catalana en los años 30. Los últimos fragmentos, también de los años 60, fueron filmados en algún ámbito rural de Andalucía que por el momento no hemos intentado identificar. Algunos de los fragmentos recopilados contenían audio, pero al montarlos en nuestro video este audio se ha perdido por razones técnicas desconocidas, con lo cual hemos considerado el video íntegro mudo, sin que nos hayamos tomado el trabajo de añadirle una banda sonora, del todo innecesaria, ya que el enorme interés de las imágenes debe primar por encima de todo. 

martes, 13 de noviembre de 2012

ASALTOS Y ROBOS A CAMIONES EN MARCHA. Película "Surcos". (España, 1951)


De entre las muchas modalidades de la delincuencia y sus distintas actividades punibles realizadas en el pasado negro de nuestro país, hay varias que tienen una relación muy directa y especial con la carretera, precisamente en unos años y una época -la posguerra- en los que las carreteras españolas estaban devastadas y apenas si soportaban un tránsito mínimo de vehículos, ya que el parque móvil nacional también había resultado considerablemente mermado como consecuencia de la guerra civil. El contrabando y el estraperlo eran los delitos económicos más practicados y conocidos (e incluso consentidos, o por lo menos no lo suficientemente perseguidos por las autoridades, que se beneficiaban indirectamente de ellos, especialmente de este último), y para su práctica eficaz se recurría una y otra vez al típico ingenio y picaresca españolas con el fin de burlar la vigilancia y persecución, por mínimas que fuesen, a que estaban sometidos. Estas actividades delictivas hacían necesario muchas veces modificar, trucar o alterar las características originales de los vehículos a motor para transportar las mercancías clandestinas, sólidas o líquidas, en camiones sobre todo, improvisando en ellos dobles fondos, falsos depósitos de combustible, compartimentos escamoteables en las cajas, cabinas y remolques, y un largo etcétera de trampas y engaños dignos del mejor prestidigitador para poder trapichear con unos cuantos litros de aceite o unos kilos de harina, productos éstos, junto con otros muchos de primera necesidad, sometidos a férreos controles de racionamiento por parte del Estado. Con ser muy interesante este tema y encontrarse relativamente bien documentado en libros y estudios recientes, si bien escasos, no es el objeto de nuestra atención en esta entrada del blog. Tal vez más adelante nos ocupemos de él, pues el asunto lo merece.

En cambio, de lo que vamos a hablar hoy es de otra forma de robo menos ingeniosa y más pedestre que se produjo con cierta frecuencia en aquellos años y que llegó incluso a reflejarse en alguna película, como la relativamente poco conocida para el gran público, Surcos (1951), del director José Antonio Nieves Conde, probablemente una de las mejores producciones cinematográficas españolas de todos los tiempos: los asaltos y robos de mercancía en camiones en marcha. Al margen de la recreación ficticia de estos hechos que ofrece la película, no existe demasiada documentación sobre este tema, o al menos yo no he conseguido encontrarla, con la salvedad de una breve reseña en el diario ABC, curiosamente también con fecha de 1951 (7 de Febrero), en donde se informa de la detención de una banda de ladrones de camiones en Lérida, cuyo modus operandi coincide exactamente con el desarrollado por los personajes de Surcos.


Cabe preguntarse ahora si fueron los delincuentes reales quienes se inspiraron en la película a la hora de planear sus delitos, o bien fueron los guionistas de ésta quienes se basaron en las andanzas de aquéllos para recrear los asaltos y robos a camiones que aparecen en algunas escenas del filme. Pues parece ser que ni una cosa ni otra, porque los hechos reales y los ficticios se solapan en el tiempo, son casi simultáneos, lo que nos lleva a la conclusión de que estas prácticas delictivas venían realizándose ya desde tiempo atrás, probablemente desde el mismo final de la guerra.

Con nocturnidad y alevosía, aprovechando la oscuridad, bandas de delincuentes organizados se apostaban en las cunetas de las carreteras españolas a la espera del paso de los camiones, que en aquella época solían viajar juntos en convoy. Por lo que se insinúa en la película, estas bandas tenían sus informadores en los puntos de origen de los convoyes, de modo que sabían cuándo y cuántos camiones salían, cuándo iban a llegar a destino y cuál era la mercancía transportada. Para perpetrar los robos elegían zonas de las carreteras con pronunciadas subidas o repechos, en donde los camiones cargados, ya muy lentos de por sí, debían reducir aún más su velocidad. Después, varios hombres corrían y se encaramaban a las cajas de los vehículos sin ser vistos y arrojaban las mercancías a la calzada, en donde sus compinches las iban retirando. Bastaban unos pocos sacos de trigo o unos bidones de aceite sustraidos de cada camión para que el negocio fuera rentable. Estraperlistas y mafiosos de todo pelaje se encargaban luego de colocar esas mercancías en el mercado negro obteniendo sustanciosos beneficios, mientras las autoridades, como se ha dicho antes, a menudo solían hacer la vista gorda, pues no sólo se beneficiaban también de tales prácticas a título individual, sino que además eran conscientes de que este comercio ilícito constituía con frecuencia el único sistema para evitar el desabastecimiento de bienes de primera necesidad que el Estado era incapaz de garantizar, aunque fuese a precios prohibitivos para la mayoría de la población.


Los asaltos a camiones no constituyen el eje narrativo central de la película Surcos (cuyo título original iba a ser Surcos sobre el asfalto), sino que son una pieza más del preciso engranaje estructural de la película, pero le aportan a la misma, por una parte, una acertada dosis de acción y violencia muy en consonancia con el gusto por el cine negro, de evidente inspiración norteamericana, y por otra representan un nítido reflejo del neorralismo italiano, tendencias cinematográficas ambas muy en boga en aquella época. Un elenco de artistas de primera fila, constantes pinceladas costumbristas, bien urdidos retazos de desgarrada denuncia social y una indisimulada crítica del sistema y de las miserables condiciones de vida imperantes, que a duras penas pudieron superar la brutal censura franquista, le aportan el genuino toque nacional a esta película, a decir de los expertos toda una obra maestra del cine clásico español, y en mi opinión sin duda la mejor de su repertorio.


Para ilustrar este reportaje he realizado un breve video con una recopilación de todas las escenas de asaltos a camiones que aparecen en la película.



 
   
Una película española imprescindible, en resumen, para poder comprender aquella terrible realidad de la posguerra y las dificultades cotidianas que exigía la supervivencia a nuestros sufridos antepasados. Cine de muchos quilates y en estado puro.

lunes, 30 de abril de 2012

LA INDÓMITA BELLEZA DE LA CHATARRA (II). Aquellos desguaces y cementerios de automóviles.

     La anárquica, indómita y decadente belleza de la chatarra amontonada en desguaces y cementerios de automóviles, abandonada para la eternidad en almacenes, talleres, naves y campos en una intemperie inmemorial salpicada por la nostalgia y la melancolía de un pasado más o menos remoto que no habrá de volver. Para la mayoría de las personas es sólo eso, chatarra, basura férrica, desechos oxidados, detritus industriales, residuos tóxicos y venenosos carentes de la menor estética, incapaces de sugerir belleza o sentimiento alguno a sus posibles espectadores. Personalmente, no sólo discrepo de esa idea, sino que albergo justamente la contraria: la chatarra es bella. Cuando yo era niño recuerdo que la mayoría de las carreteras nacionales españolas estaban jalonadas de inmensos desguaces y cementerios de automóviles, bien en mitad de los campos, bien en las entradas de pueblos y ciudades, y en ellos, con miles de vehículos apilados en altas columnas de chapa y neumáticos viejos o desparramados por extensas praderas cercadas de alambre, se iba condensando la historia automovilística de nuestro país, nuestro pasado, lo que habíamos sido y lo que habían sido otros más viejos que nosotros. Allí reposaban, a veces durante muchos años antes de caer bajo los dientes de las máquinas trituradoras, esos coches, camiones, autobuses, tractores y motocicletas que habían circulado alguna vez, desde los albores del siglo XX, por nuestras carreteras, y yo siempre volvía la cabeza para admirar unos segundos, desde la ventanilla del coche en marcha, aquellas cordilleras de hermosa chatarra, aquellos memorables vehículos que se resistían a morir y que todavía parecían querer contarnos algo de sí mismos.




      En ambas orillas de las cunetas de la inmensa recta de la nacional tres que buscaba la entrada en Motilla del Palancar proliferaban los cementerios de automóviles como silvestres praderas de chatarra perenne que pudiera resucitar un día y echar a rodar de nuevo por el asfalto. Los coches para el desguace estaban alineados cuidadosamente en perfectas hileras según los modelos y marcas, y los rastrojos y unas delicadas florecillas amarillas o rojas brotaban entre sus neumáticos desinflados con una fertilidad abonada de posos de herrumbre, charcos de gasolina y ácido de batería. En aquellos pudrideros de chapa abollada y parabrisas astillados aparecía representada, como en un museo de la industria automovilística contemporánea, una parte notable de los distintos turismos del parque móvil español de las tres últimas décadas. Había interminables filas de rechonchos Seat Seiscientos despanzurrados en el suelo con una mansedumbre ovejuna, o de Ochocientos cincuentas -los populares “ocho y medio”- amontonados como escarabajos perezosos, o de picudos Mil quinientos, algunos de ellos todavía con trazas de la pintura distintiva de los taxis de las diversas ciudades en donde habrían prestado servicio, o de Ciento veinticuatros y Mil cuatrocientos treintas, ampulosos y cuadrados como cajas de galletas rodantes, o de modestos Ciento veintisietes y Ciento treinta y tres con sus ruedas enredadas entre las malas hierbas del cementerio con esa misma resignación utilitaria con que habían circulado por calles y carreteras. Podían verse nutridas filas de antiguos modelos Renault en una gradación ascendente de los números de su denominación comercial: los Erre Cuatro Ele, en sus dos versiones de berlina o furgoneta -despectivamente conocidos como “Cuatro latas”-, que ofrecían un cierto aspecto de vehículos militares, con sus estrechas ventanillas y los tapacubos siempre salpicados por el barro de los campos, los Erre Cinco y Seis, cuyo diseño irregular de sus carrocerías escapaba a los conceptos más elementales de la simetría, los Erre Siete, diminutos como los coches de choque de las atracciones de las ferias, los Erre Ocho y Diez, panzudos, ruidosos y con largos tubos de escape cubiertos de carbonilla, que en sus orígenes fueron conducidos por discretos empleados y obreros menestrales para caer al final de sus días en manos de los macarras de los pueblos y de los pandilleros de los arrabales de las ciudades, y los Erre Once y Doce, elegantes y presumidos como cisnes, con sus techos de vinilo y sus esmaltes metalizados que les concedían un prestigio de modernidad por contraste con la sobriedad de los cánones estéticos de la época.





     Pero todavía quedaban en los rincones de aquellos cementerios de automóviles algunas reliquias vetustas de la marca francesa que acaso habrían merecido descansar para siempre en las vitrinas de los museos, de no ser porque ya sólo se trataba de meras aglomeraciones de hierro retorcido y de formas apenas reconocibles, y ese era el caso de los antiquísimos Renault Cuatro Cuatro de los años cincuenta, abombados como sapos, con sus estribos laterales y sus faldones de goma tras las ruedas a modo de salvabarros, o de los livianos Gordinis, Ondines y Dauphines -denominados genéricamente por el pueblo llano como “el coche de las viudas”, debido al gran número de accidentes que sufrían por su escaso peso- y que, en efecto, sí que presentaban en sus líneas esa esbelta delgadez de los delfines, o los lujuriosos Caravelle de los sesenta, deportivos descapotables conducidos por play boys, universitarios y niños bien que acudían a fiestas y guateques, bebían vodkas con naranja y luego salían a divertirse jugándose la vida -y la de los automovilistas ocasionales que se cruzaban en su camino- a la “ruleta romana”, que consistía en conducir temerariamente por la noche y a toda velocidad sin respetar los semáforos ni las preferencias de paso de las intersecciones de las calles de Madrid hasta que, antes o después, terminaban estrellándose contra otro vehículo.





     Ordenadas hileras de turismos y furgonetas Citroën Dos Caballos y Dyane Seis, espartanos cacharros que tenían esa altivez torpe y aparatosa de los patos cuando se desplazan fuera del agua, con sus carrocerías de chapas acanaladas que tanto me recordaban las ya desusadas tablas de lavar de las mujeres de los pueblos, o ejemplares muy contados del modelo De Ese “Tiburón”, que verdaderamente aparentaban toda la amenazadora agresividad de los grandes escualos, y se veían también a veces formaciones aisladas de Simcas Mil azules, blancos y rojos, raquíticos y feos como infantiles cochecitos de pedales, y Mil doscientos, más espaciosos, modernos y funcionales -algunos habían sido adaptados para servir de ambulancias-, y ocasionales Mercedes Benz y Dodges Dart pretenciosos, automóviles de nuevos ricos y gente de posibles en su época -“Deportivo Ostentoso De los gilipollas Españoles”, había denominado con maliciosa envidia el populacho al Dodge, pese a que no tuviera nada de deportivo y las otras definiciones pudieran ser opinables-, y cuyo nombre anglosajón los castizos pronunciaban “doje” y los enterados y los cursis “dodche”. Más difícil se hacía, en cambio, localizar en aquellas praderas cercadas por pilas de neumáticos y empalizadas de parachoques algún milagroso ejemplar de “haiga” americano de los cincuenta, pero a veces los había. Esos mismos cochazos -Fords, Chevrolets, Cadillacs, Hudsons, Studebakers...- de líneas angulosas y colores chillones que veíamos en las películas añejas de Hollywood y que raramente habían venido a España para quedarse en nuestras carreteras. Pero los muy escasos que se habían salvado con los años de la codicia de coleccionistas, agencias de publicidad y empresas de alquiler que los empleaban en bodas y otras ceremonias, debían de encontrarse ahora moribundos y a medio desguazar en los cementerios de automóviles de muchas provincias españolas.




       Mi memoria sentimental de la carretera tenía muchas deudas contraídas con los cementerios de automóviles debido a la minuciosa atención que yo siempre les había prestado desde la infancia. Para mí eran éstos lugares incomprensiblemente hermosos, de una belleza heterodoxa, decadente y triste, sí, pero profundamente evocadora y generosa en detalles para con el atento observador.







   
     (...) yo por el contrario dejaba vagar mi imaginación y me abandonaba a los fantásticos recuerdos que me traía toda esa acumulación anárquica de materia inerte formada por chasis herrumbrosos y motores enmohecidos, amortiguadores reventados y gomas cuarteadas, cristales hechos añicos y asientos rajados que enseñaban sus muelles como si enseñaran sus vísceras. Era como si aquellos volantes de baquelita endeble -de la mayoría de los cuales sólo solía quedar su esqueleto de alambre- pudieran hablarnos de las manos ancestrales que se habían posado sobre ellos. Era como si aquellos pedales larguísimos -acelerador, freno, embrague-, forrados de caucho con el anagrama de la marca del vehículo, pudieran hablarnos de los pies que los habían accionado. Los salpicaderos de pasta de plástico que amarilleaban con los años llevaban encastradas en su interior las pantallas o esferas mínimas de los velocímetros, con las escalas numeradas de cartón y los tambores giratorios de los dígitos del cuentakilómetros, que se acababan encasquillando con el uso y dejaban de marcar, quedando detenidos para siempre en unas cifras engañosas.

 



    
     (…) millones de desconocidos seres se habían dejado durante décadas enormes jirones de sus existencias -a veces, incluso, la existencia entera, en un solo golpe de infortunio-, en el habitáculo de todos y cada uno de los vehículos que aguardaban el final de la Historia en los cementerios de automóviles. Tenía la impresión desconcertante de que yo no era yo, ni era nadie, pero que vivía arrendado en las vidas de otros a quienes no había podido conocer, por puro azar. Y ya desde niño no había podido dejar de preguntarme por dónde habrían circulado esos vehículos, y por dónde no, y quiénes los habrían conducido, y cuándo, y cuáles habrían sido sus pensamientos, o sus conversaciones, mientras lo hacían, y qué habrían visto sus ojos a través de las lunas de los parabrisas, cómo habrían sido los amaneceres y las puestas de sol y los días de lluvia que a ellos les habría correspondido contemplar en el pasado, y qué otros vehículos les habrían adelantado en la carretera o con cuáles se habrían cruzado alguna vez, e incluso si habrían llegado a copular sobre la tapicería de los asientos -en unas épocas en las que, por la represión sexual y la falta de mejores lugares los españolitos no le hacían ascos a fornicar en sus coches-, y si lo habían hecho, con qué mujeres, o si eran mujeres las conductoras -escasas en esas épocas-, con qué hombres.




 
     Naturalmente la Historia, con mayúsculas, no se ocupaba de estas minucias, y sin embargo para mí esa era la verdadera historia, con minúsculas, como minúsculos y desconocidos -salvo para sus familiares y allegados, quizá- eran aquellos seres que la habían protagonizado sin saberlo y de la mayoría de los cuáles ya sólo quedarían como pruebas irrefutables de su paso por este mundo aquellos destartalados vehículos que habían conducido antaño y que ahora languidecían lentamente en las amenas praderas de los cementerios de automóviles, entre delicadas florecillas amarillas, o rojas, y malas hierbas. Pero esa infrahistoria formada por millones de biografías de personas contemporáneas que nunca llegaría a ser conocida por el conjunto de la humanidad, tenía para mí tanta legitimidad y validez -si no más-, y al mismo tiempo se me antojaba tan remota y merecedora de estudio como la historia de los asirios, babilonios, egipcios, fenicios, griegos, romanos y visigodos, ya escrita y divulgada en los libros.


     (Texto en cursiva, extractos de la novela inacabada del autor de este blog, Memoria sentimental de la carretera).

sábado, 21 de abril de 2012

MELL KILPATRICK. "CAR CRASHES": DESTRUCCIÓN Y MUERTE EN LA CARRETERA

     Recién estrenada la década de los años 60 del pasado siglo XX, ya habían muerto un millón de ciudadanos norteamericanos en accidentes de tráfico desde los orígenes  de la automoción en Estados Unidos, la nación más desarrollada del mundo en ese y en todos los demás aspectos socioeconómicos. Un millón de muertos en apenas sesenta años de historia automovilística parecen demasiados muertos, incluso considerando el gigantesco parque móvil, la extensión del territorio y de la red de carreteras, y el gran volúmen demográfico del país, pero ahí está el dato escalofriante que fue revelado hace más de cincuenta años. Indudablemente, la cultura automovilística se desarrolló mucho antes en los Estados Unidos que en el resto de los países occidentales, hasta el punto de que, por ejemplo, durante mucho tiempo las tres cuartas partes del parque móvil mundial estuvieron censadas en Norteamérica, y concretamente en el año 1922 circulaban por las carreteras de este país diez millones y medio de vehículos (un automóvil por cada diez habitantes), mientras que en Inglaterra y en Canadá, siguientes en la lista, sólo se contabilizaban apenas medio millón de vehículos en cada una (y en España apenas 38.000). Una sociedad como la norteamericana, tan motorizada desde tiempos tan tempranos, inevitablemente había de sufrir un altísimo número de víctimas  como tributo obligado al progreso y a la modernidad.
     Pero el objeto de esta nueva entrada del blog no es el de analizar ni comentar este fenómeno social de los accidentes de tráfico en Estados Unidos ni en otras naciones, un tema sin duda muy interesante sobre el que existirá abundante información escrita, sino mostrar el punto de vista profesionalmente truculento y morboso de un fotógrafo que se dedicó, durante los años 40, 50 y 60, a plasmar con su cámara la destrucción y la muerte en las carreteras y calles del Condado de Orange y alrededores, en el estado de California. Mell Kilpatrick (1902-1962) nos dejó un legado terrible de magníficas fotografías en blanco y negro en las que no nos ahorra en absoluto el horror de la contemplación de cadáveres atrapados en el amasijo de hierro de sus vehículos accidentados, miembros amputados, mutilaciones, sangre, dolor y sufrimiento. Es el reverso amargo del llamado sueño americano.

Mell Kilpatrick



     Mell Kilpatrick tuvo varios trabajos y desarrolló diversas profesiones a lo largo de su vida, entre ellas la de odontólogo, y existe constancia de que también llegó a colaborar estrechamente en algún proyecto artístico con el célebre Walt Disney, pero sin duda ha pasado a la Historia y permanecerá en ella exclusivamente por sus fotografías de accidentes de tráfico, homicidios, suicidios y todo tipo de reportajes gráficos sumamente espeluznantes relacionados con la materia de la muerte. Al parecer, Kilpatrick tenía acceso permanente a las frecuencias de radio de la policía del Condado, lo que le permitía presentarse en el lugar de los hechos con gran celeridad. En el año 2000 se descubrieron sus archivos inéditos y la editorial Taschen publicó un horripilante libro de fotografías (Car Crashes and other sad stories), hoy descatalogado y muy valioso, en el que se recopilaban sus mejores instantáneas.


     Fue por entonces cuando tuve el libro en mis manos y lo compré sin dudar cuando estaba a punto de agotarse, sorprendido de lo brutal e increíble de su contenido y de la magnífica calidad de sus fotografías, algo nunca visto hasta entonces y probablemente difícil de reeditar en estos tiempos que corren, tan sometidos al pudor de lo políticamente correcto en todos los órdenes de la vida. Desde luego, no es un libro digerible para todos los estómagos, o mejor dicho, no es un libro digerible para casi ningún estómago. Tengo que decir que, personalmente, no me produce ningún morbo este tipo de asuntos ni siento la menor fascinación ante ellos, pero sí soy sensible a la buena fotografía, y este libro, si nos olvidamos de su contenido explícito, es un grandísimo libro de fotografía y como tal hay que considerarlo. No obstante, entre la extensa y casi sádica recopilación de imágenes de cadáveres, sangre, vísceras y miembros amputados que desfilan por estas páginas, también es posible encontrar sólo muestras más o menos asépticas de los daños materiales colaterales, esto es, de los propios vehículos accidentados, de los hermosos automóviles americanos de aquella época destruidos, arrugados, chafados, aplastados, arrollados, precipitados o estrellados en las carreteras californianas, y es con este aspecto del libro con el que nos vamos a quedar aquí, por supuesto, pues nada más lejos de mi intención el mostrar en el blog imágenes desagradables que pudieran herir la sensibilidad de los lectores y/o espectadores. Unas imágenes ante las que, como puede comprobarse a continuación, sobran todos los comentarios.