viernes, 28 de diciembre de 2012

TÚ TIENES LA LLAVE (II). LA ANGUSTIA EXISTENCIAL DE LA CARRETERA


JOTAUVE y la Honda CB-750 en la carretera. Década de los noventa.





Serían alrededor de las cuatro de la tarde del domingo 2 de Octubre de 1994, cuando algunos de los más allegados me encontraron por fin tirado en la cama de una habitación escondida después de buscarme largo rato por todo el albergue. La paella del almuerzo había sido espantosa, me contaron, y nadie fue capaz de acabar su plato, no digamos ya de repetir, pese a lo cual, y a la espera de la digestión, casi todos empezaban a tener muy mal cuerpo. Y sin embargo, fuese en las condiciones que fuese, había que salir de allí, subirse en las motos y echarse a la carretera de nuevo. Desde la habitación ya se escuchaba el sonido de los motores de los primeros grupos que abandonaban Benicassim poniendo rumbo hacia los cuatro puntos cardinales del país. La expedición que partía para Madrid todavía no había salido, andaban de momento buscándose los unos a los otros y despidiéndose de terceros, según se les oía por los pasillos del albergue. Yo no regresaba con ellos. En realidad, como tenía un día libre más, ni siquiera regresaba a Madrid hasta la jornada siguiente, lunes. Premeditadamente me había buscado un destino mejor, en compañía de los íntimos, el entonces Bóxer Manuel (hoy Hachegé, o Aguirre, son sus nombres de guerra) y de su inseparable Julia. Casi siempre viajábamos juntos a todas partes. Adonde iban ellos, iba yo. Adonde iba yo, venían ellos.

JOTAUVE y AGUIRRE, inseparables camaradas en los 90, los años locos de la carretera

 

Me levanté de la cama casi a rastras, y casi a rastras llevando el equipaje llegué hasta la explanada trasera en donde estaban aparcadas las motos. Yo también tenía muy mal cuerpo, aunque prudentemente no hubiese probado la paella venenosa del albergue. Los excesos alcohólicos de la víspera y la falta de sueño y de alimento seguían causándome estragos. Pese a todo, mientras colocaba el equipaje en la moto se me ocurrió pensar que me estaba labrando una biografía meritoria de la que algún día podría sentirme orgulloso, que estaba haciendo algo grande en la vida, que mi existencia cobraba una dimensión extraordinaria cada vez que me arrojaba a la carretera para emprender un nuevo viaje y me dejaba poseer por ella. Y a la vuelta de setecientos kilómetros y poco más de veinticuatro horas, ya de regreso en casa, me sentaría a escribir acerca de todas estas últimas vivencias que acababa de experimentar, que todavía estaba experimentando, y que tanto pensaba que me engrandecían, aunque seguramente muchas de ellas sólo me estuviesen encanallando. Y lo mejor de todo es que ni siquiera era feliz, ni necesitaba serlo. Para mí, la carretera y los viajes en moto constituían una especie de sublimación intensa de la angustia existencial, una sobredosis abrumadora de realidad que, paradójicamente, sólo a través de este mecanismo de exaltación enajenada se volvía soportable y me permitía seguir descubriendo sus posibilidades creativas y redentoras. La carretera como liberación. Por eso, aparte de otras razones más elementales y obvias, era fundamental no matarse en la carretera, ni tan siquiera sufrir un accidente, por leve que fuese, porque había que seguir en ruta mientras la ruta constituyese todo mi mundo, o por lo menos la parte primordial del mismo. Evita los accidentes de tráfico, evita els accidents de tránsit, tú tienes la llave, tú tens la cláu. Sólo era un lema, un hallazgo más o menos afortunado de un publicista profesional contratado por la Generalitat Valenciana para su campaña de seguridad vial. Pero todo era muy engañoso, o como mucho todo era una verdad a medias, o menos. En la carretera, tu vida no dependía sólo de ti. Nadie era estrictamente dueño de su destino. Los demás conductores también tenían su llave maestra, y podían abrir puertas indeseables. Frente al discurso didáctico oficial, plano y simplista, yo podía oponer mi filosofía de la carretera, mucho más reflexiva y consistente, que tampoco salvaba vidas necesariamente, es cierto, pero que acaso las engrandecía y les otorgaba un nuevo valor de dignidad y trascendencia. O al menos eso era lo que yo creía entonces. Ahora ya no estoy seguro de seguir creyéndolo.

 


Una vez subido en la moto y con el motor en marcha en el momento previo de partir, comprendías que ni la dignidad ni la trascendencia eran buenas compañeras para andar por el mundo cuando tus fuerzas físicas no podían corresponder a lo que se demandaba de ellas. Si el cuerpo no te seguía y era tu cerebro (también sustancia corpórea, al fin y al cabo) el que tenía que tirar de él y someterlo por la fuerza, cualquier viaje, por breve que fuese, podía volverse muy comprometido. Y el nuestro era ambas cosas, breve y comprometido, pues aunque sólo teníamos que recorrer doscientos kilómetros por autopista y autovía, habíamos calculado previamente que tardaríamos no menos de tres horas en hacerlo, en tal mal estado nos encontrábamos. Y además, por supuesto, también contábamos de antemano con que tendríamos que parar varias veces, y no importaba cuántas ni durante cuánto tiempo en cada una. Bóxer Manuel (a partir de aquí Hachegé, o Aguirre, según convenga), había descrito un momento antes de salir muy expresivamente cómo íbamos a viajar: al tran tran.
 

Hace calor, demasiado calor para esta época del año cuando salimos de Benicassim después de despedirnos de la gente y desearles buen viaje adonde quiera que vayan. Enseguida tomamos la autopista rumbo sur y rodamos un rato a humildes cruceros de 100/110 kilómetros por hora antes de efectuar la primera parada para cargar combustible. Como curiosidad para los aficionados a los detalles del pasado, decir que el litro de gasolina súper de 96 octanos costaba entonces 107 pesetas, esto es, 64 céntimos de euro actuales, menos de la mitad de lo que cuesta hoy (227 pesetas ó 1´37 euros en las gasolineras más baratas), pero proclamar aquí y ahora que cualquier tiempo pasado fue mejor es hacer apología de la nostalgia y caer en el derrotismo absoluto.

Precios del combustible a finales del año 2012



 

No bien hubo terminado de llenar el depósito de su BMW R-65 del 86, Aguirre se sintió indispuesto. Quizá muy indispuesto, pues salió corriendo hacia los servicios de la gasolinera, él, que nunca corría por nada ni por nadie. Alejé las motos de los surtidores, primero la suya, luego la mía, y nos retiramos Julia y yo a una zona apartada para poder fumar. A ella también le había sentado mal la paella del albergue, pero de momento resistía, me confesó. Estuvimos fumando largo rato mientras contemplábamos en silencio el intenso tránsito del domingo que corría por la autopista. En la carretera, Julia era una mujer de muy pocas palabras. Este no era su ámbito natural, y terminaría retirándose para siempre de las motos y de los viajes seis años después, pero con decenas de miles de kilómetros en el cuerpo. Empezamos a preocuparnos ante la tardanza de Aguirre, de modo que decidí ir a buscarle a los aseos de la estación de servicio. Sus tirantes y los pantalones de cuero colgaban en lo alto del tabique de uno de los retretes sin techar, y apenas si pudo contestarme con un hilo de voz cuando le llamé. Todo había ido bien, y en cuanto se vistiese reanudaríamos el viaje. Puta paella, dijo al salir, todavía pálido y tembloroso. La caridad no se encontraba entre las virtudes que yo practicaba en aquellos años, tampoco la misericordia ni la discrección, pero sí que me prodigaba, en cambio, en la ironía, el humor negro y el sarcasmo brutal, así es que no tuve demasiados escrúpulos en escribir aquel episodio y titularlo escatológicamente (aunque debidamente sajonizado, para quitarle crudeza) como Highway Defecator, y como tal lo leyeron en el boletín oficial de la peña motorista y supieron de sus desdichados pormenores todos sus miembros. Yo era incorregible, y me temo que sigo siéndolo. 

AGUIRRE y su BMW R-65 del 86. Años 90

 

Volvimos a la autopista con la incertidumbre de no saber quién sería el siguiente en indisponerse, incluso si no repetiría el propio Aguirre, puesto que Julia parecía más entera y yo llevaba bastantes horas sin ingerir alimentos. Habíamos considerado la posibilidad de comer algo en la primera parada, pero inmediatamente lo habíamos descartado para evitar que nos invadiese el sueño, es decir, que se incrementase el sueño que ya teníamos de antemano, porque en aquel momento cualquiera de nuestras circunstancias era susceptible de empeorar al menor descuido. Con todo, el sueño no era lo peor, sino más bien la fatiga, el cansancio, el abotargamiento y el bajo tono muscular que me hacía sentir el manillar de la moto flotante y esponjoso bajo las manos. Y además, como viajábamos al tran tran, despacio y sin tensión en la monotonía de la autopista, bajo un cielo plomizo, viscoso y caliente, el nivel de concentración se encontraba muy por debajo del umbral de seguridad necesario para conducir. Todos los manuales de seguridad vial recomendaban con sensatez detenerse ante la menor señal de fatiga, sueño o cansancio, porque aunque uno estuviese convencido de poder sobreponerse a ellos, era una lucha estéril, pues al final siempre te derrotaban. Lo sabíamos, y sin embargo seguíamos conduciendo, y los kilómetros se iban restando, y la distancia hasta el destino final del viaje se acortaba poco a poco ante nuestro asombro. ¡Nos movíamos!


En algún punto del camino nos llovió copiosamente, en otro sopló el viento inclemente de la costa, que era húmedo y salobre, y en un tercero asomó un sol crepuscular que ya no nos abandonaría en toda la jornada, y la tarde se volvió sobredorada, apacible y dulce en las interminables rectas de la autopista dominical, que eran como inmensos canales de asfalto reluciente que corrían hacia el sur paralelos al Mediterráneo. Bien pensado, aquel viaje, como tantos otros, representaba la sustancia misma de la vida, en donde todo era posible y necesario para que no se alterase el orden del mundo, desde el dolor al placer, pasando por la felicidad y la angustia, y terminando en la esperanza y el desasosiego, y todos los estímulos y todas las sensaciones adquirían de repente una intensidad tan extraordinaria y luminosa que yo no conseguía sobreponerme a mi propio desconcierto ni a mi ansiedad de viajero alucinado.
 

A cincuenta kilómetros del destino final del viaje hicimos una nueva parada en un área de servicio para evaluar el estado de nuestros cuerpos y de nuestras almas, porque en aquel tiempo todavía estábamos convencidos de que teníamos alma. Se nos había ido la tarde atravesando al tran tran las provincias de Castellón y Valencia y estábamos a punto de entrar en la de Alicante. Animados por la cercana conclusión de la ruta nos atrevimos a llenar por fin el estómago con unos bocadillos y unos refrescos cuyo precio nos supuso una verdadera crucifixión económica, como antes ya lo había sido el peaje de Sagunto y enseguida lo sería el de Ondara. Por aquel entonces la gasolina era relativamente asequible, pero el precio de los peajes de las autopistas resultaba sencillamente disparatado. Ahora da la impresión, seguramente engañosa, de que se han invertido los términos y el combustible es más caro en relación a las tarifas de peaje de las autopistas. Aguirre parecía haberse sobrepuesto a sus problemas intestinales y el organismo se le iba asentando con las horas de carretera, porque para él la carretera también era una verdadera liberación, aunque fuese por motivos muy diferentes a los míos, pero por eso la carretera nos acercaba tanto, nos convocaba y suponía nuestro mayor punto de encuentro, mientras iba repitiendo, una y otra vez, como de costumbre, ya no queda nada, ya no queda nada, esto está hecho, y Julia, desmadejada y meditabunda, pero aún muy digna, le miraba con indiferencia y fumaba en silencio, y yo sentía el cuerpo desbaratado y denso como si me pesara miles de toneladas, pese a lo cual me encontraba casi eufórico y dispuesto de nuevo a conquistar el mundo, o por lo menos la carretera, que eran las conquistas que uno se proponía entonces con treinta años de edad, o treinta y uno, exactamente los que cumpliría tres días después.




Tal y como había pronosticado Aguirre, aquello estaba hecho, y entramos en Denia con las últimas luces, o las primeras sombras, de la tarde del domingo. Habíamos recorrido alrededor de doscientos kilómetros, apenas una insignificante muesca en el mapa, aunque parecíamos recién llegados desde el otro extremo del país. Mal comidos, mal dormidos, mal aseados e intoxicados por todo tipo de alcoholes criminales, estábamos cansados, sucios y rotos, pero también increíblemente lúcidos, quizá como nunca lo habíamos estado hasta entonces. Tanto, que hicimos firmes propósitos de acostarnos temprano esa noche para recuperarnos en condiciones y afrontar descansados el viaje de regreso a Madrid, al día siguiente. Animada por esta sensata resolución y para resarcirnos de todas las calamidades sufridas en Benicassim, Julia nos invitó a cenar una exquisita caldereta de lenguado a la zarzuela, el plato estrella de uno de nuestros restaurantes favoritos de aquella época, un establecimiento emblemático, situado en la playa, que luego caería en desgracia, como tantos otros. Casi veinte años después no recuerdo nada de esa cena ni de la invitación de Julia, pero así debió de suceder, puesto que así quedó escrito en su día en la crónica del viaje. 
 

Sin embargo, sí que recuerdo perfectamente que no nos acostamos temprano ni sobrios tampoco esa noche, pese a los buenos propósitos iniciales. Como verdaderos seres nocturnos que éramos (y seguimos siendo), después de la copiosa cena volvimos a tomar adecuada y auténtica posesión de nosotros mismos. Sobrepuestos al cansancio, al sueño, al dolor y a todos los demás males corporales que nos habían aquejado horas antes, decidimos una vez más que los buenos propósitos previos declarados en un momento de suma debilidad estaban hechos para ser transgredidos sin contemplaciones, porque de lo que se trataba era de dejar que las cosas siguieran su curso, fuese para bien o para mal, y que el mundo loco se hiciera cargo de nosotros, nos llevara y nos trajera al albur, tal y como había venido sucediendo desde que teníamos memoria.

Y esta vez nos llevó hasta más allá de las cuatro de la madrugada, apaciblemente sentados en la terraza otoñal del Jamaica Inn, frente al Puerto, mirando las estrellas que se reflejaban en las copas de cristal y hablando de la vida.


Tercer y último capítulo:

 

 


martes, 11 de diciembre de 2012

RUTA Y MANTEL. La gastronomía de la carretera. RESTAURANTE LOS PARRALES. Cifuentes (Guadalajara).



Saltamos geográficamente de las cálidas tierras alicantinas hasta la fría y dura Alcarria de Guadalajara, un territorio que, no por harto explorado en nuestras andanzas motoristas y gastronómicas, ha conseguido dejar de sorprendernos nunca, y casi siempre muy gratamente en todos los aspectos.

En esta ocasión, el azar, la fortuna o la casualidad nos pusieron en el buen camino para descubrir un establecimiento muy interesante que no nos era del todo desconocido, pues en varias ocasiones anteriores habíamos tomado algún aperitivo rápido en su terraza exterior, hoy perfectamente acondicionada para el invierno con un cerramiento de lona y plástico y grandes estufas de intemperie, por aquello de facilitar el confort a los fumadores, tan injustamente demonizados en estos tiempos por la tiránica y absurda ley antitabaco. Sin embargo, por unas u otras razones, nunca nos habíamos quedado a comer allí, sino frecuentemente en otro buen restaurante situado justo enfrente de este, al que dedicaremos también una próxima entrada del blog en esta sección de Ruta y Mantel, pues sin duda lo merece igualmente.


Estamos, como queda escrito en el título de esta entrada, en la atractiva Villa de Cifuentes, en el corazón de la Alcarria. El pueblo, aseado y pulcro, cuenta con algunos interesantes vestigios arquitectónicos y arqueológicos del pasado sobre los que no vamos a extendernos aquí, dedicados como estamos a hablar estrictamente de cuestiones gastronómicas y culinarias. El mesón-restaurante Los Parrales se encuentra ubicado en una plaza recoleta cercana al centro de la localidad, y por lo tanto tampoco se trata de un restaurante de carretera como tal. Sin embargo, muchos y variados son los caminos y carreteras que llevan hasta él, y que suelen estar muy frecuentados los fines de semana, sobre todo por motoristas madrileños ávidos de rutas de curvas y de una buena ración de paletilla de lechal al horno. Tentadora combinación. 

El aspecto exterior de su fachada no destaca por nada en particular, porque lo pintoresco y hasta cierto punto insólito se encuentra en su interior, en sus entrañas, propiamente dichas, al tratarse de unas cuevas excavadas en tiempos de los árabes y que ahora se utilizan como mesón, y he aquí el mayor encanto del establecimiento. Existen otros muchos restaurantes y mesones similares por toda España, que disponen igualmente de cuevas, sótanos, mazmorras, túneles, pasadizos o grutas en donde es posible disfrutar o padecer la cocina autóctona de cada lugar en concreto, y en este sentido Los Parrales es un sitio insólito y original, pero sólo hasta cierto punto, como decíamos.


En la planta superior, a nivel de la calle, dispone de un típico comedor rústico con chimenea de leña, algo muy de agradecer en invierno en estas tierras tan frías, y a través de un acceso practicado en la pared se desciende a las cuevas, que bien podrían pasar por un sótano o almacén, situadas a muy poca profundidad. Se trata de dos galerías paralelas de unos diez metros de longitud comunicadas entre sí por un angosto y corto pasadizo, como puede apreciarse en las fotografías.




En el interior de estas cuevas se ha dispuesto de un escueto mobiliario más adecuado para un ligero tapeo a base de raciones que para una más consistente comida convencional, y de hecho parece ser que aquel es el verdadero y único uso que se hace de las mismas, si bien nosotros pudimos comer a mesa y mantel en la primera galería de la cueva, siendo los únicos cuatro ocupantes de tan singulares estancias, pese a ser día festivo en toda España. Podemos achacarlo al frío, a la crisis, al puente laboral de esos días, o a lo que se nos ocurra, pero es bastante probable que en otras épocas del año el establecimiento esté mucho más concurrido y pierda buena parte de su encanto.




La oferta gastronómica de Los Parrales es bastante previsible y no se desmarca en absoluto de los tradicionales patrones de la recia cocina castellana en general y de la alcarreña en particular, pero era precisamente eso lo que habíamos venido a buscar y nadie puede pretender encontrar aquí otra cosa. No ha lugar a experimentos, mixturas ni componendas modernistas, y todos los platos se conocen por su nombre estricto y clásico, sin etiquetas rimbombantes ni deficiones pretenciosas, y así no hay engaño posible, ni trampa ni cartón. Y además, comes en condiciones, sin sentirte estafado.

La carta es breve pero interesante, y como siempre en este tipo de restaurantes los asados constituyen toda una tentación más allá de lo desaconsejable, o no, de su relación calidad-precio, pero tendremos que probarlos en otra ocasión, porque en esta nos decantamos finalmente por un básico y contundente menú de 21 euros precedido de unos muy aceptables entrantes, de los que cabe destacar las magníficas croquetas caseras, para continuar, ya metidos en faena, con la obligada sopa castellana, generosa y potente como en pocos sitios y bien provista de huevo y jamón. Buenas chuletitas de lechal con guarnición, o un muy digno lomo de bacalao al horno sobre una cama de verduritas asadas, de segundo, todo ello regado con un Ribera del Duero sencillo pero cordial, terminaron de convencernos de las bondades del establecimiento antes de llegar a los deliciosos postres caseros, en especial el flan de huevo, pero también muy conseguidos y sin alardes innecesarios el pudding y las tartas. 

  

Y por último, como mandan los cánones, cafés y licores (orujo blanco, hierbas...), para rematar una estupenda y agradable comida en un entorno tan poco habitual como pueden serlo unas cuevas árabes con varios siglos de antigüedad. Unas cuevas en las que, por cierto, la temperatura se encontraba un poco por debajo de lo deseado y confortable para sentarse a la mesa a comer, algo que las primeras cucharadas de sopa castellana caliente y los primeros tragos de vino rojo del Duero se encargaron de mitigar, entonando de inmediato los cuerpos de los comensales.

  

Por lo demás, la cuenta fue bastante razonable y el personal de servicio que nos atendió resultó muy simpático, distendido y amable con nosotros, como si nos conocieran de toda la vida, dispensándonos un trato abierto y cercano siempre muy de agradecer y que te anima a volver a visitar el restaurante. Les facilité la dirección del blog y les prometí este reportaje, y como lo prometido es deuda, aquí lo tenemos publicado sin mucha demora. En resúmen, un día bien aprovechado y un descubrimiento gastronómico que merece ser considerado de antemano para otras ocasiones en las que la carretera nos lleve hasta la Alcarria. 

sábado, 8 de diciembre de 2012

TÚ TIENES LA LLAVE (I). EL ALBERGUE DE LOS HORRORES. Benicassim, octubre de 1994.



En la década de los noventa del pasado siglo XX tuvimos nuestros años locos de la carretera. Motos, carreteras y viajes interminables por toda España, siempre de un lado a otro casi sin descanso, cargados de equipajes que nunca se deshacían, un mes sí y otro también, unas veces a visitar a unos, y otras veces a visitar a otros, de salto en salto de una concentración a un encuentro motorista o a una simple excursión particular, sin importar si llovía, nevaba o lucía un sol abrasador, decenas de miles de kilómetros sin apenas solución de continuidad en un interminable vagabundeo por todas las rutas posibles e imposibles del país. No había euros (funcionábamos con la ahora tan añorada peseta), ni teléfonos móviles, ni apenas ordenadores, internet estaba en pañales y el mundo era muy diferente al que hoy conocemos, aunque sólo hayan transcurrido dos décadas desde entonces.


Durante esos años hicimos tantos viajes que ahora es imposible acordarse de todos ellos, pese a que quedaron escritas las crónicas con las vicisitudes de cada uno y se tiraron miles de fotografías de carreteras, lugares, gentes y paisajes. Otros viajes, en cambio, no se han borrado del todo de la memoria por unas u otras razones, son los viajes memorables, por así decirlo, aunque esto no implique necesariamente que fueron buenos viajes, estrictamente hablando. Algunos fueron incluso verdaderamente deplorables y dignos de caer en el olvido absoluto. O quizá no tanto, porque la perspectiva del tiempo nos concede una cierta rehabilitación emocional con respecto a ellos.
 

A las diez horas del sábado 1 de Octubre de 1994 nos pusimos en marcha doce motos y veintiuna personas, y salimos de Madrid camino de Benicassim (Castellón), por la autovía de Madrid a Valencia, que entonces conservaba todavía más de la mitad de su trazado sin desdoblar, esto es, carretera general española a la vieja usanza, un carril por sentido y travesías urbanas de casi todos los pueblos del camino. Asistíamos a unas jornadas de seguridad vial organizadas por la Generalitat Valenciana con el auspicio de la DGT y de AUMAR, la sociedad concesionaria de las autopistas de la franja mediterránea. Su título Evita los accidentes de tráfico. Tú tienes la llave, también traducido al valenciano en algunos folletos como Evita els accidents de tránsit. Tú tens la clau. La peña motorista a la que pertenecíamos entonces estaba muy involucrada en aquella época en este tipo de eventos relacionados con la seguridad en la conducción, y de hecho buena parte de su filosofía fundacional se inspiraba en este aspecto cívico para diferenciarse de otros colectivos motoristas nacionales para los que primaban las sensaciones fuertes de la velocidad, el riesgo y la temeridad permanentes como estilo de vida y forma de diversión en unos años en los que los graves accidentes de moto estaban a la orden del día. Pero por mucho que asistiésemos aquel día a unas jornadas de seguridad vial, nosotros tampoco estábamos hechos de una pasta muy diferente a la de los demás. A la mayoría de nosotros estas jornadas didácticas no nos interesaban lo más mínimo, lo único que nos estimulaba era salir de viaje con la moto y divertirnos, fuese a donde fuese y sin importar el motivo. Incluso mejor si no había ningún motivo. Por el camino se nos fueron añadiendo otros compañeros procedentes de diferentes lugares de España hasta completar un grupo heterogéneo de diecisiete motos de distintos modelos, marcas y cilindradas. 

Un parque móvil heterodoxo para una peña motorista no menos heterodoxa


Nos diluvió a ratos por la provincia de Cuenca, el grupo se disgregó y recompuso varias veces y tuvimos todo tipo de peripecias, y no todas muy agradables. Por lo general se impuso la anarquía más absoluta, y cada uno hacía lo que le daba la gana sin tener en cuenta a los demás, de modo que los más jovencitos iban intercambiándose entre ellos las motos y los pasajeros cada pocos kilómetros, pues querían conducirlas todas y llevar de paquete a todas las chicas (algunas de las cuales también conducían), otros se paraban a su antojo para cambiarse los calcetines mojados por unos secos de recambio o ponerse o quitarse el mono de lluvia cuando estimaban una mínima variación en las condiciones meterológicas, cada cual y cada quien repostaba combustible o se detenía a tomar el aperitivo en donde le placía, y no una vez, sino varias, con la consiguiente ingesta copiosa de vinos, cervezas y vermús (y yo el primero, no lo negaré, pues me apunté a todos los aperitivos etílicos que se me pusieron a tiro), de modo que ni los límites de velocidad ni otras normas del Código de la Circulación eran convenientemente respetadas por la mayoría del grupo, y se cometieron todo tipo de tropelías e imprudencias que luego comentadas en parado nos hacían mucha gracia y nos parecían divertidas. Eramos una pandilla de inconscientes y descerebrados a quienes habían invitado a participar en unas jornadas de seguridad vial, obsérvese la desconcertante paradoja de la cuestión.

 

Al llegar a Valencia el tiempo mejoró notablemente y empezó a lucir un sol agradable y tibio, lo que provocó nuevas detenciones individuales e intempestivas, pues la gente tenía calor y le sobraba ropa de la que era necesario desprenderse. En una de estas paradas, uno de los jefes de la peña y de la expedición nos informó solemnemente de que si volvía a llover se volvería a parar a ponerse el mono de lluvia, y si reaparecía el sol, para quitárselo, y así sucesivamente todas las veces que fuera preciso. Aquello era el cuento de nunca acabar, de modo que tomamos la autopista AP-7 en dirección Castellón completamente fragmentados, dispersos y descontrolados, hasta que en algún punto intermedio entre Sagunto y Benicassim se produjo un enésimo reagrupamiento parcial y espontáneo, y repentinamente todo el mundo se puso a frenar sin motivo aparente alguno. Pero sí que había un motivo, bastante estúpido e innecesario, por cierto, tal y como escribí en su día en la crónica del viaje: O me estoy volviendo loco, o vive Dios que aquello que se divisa en la mediana de la autopista no es sino un gran hato de cabras inmóviles que pastan a su libre albedrío. Cerrar gas y acariciar la maneta de freno y esperar que los animales no se espanten y nos pongan en un compromiso, pero no, resulta que las condenadas cabras son de fundición, metálicas, y alguna mente preclara las ha colocado allí a título ornamental y para acojonamiento de motoristas. Sin comentarios.
 

Un conjunto escultórico de cabras de hierro o acero colocado en la mediana de una autopista, que vistas desde la distancia parecían reales, a pesar de su inmovilidad, es algo que sólo puede suceder en España, un país de chiste y chirigota. Dieciocho años después he buscado por internet qué ha sido de esas (putas) cabras, si siguen existiendo o no, y en dónde estaban exactamente colocadas, pero no he encontrado la menor información al respecto. Incluso, en un alarde de paciencia, he navegado virtualmente con Google Earth kilómetro a kilómetro entre Valencia y Benicassim observando todas las imágenes de la autopista, sin encontrar tampoco el menor rastro de aquel rebaño caprino de ferralla. Tal vez lo hayan quitado, con buen criterio, porque era un peligro para todos los conductores, y no sólo para los motoristas. Unas esculturas de dinosaurios no habrían causado tanto pavor.*(Ver postdata al final de la entrada). 


 

Debimos de llegar a Benicassim ya un tanto pasada la hora de comer, pero a muchos se nos quitó el apetito en cuanto vimos el lugar en donde la organización había decidido que teníamos que pernoctar, el albergue juvenil Argentina, un enorme caserón de estilo marinero construido en los años cuarenta y lleno de escaleras, salas, patios, pasillos sin fin y habitaciones cuarteleras de distintas formas y capacidades, que en su conjunto bien podía recordarnos a una cárcel, un frenopático o un hospital militar de campaña, aunque ninguno de nosotros, presuntamente, hubiese estado nunca en tales establecimientos. Y nuestros peores presagios acerca del escaso confort del sitio empezaron a confirmarse enseguida, cuando los más sedientos nos pusimos a buscar cerveza por todas partes, sin encontrarla. Sólo había refrescos sin alcohol en una máquina de bebidas junto a las cocinas. Esto ya era un mal detalle, porque a los motoristas no se les puede privar del contacto con la cerveza una vez llegados a destino. Sin embargo, la exhibición del extenso catálogo de los horrores de aquel albergue juvenil no había hecho sino comenzar, y tuvo su adecuada continuidad cuando vimos las habitaciones adjudicadas a nuestra expedición y las escasas condiciones higiénicas que reunían. Las parejas tenían derecho a un aposento privado con dos camas, igualmente cochambroso, pero a los que viajábamos en solitario nos amontonaban en grupos de cuatro o cinco personas en enormes y desangeladas habitaciones llenas de camas viejas con los somieres desvencijados y los colchones y las sábanas dudosamente limpios. Los más avispados todavía tuvieron ocasión de escaparse y conseguir alojamiento en algún hotel cercano, pero los más lentos de reflejos nos quedamos atrapados en el albergue juvenil sin posibilidad de escapatoria, es decir, atrapados en el tiempo, un tiempo tan lejano, quizá, como los propios años cuarenta en los que se construyó el edificio. Personalmente, además, no me hizo ninguna gracia compartir barracón con los compañeros que me tocaron en suerte, uno de los cuales ni siquiera había traido ropa para cambiarse (sólo llevaba lo puesto), y que además rehusó ducharse en todo momento bajo el chorro helado de la cañería que teníamos por ducha en una estancia contigua con el suelo de cemento, a la antigua usanza de los cuarteles.

Fachada principal del albergue "Argentina".


Y por fin, la comida y la cena comunal en un inmenso comedor de mesas corridas no hizo sino acabar de empeorar las cosas. Ciertamente, en casi todos los cuarteles conocidos durante mi servicio militar, del que me había licenciado once años antes, había comido bastante mejor que en este triste albergue juvenil, pero desde luego esto tampoco me sorprendió. Apenas probé bocado, y por la tarde la organización nos hizo sacar las motos para que nos diésemos una vuelta por el paseo marítimo, nos dejáramos ver y entregásemos folletos de promoción de la campaña de seguridad vial promovida por la Generalitat Valenciana. Algunos manifestaron públicamente después haberse sentido tratados como hombres anuncio, pero en todo caso siempre era mejor andar en moto por las calles y parar de vez en cuando a tomar una cerveza en una terraza (el tiempo acompañaba) que regresar al albergue de los horrores, que alguien bastante maledicente definió como un retorno a la época del auxilio social de la posguerra.
 
La cena, ya se ha dicho, fue para olvidar, y además muy temprana, y yo volví a apuntarme al ayuno voluntario, o casi, y con el estómago vacío me lancé otra vez a las calles junto a los más allegados y disidentes, esta vez a pie, mientras el grueso de la expedición partía en moto con entusiasmo hacia Castellón capital para seguir impartiendo la doctrina de la seguridad vial y repartiendo folletos por las calles. Tal vez nosotros pudimos cenar algo decente en algún sitio, que ahora no lo recuerdo y tampoco está escrito, pero sí que recuerdo que casi todos los establecimientos estaban ya cerrados recién finalizada la temporada de verano, y sobre todo recuerdo, también con pavor, que en uno de los escasos que quedaban abiertos tomamos un montón de copas rematadas por unos chupitos criminales de aguardiente casero por expresa invitación del dueño de la casa, que no pudimos rechazar, y que nos dejaron el cuerpo maltrecho durante las siguientes veinticuatro horas. Y esa noche, en consecuencia, fue también digna del mayor olvido en aquella habitación compartida con cuatro durmientes, ya roncadores cuando llegué de madrugada, y que olía a calcetines sudados, a sobaco y a ropa sucia. Me acosté vestido y sin encender la luz para no molestar, y a duras penas si conseguí enhebrar un sueño turbio de tres horas envuelto en las brumas del alcohol. El despertar fue terrorífico, desde luego, y comprobé que no había nadie  en la habitación, y los pocos que quedaban en el albergue seguían tirados en sus camastros mugrientos, solos o en pareja, aquejados de una resaca monumental. Parece ser que los más enteros, la mayoría, se habían ido a ver una carrera de motocross al cercano desierto de Las Palmas. No sé cómo, pero logré reunir las fuerzas justas para subirme en la moto y encontrar un sitio en donde desayunar un café y una ensaimada en el paseo marítimo.

El fin de fiesta de aquellas dos jornadas disparatadas consistió, como no podía ser de otro modo, en una especie de rueda de prensa en la sala más decente del albergue a cargo, entre otros, del alcalde de Benicassim, el director del Instituto Valenciano de la Juventud, la responsable de AUMAR (Autopistas del Mare Nostrum), y un par de jerifaltes de nuestra peña motera, que actuaron como meros comparsas en aquella representación. No recuerdo apenas nada de tal evento, que no fue sino una especie de monólogo autocomplaciente o diálogo de sordos celebrado a mediodía, salvo que me dormía en la silla y estaba deseando largarme, y que uno de los nuestros preguntó por qué demonios las motos pagaban la misma tarifa de peaje que los automóviles en la autopista, cuando ocupaban menor espacio y desgastaban menos el firme, a lo que la responsable de AUMAR respondió muy incómoda con evasivas o no respondió en absoluto, que viene a ser lo mismo. Varios periódicos levantinos se hicieron eco de este acto y de las celebraciones preliminares en sus ediciones de aquellos días como si se hubiera tratado de una gran noticia.

 

Terminada esta farsa institucional a mayor gloria de los dirigentes implicados, se hizo la hora de comer, todavía en el infausto albergue, por supuesto, y lejos de cundir el pánico, vistos los antecedentes gastronómicos del establecimiento, la gente pareció animada ante la perspectiva de que servían paella, con el argumento peregrino de que era imposible comerse una mala paella en esta tierra arrocera por excelencia, y que en todo caso, puesto que a continuación había que recoger el equipaje y marcharse de allí, mejor era hacerlo con algo en el estómago, aunque fuese bazofia. Pobres incautos. Entre comer bazofia o echarse a dormir un rato en un camastro desvencijado y sucio a la espera de la hora de partir, la segunda era con diferencia la mejor opción. El sueño nunca puede hacerte daño, pero una mala comida, sí. Y a algunos se lo hizo, y considerable.


Guiado, pues, por el más elemental instinto de supervivencia, dejé recogido mi equipaje para ganar tiempo y me busqué un cuartucho discreto y apartado en donde tumbarme vestido, lejos de los olores poco amistosos de las cocinas, que ya delataban la naturaleza perversa de la paella que se avecinaba. Y así fue que cabeceé un buen rato con un sueño trompicado e irregular que, sin embargo, tuvo la virtud de aplacar un poco los desórdenes de mi cuerpo y proveerme de la suficiente dosis de energía como para poder salir huyendo de aquel lugar tan terrorífico al que nadie deseaba volver. Una huida que, como podrá leerse en la siguiente entrega, tampoco estuvo exenta de aventuras, peripecias y sobresaltos, y que sintetizaba muy bien nuestras andanzas interminables en aquellos años locos de la carretera. 

LEER SEGUNDA PARTE

*POSTDATA:
Aparecieron las famosas cabras metálicas mencionadas, o por lo menos otro rebaño de cabras acompañado de algún ejemplar vacuno en un lateral de la autopista, gracias a las certeras indicaciones de MILIAR (ver abajo su comentario). Las que vimos en 1994 yo las recordaba con toda certeza en la mediana de la autopista y bastante más al norte, por lo menos en Sagunto o incluso ya en la provincia de Castellón. Sin embargo, es bastante probable que fueran estas mismas, posteriormente reubicadas en este nuevo emplazamiento menos intimidante para los conductores, como se aprecia en la imágen obtenida de Google Maps: