martes, 10 de febrero de 2015

ESPERANDO LA MUERTE EN LA NACIONAL 301 (12 de Agosto de 1989). (Tercera parte). No era una siniestra dama vestida de negro.




LEER SEGUNDA PARTE


¿Está determinada nuestra suerte en alguna parte y estamos predestinados a su estricto cumplimiento en los términos precisos en los que nos ha sido prescrita? O por el contrario, ¿existe realmente el libre albedrío y podemos intervenir, positiva o negativamente, en los diferentes episodios de nuestra biografía sin que estos nos vengan impuestos por instancias desconocidas y acaso de procedencia sobrenatural? Pero en cualquier caso, ¿tiene algún sentido o significado el hecho de que hoy estés vivo todavía, y un día concreto de hace veinticinco años hubieras tenido noventa y nueve probabilidades sobre cien de morir, para salvarte finalmente en el último momento, contra todo pronóstico y evidencia?

Mientras la moto seguía derrapando de un carril a otro de la carretera en aquella recta interminable de la N-301, comprendí que resultaba demasiado verosímil el hecho de que iba a morir con veintiséis años en aquel accidente de tráfico. Todos los ingredientes sustanciales de las tragedias, aunque ninguna tragedia necesitase de ellos para consumarse, se daban cita en ese instante: un joven que se mataba en moto un día de verano mientras bajaba a la playa a ver a su familia, dejando una novia que no había querido acompañarle en el viaje, y un trabajo estable y bien remunerado. Tenía toda la vida por delante, frase tópica, típica y engañosa donde las haya, porque toda la vida que tienes por delante es sólo el espacio de tiempo comprendido entre tu nacimiento y tu defunción, así vivas un año, o un siglo, y nada impide que puedas morir en cualquier momento sin que se hayan cumplido todas o alguna de tus expectativas, cualesquiera que sean. Pero esta tragedia ya había sido representada muchas veces en la carretera, con diferentes e involuntarios actores secundarios y con malogrados protagonistas estelares, y se iba a seguir representando por los siglos de los siglos sin que se alterase por ello lo más mínimo el inmutable orden del mundo.

Y esta vez era yo el desdichado protagonista, ya lo había asumido con inevitable resignación, pero sobre todo me resultaba insoportablemente verosímil el realismo brutal de mi tragedia y el fatalismo que llevaba implícita por los agentes externos que intervenían en ella accidentalmente y que, sin embargo, eran los que podían precipitarla a su temible desenlace. El pánico no me había paralizado por completo, no al menos hasta el punto de hacerme perder el equilibrio sobre la moto desbocada, que seguía haciendo eses en la carretera obligando a los vehículos que venían de frente a apartarse al arcén para no arrollarme, porque el diablo y Dios, suponiendo que uno de ellos, o ambos, existieran, seguían jugando conmigo a los dados en la N-301, y el primero me arrojaba violentamente al carril contrario a escasos metros de los camiones y autobuses que se acercaban, y el segundo me devolvía en volandas al carril derecho con proporcionada violencia escasos segundos antes de producirse la colisión fatal, quizá porque en algún sitio estaba escrito que yo tenía que seguir viviendo, quizá porque alguien había decidido que no merecía morir obscenamente aquel día tórrido de Agosto en mitad de La Mancha entre viñedos y campos de labor. 




La Yamaha SR-250, esa humilde moto de mensajero que no estaba diseñada para explorar el país más allá del perímetro de sus ciudades, seguía perdiendo velocidad gradualmente sin cesar en su errática trayectoria de un lado a otro de la carretera con un brusco pero rítmico balanceo que parecía medido con precisión casi absoluta, ni un metro de más, ni un metro de menos, del carril derecho al carril izquierdo, y vuelta a empezar, sin osar siquiera invadir los arcenes o salirse de la calzada, algo que yo andaba buscando a la desesperada ante el riesgo terrible de empotrarme contra un camión, o un autobús, e incluso algún turismo, pues varios de estos vehículos los tuve tan cerca que pude observar sin dificultad los gestos de espanto o de indignación de sus conductores mientras se arrimaban al arcén para esquivarme. Y como no podía ser de otro modo, cayó sobre mí una furiosa amonestación de bocinazos y de ráfagas luminosas que llegaron a parecerme tan deslumbrantes como el mismo sol de aquel aciago mediodía de Agosto. Esto me consternó profundamente, porque significaba que aquellos involuntarios actores secundarios de mi tragedia no sólo eran incapaces de comprender o interpretar correctamente lo que me estaba sucediendo, sino que además me consideraban culpable de ello, o aún peor, me tomaban incluso por un motorista suicida y enajenado que se divertía jugando a la ruleta rusa con su propia vida y con las vidas de terceros.   

Pero una vez que había asumido que iba a morir irremediablemente de un momento a otro, lo que se me antojó intolerable y obsceno fue que iba a hacerlo en público, delante de decenas de viajeros con los que me cruzaba en la carretera, pero también en presencia de quienes seguramente circulaban por detrás de mí,  como espectadores aventajados del drama, y de quienes suponía, porque no podía verlos, que habrían levantado el pie de los aceleradores de sus vehículos para dejarme distancia de seguridad y protegerse de cualquier entrometimiento en mi peripecia, a la espera de su desenlace, ya fuese con una caída y posterior arrastrón por la calzada, ya fuese con una salida de la vía, ya fuese con una colisión frontal con otro vehículo o contra alguno de los afilados guardarraíles de acero que delimitaban ambos carriles de la nacional 301 en aquel paraje manchego. Morir en público, desprovisto de toda intimidad, a la vista de aquellos desconocidos que probablemente observaban impotentes mi errática trayectoria con un nudo en la garganta y un golpe de ansiedad en sus corazones, me pareció el final más indigno e ignominioso al que podía enfrentarse un individuo. Tan extraño y repentino pudor, que ya era como la confirmación inapelable de la desnudez del alma -suponiendo que ésta existiese- me hizo comprender que el final se acercaba. 

Con el neumático trasero reventado, la moto parecía deslizarse a trompicones, no a través de una suave carretera asfaltada, sino a lo largo de una abrupta superficie nudosa formada por sogas marineras, gruesas redes y aparejos de pesca, tal y como eran frecuentes de ver estos útiles secándose al sol en los muelles de los puertos. La velocidad de la Yamaha seguía disminuyendo lentamente y su trayectoria se iba volviendo más cerrada por momentos, lo que me hizo concebir por primera vez esperanzas de salvación. Pero a menor velocidad, el baile trasero era todavía más atropellado y trepidante, y ya podía percibir con precisión cómo la cubierta, la cámara y la llanta se iban enredando y superponiendo unas sobre otras en diferentes capas alternas y rotativas que al posarse sobre el asfalto transmitían una desalentadora sensación de tren descarrilado. Sin embargo, y aunque no había descartado en absoluto una caída inminente, por lo menos la moto había regresado al carril derecho y ya no volvía a aventurarse en el izquierdo, lo cual mejoraba notablemente mis expectativas.  Ahora ya no debía angustiarme con los vehículos que venían de frente y podía concentrarme exclusivamente en seguir manteniendo el equilibrio a  sangre fría practicando instintivamente la técnica del contramanillar (lo que en un automóvil equivaldría al contravolante, es decir, mover la dirección en sentido inverso a la trayectoria del vehículo para corregirla), situando el peso del cuerpo más adelantado para liberar el tren trasero y cargando mayor fuerza de brazos sobre la dirección, pues sólo a ella me podía encomendar para contrarrestar la deriva trasera (por este motivo, un reventón del neumático delantero habría supuesto la pérdida de equilibrio inmediata). Desde luego era la ejecución de todas estas maniobras consecuencia del instinto o del sentido del equilibrio, que en este caso viene a ser lo mismo, más que resultado de decisiones conscientes racionalmente aplicadas. Y es que cuando la amenaza inmediata del peligro extremo y la aparición consiguiente del pánico nos anulan toda posibilidad de raciocinio, ya sólo nos queda la salvaguarda del instinto y el recurso de nuestras capacidades evolutivas. Y apelar a la suerte, eso por descontado.



Tuve suerte, y mucha. Quizá exactamente toda la que necesitaba para sobrevivir. Lo pensé entonces, y lo sigo pensando ahora, veinticinco años después. Conseguí llevar la moto al arcén y detenerme. Muy cerca estaba la placa del kilómetro 145 de la N-301. Todavía en el último instante, ya casi parado, estuve a punto de caerme. Me bajé de la moto mareado y temblando de miedo. Estrés postraumático, imagino. No sentía las piernas, ni los brazos, pues había perdido por completo el tono muscular en las extremidades. El corazón me golpeaba furiosamente dentro del pecho y sudaba a mares, pero era un sudor helado y escalofriante, un sudor de muerto vuelto a la vida, quiero creer, suponiendo que los muertos vuelvan a la vida y sean capaces de producir algún tipo de sudoración. En aquella recta manchega abrasada por el sol del mediodía de Agosto la temperatura rondaba los 35 grados centígrados, pero yo estaba tiritando de frío como si me hallase desnudo en invierno en mitad de una llanura siberiana. Tenía la vista nublada y cierta desorientación temporal, lo que unido a los síntomas anteriores ya descritos me asemejaba bastante a un astronauta que acabase de regresar a la Tierra desde el espacio exterior. 




Había cesado por completo el tránsito en la carretera y el silencio era sobrecogedor. Parecía que se hubiera detenido el tiempo, el mundo, la realidad. Yo quizá me había salvado, pero todo a mi alrededor acababa de extinguirse. O acaso es que no me había salvado y me encontraba en una nueva dimensión desconocida. En otro mundo, pero con la apariencia del mundo que acababa de abandonar. Y entonces escuché a mi espalda el sonido del motor de un automóvil que se detenía unos pocos metros detrás de mí. El motor se apagó enseguida y a continuación sonó el crujido enérgico del freno de mano y el ruido de una puerta que se abría y se cerraba con un rumor suave. Alguien se acababa de bajar del vehículo y venía hacia mí, pero no me atreví a volverme para mirar. Absolutamente paralizado por el terror, imaginé que era un coche fúnebre lo que me aguardaba y una siniestra dama vestida de negro y calzada con zapatos de alto tacón de aguja la que caminaba a mi encuentro para llevarme con ella. La atracción fatal del erotismo y de la muerte convocados en aquella recta luminosa de la N-301 un mediodía cualquiera de Agosto. Eros y Tanatos. Pero los pasos que sonaban a mi espalda eran blandos y firmes sobre el asfalto del arcén, y no se correspondían con el taconeo trabajoso y un tanto desarticulado que yo había imaginado en mi precipitada fantasía.

Y entonces, venciendo el pánico que me paralizaba, me volví lentamente acuciado por la curiosidad: no era una siniestra dama vestida de negro quien venía a mi encuentro.