domingo, 6 de noviembre de 2016

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 13ª Entrega




Un relato de Route 1963



Bájate de la moto muy despacio y levanta las manos para que vean que vamos desarmados —me ordenó Juan.

Eso hice, y estuve a punto de perder el equilibrio y caerme al suelo. Mi hermano se bajó también, colocó la moto en el caballete y levantó las manos. Y entonces ocurrió algo increíble: el auto arrancó de improviso y sin encender los faros pegó un acelerón precipitado para marcharse camino abajo a toda velocidad levantando una espesa polvareda. Ni siquiera tuvimos tiempo de ver cuántos ocupantes llevaba el vehículo. Juan respiró profundamente aliviado.

Lo sabía —dijo.

¿El qué?

Que iba a pasar esto. Alguien tenía que tomar la iniciativa y facilitarle las cosas al otro. De lo contrario nos habríamos podido pasar aquí toda la noche sin que nadie se atreviera a moverse.

Sí, pero menudo susto. ¿Quién iría en ese auto? —pregunté con viva curiosidad.

Y eso que más da —respondió mi hermano con suficiencia—. ¿Tú qué prefieres? ¿Una parejita de amantes a los que se les ha hecho tarde por estos andurriales? ¿Una panda de amiguetes borrachos que han estado de merienda? ¿Un señorito que se ha venido por aquí a pasar el rato con una prostituta? ¿Un grupo de fascistas tratando de escapar de Madrid? A ver si te crees, Mariano, que nosotros somos los únicos que estamos intentando salir del infierno.

En todo caso hemos vuelto a tener suerte —respondí—. Podía haber sido mucho peor.

Podía —sentenció Juan arrancando la Brough Superior—, pero no lo ha sido. Venga, sube. Vamos a seguir.

Me subí con desgana en la moto y mi hermano arrancó. Mientras seguíamos avanzando en la oscuridad de la noche guiados por el deficiente alumbrado de la inglesita, cuyo faro proyectaba un haz de luz débil y de color amarillo que apenas si iluminaba el suelo dos metros por delante del manillar, no podía dejar de pensar que en cualquier recodo del camino nos daríamos de bruces con otro auto, descenderían de él tres o cuatro pistoleros y nos acribillarían a tiros allí mismo sin más contemplaciones. Nuestra buena suerte, antes o después, tendría que acabarse, y tal vez no era la Dehesa de la Villa el paraje más adecuado para tentar al diablo.

No volvimos a encontrarnos con nadie, sin embargo. Juan tomó una estrecha vereda que partía a la derecha del camino y nos internamos en un frondoso pinar. Minutos después nos detuvimos en lo alto de una explanada desde la que se divisaban las luces mortecinas de Madrid.

Hemos llegado —dijo Juan—. Aquí podremos descansar un rato hasta el momento de partir.

Sentí un intenso alivio al desprenderme de la pesada mochila y sentarme en el suelo, sobre la hierba mullida y agostada, que todavía estaba tibia después de muchas horas de sol.

¿Tienes cigarrillos? —me preguntó mi hermano mientras maniobraba con la moto buscando terreno estable en donde aparcarla.

Tabaco para liar —le dije—. Desde que empezaron a tomarme por un burgués dejé de fumar cigarrillos americanos, ya sabes.

Es lo mismo, líame un pitillo, anda.

No era lo mismo, ni mucho menos. El tabaco rubio americano, fresco y aromático, le daba mil vueltas a la picadura de tabaco negro español, reseco y rancio. Bien es verdad que resultaba mucho más barato fumar del producto nacional, pero ya estábamos inmersos en unos tiempos en los que el dinero empezaba a perder valor, porque las carestías eran tan grandes que las cantidades modestas apenas si servían para comprar nada. Saqué la petaca de un bolsillo del pantalón y lié dos cigarrillos. Todavía me temblaban un poco las manos.


Lo que no tengo es lumbre —le informé—. He debido de perder la caja de fósforos por el camino.

Yo sí tengo —dijo Juan sacando un fósforo con el que encendimos los cigarrillos—. Date cuenta de una cosa, Mariano. Estamos a punto de emprender el viaje más importante de nuestras vidas, y ella nos llevará hasta donde nos propongamos.

Señaló la Brough Superior, aparcada junto a unos pinos. No llevaba placas de matrícula y los milicianos le habían pintado en el depósito y el guardabarros las siglas “C.N.T.” dando unos brochazos chapuceros de pintura blanca. Por lo demás, la moto estaba sucia y descuidada, con pegotes de grasa sobre el motor y arañazos en la chapa. Fumamos durante un rato en silencio sin dejar de observar la máquina, él con admiración profesional, yo con el escepticismo de un profano. Aunque aún era noche cerrada, la explanada estaba bañada por un tenue resplandor y brillaban muchas estrellas en el cielo despejado de agosto.

No va fina del todo y me temo que pierde aceite —observó mi hermano arrodillándose y pasando la yema de un dedo por el cárter—. Vamos a ver cómo está de carburante. Sujétame el pitillo, anda.

Desenroscó los dos tapones cromados del depósito de combustible y balanceó la moto de un lado a otro. El sonido que escuchó no pareció gustarle demasiado.

Estos cabrones la han dejado seca. Acércame el bidón, por favor.

Arrastré la mochila hasta donde se encontraba la moto y entre los dos sacamos el bidón y rellenamos el depósito, primero por una boca y luego por la otra. Entraron los veinte litros que contenía el recipiente, lo que me produjo una indisimulada alegría, pues acababa de aligerarme de la mayor parte del peso que debía transportar en la mochila. Mi alegría duró poco, sin embargo, porque mi hermano, adivinando mis pensamientos, dijo:

No cantes victoria tan pronto, Mariano, porque ese bidón tendremos que llenarlo en cuanto se nos presente la más mínima oportunidad. Con veinte litros no tenemos ni para hacernos un tercio del viaje.

Los viejos y rudimentarios motores de los vehículos de los años treinta, con distribución por varillas y balancines, alimentados por enormes carburadores poco precisos y refrigerados por voluminosos radiadores muy deficientes, sobre todo en verano, ofrecían unas prestaciones tan modestas a cambio de unos consumos de combustible y aceite tan elevados, que hoy se nos antojarían inadmisibles y poco prácticos. Pero en aquellos tiempos precarios esto era lo que había y nadie echaba en falta otra cosa.

Voy a mirar los niveles y echarle un vistazo por encima al motor —me informó mi hermano tirándose al suelo—. Después le colocaré las placas de matrícula, así es que la faena me llevará un buen rato. Podrías intentar dormir, entretanto. Te vendrá bien.

Sí, creo que sí —dije—, seguramente es una buena idea.

En la mochila tienes una manta, no vaya a ser que te quedes frío.

Cogí una manta sucia y raída de la mochila, me alejé una decena de metros y me tumbé boca arriba sobre un pequeño montículo que estaba forrado de hierba seca y esponjosa. Durante largo rato estuve con los ojos abiertos mirando las estrellas y pensando que a la noche siguiente, si la suerte no nos daba la espalda, podría volver a contemplar esas mismas estrellas desde Valencia, ya a salvo de todos los peligros que nos acechaban ahora en Madrid. Después, no sé cuándo, me dormí, pero tuve un extraño sueño, como casi todos los sueños, aunque inquietante como pocos: íbamos en la moto por una estrecha carretera resbaladiza y no parecía que avanzásemos, más bien al contrario, era como si las ruedas de la Brough Superior girasen locas sobre sus ejes sin ganar un solo metro, y había caballos destripados y sangrientos en las cunetas, y nos cruzábamos en dirección contraria siempre con los mismos vehículos, unos autos negros de aspecto funerario que llevaban pañuelos rojos en las ventanillas, por las que asomaban, también, los siniestros cañones de unos fusiles relucientes, y la escena se repetía idéntica una y otra vez, como si diésemos vueltas y vueltas en el carrusel de un macabro tiovivo sin movernos del sitio. Pero el final del sueño, o más bien de la pesadilla, fue todavía más espantoso porque, de improviso, surgiendo desde detrás de uno de aquellos caballos muertos que había en la cuneta, se nos apareció un perro de tamaño descomunal que daba unos saltos de varios metros de altura en medio de unos ladridos ensordecedores, y cada vez que caía al suelo trataba de mordernos, pero mi hermano le esquivaba con un golpe de manillar, y el perro volvía a intentarlo con los ojos inyectados en sangre y una viscosa baba maloliente bailándole entre los colmillos, hasta que en una de esas acometidas aquella bestia espeluznante consiguió morderme en la pierna derecha, y yo sentí la quemazón de sus dientes homicidas hundiéndose en mi carne y nos caímos de la moto.

Me desperté violentamente en medio de incontrolables convulsiones. Con la agitación de mi pesadilla había debido moverme lo bastante como para rodar desde el montículo que me servía de lecho, y ahora estaba caído de costado sobre el borde de un terraplén con la manta enredada entre las piernas. Un sudor helado y espeso me bañaba todo el cuerpo, de la cabeza a los pies. Traté de levantarme y me agarré con la mano a lo que en la penumbra parecía una raíz de un árbol, pero palpé, en cambio, un objeto blando y pegajoso cuya naturaleza no ofrecía ninguna duda. Me miré la palma de la mano, manchada de sangre, y me puse a gritar como si estuviera poseído por el demonio. En aquellos momentos ya no sabía si prefería los horrores de la pesadilla de la que acababa de despertar o el espanto de la realidad que tenía ante mis ojos. Alertado por los gritos, mi hermano no tardó en asomarse al borde del terraplén. En una mano llevaba la linterna encendida y en la otra una llave inglesa, y no paraba de gesticular.


¿Se puede saber qué haces ahí? ¿Y por qué gritas?

¡Maldita sea, Juan, sácame de aquí!

Ya voy, pero no grites, ¿me has oído?, no grites.

Pero yo no podía dejar de gritar:

¡Hay un cadáver, Juan, tengo un cadáver aquí al lado!

Mi hermano barrió el terreno con la linterna, describiendo unos amplios círculos de luz. Entonces descubrimos que no había un cadáver, sino cuatro, o cinco, o diez. Toda la ladera del terraplén estaba cubierta de cuerpos inmóviles, tirados de cualquier manera, en posiciones inverosímiles. En la tierra se veían también ropas desperdigadas y zapatos sueltos, tanto de hombre como de mujer. Juan me ayudó a levantarme y se agachó después para palpar con suavidad uno de aquellos cuerpos caídos.

Todavía está caliente —dijo—. Esto ha sido reciente.

¡Vámonos a Valencia, vámonos a Valencia ya, me cago en la puta! —volví a gritar.




2 comentarios:

  1. -Ahora sí público en el sitio correcto (no he podido borrarlos puesto que la página no ofrece tal opción).

    Reitero las gracias por tan fantástico relato y espero impaciente la próxima entrega, has conseguido que desee que pase la semana lo más rápido posible...

    Un saludo.

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  2. Muchas gracias. Un buen motivo para continuar con el relato e incluso finalizarlo, porque está inacabado. ¡Saludos!

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