Un relato de Route 1963
Eran las cero horas del sábado 1 de agosto de 1936 cuando llegamos a los bosques de la Dehesa de la Villa. Para nuestra desgracia tampoco era este un paraje especialmente seguro. Casi todas las mañanas aparecían entre los árboles decenas de cadáveres de civiles tiroteados. A veces los asesinaban en el lugar, otras los traían ya muertos sus verdugos en camionetas o en autos particulares y los abandonaban sobre el terreno sin darles sepultura. Pero en todo caso era mejor esconderse aquí que seguir dando vueltas por las calles expuestos a cualquier percance. Mientras subíamos por un camino de tierra que se adentraba en lo más espeso de la fronda yo caí en la ilusión óptica de ver cuerpos abatidos y cañones de fusiles que nos apuntaban en donde tal vez sólo había sombras y siluetas naturales. Las pistonadas del motor bicilíndrico de la Brough Superior sonaban acompasadas en el silencio de la noche, apenas respondidas por el canto de los grillos y el rumor del agua de alguna fuente que manaba en la oscuridad. El olor de las plantas y el frescor grato del bosque nos hicieron sentir de improviso un bienestar largo tiempo olvidado después de tantas privaciones y riesgos, y fue entonces, y sólo entonces, cuando por primera vez empecé a creer que podríamos escapar y salvarnos, pero mi esperanza duró apenas unos minutos, hasta que nos encontramos con los faros deslumbrantes de un automóvil que bajaba en dirección contraria.
—Cruza los dedos —me susurró Juan—, y si el auto se para a nuestra altura o nos hace señas para que nos paremos, tírate de la moto y echa a correr por el bosque, que yo haré lo mismo.
Crucé los dedos con tanta fuerza que llegué a hacerme daño en los nudillos, y al ver que el automóvil disminuía su velocidad me volvieron de nuevo los retortijones. Mi hermano aminoró también la marcha y durante unos segundos interminables la distancia que nos separaba se me antojó invariable, pese a que ambos vehículos seguían moviéndose muy despacio, casi a punto de detenerse del todo.
—Estamos jugando al ratón y al gato —me dijo Juan con la voz temblorosa—. Quienquiera que vaya en ese auto también tiene miedo.
Estaba bastante fundado el miedo del prójimo, pero si alguien tenía miedo, miedo verdadero e insuperable, ese era yo, desde luego. ¿Es que no va a terminar nunca esta maldita pesadilla?, me pregunté mientras consideraba la posibilidad de bajarme de la moto y salir corriendo por el bosque sin más demora, como me había sugerido mi hermano, suponiendo que me hubiesen respondido las piernas, claro, y él debió de adivinar mis pensamientos, porque me dijo:
—Quieto, Mariano, quieto. No hagas ningún movimiento.
Me quedé inmóvil como acababa de ordenarme. La Brough Superior y el auto que venía de frente también se detuvieron, separados apenas por una distancia de veinte metros. Sólo mis tripas se movían al compás de los pistones de la moto. Pero sobre todo sentía unas horribles ganas de vomitar. El auto apagó los faros y el motor. Juan hizo lo mismo. La oscuridad y el silencio nos envolvieron de pronto como un manto frío y espantoso. Ni siquiera se escuchaba el canto de los grillos. Un dolor opresivo y asfixiante se instaló en mi pecho.
—Se me va a parar el corazón —acerté a decir.
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