El hombre es el único animal que sabe que va a morir. Eso es al menos lo que afirman los etólogos, zoólogos y otros estudiosos y especialistas en seres vivos de toda condición, quienes conceden que, ciertamente, los animales superiores sí son conocedores de los riesgos y peligros que conlleva la superviviencia diaria, pero carecen de la conciencia y consciencia necesarias para comprender que su destino final es la muerte. Nosotros sí sabemos lo que nos espera, pero ese conocimiento cierto no nos hace necesariamente más prudentes. O no por lo menos todo lo prudentes que deberíamos ser en todas las ocasiones, y particularmente en aquellas que llevan aparejado un mayor riesgo, como puede ser un viaje por carretera.
A mediodía del 3 de Octubre de 1994 ya estamos otra vez de vuelta en la autopista camino de Valencia. Por una vez, y sin que sirva de precedente, hemos conseguido dormir profundamente un buen número de horas en Denia, y eso nos produce la extrañeza de las sensaciones infrecuentes, como tener el cuerpo descansado, la mente despejada y los reflejos en condiciones óptimas para conducir nuestras motos quinientos kilómetros de un tirón, si fuera preciso. Ya habíamos olvidado estas excelencias después de someternos a todo tipo de excesos en la carretera durante algún tiempo. La única contrariedad, por el momento, proviene del hecho de que no vamos a poder entretenernos ni un minuto en desayunar si queremos alcanzar Madrid antes del anochecer, y conducir con el estómago vacío (o demasiado lleno) sí que forma parte de nuestras experiencias consolidadas y poco saludables, es decir, la verdadera condición habitual de la mayoría de nuestros viajes.
Claro que esto también tiene una ventaja, y es que si no hemos desayunado antes de partir, por lo menos nos daremos el gusto de parar a comer por el camino, aunque la parada sea breve y no haya lugar a una comida copiosa ni a la adecuada sobremesa posterior. Y tal vez sea esta la idea que va rumiando Aguirre por dentro del casco mientras devoramos kilómetros a buen ritmo en la autopista AP-7 con rumbo a Valencia. Si no nos apuramos, se nos va a echar encima esa hora delicada y fronteriza en la que te juegas a una sola carta el que te den de comer, o no, en los establecimientos de carretera, en cuyo caso ya sólo queda la opción paupérrima de un sandwich reseco y una lata de refresco abollada en las tiendas de las gasolineras. Pero ese plan está descartado, según nos comunica Aguirre a Julia y a mí cuando hacemos la tradicional parada para fumar y cambiar impresiones después de pagar el peaje de la autopista: hoy vamos a comer como Dios manda, y donde nos gusta. Hay que darse prisa, eso sí, así es que abreviaremos los cigarrillos y las conversaciones, y el propio Aguirre prescindirá esta vez de la rutina habitual de tirarse al suelo en este punto para verificar el nivel de aceite de su R-65, una moto muy derrochadora de lubricante.
Aguirre verificando el nivel de aceite de la R-65 en el peaje de la AP-7 en Silla. Años 90.
Poco más de una hora y cien kilómetros después, hacemos la parada clásica en San Antonio de Requena para comer en el mesón-jamonería El Faisán Dorado, hace tiempo desaparecido, un establecimiento sencillo a pie de carretera al que nosotros profesábamos cierta devoción en la época (aunque sólo llegamos a visitarlo dos o tres veces), cuando aún no existía la autovía y la N-III cruzaba frente a su puerta. Por aquel entonces todavía sobrevivían muchos restaurantes de carretera en la zona, siempre frecuentados por legiones de camioneros, viajantes, domingueros, veraneantes camino o de vuelta de la playa e incluso guardias civiles de Tráfico, pero curiosamente El Faisán Dorado acostumbraba a estar vacío, seguramente por el escaso espacio que había para aparcar en sus proximidades, o tal vez por lo discreto de su presencia, que le hacía pasar desapercibido en el fragor constante de la carretera nacional y ante el reclamo de mayor relumbrón de los locales de la competencia. Sin embargo, nosotros lo descubrimos por casualidad en un viaje de ida a la costa y nos sorprendió muy gratamente tanto por la calidad de la comida como por la amabilidad de los dueños y lo razonable de sus precios, así es que por lo menos en dos o tres ocasiones subimos las motos a la estrecha acera de la travesía de San Antonio y nos dejamos cautivar, sobre todo, por sus exquisitas chuletas a la brasa en horno de leña, aromatizadas por el humo de los sarmientos, una de esas sencillas pero entrañables sensaciones de la vida que, todavía casi veinte años después, recuerdo que me produjeron una felicidad más o menos intensa, pero por lo menos perdurable en la memoria.
Desde luego se trataba de un local muy pequeño y modesto, con apenas media docena de mesas y una carta o menú del día muy limitados, pero en aquel contexto viajero de los años noventa nos gustaban este tipo de sitios discretos descubiertos al azar, eran como hallazgos propios de los que nos sentíamos tan orgullosos como si hubiésemos descubierto verdaderos templos de la gastronomía. Este hecho explica por sí solo el que pidiésemos una tarjeta del establecimiento la primera vez que lo visitamos, todavía conservada entre miles de recuerdos de aquellos viajes, pese a que el mesón debió de tener una vida muy efímera, arrastrado a una prematura desaparición, como tantos otros, con la construcción de la autovía y en consecuencia el abandono de la antigua N-III y de sus travesías de los pueblos. Tardamos algún tiempo, sin embargo, en rendirnos a esta evidencia, y como seguíamos viajando a menudo por la primitiva carretera de Madrid a Valencia, solíamos buscar el letrero del Faisán Dorado en las fachadas de las casas de San Antonio, según cruzábamos la población y en el punto en donde lo recordábamos ubicado, tal vez para detenernos a comer allí y recordar viejos tiempos en realidad muy recientes, pero ya nunca pudimos encontrarlo. Era como buscar un sitio fantasma que sólo hubiera sido producto de nuestros delirios. Mientras nosotros seguíamos anclados en nuestras rememoraciones y nostalgias de la ruta de Levante, el implacable progreso de la autovía, con todos sus males (y este era uno de ellos), nos había ganado la partida poniendo al descubierto nuestra ingenuidad y obsolescencia. Porque empezaba a resultar evidente que con el abandono de la N-III las cosas ya nunca volverían a ser como antes. La antigua nacional extinguida arrastraba consigo la mayor parte de los elementos que le habían sido consustanciales durante decenas de años, y así, uno tras otro y en un tiempo muy breve, iban desapareciendo los bares, los restaurantes, los hoteles, las gasolineras y los talleres de carretera. Y no sólo han desaparecido físicamente, sino que tampoco se encuentra la menor referencia actual a los nombres y ubicaciones de la mayoría de ellos. Es como si nunca hubieran existido. Buscando El Faisán Dorado por internet, descubro con sorpresa que la única prueba pública de su pasada existencia remite a este blog, en donde es citado en entradas anteriores relacionadas con el documental sobre la antigua N-III. Y también compruebo, en este caso visualizando las imágenes de Google Earth, que el inmueble que ocupaba aquel mesón-jamonería, aloja ahora otro establecimiento hostelero, como muestra la siguiente imágen. Las estrechas aceras del pasado han sido generosamente ampliadas en detrimento de la carretera sin tránsito.
Comemos, pues, ya en una hora tardía aquel 3 de Octubre de 1994, unas deliciosas chuletas al sarmiento en el Faisán Dorado, entre otras viandas probables que no constan en las crónicas. Después de bastantes horas de ayuno forzoso, esas chuletas nos devuelven la fe y la confianza en nosotros mismos, que las vamos a necesitar algo más tarde cruzando Caudete de las Fuentes, cuando un tractor asesino con remolque decide atravesarse en mitad de la carretera sin previo aviso de ningún tipo para tomar un desvío a la izquierda, según queda escrito literalmente, esta vez sí, en dichas crónicas. Afortunadamente, para ser honestos y fieles a la verdad, tampoco se omite la circunstancia de que circulábamos por la travesía de Caudete a 100 km/h., estando entonces limitada la velocidad por casco urbano a 60 (actualmente 50 genéricos, o menos, en algunos casos), y la realidad es que casi todos los vehículos sobrepasaban con creces esos límites en aquella época en la que no proliferaban tanto los radares, ni la retirada de puntos del carnet de conducir, ni los abusivos importes de las multas con evidente afán recaudatorio que imperan en la actualidad. E incluso las penas de cárcel, ya en el colmo de los despropósitos. En 1994 el concepto de travesía urbana no existía como tal para los conductores, pues una carretera general que atravesaba decenas o centenares de pueblos en su recorrido nunca dejaba de ser eso, una carretera, independientemente de que su trazado incluyera transitar entre casas de núcleos de población cada pocos kilómetros. Cuando un viaje de 500 kilómetros por una carretera nacional española podía prolongarse durante seis o siete horas, con sus correspondientes atascos, retenciones, imposibilidad de adelantar (y el peligro de hacerlo cuando era posible, con vías de un solo carril por sentido), tráfico pesado y un largo etcétera de inconvenientes, cruzar un pueblo, o cientos de ellos, era un mero trámite anecdótico que había que superar cuanto antes, y encontrándose la travesía despejada, nadie iba a circular a 60. Es comprensible. En cada época impera una mentalidad, generalmente aceptada incluso por las autoridades.
Todo sucede muy deprisa, inesperadamente, y casi sin tiempo para reaccionar nos encontramos involucrados en un problema muy grave. Probablemente todavía me estaba relamiendo de las chuletas recién ingeridas cuando compruebo que los escasos vehículos que me preceden, incluida la R-65 de Aguirre, empiezan a frenar a la desesperada y la distancia de seguridad decrece instantáneamente. Nos estamos echando unos encima de otros por culpa de ese tractor con remolque que, unos cientos de metros por delante, ha decidido incorporarse a la calzada desde la acera sin avisar, o lo que es aún peor, sin mirar. A 100 km/h. se recorren 28 metros por segundo, y es entonces cuando corroboras que el hombre es el único animal que sabe que va a morir, o por lo menos que es consciente de que se va a abrir la cabeza, o partirse una pierna, o la columna vertebral, y puede precisar el momento en el que esto va a suceder cuando ni sus reflejos ni los frenos del vehículo que conduce pueden responder con la celeridad que necesita para soslayar el peligro. Y en una moto, además, cualquier maniobra brusca y precipitada, como una frenada de emergencia, resulta sumamente comprometida, con el riesgo evidente de bloquear las ruedas e irse al suelo. Como queda escrito en las crónicas, en cuestión de sólo un segundo, veo que se me amontona el trabajo: cerrar gas, bajar marchas y frenar al mismo tiempo la moto cargada a tope, en apenas 30 metros, y por si ello no fuera posible tengo que escoger además si prefiero golpearme contra el tractor, una furgoneta que va detrás, o la Lavadora de Bóxer Manuel (R-65 de Aguirre), por delante de mí, y a la que estoy esperando ver en el suelo de un momento a otro.
Por culpa del pánico (pisotón al pedal de freno trasero) he bloqueado un poco de atrás y la moto ha insinuado un breve latigazo hasta que he levantado el pie y me he aplicado a fondo con la maneta (freno delantero) apretando y soltando rítmicamente, con buenos resultados. Y mientras esto sucedía, el tramo final de la travesía de Caudete ha pasado ante mis ojos a cámara lenta, y un instante de apenas unos segundos se ha dilatado exageradamente en el tiempo, o al menos estas han sido mis percepciones del momento, y he llegado a maldecir nuestra imprudencia de circular tan deprisa por una travesía, y la imprudencia homicida del tractor, sobre todo, y mi propia incapacidad para conservar la sangre fría y no dejarme dominar por el pánico en una situación tan comprometida.
Pero al final, sólo la suerte o tal vez un milagro, suponiendo que existan, ha evitado la colisión múltiple cuando yo ya había elegido chocar contra la trasera de la furgoneta Ford Transit, de chapa seguramente más blanda que la del remolque del tractor asesino. Aguirre, por su parte, como consta en las crónicas, se ha detenido a tiempo y con muchos apuros también, y nunca entenderé cómo ha podido hacerlo con un solo disco de freno delantero, un tambor trasero y algunos metros menos de distancia en la frenada, pero ahí estamos parados a dos dedos de la furgoneta y con el corazón al galope. Y el tractor asesino, por otra parte, una vez cometida con absoluta impunidad su fechoría, toma un desvío lateral a la izquierda sin inmutarse lo más mínimo ante los bocinazos furiosos de la furgoneta y nuestras propias imprecaciones, que incluyen gran despliegue gestual de brazos y manos alzadas al aire con algún dedo extendido.
Nada más salir de Caudete de las Fuentes nos paramos en el arcén de la carretera para evaluar la situación y templar los nervios. Aguirre sostiene un cigarrillo con la mano temblorosa, Julia está inusualmente pálida por encima de su palidez habitual, y yo siento calambres en las piernas y apenas si me sale la voz de la garganta. Y no es para menos. Hemos estado a punto de tener un aparatoso accidente, seguramente no de consecuencias muy graves, pero sí lo bastante perturbador como para sufrir algunos daños físicos y mecánicos y comprometer la continuidad del viaje. Pero bueno, al menos por esta vez nos hemos salvado, ha sido sólo un aviso, un toque de atención, una invitación a la prudencia, y ahora es menester tranquilizarse antes de retomar el camino.
Travesía de Caudete de las Fuentes (Valencia). Imágen contemporánea de Google Earth.
Continuamos viaje al cabo de largo rato, todavía con el miedo en el cuerpo, a velocidades muy moderadas, y recurriendo a las crónicas de la época de nuevo, a medida que nos vamos acercando a Madrid así se nos va acercando también un cansancio provisionalmente engañado con esas milagrosas horas de sueño reparador de la víspera, que parecían suficientes para que este viaje no se nos complicase demasiado, pero la crispación causada por una carretera siempre en obras como esta N-III, con sempiternas tareas de asfaltado, retenciones, sobresaltos, camiones y conductores suicidas, vuelve las cosas del revés, no te salen los promedios y cuando quieres darte cuenta ya estás luchando otra vez para que no se te haga de noche en la carretera, y esto sí que lo vamos a conseguir a costa de sacrificarlo en paradas (...) Unicamente a las puertas de Madrid nos detenemos para fumar un cigarro y despedirnos, y acaso también para insinuar que este puede haber sido el último viaje de 1994, cosa que ahora mismo nos parece incluso muy deseable. Pero estamos absolutamente equivocados.
En la última gasolinera de esta ruta, a las mismas puertas de Madrid, entre escombreras y desmontes y ya con la silueta de los primeros edificios de la ciudad divisándose en el horizonte brumoso de la tarde de otoño, contemplamos una escena tan sorprendente, como anacrónica, como bíblica: un hombre vestido con un mono azul de faena viene caminando campo a través con un cordero recién parido echado sobre sus hombros. A su lado, avanza a trompicones también la oveja, exhausta y sanguinolenta después del parto. Llegan a la gasolinera y el hombre nos mira, y probablemente nos da educadamente las buenas tardes, y nos mira la oveja con sus pequeños ojos cargados de mansedumbre ovina, y nos mira el cordero, seguramente asustado y ciego todavía en sus primeros minutos de vida.
Este pobre animal tampoco sabe que va a morir, muy pronto, además, a la vuelta de pocas semanas, todavía a tiempo para servir de festín en alguna mesa navideña, o en algún asador de carretera, como El Faisán Dorado, lo que son las cosas, porque ese es su destino y la única razón (o sinrazón) de su efímera existencia.