Este es un relato de ficción. Todos los personajes, los lugares y las situaciones son, por lo tanto, imaginarios, y cualquier parecido con la realidad ha de considerarse como una mera coincidencia. Fue publicado por primera vez en el año 2004 en un foro motorista de internet, y debido a determinados pasajes escabrosos de la narración se hizo necesario aplicarle algún tipo de omisión o censura en alguna de las entregas. Se ofrece ahora íntegro en su versión original en este blog, y por tal motivo hemos de advertir que LA LECTURA DE ESTE RELATO NO ES ADECUADA PARA MENORES DE DIECIOCHO AÑOS.
Un relato de Route 1963
—¡Mi sargento, mi sargento!
Volvió la cabeza. Era Briongos el que se acercaba. Cuando llegó a su altura se dieron la mano efusivamente.
—¡Collóns, Briongos, qué alegría verte!
—Lo mismo le digo, mi sargento. No se le ha visto a usté el pelico durante estos tres días.
—Si yo te contara, Briongos, si yo te contara... —dijo Nogueras algo azorado, sin saber cómo desprenderse del bulto de los zapatos, que se iba cambiando de mano una y otra vez.
—Pues cuente usté, mi sargento, cuente usté.
Pero Nogueras no tenía ni la más mínima intención de contarle a su compañero ninguno de los episodios padecidos durante esos tres días en compañía de su malvada esposa. Sin embargo, sí que le podía la necesidad de que alguien le sacara de dudas cuanto antes acerca de aquel tema tan misterioso al que daba vueltas y vueltas de vez en cuando. No estaba muy seguro de que su subalterno fuese la persona más indicada para satisfacer esa curiosidad, y de hecho no podía considerar a Briongos una autoridad en ninguna materia fuera de las relacionadas con el tiro, las armas de fuego y las ordenanzas del Cuerpo, pero como tenía con él más confianza que con el resto de la gente, no tuvo el menor pudor en preguntarle:
—Oye, Briongos, dime una cosa. ¿Tú sabes en qué consiste eso que llaman “el beso negro”?
Briongos puso la misma cara que habría puesto si le hubiesen preguntado acerca del afelio y el perihelio del planeta Marte, pero se recompuso enseguida.
—Sí, mi sargento —empezó a hablar con una seguridad fingida—, eso es una especialidad de la repostería de mi pueblo, pues.
A Nogueras los ojos se le abrieron como platos. Iba a decir algo desaprobatorio, pero el número se le adelantó:
—Un pastelico en forma de labios y bañado en chocolate negro con relleno de crema de frambuesas.
El sargento posó la palma de su mano izquierda paternalmente sobre un hombro de Briongos. Después le miró con fijeza a los ojos, como si pretendiera hipnotizarle.
—¿Quieres dejar de desir gilipolleses? —fue lo que le soltó.
Briongos pareció asustarse.
—A la orden, mi sargento.
Entonces Nogueras, no pudiendo soportar durante más tiempo su ira contenida, se enfureció.
—¡Ni a la orden, ni mi sargento, ni pollas en vinagre! ¡Me estás vasilando, Briongos, y a mí no me vasila ni mi padre, que en pas descanse!
—Mi sargento, le juro que...
—¡No jures, animal! ¡Si no tienes ni puta idea de que lo es un beso negro, lo dises, y ya está! ¡Pero no te inventes las cosas, cabronaso, que no me chupo el dedo!
—A la orden, mi sargento.
Nogueras respiró profundamente mirando al suelo. Después se separó de Briongos y le dio la espalda ofendido.
—Y ahora déjame, que tengo muchas cosas que haser.
—A la orden, mi sargento. Y discúlpeme si le he molestado.
Fue en ese momento cuando a Nogueras se le cayeron los zapatos al suelo. El envoltorio de papel de periódico se deshizo en la caída mostrando su contenido. Los dos zapatos rojos de tacón quedaron tirados sobre el cemento del patio como dos rodajas de sandía fresca. Briongos, estupefacto, se agachó para cogerlos mientras Nogueras, tenso y desorientado por una situación tan incómoda, se quedaba paralizado y con la mente en blanco.
—Mi mujer tiene unos igualicos, igualicos a estos —explicó de repente Briongos mirando dentro de los zapatos—. Y además, son de la misma tienda, pues. Aquí lo pone —y empezó a leer en la plantilla interior de uno de ellos—: “Zapatería Celedonio Guijarro, Cuesta de la Virgen, sin número, teléfono tal, tal, tal, Ventolana, provincia de...”, qué casualidad, mi sargento.
En maldita la hora se le había ocurrido bajar a la calle con tan comprometido envoltorio y en maldita la hora había tenido que encontrarse con Briongos en el patio. Eso fue lo que pensó Nogueras mientras volvía a coger los zapatos que éste le tendía. Y en relación con la casualidad que le comentaba el número, él prefería no tener que hacerse ninguna pregunta al respecto. Pero necesitaba disimular, decir algo, no podía quedarse callado como un pasmarote. Tuvo una idea.
—Grasias, Briongos —le dijo envolviendo de nuevo los zapatos en las hojas de periódico—. Estos sapatos me los acabo de encontrar en el descansillo del primer piso y los iba a tirar a la basura, porque no sé de quién son y me paresen un poco...
—¿Un poco chabacanos? —apuntó Briongos.
—Pues sí, algo así, con todos los respetos hasia tu señora. Por sierto, ¿no serán los suyos?
—No, mi sargento. Ella calza un treinta y seis, y esos son un treinta y ocho.
—Pues tanto mejor, entonses —concluyó Nogueras—. Y ahora, si me disculpas, me voy al bar a tomar un pequeño almuerso.
—Que le aproveche, mi sargento, ya nos veremos.
Cuando Briongos desapareció del patio, el sargento se sintió verdaderamente aliviado. Entonces levantó el asiento de su ZZR-1100 y después de darle muchas vueltas al asunto consiguió alojar allí dentro los zapatos. Eso sí, tuvo que separarlos y colocar cada uno de ellos en un hueco diferente. Por último, en contra de lo que se temía, el asiento se cerró sin problemas.
Se acercó al bar del cuartel caminando torpemente por culpa del ceñido mono de cuero. El sol era insoportable. Entró y se sentó en una de las mesas de madera. Hacía mucho calor y el local estaba lleno de moscas. No había ningún parroquiano en ese momento. Pidió un par de huevos fritos con panceta, una barrita de pan y un buen vaso de vino tinto con gaseosa. El empleado civil que atendía las mesas dio una voz a la cocina:
—¡A ver, dos huevos fritos con panceta cuánto antes!
—¿Quién será el gilipollas que quiere unos huevos fritos con panceta a estas horas? ¡Hay de joderse! —dijo alguien desde el interior de la cocina.
Nogueras se levantó bruscamente, anduvo unos pasos y se asomó al ventanuco que comunicaba con la cocina. Vio a un hombre con un delantal blanco que cogía una sartén vacía y reluciente. No era el cocinero habitual.
—El gilipollas que quiere unos huevos fritos con panseta soy yo, ¿hay algún problema? —le dijo en tono de amenaza.
El cocinero le miró desafiante sin soltar la sartén de la mano.
—Pues sí, mire usté, no hay un problema, sino dos: esta mañana temprano se han acabado los huevos y la panceta. Como a todos ustedes les da por desayunar lo mismo...
Entonces el sargento no tuvo más remedio que admitir en su fuero interno que probablemente aquel hombre tenía razón. A la mayoría de los guardias del cuartel de Ventolana les daba por pedir huevos fritos con panceta para desayunar. Y otro tanto les ocurría a sus familiares. La propia mujer de Nogueras era casi adicta a ellos. Seguramente esa misma madrugada, antes de subirse al autobús que debía llevarla a Benidorm, con el bar recién abierto ya se habría comido su correspondiente ración. Y como ella, el resto de las mujeres que se marchaban de vacaciones. Por eso la causa de que se hubiesen agotado esos dos productos había que achacarla a esta circunstancia excepcional. Pero Nogueras, al que no le habían hecho ninguna gracia los malos modos del cocinero, que acababa de llamarle gilipollas, no estaba dispuesto a mostrar ninguna conformidad con la situación, sino todo lo contrario:
—No es problema mío el que se hayan acabado los huevos y la panseta —le dijo a aquel hombre con gran aplomo, apoyando los codos en el ventanuco como si con este gesto pretendiera intimidarle mejor—. Si no le quedan, búsquelos donde sea.
El cocinero, lejos de someterse, se envalentonó, y de tal modo que en tres zancadas llegó hasta donde estaba Nogueras blandiendo agresivamente la sartén a modo de arma disuasoria. El sargento se retiró de la ventana, por si acaso.
—Pero..., ¿quién se ha creído que es usté? —le dijo aquel hombre torciendo el gesto—. ¿El Director General de la Guardia Civil?
Nogueras se percató de que la situación se le iba de las manos inútilmente. Nada podía hacer contra aquel individuo, a fin de cuentas miembro de la plantilla de personal civil y contratado temporalmente como cocinero del bar. Todo lo más, podía poner una reclamación, y es lo que iba a hacer cuando el local empezó a llenarse de guardias civiles, todos ellos conocidos. Para no significarse y evitar un altercado mayor, optó por marcharse. Claro, que no perdió la oportunidad de encararse por última vez con su enemigo:
—Ya nos veremos en la carretera, che —le dijo, apuntándole con el dedo.
El hombre todavía le contestó algo, pero Nogueras no pudo, o no quiso escucharlo, y salió por la puerta encabronado como pocas veces en la vida lo había estado. El sabía perfectamente que la gente con el estómago vacío tiende a ponerse de muy, pero que de muy mala hostia a la mínima de cambio. Y él, desde luego, lo estaba. En ayunas y de mala hostia. Así es que llegó de nuevo hasta su moto, se ajustó el casco y los guantes y la arrancó. Antes de meter primera y salir le pegó un par de furiosos acelerones que retumbaron en todas las paredes cercanas. Consiguió desahogarse un poco. Después avanzó unos metros y se detuvo ante una ventana abierta de la primera planta de un pequeño edificio que albergaba las dependencias administrativas del cuartel. Era la oficina del sargento Venancio. Se bajó de la moto, se levantó la visera del casco y se acercó para mirar. Allí estaba él, vestido de uniforme y sentado frente a un ordenador. Parecía muy concentrado. Nogueras le llamó casi susurrando:
—¡Venansio, Venansio!
Venancio volvió la cabeza y le vio. Arrastró la silla con el cuerpo para retirarse de la mesa y tener mayor ángulo de visión sobre la ventana.
—¡Coño, Nogueras! —dijo con una risita estúpida.
—¿Te acuerdas de la conversasión que tuvimos ayer por la tarde? —le preguntó Nogueras.
—¡Claro que me acuerdo! —respondió Venancio burlón—. Tu mujer te tenía secuestrado.
—Tú lo has dicho, me tenía, pero ya no me tiene, así es que ahora, a ti y a mí, nos queda un asunto pendiente.
—¿Un asunto pendiente? ¿A nosotros?
—Sí, a nosotros.
—Pues no sé a qué te refieres.
—Me dijiste que me echabas una carrera. Con las motos.
Venancio hizo un gesto de contrariedad, como si Nogueras le hubiera cogido en un error fatal. Desde luego no era lo mismo provocarle, como lo había hecho, cuando estaba en su casa cautivo, indefenso y ridículamente asomado al ventanuco del baño, que ahora, cuando la situación parecía justamente la contraria, con Venancio de uniforme y recluido en su oficina mientras Nogueras, vestido de riguroso cuero motorista, había dejado enfrente su ZZR-1100 apoyada en la pata de cabra con el motor ronroneando y pidiendo guerra. Pero por si acaso, para ganar tiempo, le respondió:
—Es que hoy no puedo, Nogueras, de verdaz. Estoy trabajando, y luego más tarde tengo una cita muy importante.
—¿Una sita muy importante con una real hembra de toma pan y moja, quisás? —se burló Nogueras, recordando las palabras que había dicho el sargento madrileño la tarde de la víspera.
—Pues sí, eso es. Además, ¿para qué me quieres echar una carrera, si te voy a ganar sin despeinarme?
En ese momento a Nogueras se le escapó una carcajada abrupta como un ladrido, se acercó a la moto y pegó otro breve acelerón. Tenía a Venancio cogido por las pelotas, y lo sabía. Estaba disfrutando como hacía tiempo que no disfrutaba. Volvió junto a la ventana, satisfecho del espectáculo.
—Bueno, pues entonses —soltó Nogueras recreándose de buen grado en sus palabras—, mientras sales de trabajar voy a haserle un poco de compañía a esa real hembra de toma pan y moja en el motel del Alto del Tossal, que está un poco sola, la pobreta. Le diré que estás muy ocupado y que no puedes ir a buscarla.
Venancio acusó el golpe, como no podía ser menos:
—¡Eh, Nogueras, no me seas cabrón! ¡Mónica ha quedado conmigo!
—¡Donde las dan, las toman, Venansio, chupatintas, que eres un chupatintas!
Entonces Venancio se levantó de la silla y se acercó a la ventana apretando los puños. Estaba verdaderamente congestionado por la ira.
—Está bien —dijo mirando el reloj—. Dame una hora, solamente una hora y te echo esa carrera. ¡Te vas a enterar!
Nogueras sonrió. Había conseguido hacerle pasar por el aro.
—Te espero en el motel dentro de una hora. Después nos hasemos el Puerto de subida y luego de bajada hasta la Venta la Reme, y el que pierda invita al otro a comer allí. Pero nada de menú del día, sino a lo grande, a la carta.
—Muy bien —respondió Venancio—, ya puedes ir preparando la cartera porque te voy a meter un sablazo que te vas a cagar. Y a ver que es lo que le vas a decir a Mónica, que no me entere yo.
Nogueras se subió en la Kawa y pegó tres acelerones, uno detrás de otro. Después dijo:
—Tú no eres más que un gañán y un descamisado que no sabe tratar a una dama. Esa xiqueta se merese algo mejor.
Después metió primera y se dirigió despacio hacia la entrada del cuartel. El cabo que controlaba la puerta le saludó militarmente y apuntó la hora de salida y la matrícula de la moto. Por último, volvió a saludar y dijo:
—Que se divierta, mi sargento.
—Grasias, lo intentaré. Buen servisio, cabo.
Era la una menos cuarto de la tarde cuando Nogueras cruzaba por debajo del arco de piedra coronado con la orla que exhibía los colores de la bandera de España y la leyenda TODO POR LA PATRIA pintada en letras negras. No volvió la vista atrás.
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