viernes, 30 de diciembre de 2011

NOSTALGIA DE UNA LAMBRETTA 150 D (1956)

       
       Hace unos quince años estuve fantaseando con la idea de recuperar y restaurar una vieja Lambretta 150 D de 1956, y no sólo con la intención de guardarla como recuerdo sino también con el práctico propósito de utilizarla a diario en mis desplazamientos urbanos. La verdad es que me sorprendí a mí mismo con esta fantasía, yo que no suelo tener fantasías y que nunca he sido un entendido ni un coleccionista de clásicas y que, por lo demás, haber recuperado aquella antigualla supongo que me habría supuesto un cierto desembolso económico y mayores aún habrían sido los gastos de mantenimiento posteriores si hubiera pretendido además utilizarla en el presente. Y eso por no hablar de sus limitaciones técnicas, su más que probable incomodidad y sus acreditadas carencias en materia de seguridad según los patrones contemporáneos. No nos olvidemos que las motos de antaño estaban diseñadas para unos usuarios y unas circunstancias muy diferentes a los actuales. Sin embargo, durante algún tiempo me rondó esta fantasía por la cabeza, y ya me imaginaba moviéndome por la noche por las calles del bullicioso Madrid de los 90 en este escúter con el que se habían movido cuatro décadas antes, por las calles mortecinas y subdesarrolladas del Madrid de los 50, algunos de mis familiares más cercanos. Y todavía si yo hubiese pertenecido a alguna de aquellas tribus urbanas que pululaban en las noches de los 90 (los mods, por ejemplo, tan aficionados a los escúteres en general y a las Lambrettas en particular), mi singular capricho tal vez habría tenido un sentido estético o tribal. Pero ni por esas. Yo no era un mod, ni un rocker, ni nada por el estilo. Sólo era motorista, a secas. Así es que por fuerza mi fantasía tenía sólo una inspiración simbólicamente nostálgica. Estoy de acuerdo con Cesare Fiumi, periodista italiano y escritor de libros de viajes, cuando dice que alguna vez ha experimentado una especie de nostalgia extraña y desconcertante, la nostalgia de lo que no se ha vivido y se habría querido vivir. A mí también me ha sucedido.



 Y es que, claro, aquella entrañable   Lambretta 150 D de 1956,  con matrícula  M-164.531 y pintada en un color gris militar que le hacía parecer aún más espartana y frágil de lo que en realidad debía de ser, no era para mí una Lambretta cualquiera. Pero por esas paradojas de la vida, que refuerzan el significado de la frase de Fiumi, yo nunca pude verla salvo en fotografías, y aunque me han dicho que llegué a montar en el sidecar que le acoplarían más tarde, mi corta edad de entonces (menos de un año) me tenía incapacitado para ver nada que pudiese recordar después, y por tanto esta es una de esas cosas, como tantas otras de la infancia, que uno no ha vivido realmente. Tal vez venga de ahí mi nostalgia en el presente.



 Fue mi tío Antonio quien la compró nueva a principios de 1957, si bien el modelo data del año anterior, 1956, último en el que se fabricó. Precisamente ahora, en 2004, se cumplen 50 años del establecimiento de la casa Lambretta en España, concretamente en Eibar, en donde se fabricaban con licencia italiana.  El modelo 150 D en cuestión equipaba un motor monocilíndrico de dos tiempos de 148 c.c. refrigerado por aire forzado y alimentado por un carburador Dell’ Orto. Tenía tres marchas accionadas manualmente por dos cables y la potencia máxima desarrollada era de 6 c.v. a 4.750 r.p.m., lo que le permitía una velocidad máxima de 75-80 kms/h.  La medida de los neumáticos era de 400 x 8 (?), llevaba un depósito de combustible de 6’3 litros, con una reserva de 0’7, y sus consumos eran del orden de los 2 litros a 100, lo que, al menos en teoría, le otorgaba una autonomía aproximada de 300 kms. El peso total de este escúter estaba en los 75 kgs., según el fabricante, y se vendía en dos colores, verde y gris. El modelo D 150 estuvo en producción entre 1954 y 1956.

 
Datos técnicos aparte, lo cierto es que no deja de sorprenderme el hecho de que alguien pudiera atreverse siquiera a viajar en aquella época con este modesto hierro por las polvorientas carreteras españolas, cuyos pavimentos, cuando no eran de adoquines, eran de arena y grava, y si por casualidad contenían algo de asfalto era más bien a título testimonial. Y sin embargo mi tío Antonio no sólo usaba su Lambretta por Madrid (fue su primer vehículo), sino que con frecuencia se aventuraba a viajar con ella a la costa en vacaciones, y alguna vez llevando de paquete a su hermano, mi tío Vicente. Viajes, suponemos, que durarían de sol a sol, por lo menos, aunque en verano los días sean más largos, pero ellos ya no lo recuerdan o no quieren recordarlo. Esta es una nostalgia inversa a la que alude Cesare Fiumi: la falsa nostalgia de lo que se vivió y no se hubiera querido vivir, probablemente. Pero una vez en destino, ya en la costa mediterránea, este baqueteado escúter no perdía ni un ápice de su protagonismo, aunque fuese de modo circunstancial, como lo atestiguan las numerosas fotografías en blanco y negro que conservo en la actualidad y que he analizado al detalle innumerables veces. Familiares, vecinos y amigos aparecen invariablemente retratados encima de la Lambretta entre almendros y chumberas, las mujeres con pañuelos en la cabeza y castos bañadores de una pieza y colores discretos (el biquini estaba por inventar), y ellos con pantalones largos y blusas blancas abrochadas casi hasta la garganta. A veces, para estas fotografías, se subían en la moto hasta tres personas, y entonces la pobre Lambretta casi ni se veía. Pero hay imágenes en las que se aprecian perfectamente todos los detalles, precarios detalles, podríamos decir, de esta 150 D, tan liviana de motor, chasis, chapas, tubos y cables (al descubierto y peligrosamente enredados en el manillar, por cierto), y uno se pregunta cómo demonios podría funcionar aquello sin romperse o provocar un accidente.


 Hacia 1960, o quizá antes, nuestra entrañable Lambretta recibió un importante lavado de cara. Para empezar, el escudo, que de origen se levantaba sólo unos centímetros por encima del guardabarros delantero, con lo cual dejaba completamente al descubierto las piernas del conductor, pasó a ocupar ahora todo el plano frontal de la moto hasta juntarse con el manillar. Esto ya le concedía una cercana semejanza con las Vespas, que eran sus más feroces competidoras en la época y mejores escúteres, además. Al dotarla de un escudo en condiciones se pudo integrar en él el faro, que de serie iba atornillado a la barra de la dirección y que daba toda la sensación de alumbrar menos que un candil de aceite. Se sustituyó también el único espejo  rectangular que llevaba en el puño izquierdo por uno redondo. Este modelo no traía de serie ni retrovisores, ni intermitentes, ni velocímetro, ni cuentakilómetros, ni rueda de repuesto, y los asientos eran dos monosillas independientes, como si fuesen dos sillas de montar, con amortiguación de muelles. Precariedad en estado puro. Y a continuación vino el sidecar, instalado al costado izquierdo también, lo cual supongo que dejaría poco menos que inoperante el único espejo retrovisor. Se dotó a la moto, asimismo, de una rueda de repuesto que iba anclada verticalmente en la parte trasera, por encima de la placa de matrícula.  Por último, se pintó la moto completa y el sidecar de color rojo con líneas negras de adorno. Probablemente la Lambretta ganó mucho estéticamente con todas estas mejoras, y en especial con los cambios cromáticos que la despojaron de su primitivo aspecto austero y gris, pero las fotografías en blanco y negro no le hacen justicia. 

 
Y así, en 1964, mi tío le vendió la moto a su cuñado, es decir, a mi padre, que la tuvo unos pocos meses antes de comprar su primer coche, también usado y también a mí tío, un Renault Dauphine de 1962. Pero parece ser que mi padre, a diferencia de mi tío, no hizo demasiadas buenas migas con la Lambretta. Incluso se llevó algunos sustos serios, como cuando pisó el bordillo de una isleta con la rueda del sidecar y la moto se le venció y se le volcó igual que una barca, atrapándole debajo. Aquello no tuvo consecuencias graves pero le puso de manifiesto que conducir un escúter tan ligero con sidecar requería de cierta habilidad y experiencia, algo de lo que él carecía en aquel momento, pues también era su primer vehículo.

 
 Se la vendió a un compañero de trabajo y ahí quedó la historia hasta que, veinticinco años después, yo me interesé por ella. Que qué habría sido de aquella Lambretta, le pregunté, a lo que él me respondió que, por lo que sabía, el compañero de trabajo al que se la había vendido la seguía teniendo aunque, eso sí, desmontada o quizá desguazada en un oscuro cobertizo de Fregenal de la Sierra, en la provincia de Badajoz. Así es como terminaron muchas motos de la época antes de que se desatase la fiebre actual del coleccionismo de clásicas. No obstante yo insistí, ante su incredulidad, en si era posible o merecía la pena intentar al menos recuperarla, fuese cual fuese su estado, incluso por piezas, pero mi padre me dijo que lo más probable es que no encontrase nada ni remotamente parecido a lo que había sido aquella Lambretta. Tal vez sólo quedaban de ella un montón de hierros achatarrados por todo vestigio, y eso en el mejor de los casos. Y además, ¿para qué demonios quería yo aquel cacharro? ¿Nostalgia? ¿Nostalgia de qué? No pude responderle a esto, porque por entonces todavía no había leído a Fiumi quien, por cierto, y curiosamente, también es italiano y de 1957, como esta Lambretta. Casualidades de la vida.

Llegué a conocer a su último propietario, ya fallecido, el compañero de mi padre, pero jamás me atreví a preguntarle por la moto. Me hubiera tomado por loco o, peor aún, por tonto. ¿Quién puede tener interés en saber acerca de del destino de un trasto condenado al basurero?

Así es que, mi fantasía nunca pudo hacerse realidad. Para una vez que tengo una fantasía, también es mala suerte. Y sin embargo, después de tanto tiempo, de vez en cuando me sigo acordando de aquella Lambretta 150 D de 1956, sobre todo cuando vuelvo a ver esas añejas fotografías en blanco y negro, la única prueba material y palpable que he tenido nunca, en verdad, de su existencia.

 

Texto original escrito en Agosto de 2004

3 comentarios:

  1. Bonita y detallada historia de una moto de la que yo también senti cierta nostagia en unos momentos determinados. Realmente el sidecar era muy taricionero y me dio algunos sustos. Se calentaba horrores pero cumplió su cometido de llevarme al trabajo durante algún tiempo y pequeñas y cercanas excursiones. Muy bien, estoy por decir que enternecedor.

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  2. Preciosa historia, yo tengo una lambretta como esa, en eibar la lambretta D era hasta 125, y no 150 como dices, las fotos son preciosas, y si, yo tambien soy un nostalgico...

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    1. Muchas gracias. Pues ya me haces dudar, pero creo que esa Lambretta era de 150, pero en todo caso este es un detalle menor, porque efectivamente, como bien dices, lo que interesa de esta historia es la nostalgia que lleva implícita y los buenos recuerdos que todavía perduran de ella. ¡Saludos!

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