lunes, 30 de abril de 2012

LA INDÓMITA BELLEZA DE LA CHATARRA (II). Aquellos desguaces y cementerios de automóviles.

     La anárquica, indómita y decadente belleza de la chatarra amontonada en desguaces y cementerios de automóviles, abandonada para la eternidad en almacenes, talleres, naves y campos en una intemperie inmemorial salpicada por la nostalgia y la melancolía de un pasado más o menos remoto que no habrá de volver. Para la mayoría de las personas es sólo eso, chatarra, basura férrica, desechos oxidados, detritus industriales, residuos tóxicos y venenosos carentes de la menor estética, incapaces de sugerir belleza o sentimiento alguno a sus posibles espectadores. Personalmente, no sólo discrepo de esa idea, sino que albergo justamente la contraria: la chatarra es bella. Cuando yo era niño recuerdo que la mayoría de las carreteras nacionales españolas estaban jalonadas de inmensos desguaces y cementerios de automóviles, bien en mitad de los campos, bien en las entradas de pueblos y ciudades, y en ellos, con miles de vehículos apilados en altas columnas de chapa y neumáticos viejos o desparramados por extensas praderas cercadas de alambre, se iba condensando la historia automovilística de nuestro país, nuestro pasado, lo que habíamos sido y lo que habían sido otros más viejos que nosotros. Allí reposaban, a veces durante muchos años antes de caer bajo los dientes de las máquinas trituradoras, esos coches, camiones, autobuses, tractores y motocicletas que habían circulado alguna vez, desde los albores del siglo XX, por nuestras carreteras, y yo siempre volvía la cabeza para admirar unos segundos, desde la ventanilla del coche en marcha, aquellas cordilleras de hermosa chatarra, aquellos memorables vehículos que se resistían a morir y que todavía parecían querer contarnos algo de sí mismos.




      En ambas orillas de las cunetas de la inmensa recta de la nacional tres que buscaba la entrada en Motilla del Palancar proliferaban los cementerios de automóviles como silvestres praderas de chatarra perenne que pudiera resucitar un día y echar a rodar de nuevo por el asfalto. Los coches para el desguace estaban alineados cuidadosamente en perfectas hileras según los modelos y marcas, y los rastrojos y unas delicadas florecillas amarillas o rojas brotaban entre sus neumáticos desinflados con una fertilidad abonada de posos de herrumbre, charcos de gasolina y ácido de batería. En aquellos pudrideros de chapa abollada y parabrisas astillados aparecía representada, como en un museo de la industria automovilística contemporánea, una parte notable de los distintos turismos del parque móvil español de las tres últimas décadas. Había interminables filas de rechonchos Seat Seiscientos despanzurrados en el suelo con una mansedumbre ovejuna, o de Ochocientos cincuentas -los populares “ocho y medio”- amontonados como escarabajos perezosos, o de picudos Mil quinientos, algunos de ellos todavía con trazas de la pintura distintiva de los taxis de las diversas ciudades en donde habrían prestado servicio, o de Ciento veinticuatros y Mil cuatrocientos treintas, ampulosos y cuadrados como cajas de galletas rodantes, o de modestos Ciento veintisietes y Ciento treinta y tres con sus ruedas enredadas entre las malas hierbas del cementerio con esa misma resignación utilitaria con que habían circulado por calles y carreteras. Podían verse nutridas filas de antiguos modelos Renault en una gradación ascendente de los números de su denominación comercial: los Erre Cuatro Ele, en sus dos versiones de berlina o furgoneta -despectivamente conocidos como “Cuatro latas”-, que ofrecían un cierto aspecto de vehículos militares, con sus estrechas ventanillas y los tapacubos siempre salpicados por el barro de los campos, los Erre Cinco y Seis, cuyo diseño irregular de sus carrocerías escapaba a los conceptos más elementales de la simetría, los Erre Siete, diminutos como los coches de choque de las atracciones de las ferias, los Erre Ocho y Diez, panzudos, ruidosos y con largos tubos de escape cubiertos de carbonilla, que en sus orígenes fueron conducidos por discretos empleados y obreros menestrales para caer al final de sus días en manos de los macarras de los pueblos y de los pandilleros de los arrabales de las ciudades, y los Erre Once y Doce, elegantes y presumidos como cisnes, con sus techos de vinilo y sus esmaltes metalizados que les concedían un prestigio de modernidad por contraste con la sobriedad de los cánones estéticos de la época.





     Pero todavía quedaban en los rincones de aquellos cementerios de automóviles algunas reliquias vetustas de la marca francesa que acaso habrían merecido descansar para siempre en las vitrinas de los museos, de no ser porque ya sólo se trataba de meras aglomeraciones de hierro retorcido y de formas apenas reconocibles, y ese era el caso de los antiquísimos Renault Cuatro Cuatro de los años cincuenta, abombados como sapos, con sus estribos laterales y sus faldones de goma tras las ruedas a modo de salvabarros, o de los livianos Gordinis, Ondines y Dauphines -denominados genéricamente por el pueblo llano como “el coche de las viudas”, debido al gran número de accidentes que sufrían por su escaso peso- y que, en efecto, sí que presentaban en sus líneas esa esbelta delgadez de los delfines, o los lujuriosos Caravelle de los sesenta, deportivos descapotables conducidos por play boys, universitarios y niños bien que acudían a fiestas y guateques, bebían vodkas con naranja y luego salían a divertirse jugándose la vida -y la de los automovilistas ocasionales que se cruzaban en su camino- a la “ruleta romana”, que consistía en conducir temerariamente por la noche y a toda velocidad sin respetar los semáforos ni las preferencias de paso de las intersecciones de las calles de Madrid hasta que, antes o después, terminaban estrellándose contra otro vehículo.





     Ordenadas hileras de turismos y furgonetas Citroën Dos Caballos y Dyane Seis, espartanos cacharros que tenían esa altivez torpe y aparatosa de los patos cuando se desplazan fuera del agua, con sus carrocerías de chapas acanaladas que tanto me recordaban las ya desusadas tablas de lavar de las mujeres de los pueblos, o ejemplares muy contados del modelo De Ese “Tiburón”, que verdaderamente aparentaban toda la amenazadora agresividad de los grandes escualos, y se veían también a veces formaciones aisladas de Simcas Mil azules, blancos y rojos, raquíticos y feos como infantiles cochecitos de pedales, y Mil doscientos, más espaciosos, modernos y funcionales -algunos habían sido adaptados para servir de ambulancias-, y ocasionales Mercedes Benz y Dodges Dart pretenciosos, automóviles de nuevos ricos y gente de posibles en su época -“Deportivo Ostentoso De los gilipollas Españoles”, había denominado con maliciosa envidia el populacho al Dodge, pese a que no tuviera nada de deportivo y las otras definiciones pudieran ser opinables-, y cuyo nombre anglosajón los castizos pronunciaban “doje” y los enterados y los cursis “dodche”. Más difícil se hacía, en cambio, localizar en aquellas praderas cercadas por pilas de neumáticos y empalizadas de parachoques algún milagroso ejemplar de “haiga” americano de los cincuenta, pero a veces los había. Esos mismos cochazos -Fords, Chevrolets, Cadillacs, Hudsons, Studebakers...- de líneas angulosas y colores chillones que veíamos en las películas añejas de Hollywood y que raramente habían venido a España para quedarse en nuestras carreteras. Pero los muy escasos que se habían salvado con los años de la codicia de coleccionistas, agencias de publicidad y empresas de alquiler que los empleaban en bodas y otras ceremonias, debían de encontrarse ahora moribundos y a medio desguazar en los cementerios de automóviles de muchas provincias españolas.




       Mi memoria sentimental de la carretera tenía muchas deudas contraídas con los cementerios de automóviles debido a la minuciosa atención que yo siempre les había prestado desde la infancia. Para mí eran éstos lugares incomprensiblemente hermosos, de una belleza heterodoxa, decadente y triste, sí, pero profundamente evocadora y generosa en detalles para con el atento observador.







   
     (...) yo por el contrario dejaba vagar mi imaginación y me abandonaba a los fantásticos recuerdos que me traía toda esa acumulación anárquica de materia inerte formada por chasis herrumbrosos y motores enmohecidos, amortiguadores reventados y gomas cuarteadas, cristales hechos añicos y asientos rajados que enseñaban sus muelles como si enseñaran sus vísceras. Era como si aquellos volantes de baquelita endeble -de la mayoría de los cuales sólo solía quedar su esqueleto de alambre- pudieran hablarnos de las manos ancestrales que se habían posado sobre ellos. Era como si aquellos pedales larguísimos -acelerador, freno, embrague-, forrados de caucho con el anagrama de la marca del vehículo, pudieran hablarnos de los pies que los habían accionado. Los salpicaderos de pasta de plástico que amarilleaban con los años llevaban encastradas en su interior las pantallas o esferas mínimas de los velocímetros, con las escalas numeradas de cartón y los tambores giratorios de los dígitos del cuentakilómetros, que se acababan encasquillando con el uso y dejaban de marcar, quedando detenidos para siempre en unas cifras engañosas.

 



    
     (…) millones de desconocidos seres se habían dejado durante décadas enormes jirones de sus existencias -a veces, incluso, la existencia entera, en un solo golpe de infortunio-, en el habitáculo de todos y cada uno de los vehículos que aguardaban el final de la Historia en los cementerios de automóviles. Tenía la impresión desconcertante de que yo no era yo, ni era nadie, pero que vivía arrendado en las vidas de otros a quienes no había podido conocer, por puro azar. Y ya desde niño no había podido dejar de preguntarme por dónde habrían circulado esos vehículos, y por dónde no, y quiénes los habrían conducido, y cuándo, y cuáles habrían sido sus pensamientos, o sus conversaciones, mientras lo hacían, y qué habrían visto sus ojos a través de las lunas de los parabrisas, cómo habrían sido los amaneceres y las puestas de sol y los días de lluvia que a ellos les habría correspondido contemplar en el pasado, y qué otros vehículos les habrían adelantado en la carretera o con cuáles se habrían cruzado alguna vez, e incluso si habrían llegado a copular sobre la tapicería de los asientos -en unas épocas en las que, por la represión sexual y la falta de mejores lugares los españolitos no le hacían ascos a fornicar en sus coches-, y si lo habían hecho, con qué mujeres, o si eran mujeres las conductoras -escasas en esas épocas-, con qué hombres.




 
     Naturalmente la Historia, con mayúsculas, no se ocupaba de estas minucias, y sin embargo para mí esa era la verdadera historia, con minúsculas, como minúsculos y desconocidos -salvo para sus familiares y allegados, quizá- eran aquellos seres que la habían protagonizado sin saberlo y de la mayoría de los cuáles ya sólo quedarían como pruebas irrefutables de su paso por este mundo aquellos destartalados vehículos que habían conducido antaño y que ahora languidecían lentamente en las amenas praderas de los cementerios de automóviles, entre delicadas florecillas amarillas, o rojas, y malas hierbas. Pero esa infrahistoria formada por millones de biografías de personas contemporáneas que nunca llegaría a ser conocida por el conjunto de la humanidad, tenía para mí tanta legitimidad y validez -si no más-, y al mismo tiempo se me antojaba tan remota y merecedora de estudio como la historia de los asirios, babilonios, egipcios, fenicios, griegos, romanos y visigodos, ya escrita y divulgada en los libros.


     (Texto en cursiva, extractos de la novela inacabada del autor de este blog, Memoria sentimental de la carretera).

7 comentarios:

  1. Me ha encantado el reportaje. Me ha venido a la memoria un episodio de mi infancia. Entre Ortuella y Portugalete había un desguace. Íba yo con mi amigo Jose Mari que por aquel entonces contaba unos 7 años y le dijimos:
    - Mira, un cementerio de coches,
    Él contestó:
    -¿Los coches también se mueren?
    Aquello provoco la risa de los viajeros del erre 8 de mi padre, pero, pensándolo bien, la aplastante lógica infantil de José Mari dió en el clavo. Los coches no acaban de morir nunca. Yo por mi parte, conservo aun la matrícula de aquel erre 8 blanco que compró mi padre en 1971. Una matrícula de Bilbao sin letra, trasera, cuadrada, con los números remachados, en relieve. La conservé sabiendo que al erre 8 se lo iba a llevar la chatarra tarde o temprano y porque llegó un día que se puso la matrícula del nuevo formato. Después, mi padre vendíó el erre 8 y compró un erre 9 (lógico ¿no?) y nos entreramos de que el viejo erre 8, con su nuevo propietario había llegado a cruzar la península y llegar hasta.... Córdoba. Qué proeza,ya en 1982, y con aquellas ruedas traseras cedidas hacia el exterior.

    Siempre que veo estos coches en el desguace imagino el día que fueron recibidos como nuevos con tanta ilusión y cuando el más mínimo rasguño se inspeccionaba. Y se enseñaba a los vecinos el "coche nuevo". Y ahora ahi están abandonados, esperando que se los trague "el cubo" (creo que es así como llaman los chatarreros a la prensa aplastacoches.

    Un saludo

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  2. Curiosa anécdota. Pero en realidad los coches no mueren nunca, son como la energía, que no se crea ni se destruye, sino que sólo se transforma. Aquellos automóviles desguazados del pasado siguen vivos de alguna forma material en los automóviles del presente (o en otras máquinas y utensilios), y cuando estos pasen a formar parte de la chatarra se repetirá el proceso una vez más para continuar así con un ciclo industrial casi eterno, por lo menos todo lo eterno que pueda llegar a ser el hombre y sus sociedades tecnológicamente avanzadas. En mi familia también hubo dos R-8, uno de 1967 con matrícula numérica y otro de 1973 con placa alfanumérica. De esas primitivas placas de matrícula con los números remachados en relieve conservo yo algunos ejemplares a modo de colección, rescatados precisamente de vehículos abandonados aquí y allá. Fue un pasatiempo juvenil de la adolescencia que seguramente me ha marcado de alguna forma en el presente.

    Saludos.

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  3. Muy buen artículo, me ha encantado, me ha transportado a aquellos años 80, cuando precisamente era el auge de los desguaces a pie de carretera, y que decir,,, por mi mente corrían pensamientos parecidos, es más cuando tenia unos 11, 12 años, tenía, junto a un amigo, un pequeño grupo , nos haciamos llamar "Equipo Desguace" e intentábamos acceder por agujeros en las verjas y vallas a los chatarreros de las cercanías y meternos en los coches, a simular conducirlos, tocarlos,olerlos, escudriñarlos, buscar no se sabe muy bien el que, y llevarnos algun recuerdo, que solían esferas de medidores de bateria,combustible,agua.....y despue stambien las insignias de las marcas de los coches, lo único, es que esta manía tambien la teniamos cuando veíamos algun coche medio abandonado en las calles de la ciudad o pueblo, y siempre acabábamos en casa con decenas de insignias distintas, que luego nuestras madres se encargaban de tirar a la basura cuando nos despistábamos.. Victor G. (2º Administrador del grupo de facebook
    Coches Clásicos, https://www.facebook.com/groups/41616082381/ )

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  4. Es cierto, casi todos los que tenemos ya cierta edad hemos sentido desde niños una especial fascinación hacia los desguaces y cementerios de automóviles. Desgraciadamente, por las tonterías absurdas del ecologismo, ya no existen, o por lo menos no son visibles, pues se han convertido en asépticas plantas de tratamiento de residuos completamente ocultas y casi secretas. En mi caso, aunque no pude disfrutar tanto de los cementerios de coches como tú cuentas, sí es cierto que me hice con una curiosa colección de matrículas antiguas que todavía conservo, de esas que llevaban los números en relieve. Generalmente las obtenía de coches abandonados en las calles, y alguna vez estuve a punto de meterme en algún lío, pero mi pasión por el tema de la chatarra y la automoción era absolutamente incontrolable. Muchas gracias por tu comentario. Un saludo.

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  5. hola . yo soy de Cáceres y me llamo juanfran. me he sentido completamente identificado con lo de mirar por unos segundos desde la ventanilla del coche el desguace e intentar escuchar el lamento de algun vehículo cuya forma reconocia entre la multitud de coches y vehículos apilados.
    hoy día ya ni te dejan entrar en las campas. ademas los vehiculos de hoy son todos iguales. antes era maravilloso ver seat 600 alli hermanados en su agonía, o simcas o los 4 l. En aquellos años quise ser chatarrero y me hacia ilusión tener un desguace. a veces sueño que duermo en uno rodeado de coches. a los qeu pondría un tejado para evitar la podredumbre y el oxido.Un sueño imposible claro. Dedico este escrito a D. Antonio Lúa, y Julián Paredes. propietarios de los desguaces de mi infancia. q.e.p.d.

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  6. Donde es el desguace de las fotos soldierpm@hotmail.com por favo

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  7. Un coche es un fiel compañero de viaje y en el se han pasado horas de viajes muy felices. A mi también me gusta el mundillo de los desguaces. Detrás de cada vehículo hay todo una historia de alguna persona.

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