I
Mauricio Sanmartín era un viejo amigo nuestro que había prosperado en la vida. ¡Y de qué manera! Su patrimonio personal estaba alcanzando tal holgura que él ya podía permitirse caprichos y lujos que a los demás pobres mortales nos estaban vedados. No podía decirse que fuese multimillonario, porque probablemente no lo era, pero sí que manejaba dinero, mucho dinero, y que lo manejaba bien y cada vez tenía más. Entre sus diversas propiedades figuraban varias casas, innumerables automóviles y motocicletas tanto nuevas como clásicas de colección, cuadros de conocidos pintores, antigüedades de los más variados rincones del mundo y hasta alguna suntuosa embarcación de recreo con la que de vez en cuando se aventuraba por esos mares en busca de un horizonte inalcanzable. Era hábil con los negocios, culto, elegante, simpático y vividor. A sus cuarenta y cinco años ya había conseguido todo lo que la mayoría de los hombres podíamos llegar a desear y que, por lo injusto del destino, la mayoría de los hombres jamás conseguíamos, ni a los cuarenta y cinco, ni a los sesenta, ni a los ochenta, ni nunca. Simplemente, nos acabábamos muriendo casi todos con la íntima frustración de sentirnos perdedores. Y es en este sentido en el que había que considerar que Mauricio Sanmartín era un triunfador. Podía morirse mañana satisfecho de sí mismo. Naturalmente que no entraba en sus planes el morirse mañana, ni pasado, ni al otro, ni en mucho tiempo. Nada se le resistía y todo le aprovechaba. Era uno de esos tipos con la suerte siempre de cara que sólo aparecen en las películas y que por ello se nos antojan irreales. Pero Mauricio Sanmartín existía, y sigue existiendo, y espero que lea este relato y se ría con él y nos invite después a ese exquisito arroz con langosta que nos habríamos comido en su compañía, la última vez que le vimos, de no haberse interpuesto en mala hora nuestra singular odisea motorista y marinera que tan cara estuvo a punto de resultarnos.
Fue a finales de junio de 2004. Estábamos pasando unos días de asueto en la Costa Blanca alicantina cuando Hachegé descubrió una llamada perdida en su teléfono móvil.
-¡Es de Mauricio Sanmartín! -exclamó sorprendido-. ¿Te acuerdas de Mauricio Sanmartín? ¡Hace siglos que no hemos vuelto a saber de él!
-Claro que me acuerdo -respondí-, y hará por lo menos cinco años que no le vemos. Eso si no son más.
-Coño, pues voy a llamarle, a ver qué tripa se le ha roto. ¡Era un tío de puta madre!
Y le llamó. Tripa, lo que se dice tripa, no se le había roto ninguna, pero por lo visto, y sin motivo aparente, se había acordado de nosotros después de tanto tiempo y le había parecido una buena idea llamarnos para saber de nuestras vidas. Que si seguíamos montando en moto, nos preguntó. Seguíamos, pero mucho menos que antes, le respondimos. Que si recordábamos aquel viaje que habíamos hecho juntos en el 95 por la cornisa cantábrica bajo un incesante diluvio universal. ¡Cómo podíamos haberlo olvidado, después de todas las mariscadas a las que nos invitó, sin darnos la menor opción de pagar una sola de ellas!, le dijimos. Y sobre todo, ¡cómo podríamos llegar a borrar de nuestra memoria la imagen del culo prieto y redondo de aquella exuberante chica rubia que llevaba de paquete en el asiento trasero de su moto, mientras rodaba delante de nosotros por las reviradas carreteras vascas, cántabras, asturianas y gallegas! ¡Era la turbadora visión de las nalgas de aquel ángel macizo que nos precedía lo que más añorábamos, no las opíparas mariscadas con que nos había obsequiado Mauricio! ¡Ni siquiera nos acordábamos de la lluvia! Yo me metía por las noches en las camas de los hoteles, cerraba los ojos y me dormía con la imagen imborrable de esa grupa femenina que había estado viendo durante horas en la carretera. Y a Hachegé le sucedía lo mismo, según me confesó años después. Esa chica de la que hablábamos se llamaba Yolanda, y se seguía llamando, porque ahora era su mujer, nos informó Mauricio. Que perdonara nuestra impertinencia, le dijimos un tanto cortados por esta novedad, a lo que él nos respondió que no tenía nada que perdonarnos, que nuestros comentarios habían sido correctos y oportunos, y que teníamos excelente vista y mejor gusto, porque Yolanda, en efecto, estaba buena antaño y lo seguía estando ahora, nueve años después, y sólo un ciego podría haber negado esa evidencia. Y además, añadió, ellos ya se dieron cuenta entonces de que se nos caía la baba mirándole el culo a la chica, así es que el propio Mauricio le proponía a Yolanda cada mañana que ensayara nuevas posturas provocativas sobre el asiento de la moto para ponernos cardíacos, y ella le hacía caso con toda su malicia, y por la noche se reían a carcajadas comentando las incidencias de la jornada, que solían resumirse en que Jotauve, que era yo, había estado a punto de marcarse un recto en tal o cual curva o que a Hachegé le había faltado un pelo para meterse bajo las ubres de una vaca lechera, y todo ello por mirar adonde no debíamos, es decir, por mirar sin descanso el culo omnipresente de Yolanda. Oye, Mauricio, le dijimos, tú eres un poco cabrón, ¿no?, y de tu santa esposa no vamos a hablar, porque es una dama, o eso se le supone, pero también nos parece un poco…, bueno, no perdamos ahora la compostura. No os cortéis, chicos, dijo Mauricio divertido, yo os parezco un poco cabrón y mi santa esposa os parece un poco puta, hablando en plata, ¿pues qué tiene de malo eso, si seguramente lo fuimos en aquel viaje? Son cosas que se hacen cuando tienes treinta y pocos años, pero luego, con la edad, tanto los hombres como las mujeres nos volvemos ridículamente recatados y por ello también insoportablemente aburridos. Pero yo os aseguro que ahora Yolanda no le enseñaría el culo ni a un practicante que viniese a ponerle una inyección, y en lo que a mí me toca, tengo que deciros que hace una eternidad que no se lo veo.
A pesar del tiempo transcurrido seguía habiendo empatía entre nosotros, quizá porque la nostalgia de un pasado común tiende a unir a las personas más de lo que tiende a separarlas el destino, y por eso las amistades repentinamente recobradas, como la de Mauricio, retornan con una solidez tan insospechada y amable que parecen volverse para siempre indestructibles. Bromeamos y reímos un buen rato con todo tipo de recuerdos pretéritos, dijimos barbaridades y nos contamos aventuras diversas, unas reales, otras no tanto. Incluso hicimos vagos propósitos de volver a viajar juntos. Lo habitual entre viejos colegas motoristas. Al cabo de un rato el teléfono móvil de Hachegé empezó a emitir unos pitidos histéricos que indicaban que se le estaba agotando la batería. Tuvimos que despedirnos precipitadamente, pero aún así conseguimos concertar una cita para el día siguiente en un chalet de Mauricio que distaba sólo veinte kilómetros de donde nos encontrábamos nosotros. Nos esperaban un sinfín de peligros y emociones tan intensas como jamás habríamos sido capaces de imaginar, pero entonces no lo sabíamos.
II
Por las señas que nos había dado Mauricio, su chalet se encontraba en los alrededores del Puig Llorença, una modesta montaña de 440 metros de altitud que se despeñaba bruscamente hacia los más salvajes acantilados, en el término municipal de Benitatxell, un pequeño pueblo agrícola y pesquero del norte de la provincia de Alicante. Yo conocía bien aquella zona, y casualmente una parte de mis orígenes se encontraban allí, pues en Benitatxell había nacido y vivido uno de mis bisabuelos maternos, curtido campesino que incluso en los más fríos inviernos dormía a la intemperie en el porche de su humilde casa para evitar que por las noches le robasen en el huerto, cosa por lo visto demasiado frecuente en los albores del siglo XX. Pero si con algo había adquirido triste fama la población de Benitatxell en aquellos y en sucesivos años posteriores era con las denominadas Pesqueras de la muerte, una actividad siempre prohibida y siempre clandestina que había costado a lo largo de varias décadas no pocas vidas de pescadores furtivos. Y es que, en efecto, debido a la escasez de la pesca y a la dificultad de conseguirla en un litoral tan escarpado e inaccesible, estos pescadores casi suicidas descolgaban escalas de cuerda desde lo alto de los acantilados y en ellos establecían inestables puestos de captura nocturnos desde los que lanzar el sedal. Con el paso del tiempo estas escalas se debilitaban y deterioraban tanto, sin que nadie se ocupase de su mantenimiento, que los accidentes fatales estaban a la orden del día, porque la caída desde los acantilados al mar era siempre mortal de necesidad. Las Pesqueras de la muerte estuvieron en funcionamiento hasta 1969. Pero el hecho que nos interesa ahora es que Mauricio Sanmartín, el hombre que había triunfado en la vida, se había construido un lujoso chalet en las proximidades agrestes de este paraje desventurado, y hacia allí nos dirigimos con nuestras motos en una soleada mañana del mes de Junio atravesando naranjales y viñedos camino del Mediterráneo.
A los pies del Puig Llorença una cancela electrónica nos cerraba el paso. Un vigilante jurado en mangas de camisa salió a recibirnos desde una garita colindante.
-Buenos días -nos dijo-, no pueden pasar, esto es una urbanización privada.
-Lo sabemos -dije yo-, pero es que veníamos a visitar al señor Mauricio Sanmartín. Somos amigos suyos.
-Entonces esperen un momento, por favor.
El vigilante volvió a su garita de ladrillos blancos y vimos que hacía una llamada telefónica. Casi simultáneamente sonó también el teléfono móvil de Hachegé. Este se quitó el casco y se llevó el aparato a la oreja. Era Mauricio, que nos estaba esperando, me informó. Nos costaría algún trabajo encontrar su casa, así es que cuando alcanzásemos el punto más alto de la carretera de la urbanización tendríamos que volver a ponernos en contacto con él para recibir nuevas indicaciones. El vigilante jurado, por su parte, acababa de recibir también las instrucciones pertinentes, de modo que la cancela electrónica empezó a abrirse para nosotros con un suave deslizamiento de derecha a izquierda. Empezamos a ascender por la estrecha carretera asfaltada que parecía elevarse hacia el cielo. Las rampas eran tan increíblemente pronunciadas que sólo era posible subir con las motos en primera velocidad, ya que incluso en segunda dando gas el motor picaba biela, y si por alguna indeseada circunstancia hubiéramos tenido que echar pie a tierra, con toda seguridad nos habríamos ido al suelo. El desnivel era tan grande que parecía que estábamos escalando por una pared completamente vertical. Años atrás yo ya había transitado por este desfiladero de vértigo cuando todavía no existía urbanización alguna y el paisaje era virgen. En apenas un kilómetro se llegaba desde la cota del nivel del mar hasta unos nada despreciables 400 metros de altitud, aproximadamente. Entonces la carretera acababa bruscamente sobre un acantilado de impresionantes vistas y dar la vuelta con la moto para emprender el descenso se convertía en una comprometida maniobra de incierto resultado. La última vez me había jurado a mí mismo no volver a subir jamás por aquí, por nada del mundo, y sin embargo ahora lo estaba haciendo, aunque es verdad que al urbanizar la zona habían suavizado un poco el ascenso. Al alcanzar el alto nos detuvimos con dificultad en un terreno sumamente inestable y Hachegé telefoneó a Mauricio. En aquellas alturas soplaba un fresco ventarrón que mitigaba los calores estivales de Junio y que nosotros no podíamos por menos que recibirlo como una bendición divina. Nuestro amigo nos explicó que teníamos que coger el primer desvío a la derecha, avanzar unos trescientos metros, coger otro desvío a la derecha, seguir avanzando medio kilómetro, coger otro desvío a la izquierda y volver a llamarle. Entonces, como era de temer, Hachegé perdió la paciencia:
-¡Vete a la mierda, Mauricio! -exclamó fuera de sí-. ¿Por qué no sales tú al encuentro, y así acabamos antes? ¿O es que quieres que nos despeñemos por estos acantilados?
Mauricio era buen amigo de sus amigos -incluso de amigos como nosotros- y un excelente anfitrión, pero no tuvo inconveniente en confesarnos que así tardaríamos más tiempo, porque no tenía en ese momento ningún vehículo disponible con el que salir a buscarnos de inmediato. Seguimos, por lo tanto, sus últimas instrucciones, y nos internamos en un complicado laberinto de ramales asfaltados que atravesaban frondosos pinares flanqueados de chalets de un lujo excesivo y casi insultante, y aunque no dejábamos de mirarlo todo con la boca abierta, sin darnos cuenta teníamos la sensación de que la morada de Mauricio habría de ser aún más ostentosa y opulenta que la suma de todas las que llevábamos vistas hasta el momento, y así fue que no nos equivocamos en absoluto. Pero antes de poder confirmar nuestras impresiones, todavía tuvimos que hacer un par de llamadas más y hollar nuevos caminos que parecían marchar peligrosamente por el mismo filo de los acantilados.
Sanmartín Village, rezaban unas enormes letras negras incrustadas sobre una monumental placa de mármol en el portalón de entrada al chalet de Mauricio. A la vista de esto, un poco hortera y pretencioso sí que parecía nuestro amigo, eso desde luego. Aunque más probable era mi sospecha de que ese nombre hubiera sido idea de su mujer, Yolanda, un pija de barrio bien con delirios de grandeza. Y todavía no habíamos visto nada. Pero la primera sorpresa llegó enseguida, cuando escuchamos la voz guasona de Mauricio que nos hablaba a través de un interfono empotrado en la pared de piedra tallada:
-¡Bienvenidos a esta humilde chabola, mis queridos amigos! ¡Adelante, no seáis tímidos!
-Bueno -dije yo perplejo-, pero tendrás que abrirnos primero la puerta, ¿no? ¿Puedes oírme, Mauricio?
-Te estoy oyendo y te estoy viendo, Jotauve. Por cierto, buenas motos lleváis, sí señor. Habéis mejorado desde el noventa y cinco. Enseguida os abro.
Fue entonces cuando descubrimos una cámara de vigilancia moviéndose por encima de nuestras cabezas. Como acostumbraba, Mauricio siempre partía con ventaja frente a los demás. De momento, ya nos había visto antes de que nosotros le viésemos a él, y esto me hacía sentirme incómodo, no lo puedo negar.
La puerta empezó a abrirse muy despacio hacia el interior con un movimiento semicircular. No sé porqué, pero me recordó vagamente a los portones levadizos de los castillos medievales, aunque esta no vadease ningún foso. Seguramente, de manera inconsciente, yo estaba pensando que existía un foso material e insalvable entre el holgado nivel de vida de Mauricio y nuestro modesto y humilde estatus de ciudadanos asalariados, pero enseguida su voz volvió a distraerme de todos mis pensamientos:
-Os estoy esperando con una botellita de champán recién descorchada, para celebrarlo.
Apenas era mediodía, pero Mauricio ya andaba descorchando botellas de champán como si tal cosa. No importaba lo que tuviese que celebrar, incluso era irrelevante el hecho de que no hubiera nada que celebrar, porque lo único válido y gozoso era la posibilidad caprichosa de abrir botellas de champán sólo porque sí, algo que no estaba al alcance de la mayoría de los mortales ni de la mayoría de los inmortales como él.
Cambié una rápida mirada de incredulidad con Hachegé. En el fondo, sin saberlo, los dos nos hacíamos las mismas preguntas: ¿dónde nos estamos metiendo? ¿Qué querrá Mauricio de nosotros? Y sobre todo, ¿quién entra primero? Hachegé tomó la iniciativa. Yo le seguí. Lentamente, como temerosos de adentrarnos en un territorio tan desconocido como hostil, fuimos avanzando apenas a punta de gas por un breve sendero de gravilla que discurría entre dos tupidos setos espléndidos de verdor. Olía a hierba fresca y a plantas aromáticas. El mar estaba muy cerca, porque hasta nosotros llegaba sin dificultad una agradable brisa húmeda que mitigaba los terribles calores estivales. Sin duda Mauricio había elegido un lugar de ensueño para edificar su mansión, sabedor como era de que cuando el dinero no es obstáculo que se oponga a tus deseos, entonces tus deseos se hacen realidad. Le vimos enseguida, nada más desembocar en una inmensa pradera arbolada sobre la que se alzaba el chalet de tres plantas con paredes de piedra tosca, tan típica de la zona, adornadas de enredaderas, parras y rosales trepadores. Estaba de pie, junto al borde de una lujosa piscina de dimensiones olímpicas, y sonreía con su ancha sonrisa franca y noble. Vestía pantalones cortos y una camiseta de marca con un estampado de motivos náuticos, como náuticos eran también sus zapatos mocasines y la gorra azul de marinero, con un ancla bordada en la frente, con la que se cubría la cabeza. Tan pronto como nos vio echó a andar hacia nosotros con esas largas y firmes zancadas tan propias de quienes se encuentran siempre, ante cualquier persona o situación, muy seguros de sí mismos.
-¡Que alegría volver a veros después de tanto tiempo, tíos! -dijo Mauricio.
-Sí, ya iba siendo hora -dijimos nosotros.
Nos bajamos de las motos y nos abrazamos y palmoteamos las espaldas como los viejos camaradas motoristas que habíamos sido y que, aunque ya no viajásemos juntos, seguíamos siendo. Mauricio ofrecía un aspecto inmejorable, se le notaba que se cuidaba mucho. Tenía un cuerpo delgado y musculoso de gimnasio, nada que ver con nuestras tremendas barrigas y adiposidades diversas, y el tono de su piel presentaba un bronceado realmente envidiable. En todo caso lo único que evidenciaba en su aspecto físico el paso de los años eran unas extensas canas que cubrían su cabello y que pudimos verle cuando se quitó la gorra para secarse el sudor de la frente.
-Vamos a dejar vuestras motos en el garaje antes de nada -decidió-, y si no os importa las meteré yo mismo.
No nos importaba, así es que primero se subió en mi Varadero, la puso en marcha y descendió por una estrecha pendiente de adoquines que terminaba frente a la puerta metálica del garaje. Después regresó andando y se acercó a la Triumph Daytona de Hachegé.
-Tan aficionado como eras tú a las BMW y ahora te ha dado por las motos británicas de su graciosa Majestad -comentó con ironía.
-Sí, -respondió Hachegé-, pero a su graciosa Majestad, que no tiene ni puta gracia, por cierto, le he dejado un recadito. Mira ahí, debajo de la bandera.
Mauricio se agachó junto al lateral izquierdo del carenado. Bajo la bandera británica que llevaba incrustada la Daytona en su carrocería, Hachegé había pegado un cartel con pequeñas letras negras que decían: ¡Vale, pero Gibraltar español!
-¡Muy bueno, Hache, muy bueno, para que vayan aprendiendo estos orgullosos de los ingleses! -exclamó Mauricio riéndose mientras se subía en la moto-. Y ahora, venid conmigo, por favor.
Le seguimos a pie mientras él bajaba muy despacio con la Daytona por la pendiente de adoquines que llevaba al garaje. Entramos dentro. Nos pareció un garaje tan inmenso como la bodega de carga de un trasatlántico, pero sin embargo sólo lo ocupaban mi moto recién aparcada y una vieja Yamaha Superteneré con la que Mauricio había corrido un París-Dakar como piloto privado allá por los años ochenta.
-Este es el garaje de los invitados -nos informó-. Luego os enseñaré el garaje principal y el resto de la casa.
Hachegé y yo cambiamos una mirada de sorpresa. Si aquel garaje tan descomunal era el de los invitados, entonces, ¿qué tamaño no habría de tener el garaje principal al que se acababa de referir nuestro anfitrión? Pero Hachegé reparó enseguida en la vieja Superteneré, y dijo:
-¡Coño, Mauricio! ¿No es esa la moto con la que corriste aquel Dakar?
-La misma, sí. Y vino rota de Africa y así sigue. Bueno, ya conocéis la historia.
La conocíamos, desde luego. Mauricio había reunido una considerable cantidad de dinero para formar un modesto equipo con el que participar en el rallye más duro del mundo. Tuvo que abandonar en el desierto de Mauritania cuando se metió por error en una pista que no conducía a ningún sitio y rompió el cárter contra una piedra. Estuvo perdido en mitad de un mar de arena tres días con sus tres noches. Nadie vino a rescatarle, y sin apenas agua ni alimentos, llegó a temer muy seriamente por su vida. Al final fue una caravana de beduinos con sus camellos la que le encontró por casualidad y le devolvió a la civilización. Aquella experiencia extrema estuvo a punto de acabar con su espíritu aventurero, pero no fue lo bastante traumática como para impedir que años después escalase hasta la cima del Everest, diese la vuelta al mundo en solitario en un velero o se embarcase en una expedición submarina que buscaba restos de barcos desaparecidos en el misterioso Triángulo de las Bermudas, como años antes de correr el Dakar había participado en el Tourist Trophy de la Isla de Man con una vetusta Ducati de su colección de clásicas, se había tirado en paracaídas sobre el Canal de La Mancha o había navegado por el Amazonas en una frágil canoa, y tantas otras aventuras tan peligrosas o más que éstas. Y es que Mauricio llevaba en la sangre la necesidad de apurar el riesgo hasta su límite y jugarse la vida por el simple placer de hacerlo y poder contarlo después.
-El París-Dakar -empezó a explicarnos nuestro amigo mientras salíamos del garaje por un pasadizo que comunicaba con la casa- es al motociclismo lo que las películas porno a las relaciones sexuales verdaderas, es decir, una mentira. Pero bueno, yo tenía la curiosidad de correr uno, lo hice, y no me arrepiento, aunque no pudiera terminarlo y casi muriese en el intento.
-¿Lo pasaste muy mal, verdad? -le pregunté.
-¡Pufff! Lo pasé peor que mal, fatal, diría yo. A los pilotos privados, como a los perros flacos, todo se nos volvían pulgas. Llegabas por la tarde a los finales de etapa con el cuerpo molido después de quinientos o seiscientos kilómetros por el desierto y todavía tenías que preparar la moto para el día siguiente, porque tus asistencias mecánicas a lo mejor se habían perdido, o habían roto el camión por el camino. Total, que te acostabas ya de madrugada, dormías en el duro suelo apenas tres o cuatro horas, y a la mañana siguiente, según amanecía, vuelta a empezar, otros quinientos, seiscientos, u ochocientos kilómetros de paliza por mitad de Africa expuesto a cualquier cosa, y ninguna buena. Para serte sincero tengo que decirte que nunca he tenido tantas ganas de volver a España como entonces.
Sin embargo, Mauricio siempre regresaba a España para volverse a escapar a la mínima oportunidad que se le presentara, ya fuese al Everest, al Amazonas o al Triángulo de las Bermudas. Quedarse en casa largas temporadas rara vez entraba en sus planes. Era un culo de mal asiento.
-Hace tiempo que ya no corro aventuras -dijo en un tono resignado-. Los negocios me dan demasiado trabajo y ya tengo unas responsabilidades que no me permiten andar haciendo el loco por esos mundos. Mucha gente depende de mí y no puedo defraudarles.
-Claro -observó Hachegé-, y tampoco tienes treinta años, no te jode el listo.
-En efecto, querido amigo, tampoco soy un jovencito, pero, eso sí, que me quiten lo bailao. He vivido tantas cosas que no puedo acordarme de todas. Si yo os contara…
III
Si nos contara podría hablar durante días y meses enteros y cada peripecia narrada siempre habría de ser más interesante que la anterior. Yo le envidiaba tanto como le admiraba. Pero Mauricio, al igual que la mayoría de los individuos con biografías notables, había alcanzado con el tiempo un cierto nivel de hastío que le impedía seguir hablando de sí mismo ante el temor infundado de abrumar y de aburrir a sus interlocutores o de parecer ante ellos demasiado pretencioso o extravagante.
-Es por aquí -dijo entonces abriendo una de las cuatro puertas ante las que venía a morir el pasadizo del garaje-. Ya tengo el champán preparado.
Entramos en una cocina tan grande como la del restaurante de un hotel. Había electrodomésticos, muebles y armarios metálicos relucientes por todas partes. El centro de la estancia lo ocupaba una enorme encimera con diez o doce fogones coronada por una campana extractora que parecía la cúpula de una iglesia. Mauricio abrió una cámara frigorífica y sacó una botella de Möet & Chandon, una cubitera con hielos y tres copas artesanales de cristal que llevaban grabadas sus iniciales: M.S.B.
-Supongo que esta será la cocina de los invitados -bromeó Hachegé.
-¡No, hombre! -rió Mauricio-. Cocina sólo hay una. ¡Ah, por cierto!, mi mujer no está -nos informó mientras salíamos de la cocina por un largo corredor enmoquetado-. Resulta que esta noche damos una fiesta aquí y se ha marchado a Alicante a peinarse, maquillarse y estas cosas que hacen todas las mujeres cuando tienen que aparecer en público. Ni que decir tiene, por supuesto, que estáis invitados a esa fiesta. Luego os podéis quedar a dormir, si queréis. La casa dispone de dieciséis habitaciones, de modo que no hay problema.
-No sé, ya veremos -dije yo, que no soy nada partidario de las fiestas y por lo general los grupos numerosos de gente me desagradan.
-Jotauve, como siempre, haciendo honor a su tradicional apodo de “Viejo Lobo solitario de la carretera” -intervino Mauricio con una sonrisa paternal-. Pero a comer sí que os quedaréis, ¿no? Nosotros tres solos. Las chicas de servicio y la cocinera también se han ido y no volverán hasta la hora de la cena, pero puedo hablar con Vicente, el jardinero, para que nos prepare un arroz con langosta de su especialidad como no os lo habéis comido en la vida.
Hachegé, relamiéndose, dijo:
-Ese arroz no me lo pierdo yo por nada del mundo.
-Y yo tampoco -apostillé.
-¡Estupendo, tíos! -exclamó Mauricio con los ojos chispeantes-. Seguramente os estaréis preguntando cómo es posible que un jardinero sea capaz de guisar un arroz con langosta, pero la explicación es bien sencilla: Vicente fue cocinero en un barco de pescadores antes de coger las tijeras de podar, y desde luego en los fogones y con productos del mar hay pocos que le aventajen. Figuraos que yo quería despedir a la cocinera y contratarle a él, pero él no quiere, y Yolanda tampoco, porque dice que Vicente sólo sabe hacer arroces marineros, caldos, salazones y pescados a la brasa, todo lo cual, en opinión de mi santa esposa, es escaso bagaje para confiarle la responsabilidad de nuestra alimentación. Una lástima.
-A ti es que te pasa como a nosotros, Mauricio -dijo Hachegé-, los arroces te pueden.
-Y tanto, que me pueden -reconoció nuestro anfitrión-. He recorrido el mundo entero y he probado los manjares más exóticos que os podáis imaginar, pero en donde esté un arroz caldoso con langosta de Vicente que se quite todo lo demás. Seguidme, vamos a la terraza a tomarnos el champán.
Atravesamos varias estancias sumidas en una penumbra de persianas entornadas por el calor en las que, pese a ella, se advertía una elegante ornamentación de muebles nobles, alfombras, cuadros y antigüedades de las más diversas procedencias, y olía a maderas preciosas, y a vino añejo, y a cuero curtido, y a plantas aromáticas de lejanos países por los que habría viajado Mauricio, y aunque no nos detuvimos en ninguna de estas estancias entraban ganas de tumbarse en alguno de los muchos sofás mullidos y echarse una plácida siesta hasta que llegase la hora de ese arroz con langosta que tanto prometía. Sin embargo, la terraza a la que nos llevó nuestro amable anfitrión tampoco habría de decepcionarnos en absoluto, más bien al contrario, porque se asomaba al vacío desde lo alto de un salvaje acantilado contra el que rompían las olas del mar con una violencia de espumas agitadas. Y entonces me acordé de las Pesqueras de la muerte, en la suposición de que no debían de encontrarse muy lejos de aquí, como en efecto Mauricio me confirmaría enseguida:
-Están hacia el otro lado, pero desde tierra no se ven. Después bajaremos al embarcadero.
-¿Tienes embarcadero, y todo?-preguntó Hachegé.
-Un pequeño embarcadero privado, muy bonito. Os gustará.
-Vive bien, el amigo Mauricio -observé con ironía.
-Se hace lo que se puede, Jotauve -respondió Mauricio fingiendo una falsa resignación teñida de modestia-, aunque el dinero sólo es importante cuando no lo tienes, y eso puede hacerte infeliz, pero cuando te sobra no reparas en él, y entonces, aunque seas feliz, no sabes si achacarle tu felicidad al dinero o a otras cosas, no sé si entendéis lo que quiero decir.
-Más o menos -dijo Hachegé.
-Pues entonces vamos a brindar -concluyó nuestro distinguido amigo alzando su copa de champán.
Y brindamos, y bebimos, y charlamos, y cuando cayó la primera botella de Moët Chandom Mauricio se marchó a la cocina y trajo otra, y un bandeja de deliciosos canapés de colores que ni Hachegé ni yo supimos nunca lo que contenían, ni nos atrevimos a preguntar para no revelar nuestra ignorancia, pero que devoramos igualmente con apetito agradecido. Se estaba demasiado bien en aquella hermosa terraza, rodeados de pinos y acariciados por la grata brisa marina mientras bebíamos champán de lujo recostados en unas comodísimas tumbonas de mimbre de las que sabíamos que nos costaría un triunfo levantarnos cuando fuese necesario. El teléfono móvil de Mauricio no tardó mucho en romper el encanto del momento con una serie de llamadas sucesivas y perturbadoras que nos hicieron comprender que nada sucedía por casualidad en esta vida, y en donde había sol, había sombra, y todas las situaciones, por agradables que fuesen, acababan siempre por tener un reverso feo, gris y desalentador. Pero lo peor de todo fue que aquellas llamadas tuvieron la maligna propiedad del alterar el buen humor de Mauricio durante largos minutos y de llenarle la cabeza de sombrías preocupaciones que en vano trató de disimular ante nosotros.
-Si la mercancía no llega dentro de las próximas doce horas, la rechazáis, y ese es mi ultimátum, doce horas, ni una más ni una menos, ¿lo has comprendido? Me importa un bledo lo de las tasas aduaneras, eso no es problema nuestro. Doce horas, y ni una más. Avísame en cuanto sepas algo. Perdonádme -dijo dirigiéndose a nosotros un tanto sofocado-, ¿de qué estábamos hablando?
Y cuando le íbamos a responder volvía a sonar su teléfono y se enfrascaba de nuevo en asuntos intrincados que seguramente tenían su origen al otro lado del mundo pero que le afectaban con una cercanía tan inmediata como urgente y que le ensombrecían el rostro tanto como lo habría hecho una mala digestión.
-¡Que no, que no, de ninguna manera! Hasta ahí podíamos llegar. Ese tema es de mi absoluta incumbencia, y mientras yo no diga lo contrario, se hace como de costumbre, ¿está claro? Y no quiero ni volver a oír hablar de esto. No, no puedo tomar un avión e ir para allá. Imposible. Habla con los socios de Canadá y se lo explicas tú mismo. No voy a volar a Canadá, no me sale de los…, perdona, es que este asunto me está haciendo perder los estribos. Mira, si las cosas se tuercen, pasáis de ellos. Les decís que son órdenes mías, y ya está. Sí, mantenme informado.
Lo malo fue eso, que le mantuvieron informado constantemente de uno y de mil asuntos que no parecían marchar bien, precisamente, y su teléfono móvil no dejó de sonar mientras estuvimos en la terraza. Pero Mauricio era un hombre de recursos y encontró también el momento de tomarse un respiro:
-Bueno, chicos, vamos a gestionar el tema del arroz que tenemos previsto. Voy a llamar a Vicente a ver si nos hace el favor, y si nos lo hace, de inmediato estoy encargando tres hermosas langostas en la lonja de Calpe.
Las cosas esta vez sí salieron a la medida de los deseos de Mauricio y de los nuestros propios, porque el jardinero, que trabajaba en ese momento en algún lugar de la finca, se mostró encantado de cocinar un arroz con langosta para tres personas, y aunque su patrón insistió en lo que hiciese para cuatro y se quedase a comer con nosotros, el hombre rehusó con vagos pretextos. A continuación Mauricio realizó una nueva llamada que tenía por objeto la oportuna provisión de los crustáceos necesarios, esto es, y entre otras cosas, las tres mejores langostas de la lonja de Calpe, pescadas la tarde anterior, porque, como nos dijo nuestro amigo, en realidad más que arroz con langosta lo que íbamos a comer era langosta con arroz, y en cuestiones gastronómicas de tan alta categoría no era conveniente escatimar. Tampoco hubo problema: nos traerían las langostas en un transporte frigorífico en poco más de una hora. Entonces Hachegé hizo una observación muy oportuna:
-Te va a costar una pasta invitarnos a comer, Mauricio. Yo desde luego es la primera vez que veo que a alguien le traen las langostas a casa con una simple llamada de teléfono.
-Esto para mí es habitual -dijo Mauricio sonriendo-. Una vez conseguí que me llevaran a mi casa de Marbella cuatro kilos de cangrejos del Volga recién capturados con una sencilla gestión a través de Internet. Eso sí, fue en una avioneta y tardaron nueve horas, pero llegaron a tiempo para la cena, que es de lo que se trataba. Y en otra ocasión me encapriché de un modelo exclusivo de Harley Davidson que sólo se vendía en Estados Unidos, y en menos de dos días cruzó el charco y la tenía conmigo. Cuando la pasta no es problema, los problemas no existen.
-¡Joder, Mauricio! -dije yo sin poder contenerme-, ¿también tienes una casa en Marbella?
-En Puerto Banús, para ser exactos. Un chalet de tres plantas parecido a este. Mi mujer se empeñó, porque muchas de sus amigas veranean allí, así es que tuvimos que comprarlo. Pero yo prefiero venir aquí, a Benitatxell, me gusta más, es todo más salvaje, natural y auténtico. Incluso los vecinos me caen mejor.
No bien hubo terminado de decir esto cuando escuchamos un tremendo regüeldo que cualquiera se hubiera atrevido a afirmar que procedía directamente de la garganta de un gigante, o de un ogro descomunal, tal era la intensidad de su sonido. Tanto Hachegé como yo pegamos un bote sobresaltado en las tumbonas.
IV
-¡Coooño! ¿Qué ha sido eso? -dijimos casi al tiempo.
Mauricio sonrió.
-Stephan, el vecino del chalet de abajo -dijo sin inmutarse-. Simplemente ha eructado. Estos alemanes lo que pasa es que están todo el día bebiendo cerveza y sueltan luego unos rebuznos que te cagas. Pero es un tipo simpático. Esta noche vendrá a mi fiesta.
-Para soltar ese eructo -razonó Hachegé-, tiene que ser tan grande como un castillo.
-Lo es -corroboró Mauricio-, y se puede tomar todos los días doce o trece litros de cerveza. Tiene tantos gases por dentro del cuerpo como una fábrica de tubos fluorescentes. Si os asomáis por aquella esquina de la terraza podréis verle. Y merece la pena.
Nos levantamos a mirar y le vimos. Era un hombre sesentón, gordísimo y ciclópeo que estaba tumbado en una hamaca a la sombra de un porche. Junto a él tenía una jarra enorme de cerveza helada con varias pajitas de plástico sumergidas en el líquido rubio de las que iba sorbiendo a intervalos sin cambiar apenas de postura sobre la hamaca. En comparación con la tripa de Stephan, la de Hachegé y la mía juntas resultaban ridículamente diminutas. Eso era un pedazo de barriga cervecera, y lo demás, tonterías.
-Es grandísimo, el tío -observó Hachegé.
-Ciento sesenta kilos, pesa el angelito -nos informó Mauricio-, aunque no sé si sería más correcto hablar de litros que de kilos. Y no sólo bebe cerveza, ginebra, ron, o lo que le pongas, sino que también come como una lima. Una vez vi como se tomaba él solito siete jarras de sangría y una paella de marisco para cinco personas sin moverse de la hamaca. Los eructos y los pedos que se tiró aquella tarde han pasado a la historia de las grandes proezas de la humanidad. Yolanda le oía desde el dormitorio a la hora de la siesta y me decía que se avecinaba una tormenta, porque estaba escuchando unos truenos ensordecedores. Yo no quise sacarle del error, porque ella es muy fina y por mucho menos que eso me hubiera hecho vender la casa. Desde entonces procuro que no salga nunca a esta terraza cuando Stephan está en su hamaca. Simple precaución.
Volvimos a nuestras tumbonas conteniendo a duras penas la risa. Aquel alemán ciclópeo y pantagruélico era lo más de lo más. Afortunadamente Mauricio no había tenido la ocurrencia de invitarle a nuestro arroz con langosta: nos habría dejado a dos velas, el animalito.
-Pues ahí donde le veis -continuó Mauricio-, ese hombre trabajó en el Cuerpo Diplomático de la República Federal Alemana y viajó por todo el mundo representando a su país, con toda su enorme humanidad a cuestas. Porque aunque pueda parecer lo contrario, cuando está en público se comporta con una elegancia y una clase superlativas. Bueno…, no siempre. Si tiene la mala suerte de emborracharse lo más probable es que acabe quedándose en pelotas y persiguiendo a las mujeres con los calzoncillos en la mano. No sería la primera vez.
-Menudo elemento, el jodío alemanito -dijo Hachegé.
-Y con ciento sesenta kilos, si te pega una hostia te arranca la cabeza -apunté yo.
-No te creas, es un hombre pacífico y bonachón -explicó Mauricio-. ¿Más champán, canapés, algo?
-Yo lo que necesito es un servicio, que me estoy meando -dije.
-La casa tiene diez, pero para que no te compliques la vida, Jotauve, si sigues todo derecho por ese pasillo te encontrarás con uno. Es el más cercano.
-Gracias, Mauricio, si me pierdo te llamaré al móvil para que me rescates -bromeé.
Aunque tuve la tentación de hacerlo, desviándome por otros pasillos laterales o internándome en oscuros salones con las persianas echadas, no me perdí. Y el cuarto de baño, por supuesto, no desmereció en absoluto del lujo y las dimensiones desmesuradas de que hacían gala todas las estancias de aquella mansión. Más que orinar o lavarse las manos en su lavabo automático con grifos activados por célula fotoeléctrica, o darse una ducha generosa o un baño demorado en su bañera de hidromasaje, lo que apetecía era quedarse a vivir allí dentro mirándose en los espejos relucientes, respirando el aroma de lavanda que fluía de un aromatizador electrónico instalado en el falso techo de escayola y escuchando las tenues melodías del Hilo Musical que sonaban a través de un pequeño altavoz de la pared. Este Mauricio estaba montado y bien montado en la pela (o en el euro, para ser exactos), y vivía como un auténtico marajá, el muy cabronazo. Y encima tenía una mujer que, si no había cambiado mucho desde la última vez que la habíamos visto, aunque pija y tonta de remate, no es que estuviera sólo como un tren, sino como toda la flota de trenes de cercanías de la mismísima Renfe. Curiosamente, cuando volví a la terraza, Mauricio le estaba contando a Hachegé el mejor polvo, o polvos, de su vida, porque eran varios casi simultáneos, y como era de suponer no se los había echado a su mujer, sino a tres complacientes y exóticas muchachitas nativas de Tahití a la luz de la luna y en una playa paradisíaca una noche de verano, que es como les suelen suceder estas cosas a los privilegiados con pasta que salen mucho de casa.
-Y es lo que yo te digo, Hache, que esas tías de Tahití son lo mejor que me he cepillado en toda mi vida, te lo juro, esos culos, esas tetitas pequeñas pero redondas y duras como piedras, y sobre todo la pasión que ponían, las ganas, te comían vivo como te descuidases, joder, qué manera de moverse, de besarte, de tocarte, ¡qué polvos, qué polvos, Dios mío!
Pero cuando Mauricio me vio de vuelta en la terraza se calló inmediatamente. Esto me molestó, desde luego. No conseguía entender por qué lo que le contaba a Hachegé no podía escucharlo yo. Y sin embargo tenía una explicación.
-Venga, sigue, sigue, no te cortes -le animé.
-No, Jota, no -me dijo con cierta solemnidad-, que luego todo lo escribes por ahí, que ya nos conocemos. Y a ningún extraño le interesa saber si yo me tiré a unas nativas de Tahití o a una funcionaria del Registro Civil de Guadalajara, pongamos por caso. Del París-Dakar o de mi ascensión al Everest te cuento lo que quieras, pero de mi vida sexual, no. Imagínate que por casualidad lo lee mi mujer, y ya la hemos liado. Ni hablar.
Iba a decirle que yo pensaba que por casualidad lo más interesante que se había podido leer en toda su vida su mujer era el catálogo de bolsos de Loewe, o como mucho los números de referencia de los lápices de labios de los folletos de Margaret Astor, pero no me atreví a tanto, así es que, en cambio, tuve que mentirle como un bellaco:
-Te juro que no voy a escribir nada de ti que no quieras que escriba.
-No me lo creo -dijo Mauricio, medio en serio medio en broma-. Es más, me juego la cabeza a que en cuanto te marches de mi casa te vas a sentar frente al ordenador a escribir esta historia, y a la vuelta de tres días está colgada en el foro de relatos de la Mutua Motorista, sin ir más lejos. Y no importa que no haya motos, si no hay motos te las inventas, pero allí que va a aparecer el pringao de Mauricio Sanmartín pasándose por la piedra a tres bellas aborígenes, y si no, al tiempo.
En este caso el tiempo fue mucho, en contra de mi costumbre, porque ha transcurrido más de un año desde nuestra última visita a la mansión de Mauricio y de las peripecias consiguientes, que luego se verán, pero al final, como él mismo se temía, estoy escribiendo esta historia verídica y de nada le han servido todas sus precauciones y reservas. El mundo es así: unos viven aventuras fascinantes y otros tenemos que contarlas por escrito para que no se pierda su memoria para las generaciones venideras. La transmisión de los hechos y de los conocimientos es el principio de la cultura, y no sé si yo estaré contribuyendo mucho a ella, pero esto es lo que hay, le guste o no a Mauricio, que todavía nos debe ese arroz con langosta que las circunstancias adversas nos hicieron demorar ese día, y aprovecho aquí para recordárselo, por si tuviera a bien invitarnos este verano a Sanmartín Village, cosa que dudo.
Las llamadas en el teléfono móvil de Mauricio volvieron enseguida a sucederse sin descanso para fastidio de todos, con el inconveniente añadido de que nuestro anfitrión empezó a enfurecerse por momentos ante las malas noticias que parecían darle, uno tras otro, sus interlocutores subordinados:
-¡Mira, Ramón, me voy a tener que cagar en la madre de alguien! Sí, ya sabes que este no es mi estilo, pero es que la cosa pasa de castaño oscuro y estáis consiguiendo que me cabree. Vamos a ver, ya te explicado mil veces cómo tienes que tramitar ese asunto, así es que ahora no me vengas con gilipolleces, haces lo que tienes que hacer, y punto. ¡Y punto! ¿Me has entendido? Lo que digan los venezolanos me la suda, aquí las órdenes las doy yo, y se acabó el tema. ¡Y como no soluciones esto ya, pero ya, te juro que van a rodar cabezas, y la primera va a ser la tuya!
-Oye Mauricio -empezó a hablarle Hachegé suavemente-, que vemos que estás muy liado y a lo mejor sería más oportuno que nos marchásemos. Podemos quedar otro día que tengas más tiempo y nos comemos tranquilamente ese arroz con langosta.
-Gracias, Hache, estás en todo, tío. Pero no, de ninguna manera. Los amigos son los amigos, qué cojones. Y para una vez que nos vemos, después de tanto tiempo, ¡faltaría más! Pero sí que podéis a hacer una cosa, hasta la hora de comer, si no os importa, y así mientras tanto intentaré solucionar mis asuntos.
-¿Qué cosa? -pregunté intrigado.
-Una bonita excursión, os va a gustar. ¿Habéis llevado alguna vez una moto de agua?
-Yo sí -dije-, una vez, un rato, y me lo pasé en grande. ¿Tienes motos de agua, Mauricio?
-Tengo una abajo, en el embarcadero. Y también una lancha fuera borda y un pequeño catamarán, si lo preferís.
-La moto de agua está bien -opinó Hachegé-. Yo nunca he llevado una y tengo curiosidad. Además, somos motoristas, ¿no? Lo mismo cogemos la fuera borda o el catamarán y la cagamos.
-Bueno, pero tenéis que tener en cuenta que las motos acuáticas no son como las de carretera, ¿eh? Jotauve ya sabe algo de esto, pero no está mal que os lo recuerde. A veces la gente se confunde y hay que tomar ciertas precauciones. Esperadme un momento, que vuelvo enseguida.
Volvió al cabo de unos minutos con un manojo de llaves en la mano.
-Cuando queráis. El embarcadero está a dos kilómetros de aquí y hay que coger el todoterreno. El camino es infame.
Nos levantamos de las tumbonas con suma dificultad. El champán ya estaba haciendo efecto en nuestras cabezas y en nuestros cuerpos, no tanto como para alterarnos gravemente el sentido del equilibrio, pero sí por lo menos para recordarnos que habíamos bebido un poco más de lo necesario. No obstante, tanto Hachegé como yo pensamos entonces que una excursión marítima en moto de agua podría venirnos muy bien para despejarnos. Además, por suerte, dentro del mar no existían los controles de alcoholemia. Mauricio nos hizo esperar fuera del garaje principal, con la promesa de enseñárnoslo más tarde, y nos subimos en su vehículo todoterreno. Era un Toyota verde y blanco con matrícula holandesa que se me antojó tan grande como un autobús. Salimos de la casa y tomamos un camino de piedras que parecía despeñarse hacia el mar. Mauricio conducía con soltura a buena velocidad, pero el camino, que pronto se erizó de rocas amenazantes asomadas a los precipicios, era tan inestable que íbamos botando dentro del vehículo como si fuésemos muñecos inanimados, y esto, unido a los vapores del champán y al olor del gasoil que entraba por las ventanillas abiertas, hizo que nos vinieran las primeras arcadas precursoras del vómito. Mauricio lo advirtió enseguida y aminoró la velocidad.
-¿No me iréis a echar la pota aquí en el coche, verdad? Si queréis que paremos, paramos, no hay ningún problema.
-¿Falta mucho para el puto embarcadero ese? -preguntó Hachegé tapándose la boca con la mano.
-En cinco minutos estamos, pero iré más despacio, por si acaso.
-Si son sólo cinco minutos, creo que aguantaré.
-Más te vale, Hache, más te vale. ¿Y tú, Jota?
-Estoy bien, Mauricio, sigue, no te preocupes por mí.
-Al que me vomite en el Toyota le corto los huevos, ya estáis avisados. No sabéis lo mal que sale luego el olor de la tapicería y de las alfombrillas.
Lo sabíamos, o por lo menos lo imaginábamos. Llegamos al embarcadero con los estómagos revueltos pero con los jugos gástricos, mal que bien, en su sitio. Eso sí, Mauricio nos debió de ver tan pálidos y descompuestos que nos pidió que nos sentásemos un rato en una roca y respirásemos profundamente. Y eso hicimos. El paraje, una cala recoleta de profundas aguas verdes cortada a pico entre los acantilados, era un capricho de la naturaleza singularmente hermoso. Era de esperar que nuestro amigo nunca se hubiera conformado con menos. La moto acuática, la lancha neumática con motor de fuera borda y el pequeño catamarán, que parecía de juguete, estaban amarrados con unas gruesas maromas a un exótico pantalán de madera que se internaba unos metros mar adentro en paralelo con el pasillo de boyas verdes, amarillas y rojas que servían de referencia para entrar o salir del embarcadero. Adosadas a la pared del acantilado vimos unas casetas también de madera pintadas en un color azul chillón que el paso del tiempo y la intemperie del litoral habían desvaído un poco.
-¿Y todo esto es tuyo? -preguntó Hachegé.
-Claro -respondió Mauricio con naturalidad-, ya os he dicho que es un embarcadero privado. Me gustó cuando lo vi y lo compré incluso antes de hacerme la casa. Pero tiene un inconveniente, y es su escaso calado, lo que me obliga a atracar el velero en Altea. De todos modos este lugar no es muy seguro para fondear embarcaciones grandes.
-O sea, que también tienes un velero -dije yo-. ¿Y es el mismo con el que diste la vuelta al mundo?
-No, con este no habría tenido ningún mérito aquella hazaña: lleva unos potentes motores auxiliares. Lo utilizo sólo para costear por la zona, pescar, bucear, y estas cosas. Bueno, algunas veces también nos hemos acercado hasta Palma de Mallorca y la Costa Azul con él. La próxima vez que vengáis nos hacemos una buena travesía en mi barco, ya veréis qué sensaciones más inolvidables: mar, sol, aire puro, buena comida, mejor bebida, agradables compañías…
-¿Agradables compañías? -intervino Hachegé-. A ver, a ver, cuéntanos eso, que yo me apunto ya.
-Otro día -se excusó Mauricio-, pero vamos, es exactamente lo que estás pensando, sí. Y ahora, si ya os encontráis mejor, creo que será buen momento para que os deis una vueltecita con la moto de agua, ¿no?
-Claro, vamos a ello -dije levantándome y echando a andar hacia la moto acuática, la voluminosa Bombardier de tres plazas que estaba amarrada al pantalán. Hachegé me siguió, pero apenas si habíamos avanzado diez metros cuando la voz autoritaria de Mauricio nos hizo detenernos en seco:
-¡Eh, eh, eh! Jotauve, Hachegé, ¿adónde os creéis que vais?
V
Sin decir nada volvimos la cabeza y le miramos con incredulidad.
-¿Vosotros habéis visto alguna vez a alguien montar en moto acuática con botas de moto de carretera, pantalones vaqueros y chaleco multiusos? ¡No me jodáis, hombre! Venga, venid aquí.
Bien pensado, tenía toda la razón del mundo. Nos hizo entrar en una de las casetas de madera y nos obligó a equiparnos correctamente, esto es, bañadores, chalecos salvavidas y, como ambos somos demasiado pálidos de piel y enseguida nos quemamos con el sol, unas camisetas de manga corta con las que cubrirnos el torso. Allí dentro, entre aparejos de pesca, útiles de submarinismo e instrumentos náuticos, encontramos un armario bien provisto de cuanto necesitábamos, tanto que hasta pudimos darnos el lujo de elegir la talla de las prendas e incluso, dentro de unos límites, su diseño, de tal suerte que Hachegé se puso un bañador con estampación de sogas marineras que más bien parecían las sogas de un patíbulo, y yo opté por uno muy vistoso -y siniestro- que contenía una generosa profusión de calaveras y tibias piratas. Las camisetas, en cambio, resultaron más discretas, y tuvimos que conformarnos con una que llevaba el dibujo de un timón y otra con un rótulo bordado en el que se leía: I love Mediterráneo. Por último, en los chalecos salvavidas no existía la menor opción, porque eran todos funcionalmente amarillos y sin ornamento alguno. Cuando Mauricio nos vio salir por la puerta de la caseta no pudo evitar un repentino ataque de risa, y sus carcajadas probablemente debieron de escucharse en las mismísimas Baleares o acaso también en la Costa Azul.
-¡Vaya una pinta de navegantes que tenéis, tíos, es para descojonarse! ¡Con todos ustedes, los macarras del Mare Nostrum! Porque no me he traído la cámara de fotos, que si no mañana ibais a salir hasta en los periódicos.
-¿Qué pasa? -protestó Hachegé-. Los bañadores y las camisetas son tuyos, no te jode, a ver ahora quién es aquí el macarra.
-Pero es que habéis ido a elegir precisamente los más estrafalarios. Los compré al verano pasado para una fiesta de disfraces que hicimos en el barco, y creo que nadie se atrevió a ponérselos. ¿Habéis visto los biquinis y los tangas de las tías? Son brutales y están sin estrenar.
-¡Ah, pues no! -reconocí, haciendo ademán de volver a la caseta, pero Mauricio no me dejó.
-A la vuelta los veis, ahora se hace tarde. Y por cierto, ¿no os da la sensación de que se os ha olvidado algo?
Tanto Hachegé como yo miramos nuestros cuerpos de arriba abajo como si, de repente, hubiéramos podido perder una pierna, o una mano, y la verdad es que no habíamos perdido nada, pero el aspecto que ofrecíamos, con nuestra piel pálida y mesetaria asomando entre aquellos estridentes bañadores y camisetas de carnaval, más el inevitable aditamento del chaleco salvavidas, de un color amarillo chillón que irritaba la vista, era francamente lamentable. Teníamos pinta de ir a hacer cualquier cosa menos la de echarnos al mar.
-Supongo que os apetecerá fumar en algún momento de la excursión, ¿no? Vosotros, que fumáis como músicos -dijo Mauricio-. Y además, no sé si sabéis que en el mar, y en verano, se pasa mucha sed y con el sol y la brisa corre uno el riesgo de deshidratarse. Y por último también tengo que deciros que es conveniente llevarse un teléfono móvil por lo que pudiera pasar.
-Pues ahora que lo dices -reconocí-, yo no había caído en ello.
-Claro, cómo vas a caer -me amonestó Mauricio amistosamente-, si tú lo que piensas en el fondo, Jotauve, es que el mar es como una inmensa autopista sólo que sin señales de tráfico ni controles de la Guardia Civil. Y lo mismo te crees que en mitad del Mediterráneo hay un bar náutico atendido por bellas sirenas para tomarse una caña y un bocata de calamares. Pues no, no hay nada de eso. Sólo hay agua, miles de miles de miles de millones de toneladas de agua, y encima no es potable. Venga, id hacia la moto, que yo os llevo las cosas.
-Oye, Mauricio -protesté-, aunque no me haya dado la vuelta al mundo en solitario en un velero no significa que sea gilipollas. Sé lo que es el mar.
-¡Era una broma, hombre! No te mosquees. Ya quisiera la mayoría de la gente saber la mitad de las cosas que sabes tú, aunque sólo sea porque las has leído alguna vez. Esperadme en la moto, que voy enseguida.
Mauricio siempre encontraba la respuesta adecuada para cada persona y para cada momento, aunque tuviese que recurrir al halago fácil y exagerado. Echamos a andar por el pantalán en dirección a la moto acuática. Quemaban las tablas de madera del suelo y se nos iban clavando pequeñas astillas en las plantas de los pies descalzos. Era una sensación que, por desacostumbrada, resultaba bastante desagradable, pero dejamos de pensar en ella en cuanto llegamos hasta la espléndida Bombardier tricilíndrica de dos tiempos, 750 centímetros cúbicos y casi cien caballos de potencia. Estaba pintada de rojo y blanco y sobre la proa se leían nítidamente las siglas de su propietario, M.S.B: Mauricio Sanmartín Benedicto.
-¿Subimos ya? -le pregunté a Hachegé.
-No, espérate, no vaya a ser que te vuelva a dar la charla. Además, supongo que querrá explicarnos algunas cosas.
-¿Qué cosas? Si esto se maneja con la gorra, hombre, ya lo verás. Eso sí, estos trastos van como un tiro. Yo llevé una vez una muy parecida y no me atreví a ponerla a tope. La verdad es que acojona, y eso que es un modelo turístico de tres plazas. No quiero ni imaginar lo que tiene que ser uno de esos jets monoplazas en los que los tíos van de pie.
Hachegé asentía impasible con la mirada perdida en la lejana línea del horizonte. Era imposible saber lo que estaría pensando en ese momento. Mauricio no tardó en llegar. Llevaba en la mano una especie de pequeño petate de neopreno y una extraña llave que colgaba del extremo de un cable de plástico.
-Bueno, vamos a ver -dijo-, sólo os daré unas breves instrucciones. Esta bolsa es completamente estanca e impermeable. La moto lleva una espaciosa guantera bajo el manillar, y ahí es donde tiene que ir la bolsa. Dentro os he metido una botella de agua, un paquete de tabaco, un mechero y vuestros teléfonos móviles. Dependiendo de la zona habrá o no cobertura, pero lo normal es que no tengáis que utilizarlos. Simplemente debéis evitar el alejaros de la costa, porque no es necesario. Os recomiendo que vayáis bordeando el litoral, hay unas vistas preciosas y hoy hace buena mar. Venga, ya podéis subir, primero uno y luego el otro.
Subí yo primero y me puse a los mandos. A continuación se acomodó Hachegé detrás en el mullido asiento de plástico azul. La moto acuática se balanceó de un lado a otro acusando los ochenta y tantos kilos de cada uno de nosotros. Abrí la guantera y guardé la bolsa. Después Mauricio me entregó la llave que colgaba del cable de plástico.
-Sabes lo que es esto, ¿no?
-Sí -respondí-, el cortacorriente de seguridad.
-Eso es, aunque en realidad se llama “hombre al agua”. Engánchate un extremo a la argolla del chaleco y el otro a esa toma redonda que tienes en el cuadro. Si te caes al agua la moto se parará y empezará a describir círculos alrededor de ti sin alejarse. Pero procurad no caeros, porque os podéis hacer daño. El agua no está tan blanda como parece. Y además, os costará volver a subir a la moto.
-Lo sé, lo sé.
-Y recordad que cada vez que os turnéis para pilotar tendrá que colocarse el dispositivo de “hombre al agua” el que tome los mandos. Y ahora puedes ponerla en marcha. El botón de arranque lo tienes en la piña derecha.
Apreté el botón correspondiente y el motor se puso a funcionar con un suave ronroneo acompasado. Un delgado chorro de agua que parecía el surtidor de un géiser empezó a emerger verticalmente desde la parte de popa salpicando la espalda de Hachegé. Pudimos percibir de inmediato el olor característico de la mezcla de los motores de dos tiempos, una intensa sensación olfativa que hacía décadas que ya era ajena a las motos de carretera convencionales, y en este sentido había que reconocer que la mayoría de los vehículos náuticos seguían fieles a la más rancia tradición mecánica, lo que les otorgaba un encanto añadido.
-Tenéis poco más de medio depósito de combustible -nos informó Mauricio-, suficiente para daros una buena vuelta. Y ahora recordad una cosa: una moto de agua no es como una moto de carretera, aunque tengan algunas semejanzas. Y el mar tampoco es como una carretera. Cada ámbito tiene sus leyes propias. La ley del asfalto es la ley del asfalto, y la ley del mar es la ley del mar.
-¡La Ley del asfalto, la Ley del mar! -exclamó Hachegé-. Podría ser un buen título para uno de mis poemas. Suena bien.
-Pues a mi me suena a un disco de Radio Futura -recordé de pronto.
-Parecido -intervino Mauricio-. Ese disco al que tú te refieres se llamaba “La ley del desierto, la ley del mar”. El desierto también tiene sus leyes, por supuesto, y son diferentes, si lo sabré yo. Pero bueno, a lo que íbamos, y no quiero aburriros más, que seáis prudentes y os divirtáis.
-Eso haremos, Mauricio -le dije.
-Calculo que comeremos sobre las tres o tres y media, así es que tenéis casi un par de horas. Me imagino que os cansaréis antes, de modo que cuando volváis al embarcadero me llamáis al móvil y yo bajo a buscaros con el Toyota. No tiene pérdida, sólo tenéis que orientaros con la silueta del Puig Llorença para llegar derechos hasta aquí.
-Vale, tío, estate tranquilo -respondió Hachegé-, y dile a tu jardinero que se esmere muchísimo con el arroz con langosta, que nosotros somos muy exigentes para estas cosas.
Mauricio sonrió y nos hizo una seña de despedida con la mano. Después, en cuatro zancadas atravesó el pantalán y llegó hasta el todoterreno, lo puso en marcha y abandonó el embarcadero a toda velocidad para enfrentarse a los importantes asuntos que había dejado pendientes en su casa.
-¡Adelante a toda máquina! -proclamé con entusiasmo marinero mientras apretaba el gatillo del gas de la Bombardier.
Nuestra particular odisea náutica acababa de comenzar. Y en mala hora. Más nos habría valido quedarnos en tierra, de haberlo sabido.
VI
Al principio observamos una extrema prudencia en todos nuestros movimientos a bordo de la moto acuática, y no tanto por miedo como por respeto al mar sobre el que nos íbamos desplazando a través del estrecho canal de salida delimitado por las boyas verdes, amarillas y rojas. Mis escasos conocimientos en el arte de la navegación marítima me decían que era de sentido común transitar muy despacio por estos lugares balizados, ante el riesgo de encontrarse con bañistas u otras embarcaciones, circunstancias que debían descartarse en este embarcadero privado, salvo que a alguien le diera por adentrarse en él por curiosidad. Sin embargo la extensa franja de agua que se abría ante nosotros estaba completamente despejada. Fui apretando poco a poco el gatillo del gas de la Bombardier y salimos a mar abierto. Como había dicho Mauricio, las condiciones para la navegación eran muy buenas ese día, y tanto es así que la inmensa superficie azul del Mediterráneo en aquella zona costera alicantina sólo presentaba un ligero rizado provocado por una leve brisa cuya dirección geográfica mi bizarría marinera me impedía determinar. En efecto, un navegante curtido se habría referido a ella de inmediato como viento flojo de poniente fuerza equis, rolando hacia el sur nosecuántos grados, y cosas por el estilo, pero para nosotros sólo era un agradable vientecillo estival que nos iba salpicando de espuma las piernas y la cara con la suavidad de una caricia. Hachegé, una vez que hubo comprobado que no sólo la Bombardier no se hundía, sino que flotaba con pasmosa estabilidad y se desenvolvía con insospechada solvencia en su hábitat natural, no tardó en impacientarse y pedirme que le dejara conducir. Pero yo, que no estaba dispuesto por nada del mundo a abandonar los mandos tan pronto, le repliqué:
-Supongo que en este tipo de vehículos no se dice “conducir”, sino “pilotar”, “tripular”, “patronear”, o términos por el estilo. ¿Tú has oído alguna vez a alguien decir “voy a conducir un rato el yate”?
-Ahora mismo la semántica me la suda -contestó él a mi espalda-, y además, esto no es un yate, sino una moto de agua, pero como si es de vino, las motos se conducen, o se pilotan, también, aunque si te gusta más te lo diré de otra manera: ¿tendrías la bondad de cederme el puesto de patrón en esta embarcación de recreo?
-Donde manda patrón, no manda marinero, y ahora yo soy el patrón y tú el grumete -respondí con chulería refranera-, así es que agárrate fuerte a las asas del asiento que vamos a despegar.
No le di tiempo a responder, porque de inmediato enfilé la proa por un eje imaginario que corría paralelo a la costa y empecé a abrir sin piedad el gas de la Bombardier hasta alcanzar una velocidad que, debo reconocerlo, incluso a mí llegó a asustarme, pero ya lo había hecho otras veces y sabía que no pasaba nada, salvo que uno se divertía mucho y descargaba un montón de adrenalina (no así el pasajero, que podía llegar a ensuciarse el bañador, y en esto las motos acuáticas eran idénticas a las de carretera, sobre todo a las deportivas), sintiendo como la máquina se elevaba sobre el agua un segundo para volver a caer de panza rompiendo con violencia la superficie marina entre estallidos de espuma con la fuerza de una roca desprendida de los acantilados, y vuelta a empezar una y otra vez, arriba y abajo, con la proa elevada en un ángulo de casi cuarenta y cinco grados, con la cara y los brazos salpicados de aire y de mar, con el chaleco hinchado como un globo, viendo deslizarse a babor el paisaje borroso del litoral tan rápido como las imágenes de un sueño imposible. Naturalmente Hachegé no pudo hacer otra cosa que agarrarse con fuerza a las asas traseras, apretar los dientes y esperar el momento propicio para tomarse su revancha y hacerme probar de mi propia medicina, algo que tendría que ocurrir antes o después y que me producía pavor, no lo voy a negar.
Pero mis diversiones no terminaron aquí, sino que alcanzaron en las brutales derrapadas sobre el agua su máxima expresión, algo que yo también conocía y había practicado y que, inevitablemente, no dejé pasar el momento de volver a practicar ahora con mayor agresividad que la primera vez, si cabe. Era sencillo. Bastaba con dar gas a lo bestia durante unos metros para luego girar bruscamente el manillar de la moto y dejar que la popa tirase para un lado mientras la proa se iba hacia el lado contrario siguiendo las inercias de la fuerza centrípeta, al tiempo que el cuerpo parecía que se te iba a partir en dos en medio de las impresionantes montañas de espuma marina que la propia moto acuática levantaba con estas maniobras provocadas. Después de un buen rato de salvajes derrapadas a derechas e izquierdas, y alguna incluso buscando de cara las pequeñas olas que me fui encontrando, fue cuando recibí en la espalda un airado puñetazo de Hachegé a modo de advertencia.
-¡Ya vale, joder, ya vale! -gritó enfurecido-. No he vomitado en el coche de Mauricio y voy a hacerlo aquí, por tu culpa. Para ya.
Solté el gatillo del gas y dejé la Bombardier a la deriva perdiendo poco a poco velocidad. Yo también tenía mal cuerpo. En mitad de las intensas descargas de adrenalina que me provocaban estas constantes refriegas deportivas contra el mar no sentía otra cosa que no fuese un intenso placer acompañado de unas irresistibles ganas de chillar desaforadamente, pero una vez en reposo me di cuenta de que mi estado físico dejaba bastante que desear. Tal vez no era demasiado consciente de ello, pero me estaba pegando una paliza de mil demonios, y el estómago se me vino a la garganta de nuevo como un mal presagio.
-Déjame ahora a mí -me pidió Hachegé-, que tú ya te has explayado bastante, cacho cabrón.
-¿Estás seguro de que te encuentras en condiciones de llevar este artefacto? -le pregunté con intencionado sarcasmo.
-Claro que lo estoy, ya lo verás. Y te vas a cagar.
-Está bien, pues vamos a cambiar. Pero con cuidado, no vaya a ser que nos caigamos al agua. Tú por la derecha y yo por la izquierda. Y despacito, sin balancear la moto.
-En el mar no se dice derecha ni izquierda, listo -me corrigió Hachegé, tomándose una justa revancha por mi lección semántica de antes-, sino babor y estribor.
-Tienes razón -reconocí-. Pues entonces pasas tú por estribor y yo por babor. ¿O es al revés?
-No lo sé, tío, me da igual. Cuando volvamos a tierra se lo preguntamos a Mauricio o lo miramos en un libro, pero ahora vamos a cambiar.
Nos pusimos de pie al mismo tiempo sobre las plataformas laterales de la Bombardier clavando las uñas en la espuma del asiento para no caernos y nos desplazamos muy despacio, él hacia delante, yo hacia atrás, casi conteniendo la respiración mientras la moto se escoraba peligrosamente hacia babor o estribor según las inercias que le iban produciendo el movimiento de nuestros cuerpos. Cuando estábamos a punto de culminar la maniobra, la moto se inclinó hacia el costado que ocupaba Hachegé, perdimos el equilibrio y nos fuimos al agua. Hubiera sido divertido, y hasta gracioso, de no ser porque de pronto nos encontramos sumergidos un par de metros en un mar frío y oscuro a cuya superficie parecía que nunca podríamos llegar. Llegamos, desde luego, y más que nada porque los chalecos salvavidas se encargaron de impulsarnos hacia arriba sin que tuviéramos que poner demasiado de nuestra parte, pero aún así este chapuzón no nos produjo demasiada euforia, sino más bien todo lo contrario. Después nadamos hacia la moto, que flotaba suavemente a diez metros de distancia describiendo círculos concéntricos a nuestro alrededor como si fuese un perrito faldero que esperase a sus amos moviendo la cola. Pero lo peor, como nos había pronosticado Mauricio, fue volver a subirse a ella. Sumergidos en el agua como estábamos, la altura de su asiento se nos antojaba tan excesiva como inaccesible para nuestros torpes cuerpos sedentarios tan poco dados al menor esfuerzo físico. Sin embargo todavía tuvimos la suficiente lucidez mental como para comprender que había que subir por popa y de uno en uno, y cuando el primero se hubiera encaramado a los mandos, con la moto ya estabilizada, el segundo lo tendría más fácil.
Hachegé consiguió conquistar la Bombardier al cuarto o quinto intento y después de proferir una extensa retahíla de blasfemias e imprecaciones del peor jaez, en las que no llegó a olvidarse de Neptuno ni de Poseidón, dioses marinos por excelencia, y hasta creo recordar que tampoco la santa madre del comandante Costeau escapó a sus invectivas, por más que ella -ni su célebre hijo- tuvieran culpa de nada. Y después subí yo, también después de un buen número de intentos con sus consabidos exabruptos, en los que, para no copiar a Hachegé, hice objeto de mis iras al capitán Nemo, al almirante Nelson y al propio Cristóbal Colón, entre otras grandes personalidades marineras de todos los tiempos. Le entregué el dispositivo de hombre al agua a mi compañero y este se lo colocó y puso la moto en marcha.
-Visto lo visto -le dije-, creo que lo mejor será que no andemos cambiando mucho de posición, porque si esta vez nos ha costado un huevo y la yema del otro subirnos a la moto, la próxima vez que nos caigamos lo mismo nos comen los tiburones.
-Sí -reconoció Hachegé riéndose-, aunque en el Mediterráneo no haya tiburones. Pero sólo va a ser un rato, porque me pica la curiosidad por ver cómo funciona este cacharro, y en cuanto se me pase volvemos al embarcadero. ¡Tengo un hambre de cachalote!
Fuese por el hambre, la novedad o el respeto que parecía inspirarle la moto de agua, lo cierto es que Hachegé tardó un buen rato en sacarle todo el partido posible a la Bombardier, hasta el punto de que estuvo tanteando mucho tiempo a baja velocidad antes de atreverse a apretar el gatillo del gas. Claro que, cuando lo hizo, mis temores más fúnebres se hicieron realidad, pero antes de que esto ocurriera vimos sobre el horizonte brumoso la silueta de las elevadas torres de los edificios de alguna población costera.
-Es Benidorm -dijo Hachegé.
-¿Benidorm? ¡No jodas, da la vuelta! ¡Nos estamos alejando un huevo del embarcadero!
Pero no era Benidorm, no podía serlo. No nos habíamos ido tan lejos. Todo lo más, podría ser Calpe, pero incluso si era Calpe ya nos habíamos alejado demasiadas millas del embarcadero de Mauricio y lo más sensato era regresar.
-Está bien, voy a dar la vuelta, es decir, en los términos náuticos que tanto te gustan, voy a virar a sotavento ciento ochenta grados -me anunció Hachegé con calculada ironía-, ¿o será a barlovento?
-No lo sé -dije-, pero da la vuelta. ¿O es que acaso quieres que se nos pase el arroz con langosta?
-¡Oh, no, no, no, no, no, no, eso nunca! ¡Agárrate fuerte!
Me agarré a las asas traseras de la moto con toda mi alma. Más o menos me imaginaba lo que iba a suceder a continuación, y no me equivoqué apenas, porque Hachegé apretó el gatillo del gas de la Bombardier con toda la furia que sus deseos de venganza le permitían, que eran muchos y malvados. Sentí una terrible sacudida en los riñones justo antes de que la proa de la moto se levantase apuntando hacia el cielo como un cohete dispuesto para el despegue. Durante un tiempo impreciso avanzamos a velocidad de vértigo con rumbo a las torres de los edificios que se recortaban sobre la línea azul del horizonte. La panza de la Bombardier golpeaba el agua en cada caída con unos tremendos topetazos que amenazaban con deshacerla en mil pedazos, pero esto no pareció disuadir demasiado a Hachegé, de la misma manera que tampoco me había disuadido a mí un rato antes, cuando la pilotaba, así es que al final, como me temía, yo estaba tomando ahora mi propia medicina, una medicina venenosa de acreditadas propiedades laxantes, porque en verdad que uno se podía ir por las patas abajo de puro miedo. Y entonces los dos empezamos a gritar desaforadamente, él impulsado por la euforia y el enloquecimiento suicida de la velocidad, yo por el miedo y la angustia de no poder hacer nada para evitar un percance, si al final se producía.
Y se produjo. Habíamos entrado en una zona en la que el mar estaba algo picado, con olas en apariencia inofensivas que sin embargo zarandeaban la moto con más violencia de lo deseable, y fue aquí en donde Hachegé decidió virar 180 grados a sotavento, o a barlovento, qué importaba, porque el hecho es que de improviso nuestros culos perdieron contacto con el asiento de la Bombardier y nos encontramos volando por los aires como dos marionetas con los hilos rotos. El aterrizaje sobre el agua fue menos doloroso de lo que yo había imaginado en mis peores pronósticos, pero aún así noté durante un par de interminables segundos que me hundía, y me hundía, y me hundía un sinfín de metros en aquel mar traicionero, y pensé que no sería capaz de volver a la superficie nunca más. Cuando subí por fin, al cabo de otro par de segundos igualmente interminables, una ola inesperada me sorprendió con la boca abierta tratando de respirar, y tragué tanta agua salada y abrasiva que no pude por menos que suponer que iba a morir ahogado miserablemente aquella mañana de Junio. La tos y las brutales arcadas que me vinieron a continuación casi me dejaron sin fuerzas para mantenerme a flote, y más aún para nadar, aunque de haber podido hacerlo no habría sabido hacia dónde, porque había perdido de vista todo rastro de Hachegé y de la propia moto acuática, causante de todas nuestras desdichas. Durante unos cuantos minutos ciertamente angustiosos sólo me dediqué a recuperar las fuerzas necesarias para poder pensar con la cabeza fría, dentro de lo fría que se puede tener la cabeza, temperatura del agua aparte, en circunstancias como estas. Por lo menos en principio consiguió tranquilizarme el hecho de saber que la costa no estaba muy lejos y podríamos llegar nadando poco a poco hasta ella. Pero después descubrí con alarma que no veía tierra firme por ninguna parte, bien fuese porque el rizado del mar me lo impedía, bien porque la tierra firme se encontraba más lejos de lo que yo acababa de suponer. Tuve la suerte, en cambio, de descubrir fugazmente la cabeza de Hachegé asomando a una docena de metros de distancia entre dos olas coronadas de espuma. Le grité y el me oyó.
-¡Menuda hostia que nos hemos dado! ¿Estás bien? -me preguntó.
-Creo que sí -respondí, porque tampoco estaba muy seguro de cuál era mi verdadero estado físico.
-La moto está allí -dijo él señalando un punto impreciso en mitad del mar-. ¿Puedes verla?
-No veo nada, sólo agua por todas partes.
-Bueno, pues que sepas que está allí, pero lo que se dice a tomar por culo, y encima creo que el mar se la está llevando para dentro -advirtió Hachegé sombríamente mientras nadaba con desgana.
-¿Y ahora qué hacemos? -pregunté con voz temblorosa.
-Hablar menos y nadar más, porque como no lleguemos hasta ella ya te puedes ir dando por jodido.
Jodido, propiamente jodido, ya lo estaba en grado sumo, y las cosas no podían sino empeorar como no consiguiésemos volver a subirnos en la maldita Bombardier del demonio. Lo logramos al cabo de un rato con menos esfuerzo de lo previsto. Seguramente fue la moto la que vino a nuestro encuentro dócilmente, o acaso fue el mar quien nos la trajo, en contra de la suposiciones de Hachegé. Subirnos a su asiento, eso sí, nos costó todo un triunfo, tan mermados de fuerzas como estábamos. Sufrimos varios calambres, tirones musculares y magullamiento general de huesos. Aquellos esfuerzos no estaban hechos para nosotros. Nuestra Ley era la del asfalto, no la del mar. Y aunque esa misma caída con una moto de carretera habría tenido consecuencias mucho más dramáticas de las que habíamos padecido con la moto acuática, lo cierto es que esta evidencia tampoco nos servía de consuelo. Ibamos a caer esa noche en la cama reventados de cansancio. Eso suponiendo, claro está, que fuésemos capaces de alcanzar la costa, que no veíamos ahora por ninguno de los cuatro puntos cardinales. Estábamos rodeados de agua por todas partes. Hachegé volvió a tomar los mandos y arrancó el motor. Después respiró profundamente, extendió su dedo índice como un Cristóbal Colón aficionado y dijo:
-Volvemos a casa. Es por allí.
-¿Estás seguro?
-Antes de virar y caernos la costa estaba allí. Luego por cojones tiene que seguir estando allí, porque nadie va a haber tenido la mala idea de cambiarla de sitio, ¿no te parece?
-Ya, pero lo que pasa es que las referencias en el mar son diferentes a las de tierra firme. Puede estar donde dices, o no, estar en cualquier otro rumbo. Basta equivocarse unos pocos grados para acabar convertido en un bonito náufrago.
-Tú hazme caso -sentenció Hachegé-. La costa está allí.
VII
No merecía la pena discutir sobre esta cuestión, y más que nada porque era él quien manejaba ahora los mandos de la moto y yo tampoco estaba en condiciones de sugerir con certeza un rumbo determinado, de modo que empezamos a navegar despacio en la dirección que decía Hachegé durante un tiempo que se nos hizo tan interminable como estéril, porque no descubrimos la menor señal de tierra firme por ninguna parte, antes al contrario, tuvimos ambos la sensación de que cada vez nos íbamos alejando más mar adentro. Fue entonces cuando Hachegé, visiblemente desalentado, soltó el gatillo del gas de la Bombardier y apagó el contacto.
-¡Me cago en su puta madre! -bramó furioso-. No, si al final va a ser verdad que nos hemos perdido.
-Tiene toda la pinta -reconocí.
-¿Quieres intentarlo tú ahora?
-¿Para qué? -respondí-. Voy a hacer exactamente lo mismo que acabas de hacer tú, navegar sin ton ni son buscando la salida del laberinto. Mira al frente. ¿Qué ves? Agua. Mira a tu espalda. ¿Qué ves? Agua. ¿Y a tu derecha o a tu izquierda, bueno, a babor y estribor? Agua. Estamos rodeados de agua por todas partes. Esto es alta mar, pura y dura. Una carretera, por muy perdido que estés, siempre te acaba llevando hasta alguna parte, pero el mar no. Podrías navegar durante horas, días o años, hacerte viejo a bordo de tu embarcación y no alcanzar jamás la costa.
-¡Hace falta ser gilipollas para perderse en el Mediterráneo! -se lamentó Hachegé-. ¡Un mar en miniatura! Todavía si hubiera sido en el Atlántico o en el Pacífico…
-Un mar en miniatura, sí -reconocí-, pero aún así todavía lo bastante inmenso como para que dos gilipollas como nosotros sean capaces de perderse en él. Anda, coge el teléfono y cuéntaselo a Mauricio. Verás la gracia que le va a hacer. Y eso suponiendo que tengamos cobertura, claro.
-Ni hablar. No me rindo todavía. Y este menda va a encontrar la costa aunque sea lo último que haga en su vida -dijo Hachegé arrancando de nuevo la moto.
Estuvimos navegando durante una eternidad de manera caprichosa, según soplaba el viento o se desplazaban las olas, que no eran demasiado gruesas ni amenazantes, es cierto, pero que en todo caso nos devolvían una nítida percepción de fragilidad y desvalimiento que se correspondía fielmente con nuestra desesperada realidad, porque mal que nos pesara éramos eso, unos pobres náufragos a la deriva en la inmensidad marina. Pero además, por alguna desventurada razón que acaso nunca llegásemos a conocer, nos debíamos de haber perdido en una zona retirada de las rutas convencionales de navegación, porque no veíamos embarcación alguna por ninguna parte, lo que, asimismo, confirmaba mis peores sospechas de que nos encontrábamos ciertamente lo bastante lejos de la costa como para no saber regresar a ella. Y por si todo esto fuera poco, cuando decidimos arrojar la toalla y desistir de toda búsqueda, se nos presentó una nueva contrariedad que nos ensombreció aún más el ánimo.
-Nos queda muy poco combustible -advirtió Hachegé.
-Coge un teléfono móvil y llama a Mauricio. A él se le ocurrirá algo.
-Sí -admitió-, porque mucho me temo que no tenemos mejor alternativa.
Abrió la enorme guantera de la Bombardier (habría sido más propio llamarla bodega, aunque no albergase en su interior bebidas alcohólicas), sacó la bolsa estanca, cogió su teléfono móvil y lo encendió, pero no tenía cobertura. Repitió la operación con el mío, y el resultado fue idéntico. Definitivamente nos encontrábamos dejados de la mano de Dios.
-Bueno -resolví de pronto-, ahora por lo menos ya tenemos una cosa que hacer, y no es buscar la costa, sino un lugar con cobertura. Dame los teléfonos y ponte en marcha muy despacio hacia donde te apetezca. Cuando vea la más mínima señal en la pantalla te lo digo y te paras enseguida.
-¿Tú crees que habrá cobertura en algún sitio en mitad del mar?
-No tengo ni puta idea -reconocí-, pero mientras nos quede una sola gota de gasolina tendremos que buscarlo.
Me entregó con sumo cuidado los dos teléfonos encendidos.
-Procura que no se te caigan al agua ni se mojen, porque entonces si que la podemos cagar, y bien cagada.
-No te preocupes -le tranquilicé con sarcasmo-, que cagarla ya la hemos cagado en condiciones. Mira qué hora es. Casi las dos y media. Mauricio nos va a cortar los huevos en cuanto se entere. Y del arroz te puedes ir olvidando, claro. Dame de fumar, anda.
Hachegé sacó un par de cigarrillos y los encendió. Le costó mucho trabajo, porque la brisa marina apagaba una y otra vez la débil llama del mechero. Fumamos en silencio durante un rato y bebimos agua de la botella. Estaba caliente y tenía un extraño sabor como a petróleo, o eso nos pareció, que nunca hemos bebido petróleo, como es fácil suponer. Yo me sentía ridículo fumando en alta mar a bordo de una moto acuática con dos teléfonos móviles en la mano y recibiendo una severa insolación sobre las partes más desprotegidas de mi pálido cuerpo. Tal vez nos rescatase alguien o acabásemos desembarcando en tierra firme por casualidad, ya fuese en Ibiza, en Córcega, en Almería o en Argel, pero prefería no hacerme demasiadas preguntas acerca de cuál iba a ser nuestro estado físico cuando sucediera esto, si es que sucedía al fin. Cuando no te devora entre sus fauces ansiosas de carne de náufrago, el mar te mata por simple aburrimiento. Esto es, por hambre, sed, insolación, agotamiento y demencia. Los náufragos que sobreviven lo suficiente se acaban volviendo locos y sufren alucinaciones semejantes a las de quienes vagan perdidos por los desiertos de arena. Pensándolo bien, no debía de haber mucha diferencia entre morir en el desierto o hacerlo en mitad del mar, al fin y al cabo un inabarcable desierto de agua salada.
-¿Dónde estará esa puta costa? -dijo Hachegé como si hablara en sueños.
-“He derrapado en todos los asfaltos y naufragado en todos los océanos” -le dije de repente-. Otro buen verso para alguno de tus poemas, ¿no crees? Se me acaba de ocurrir.
-“He impregnado mis ropas de alquitrán y de brea bajo todos los soles y bajo todas las lunas” -prosiguió él.
-“He perdido los nortes y he perdido los sures” -seguí improvisando.
-“He perdido orientes y ponientes” -continuó Hachegé.
-“He perdido a mis prójimos y he perdido a mis yoes”
-Vale, déjalo ya. Son unos versos muy malos. ¿Sabes una cosa? Estoy deseando salir de aquí. Me duele todo el cuerpo y tengo hambre.
-Yo también -dije-. Pero como no baje del cielo a salvarnos una corte de arcángeles celestiales tocando las trompetas me parece que nos van a dar mucho por el culo.
-Si por lo menos encontrásemos cobertura…
-¿Para que nos den por el culo?
-¡Muy gracioso, el tío!
-Arranca la moto y vamos a buscarla. Total, más perdidos de lo que estamos ya no podemos estar. Y lo mismo hasta desembarcamos en Tahití y salen a recibirnos unas bellas aborígenes como las que se pasó por la piedra Mauricio.
Hachegé se rió y arrancó la moto. En honor a la verdad hay que decir que a mí se me ocurrían estos disparates y Hachegé me los reía por puro instinto de supervivencia, es decir, porque el sentido del humor parecía que le quitaba dramatismo a la situación y nos hacía espantar el miedo y la angustia que sentíamos en aquellos momentos, pero era todo un espejismo engañoso, porque nuestro relativo buen humor por si solo no iba a solucionarnos los problemas. Muchos náufragos se ahogaban sonriendo.
-Mira allí -señaló Hachegé-. ¿No es aquello un barco?
Miré y lo vi. Parecía un velero. Pero a simple vista ya resultaba evidente que se encontraba demasiado lejos como para que pudiéramos darle alcance. Y aunque le alcanzásemos, ¿qué iba a pasar después? ¿Se detendría para socorrernos? ¿Nos subirían a bordo sus tripulantes para llevarnos a tierra firme, donde quiera que se encontrase ésta? ¿Pedirían ayuda para nosotros? En la carretera, antes o después, alguien acababa por echarte una mano cuando te encontrabas en apuros, pero en el mar… ¿Qué sabíamos nosotros de la Ley del mar? Y sin previo aviso Hachegé volvió a apretar con decisión el gatillo del gas de la Bombardier olvidando que yo tenía las manos ocupadas con los teléfonos móviles y no podía agarrarme a ningún sitio. Y eso sin contar con que corríamos el riesgo de que se me cayesen al agua o se mojasen con las salpicaduras que la moto iba levantando según avanzaba con rumbo hacia aquella embarcación lejana que representaba una mínima posibilidad de salvación. La persecución fue breve. Tal vez la hubiésemos alcanzado, y de hecho la distancia había disminuido bastante cuando el motor de la Bombardier se detuvo para siempre.
-¡Kaput! -dijo Hachegé desconectando el dispositivo de seguridad de hombre al agua-. No nos queda ni una puta gota de gasolina.
-En cambio tenemos ahora unas pocas rayitas de cobertura en los teléfonos -observé con cierto alivio, a sabiendas de que esta era ya nuestra única esperanza.
-¡Llama, llama antes de que se vaya la cobertura! -me gritó Hachegé.
Marqué el número de Mauricio con dedos temblorosos y contuve la respiración. En mi vida me había visto en otra igual. Eran más de las tres de la tarde y estábamos perdidos a la deriva en medio del Mediterráneo. Mauricio tardó en coger el teléfono, pero al final lo cogió. Su voz se oía entrecortada y borrosa al otro lado del auricular. Con dificultad entendí lo que decía:
-¿Se han divertido los señoritos? ¿No sabéis la hora qué es? Venga, enseguida bajo a buscaros.
Tuve que reaccionar muy deprisa, porque Mauricio ya iba a cortar la comunicación.
-¡Escucha, Mauricio, que nos hemos perdido! ¡No estamos en el embarcadero, sino en mitad del mar, a la deriva!
-Te oigo muy mal, Jota, no te entiendo casi, pero…
Yo también le oía demasiado mal, con interrupciones constantes, pausas, silencios y frases a medias que hacían imposible mantener la conversación. Unos segundos después, aunque seguíamos teniendo cobertura, la comunicación se interrumpió definitivamente. Lo intenté varias veces en vano hasta que Hachegé tuvo una idea:
-Mándale un mensaje escrito, y pásame mi teléfono, que yo también le mandaré uno, o los que hagan falta.
Eso hicimos, saturar su teléfono con decenas de mensajes SMS en los que podía leerse invariablemente: Perdidos medio del mar sin gasolina. No encontramos costa. Necesitamos ayuda. Unos minutos después Mauricio contestó con otro mensaje que no pudo por menos que dejarnos estupefactos: Como broma no está mal, pero se enfría el arroz. Voy hacia el embarcadero.
-¡Este tío es gilipollas! -saltó Hachegé enfurecido.
Y entonces yo volví a escribir: No es broma. Estamos perdidos. S.O.S.
-Por lo menos cuando llegue al embarcadero -dijo Hachegé- se dará cuenta de que esto va en serio y no le estamos vacilando. ¡Pero hace falta ser gilipollas!
-Más nos vale, porque si no se nos va a hacer de noche.
En todo caso no podíamos hacer ahora otra cosa que no fuese esperar de brazos cruzados la llegada de ayuda, viniese de dónde viniese, y en ese momento no éramos capaces de concebir cómo alguien podría llegar a encontrarnos en medio de aquella inmensidad marina, pero sabíamos que quienes conocían bien el mar eran a menudo capaces de hacer milagros y rescatar incluso a los náufragos más desahuciados.
-¿Tú crees que mandarán un helicóptero y toda la hostia, como en las películas? -le pregunté a Hachegé, por hablar de algo.
-No creo. Nosotros no somos tan importantes. Con una Zodiac de Salvamento Marítimo vamos que nos matamos.
-Ya, pero tendrán que encontrarnos antes, y no se van a poner a buscarnos con una simple Zodiac.
-No te preocupes, que nos encontrarán. Con lo que sea, pero nos encontrarán. Todo depende de que Mauricio se acabe tomando en serio nuestra llamada de socorro. El resto, será sólo cuestión de tiempo. Pero vamos, vete haciéndote a la idea de que todavía vamos a pasar unas cuantas horas aquí.
-¿Y cómo andamos de agua?
Hachegé tomó la botella en la mano y sopesó su contenido.
-Mal. ¿Qué prefieres que te diga, que está medio llena, o que está medio vacía?
-Prefiero que me pases la botella, porque tengo sed.
-¿No puedes aguantar un rato? Voy a tener que racionar el agua, por si vienen mal dadas. No bebas, mójate los labios.
Poco y mal se podía racionar el escaso medio litro de agua que nos quedaba, esto es, apenas dos vasos. Me pasó la botella, me mojé los labios y bebí un pequeño sorbo que me supo horriblemente a petróleo, o a algo parecido. Quizá fue un error beber, porque no sólo no me quitó la sed, sino que encima me provocó más y me dejó un mal sabor de boca insoportable. Le devolví la botella y él también bebió, se enjuagó la boca y escupió inmediatamente por encima de la proa de la Bombardier.
-¡Puaggg! ¡Está asquerosa! -dijo.
Las historias de naufragios y odiseas náuticas, reales o imaginarias, han supuesto una abundante fuente de inspiración para la literatura de todos los tiempos, hasta el punto de crear en torno a ella verdaderos mitos legendarios de la altura de Ulises, Robinsón Crusoe, Simbad el Marino y tantos otros, pero las aventuras de estos personajes épicos siempre han resultado demasiado mágicas y benevolentes en comparación con las de los verdaderos náufragos anónimos obligados a beber agua del mar, o de la lluvia, si llovía, su propia orina, el líquido refrigerante de sus embarcaciones a la deriva y tantas otras sustancias tóxicas que en algunos casos habrían de servirles para salvar la vida y en otros, los más de ellos, para precipitar su muerte, pero es que la sed es un ama dominante y tirana que rara vez puede ser desobedecida. Quizá por ello nosotros seguimos bebiendo a ratos de aquel agua que sabía a petróleo hasta terminarnos la botella.
VIII
A la deriva en mitad del vasto mar uno no sólo acababa perdiendo cualquier referencia geográfica y espacial, sino también cualquier referencia cronológica. El tiempo, simplemente, dejaba de existir. Pero incluso cuando lo retomábamos, al mirar los relojes de los teléfonos móviles, parecía carente de todo valor. Daba lo mismo que hubiesen transcurrido veinte minutos, una hora o tres desde que nos encontrábamos perdidos. Tampoco la sensación de peligro, o de riesgo cierto de morir antes o después, aunque sólo fuese por deshidratación (una manera de palmarla tan eficaz como cualquier otra entre decenas de ellas), resultaba especialmente amenazadora mientras el mar se comportase con la mansedumbre con la que se estaba comportando en aquella tarde de Junio. Y es que, en efecto, sabíamos que la Bombardier, si bien a la deriva y zarandeada suavemente sobre la superficie marina por un vientecillo flojo y hasta agradable, jamás se iría a pique. Por ello, aunque nuestra situación era mala, nos consolábamos con la certeza de que podría haber sido mucho peor en el caso, por ejemplo, de que hubiésemos tenido que mantenernos a flote con los cuerpos sumergidos en el agua. Y no sólo por el desgaste físico que supone nadar o flotar durante horas, sino sobre todo por la pérdida de temperatura corporal y la consiguiente hipotermia, que en muchos casos también precipita la muerte. En cambio, lo que estábamos sufriendo de manera inclemente era una severa insolación, hasta el punto de que decidimos en un momento dado despojarnos de los chalecos salvavidas para cubrirnos la cabeza con ellos y tratar de paliar así los efectos de un sol homicida que se encontraba en su punto más alto. Por lo demás, pensábamos en muchas cosas y no pensábamos en ninguna. Durante largos períodos de tiempo apenas hablábamos lo justo para pedirnos tabaco o preguntarnos la hora. Fumábamos en silencio un cigarrillo detrás de otro, pero el tabaco nos daba más sed y nos estragaba los estómagos vacíos. Y aunque el mayor sufrimiento nos lo provocaba la sed, también teníamos hambre, y sabíamos que con el paso de las horas el hambre se volvería atroz.
Cuando menos lo esperábamos sonó el teléfono móvil de Hachegé. Sólo podía ser Mauricio, que ya nos estaría echando en falta en el embarcadero, pese a los mensajes previos de auxilio que había recibido. Pero no, no era Mauricio. Miré la pantalla de cuarzo líquido del teléfono y me sobresalté al leer: JULIA MÓVIL.
-Te llama la parienta -le dije a mi compañero entregándole el teléfono.
El dudó antes de cogerlo. La situación era, desde luego, comprometida. Supuse que si decidía atender la llamada, sobre todo tendría que fingir naturalidad. Nada de contarle a su mujer la odisea en la que estábamos inmersos. No había de qué preocuparse: Hachegé era un profesional para este tipo de cosas.
-Hola, cariño -dijo con desgana-. Estamos comiendo. Sí, todo bien. Me oyes mal porque hay poca cobertura. Con Mauricio, en su chalet. ¿Te acuerdas de Mauricio? Mauricio, recuerdos de Julia. Mauricio también me da recuerdos para ti, Julia. Sí, Jotauve también está comiendo con nosotros. ¿Qué comemos? Arroz con langosta. Está muy rico. Ya te contaré. Sí, esta noche te llamo, no te preocupes. Venga, un beso. Adiós.
Y cortó la comunicación. Después volvió la cabeza resoplando y me dijo:
-¡Joder! ¡Se entera ésta de que estamos perdidos en medio del mar y no me vuelve a dejar salir de casa! ¡La hostia, menudo marrón!
Entonces sonó mi teléfono móvil. Era Mauricio, por fin.
-Oye, tío, escúchame -le dije precipitadamente, pero él no pareció escucharme.
-¿Me podéis decir a qué coño estáis jugando? ¡Llevo media hora en el embarcadero! ¿Se puede saber dónde estáis?
-En mitad del mar, nos hemos perdido. Sin gasolina y a la deriva.
-¿Pero en dónde, en qué sitio? Descríbeme la costa, Jotauve.
-No vemos la costa -respondí-. Sólo hay mar por todas partes.
-¿Cómo que sólo hay mar por todas partes? Pero bueno, vamos a ver, ¿qué es lo que habéis hecho?
-Nada, sólo nos hemos perdido. Teníamos la costa a la vista todo el tiempo hasta que, de repente, hemos dejado de verla. Después nos hemos quedado sin combustible. Necesitamos ayuda.
Durante unos segundos larguísimos se hizo un silencio preocupante al otro lado de mi teléfono, hasta el punto de que llegué a pensar que habíamos vuelto a perder la cobertura o se me había agotado la batería. Pero no, no era eso.
-Mauricio, ¿estás ahí?
-Sí, sí, estoy aquí, déjame pensar. Dices que no veis la costa por ninguna parte, ¿no?
-Hace mucho rato que no la vemos -contesté-, y vamos a la deriva.
-Bueno, pero, ¿estáis bien, estáis heridos? Y el mar, ¿cómo está el mar?
-Estamos bien. Sólo tenemos sed, mucha sed. No tenemos agua. El mar está en calma. Por ahora.
-¿Dónde tenéis el sol?
-Justo encima de la cabeza. Y nos está jodiendo vivos.
-Bien, bien. ¿Tenéis cobertura en los teléfonos? ¿Mucha, poca?
-Regular. A veces más, a veces menos. Pero hace tiempo que no se va la cobertura.
-Eso es buena señal -dijo Mauricio-, porque significa que seguramente estáis a pocas millas de la costa. Ante todo, no os pongáis nerviosos y dadme tiempo, que voy a salir a buscaros.
-Pero date prisa -supliqué-, porque se nos puede hacer de noche.
-¿De noche? ¡Si sólo fuera eso! Lo más probable es que también veáis amanecer antes de que pueda encontraros. El mar es muy grande, Jotauve, y no sé si te das cuenta de que habéis metido la pata pero bien.
-Me doy cuenta, pero, ¿cuánto puedes tardar? -pregunté angustiado-. ¿Por qué no pides ayuda? Un helicóptero…, algo.
-¿Un helicóptero? ¿Tú en qué mundo vives, hombre? ¡Ni que tuviéramos aquí a la Royal Navy, no te jode! Escúchame, dejad abierto uno de los teléfonos, que os llamaré dentro de tres cuartos de hora. Y rezad todo lo que sepáis para que no se vaya la cobertura. Hasta dentro de un rato.
-Adiós.
-¿Qué te ha dicho? -me preguntó Hachegé.
-Nada, que va a salir a buscarnos. Y que hemos metido la pata hasta el fondo. Seguramente vamos a ver amanecer antes de que nos encuentre.
-¡No me jodas! ¿Te ha dicho eso?
-Sí.
-¡Su puta madre! ¿Y con qué va a salir a buscarnos?
-No lo sé. Dentro de tres cuartos de hora volverá a llamar. Y como perdamos la cobertura nos podemos dar por jodidos. Esto tiene muy, pero que muy mala pinta.
-Estoy seguro de que nos rescatará muy pronto. Un tío como Mauricio, que se ha dado la vuelta al mundo en solitario en un velero, se tiene que conocer el mar como la palma de la mano. Antes de lo que te imaginas estaremos en tierra firma, ya lo verás.
-Que se haya dado la vuelta al mundo no significa que haya ido recogiendo náufragos por esos océanos de Dios, pero ojalá tengas razón, Hache.
-Yo siempre tengo razón.
-Bueno, bueno, no siempre.
A la deriva a bordo de la Bombardier, sin agua, sin comida y abrasados por un sol de justicia que se resistía a aflojar el duro castigo que nos estaba infligiendo desde hacia largo rato, tuvimos que esperar tres cuartos de hora interminables sin noticias de Mauricio ni del desarrollo de sus tareas de salvamento. Por suerte los teléfonos seguían teniendo cobertura, pero la llamada de nuestro amigo empezó a demorarse más allá de lo que considerábamos soportable, hasta el punto de que tuvimos que resistir la tentación de llamarle nosotros. En casos como estos se hace más cierto que nunca aquello de que el que espera desespera, pero es la paciencia, y no la desesperación, la que hace más llevaderos los trances amargos de la vida, así es que para tranquilizarnos no dejábamos de repetirnos el uno al otro: paciencia, paciencia, paciencia.
Cuando nuestro crédito de paciencia estaba próximo a agotarse, hora y media después, sonó de nuevo mi teléfono móvil. Era Mauricio.
-¡Joder!, ¿qué ha pasado? -salté sin poder contenerme-. ¡Mira qué hora es! ¡Habías dicho tres cuartos de hora!
-He tenido problemas técnicos -reconoció Mauricio-, pero ya estoy en camino y…
-¿Nos tienes ya localizados? -le interrumpí.
-¡No! -dijo riéndose-. ¡Tú te crees que un salvamento marítimo es tan sencillo como un juego de niños, Jotauve! Verás, voy a tener que batir una extensión de varias millas cuadradas marinas, analizar las corrientes, estudiar los vientos y cotejar mis instrumentos de navegación antes de poder hacerme una muy vaga idea de dónde podéis hallaros. Y además, como vuestra posición no es fija, sino que os movéis constantemente, esto complica todavía más las cosas. Es como buscar una aguja en un pajar.
-Nos movemos muy poco -le informé-, el mar está casi en calma.
-Eso es lo que a ti te parece, pero aunque el mar esté en calma os estáis moviendo sin parar de un cuadrante a otro con el paso de las horas, de modo que no sé si tendré que ir a buscaros al Estrecho de Gibraltar o al Delta del Ebro. Si por lo menos pudiérais ver la costa, todo sería mucho más fácil.
-¡No vemos la costa, pero no podemos estar tan lejos, no nos hemos alejado tanto, joder!
-¡Tranquilo, Jota, tranquilo! Haré todo lo que esté en mi mano para encontraros. Mantened un teléfono encendido. Cuando sepa algo volveré a llamaros.
-¡Nos estamos muriendo de sed, no creo que aguantemos mucho!-clamé con desesperación.
Pero Mauricio ya no pudo oírme. Acababa de cortar la comunicación. Eran cerca de las seis de la tarde y el sol comenzó a declinar de manera casi imperceptible sobre nuestras cabezas, lo que le hizo sospechar a Hachegé que nos íbamos desplazando con él hacia poniente. Por lo tanto, dedujimos, seguramente el viento o las corrientes acabarían por arrastrarnos hacia las costas peninsulares, ya que en caso contrario, de movernos hacia el este, nos habrían llevado mar adentro hacia las Baleares. Nuestra hipótesis parecía fundada, pero en mitad de aquella vastísima planicie marina nada podía darse por válido sin atender a consideraciones muy rigurosas que nosotros desconocíamos. Al cabo de un rato todas estas elucubraciones geográficas terminaron por perder el escaso sentido que les atribuíamos, porque el sol se desmarcó claramente del imaginario eje vertical sobre nuestra posición para marcharse hacia el horizonte dando origen a un atardecer que se nos antojó vertiginoso y prematuro.
-No entiendo nada de nada -se quejó Hachegé en un tono sombrío.
-Pues yo menos aún.
Con el sol en retirada dejamos de achicharrarnos de calor para empezar a tiritar de frío, sobre todo como consecuencia de unas repentinas rachas de viento fresco y húmedo que empezaron a picar el mar de forma poco amistosa. La Bombardier se puso entonces a cabecear de proa a popa y a escorarse de babor a estribor (o al contrario, tanto da) como esos muñecos tentetiesos que se zarandean descontrolados siguiendo los impulsos de su propia masa. Del hambre y de la sed ya nos habíamos olvidado, porque nuestro mayor temor ahora era el riesgo cierto de caernos de la moto, en la seguridad de que no seríamos capaces de volver a subirnos a ella. Pero incluso aunque consiguiéramos mantenernos a flote, los dos estuvimos de acuerdo en que nuestra situación empeoraba por momentos y no podríamos resistir mucho más tiempo. Si Mauricio tenía previsto rescatarnos al amanecer, como había dicho, probablemente tendría que sacarnos del fondo del mar.
Lo último en lo que uno desea pensar mientras está vivo es en la posibilidad inminente de morir, y de morir indefenso sin poder oponer la menor resistencia, doblegado brutalmente por las fuerzas superiores de la naturaleza, nada compasivas ante la fragilidad humana. Y sin embargo, de modo inevitable, es en lo primero y en lo único que se piensa, y la reacción consecuente es la huida, pero en medio del mar, a la deriva, ¿cómo y hacia dónde huir?, y entonces el círculo de la angustia ante la imposibilidad de escapar a la muerte se cierra sobre sí mismo apretando tu garganta como la soga de una horca. Uno puede haber imaginado muchas veces tan espantosas sensaciones, pero hasta que no las experimenta de verdad, en presente de indicativo y en primera persona del singular, no puede hacerse una idea de cuánto atormentan, y cuando ya se ha hecho a la idea no se siente capaz de describirlas, seguramente porque no existen las palabras adecuadas para ello.
Pero ni Hachegé ni yo hablamos de estas cosas en ningún momento. Bastante teníamos con pensarlas cada uno en su intimidad, porque la muerte, aunque se produzca en compañía de otros o en presencia de público, es siempre un episodio tan íntimo para el individuo como hacer el amor o reventarse una espinilla. Además, ninguno de los dos quería mostrar delante del otro su miedo insuperable ante el fatal desenlace que parecía cada vez más cercano con el transcurso de los minutos. Curiosamente, ese miedo nos producía también un extraño pudor a la hora de manifestar nuestro verdadero estado de ánimo, que iba de la desesperación al pánico pasando por el terror absoluto. Si hubiésemos estado sobre la cubierta de un barco a punto de irse a pique lo más probable es que hubiésemos sido capaces de pisotear y matar a otros (e incluso a nosotros mismos) con tal de hacernos un hueco en un bote salvavidas. Pero en esta particular situación el pánico, incapaz de encontrar la menor válvula de escape para manifestarse, lo que hacía era autoalimentarse a sí mismo y como consecuencia de ello dilatarse en nuestros cuerpos como el vapor hirviente de una olla a presión.
El enorme disco rojizo del sol empezó a hundirse en el horizonte como engullido por el mar, proyectando sobre el agua una estela cegadora que nos obligó a cerrar los ojos durante unos minutos. Cuando pudimos volver a abrirlos el astro deslumbrante casi había desaparecido por completo, pero las aguas marinas estaban teñidas de un intenso color dorado de apariencia apocalíptica. Era el atardecer más hermoso que habíamos contemplado en toda nuestra vida y pensamos que iba a ser también el último. Detrás de aquel ocaso vendría el nuestro, sin remedio. Nuestro apocalipsis. Una ola descomunal nos embistió por la proa levantando la moto acuática hasta una altura de vértigo. Me agarré con una mano al asa trasera mientras con la otra apretaba con fuerza mi teléfono móvil. No sé para qué, pero lo hice mientras esperaba que mis nalgas perdieran para siempre el contacto con el asiento. Eso habría sido el fin. Pero no. La panza de la Bombardier volvió a caer sobre el agua con un estrépito de cataclismo, como si su casco se hubiera partido en dos. En la caída golpeé violentamente la espalda de Hachegé con la cabeza y creí que me desmayaba, pero ni yo me desmayé ni él pudo quejarse, ocupado como estaba en aferrarse al manillar con las escasas fuerzas que debían quedarle. Con los últimos resplandores de la puesta de sol seguimos a la deriva durante un tiempo impreciso y enajenado a través de una tortuosa montaña rusa de olas puntiagudas que nos zarandearon a su antojo, con subidas y bajadas que nos pusieron el estómago en la garganta y el corazón en el vientre. ¿Por qué no nos hundimos ya y acabamos de una vez?, recuerdo que llegué a pensar. ¿Para qué tanta agonía?
IX
Y entonces lo vimos. Estaba muy lejos, pero lo vimos. Era la silueta de un barco que parecía venir a nuestro encuentro. Las propias olas que nos embestían nos lo enseñaban y nos lo ocultaban a capricho, y siempre temíamos que desapareciera de nuestra vista en la siguiente acometida. Pero ni desaparecía, ni desviaba su rumbo. ¿Sería el salvamento que estábamos esperando? ¿Estaría Mauricio a sus mandos? ¿Nos habrían visto? ¿Y si, por el contrario, éramos invisibles para ellos y nos arrollaban? ¿Nos mataría aquella embarcación, en lugar del mar, aunque en el fondo el desenlace fuese semejante? En el fragor de nuestra batalla de náufragos desesperados escuché a Hachegé que me gritaba:
-¡Intenta llamar a Mauricio por el móvil, inténtalo, por Dios!
No era fácil hablar por un teléfono móvil en aquellas circunstancias. De hecho, ya era todo un milagro haberlo conservado en la mano. Estaba apagado. Y por supuesto se había mojado y no funcionaba. Lo contrario me hubiera sorprendido. Pero aquel barco seguía acercándose a buena velocidad.
-¡No funciona el teléfono! -le grité a mi compañero-. ¡Vamos a quitarnos los chalecos salvavidas -se me ocurrió de pronto- y agitarlos en alto para que puedan vernos!
Eso hicimos. La luz era escasa y la distancia que nos separaba del barco todavía nos parecía insalvable. El tamaño de la Bombardier y de sus dos tripulantes debía de resultar ridículo y casi inapreciable en medio de aquella agitada inmensidad marina. Eramos pequeños e insignificantes. Una mota de polvo flotando en el vasto cosmos. Pero para nuestra sorpresa, el barco emitió unas señales luminosas, o eso quisimos creer. Un destello intermitente que parecía responder a una secuencia lógica. Si hubiéramos entendido de señales náuticas tal vez habríamos salido de dudas, pero nuestra ley seguía siendo la del asfalto, y si sobrevivíamos a esta odisea, ya nada querríamos saber de ninguna otra ley, y menos aún de la del mar. Hachegé se puso en ese momento a gritar como un energúmeno:
-¡Nos han visto, nos han visto, estamos salvados! ¡Vienen por nosotros, ya vienen por nosotros, joder, que estamos salvados!
Yo también grité como un loco. Las señales luminosas se repetían a intervalos y sólo podían estar dirigidas a nosotros.
Media hora después, el imponente velero de Mauricio llegó a nuestra posición. Era grande, majestuoso y elegante. Nao Sanmartín, rezaban unas gruesas letras negras pintadas en un costado de la proa. Se había hecho de noche, pero la luz de la cubierta iluminaba el contorno del barco y nos mostraba algunos de sus detalles. Nuestro rescate, como comprendimos enseguida, no iba a resultar tan sencillo, porque la marejada amenazaba con lanzar a la Bombardier contra el casco del velero, a modo de postrera venganza. Tal vez fue por ello que la nave se mantuvo durante un tiempo a una distancia prudencial mientras trataba de maniobrar buscando una ubicación más favorable para protegernos de las olas. Vimos a Mauricio en el puente de mando provisto de un megáfono y sin duda preparado para darnos instrucciones cuando fuese necesario. Después se encendió un potente foco que nos traspasó el cuerpo y el alma como si nos radiografiara. Varias personas se movían de un lado a otro por la cubierta del velero ocupadas en laboriosas tareas organizadas por medio de voces, gritos y órdenes incomprensibles para nosotros. No supimos cómo, pero en un momento dado la Bombardier dejó de agitarse sobre el agua, seguramente resguardada por el colosal parapeto de madera y fibra del barco, y entonces Mauricio nos habló por el megáfono:
-¡Vamos a lanzar un cabo y tendréis que cogerlo! ¿Me habéis entendido?
Asentimos los dos. Una gruesa maroma vino volando desde la cubierta con riesgo de golpearnos en la cabeza y Hachegé se levantó y estiró los brazos para cogerla, pero iba demasiado deprisa y se le escurrió entre los dedos antes de caer al mar. Soltó una blasfemia probablemente muy marinera.
-¡Tranquilos, chicos, vamos a volver a intentarlo! -dijo Mauricio.
Recogieron el cabo y lo lanzaron de nuevo, pero esta vez cayó fuera del alcance de Hachegé. La tercera vez yo también me puse de pie sobre la plataforma de la moto acuática. Me sentía como si el cuerpo me pesara miles de toneladas, tal era mi agotamiento. El cabo golpeó ahora la proa de la Bombardier y se fue al agua. Mauricio, megáfono en mano, amonestó a sus tripulantes:
-¡A ver si afinamos esa puntería, que no tenemos toda la noche!
Al cuarto intento Hachegé se hizo con el cabo, pero casi se cayó al agua.
-¡Me cago en su puta madre! -resopló.
-¡Muy bien, Hache, muy bien! -le jaleó Mauricio-. ¡Ahora tienes que pasarlo por el manillar de la moto!
Cuando lo hizo, ellos nos remolcaron hasta que un costado de la Bombardier hizo tope con un viejo neumático colgado del casco del velero a modo de protección. Entonces lanzaron una especie de escala de cuerda que llevaba engarzados unos estrechos peldaños de madera. Mauricio, situado ahora en el otro extremo de la escala, nos dijo:
-Primero uno y luego el otro. Os tenéis que agarrar ahí bien fuerte para que podamos izaros.
Hachegé se enganchó el primero y le subieron con rapidez como si fuera un enorme atún recién capturado. Después llegó mi turno. Me izaron igualmente y me dejaron un instante postrado en la cubierta y tapado con una manta. Mi estado era tal que no podía ni moverme. Tampoco podía dejar de tiritar. No sé si perdí el conocimiento o me dormí. Lo siguiente que recuerdo es estar tumbado en una confortable cama de un camarote del barco y que Mauricio, sentado en una butaca próxima, me decía:
-Jota, ya tienes algo más que contarle a tus nietos, cuando los tengas. Una gran aventura.
-¿Dónde estamos?
-Navegando rumbo a Altea. ¿Qué tal te encuentras?
-Bastante mejor. ¿Estábamos muy lejos de la costa cuando nos rescataste?
Mauricio sonrió.
-No mucho, pero el mar es muy traidor. Y la inexperiencia hace el resto. ¿No tienes sed?
-Un poco, sí.
-Ahora te traeré agua mineral, unos zumos y algo de picar. Tienes que beber mucho líquido. Habéis estado a punto de deshidrataros. Y la insolación tampoco es manca.
-¿Dónde está Hachegé?
-Aquí mismo, en el camarote de al lado. En general se encuentra bien. Eso sí, está rojo como un cangrejo. Igual que tú. En cuanto desembarquemos os verá un médico amigo mío. Le hemos avisado por radio.
-Siento mucho haberte causado tantas molestias, Mauricio, de verdad que lo siento.
-No te preocupes, Jota, estas cosas pasan a veces. Y cosas incluso mucho peores. ¡Si yo te contara las tragedias que he visto en esos mares del mundo! En comparación, lo vuestro no ha sido nada. Además, aunque resulte un poco feo lo que voy a decirte, y no me lo tengas en cuenta, esto me ha venido de perlas para sacar el barco y navegar unas horas. Hacía tiempo que no se me presentaba la ocasión, y me apetecía mucho. Mañana por la mañana tengo que volar a Sidney, me han surgido unas complicaciones. Estaré fuera una semana.
-¡Pues qué putada, tío! ¡También lo siento!
-Mi vida es así. Ya me he acostumbrado. Bueno, te tengo que dejar un momento. Luego te veo. Si te apetece darte una ducha templada, detrás de esa puerta tienes un aseo con todo lo necesario y ropa limpia, por si te quieres cambiar. No sé si sabes que todavía llevas la camiseta y el bañador que te pusiste en el embarcadero.
Era cierto, llevaba aún el siniestro bañador decorado con tibias y calaveras piratas y la camiseta en la que podía leerse: I love Mediterráneo. Aquel atuendo parecía responder a una tragicómica ironía, después de todo lo que nos había sucedido esa tarde. Por lo demás, probablemente yo iba a seguir amando el Mediterráneo, pero siempre que sólo lo contemplase desde tierra firme. Por lo menos acababa de contraer una deuda de gratitud con él: me había perdonado la vida una vez. Cuando Mauricio se marchó, me levanté de la cama y me dirigí hacia la puerta que me había indicado. Me encontraba todavía tan cansado y desorientado que me costaba trabajo caminar, pero mal que bien pude llegar hasta la ducha. Era una pequeña cabina forrada de maderas nobles y estantes con espejos en los que me vi y se me hizo difícil reconocerme a mí mismo. Todo mi cuerpo estaba severamente enrojecido y congestionado por la exposición al sol que nos había martirizado durante tantas horas. Me escocían las piernas, los brazos, el pecho, la espalda, los hombros y la cara. Me di una ducha reposada y reconfortante, me sequé con una toalla limpia que me arrancó gemidos de dolor al entrar en contacto con mi piel enrojecida, y busqué algo de ropa para vestirme. Encontré cuanto necesitaba, y casi todo aproximadamente de mi talla, desde calzoncillos hasta unas sandalias de cuero, pasando por una camiseta blanca de algodón y unos pantalones cortos que me apretaban un poco en la barriga, dado mi excesivo calibre abdominal, pero que no pude por menos que considerar muy satisfactorios a tenor de las circunstancias.
Volví al camarote y me senté en la cama. Sobre un carrito de servicio con ruedas Mauricio había dispuesto una variada merienda en mi honor: agua mineral, zumos de fruta, batidos, refrescos, café con leche, canapés, pastelillos dulces y salados, frutos secos… Este hombre es que estaba siempre en todo. Sólo me habría faltado, puestos a pedir, agradable compañía femenina, pero claro, uno acostumbra a tener muy buenos amigos, pero no tanto. Comí y bebí hasta hartarme y a continuación me entraron ganas de fumar. Dónde pudiera encontrarse nuestro tabaco, si es que no nos lo habíamos fumado íntegro durante el naufragio, eso era un misterio. Probablemente se habría quedado en la guantera de la Bombardier, es decir, en el último lugar al que yo deseaba regresar. O tal vez antes de nuestro rescate Hachegé había tenido la precaución de recuperarlo, aunque esto fuese muy incierto. ¿Quién puede ponerse a pensar en un paquete de cigarrillos cuando se enfrenta al evidente trance de la muerte?
Abandoné mi camarote y salí a un largo pasillo enmoquetado. Después de la ducha y de la merienda empecé a encontrarme bastante restablecido. Las piernas ya me respondían. Los poderosos ronquidos de Hachegé delataron su posición. Entré en su camarote. Dormía a pierna suelta encima de la cama, vestido con ropa limpia y con la luz encendida. Su carrito de la merienda estaba intacto. Habitualmente el sueño le alimentaba casi tanto como la comida. No perdí la ocasión de robarle algunos pastelillos (los de salmón y foie gras estaban cojonudos), y un par de latas de refresco, aunque me esté mal el decirlo. Mi expedición furtiva no fue en vano, porque además acabé encontrando un paquete de Habanos sin empezar, que también le confisqué, y con este preciado botín regresé a mi camarote. Comí, bebí y fumé hasta aburrirme y luego me tumbé en la cama para quedarme dormido profundamente.
X
-Vamos, Jota, despierta, que estamos llegando.
Era Mauricio quien me zarandeaba suavemente.
-¿Que estamos llegando adónde? -le pregunté con voz soñolienta.
-Estamos llegando a puerto y vamos a desembarcar. Pero antes vendrá a bordo el médico para echaros un vistazo. Te convendría subir a cubierta para despejarte. Hachegé ya está arriba.
-Ya voy.
-No tardes.
Pero tardé un rato, no sé cuánto, y cuando llegué a la cubierta, el Nao Sanmartín ya navegaba con sus motores al mínimo de revoluciones a través del espeso bosque de mástiles de las embarcaciones atracadas en las dársenas del puerto deportivo de Altea. Miles de luces de colores brillaban por todas partes reflejándose en las oscuras aguas del mar, y había gente moviéndose de un lado a otro con una agitación frenética, barcos que salían y barcos que entraban, coches y motos que circulaban por los muelles de hormigón, voces, risas y músicas que se escuchaban por doquier en una discordante algarabía que consiguió aturdirme. Habíamos regresado a la civilización. Después de tantas horas perdido en la inmensidad silenciosa del Mediterráneo, primero a bordo de la moto acuática y luego en el confortable camarote del velero de Mauricio, este tardío retorno a tierra firme me provocaba sensaciones contradictorias, pues si bien por una parte me encontraba profundamente aliviado al saberme a salvo de todos los peligros marinos, por otra parte comprendía que mi vida continuaba intacta con todas sus rutinas, ritos y costumbres cotidianas, la mayoría de las cuales me resultaban odiosas y abominables. Estaba vivo, sí, pero sólo para seguir siendo el mismo de antes, el mismo que había sido siempre en los mismos lugares por los que había transitado con anterioridad.
Descubrí a Hachegé apostado en la proa del velero intentando no perder detalle de las maniobras de atraque. Me acerqué por detrás y le di una palmada amistosa en la espalda. Fue un error por mi parte. Había olvidado que la tenía tan quemada como la mía. El se revolvió levantando los hombros.
-Hazlo otra vez y te juro que te mato, Jota -me dijo en voz baja conteniendo el dolor.
-Aparte de eso, ¿qué tal vas? -le pregunté.
-Mal -respondió secamente-. Resulta que algún mariconazo se ha metido en mi camarote mientras dormía y me ha levantado un paquete de tabaco, dos latas de coca-cola y ocho pastelillos de salmón y foie-gras, cuatro de cada, que los tenía contados. Y da la casualidad de que ese mariconazo has sido tú.
-¿Yo?
-¡No, mi prima la del pueblo, no te jode! ¿Quién va a ser, si no? ¡Que la policía no es tonta!
-Tenía ganas de fumar y andaba buscando tabaco -me excusé-. Y como estabas durmiendo pensé que no te ibas a comer todo lo que había en el carrito.
-Claro, y seguramente pensaste que ya no me iba a despertar nunca más, ¿no? Anda, dáme de fumar de mi tabaco, que eres un gorrón y no tienes vergüenza. Tu vergüenza era verde y se la comió un burro.
Me reí sin poder evitarlo, como si hubiese sido sorprendido en una inofensiva travesura infantil. Quedaban apenas media docena de cigarrillos en el paquete de tabaco de Hachegé. Encendimos dos y fumamos en silencio mientras el velero de Mauricio terminaba sus maniobras de atraque en uno de los muelles del puerto. Alguien lanzó desde cubierta dos cabos que fueron recogidos por personal de tierra y amarrados convenientemente a sendos proís de hierro que estaban sólidamente incrustados en el suelo. En ese instante los motores del Nao Sanmartín se detuvieron. Había llegado el momento de desembarcar. A nuestra espalda escuchamos una voz desconocida que preguntaba:
-¿Son estos los amigos tuyos que se habían perdido en el mar?
-Sí, aquí los tienes -respondió Mauricio.
Nos volvimos. Un hombre grande y sonriente que portaba un maletín nos tendió la mano. Se la estrechamos sin decir nada.
-Buenas noches -nos saludó-, soy el doctor Doménech, amigo de Mauricio. Me ha avisado para que os echara un vistazo. ¿Cómo os encontráis?
-Bien, dentro de lo que cabe -dijo Hachegé-. Lo único es que siento como si me ardiera todo el cuerpo por dentro y por fuera.
-Y a mí me pasa lo mismo -corroboré.
-Bueno, eso es normal -reconoció el médico-. Son los efectos de la insolación que habéis sufrido. Estaréis unos días un poco molestos, pero no tiene porqué haber complicaciones. No obstante, si no os importa, puedo haceros un rápido chequeo para evaluar vuestro estado. Así descartamos problemas posteriores.
Asentimos, y Mauricio propuso entonces que fuésemos a su gabinete, en donde nos encontraríamos más cómodos, según dijo. Estaba en el puente de mando del velero y era una lujosa estancia más propia de un hotel de cinco estrellas que de una embarcación de recreo, algo que no nos extrañó en absoluto, sin embargo, siendo quien era su propietario. Nos tumbamos ambos en unos confortables divanes de cuero y el médico abrió el maletín y sacó un sencillo instrumental con el que nos auscultó, nos tomó el pulso y la presión arterial, exploró nuestras pupilas y nuestras gargantas, los oídos, las fosas nasales, el cuello, la columna y las articulaciones, preguntando a cada momento si sentíamos alguna molestia. La única molestia seria provenía de nuestras pieles socarradas por el sol, el aire y el salitre marino, como ya le habíamos dicho y le volvimos a recalcar, ante lo cual nos recomendó una pomada tópica indicada para quemaduras solares, beber mucho líquido, evitar una nueva exposición prolongada al sol y en la medida de lo posible que procurásemos vestir ropas holgadas y suaves que facilitasen la transpiración. Tampoco nos vendría mal algo de reposo para recuperar el tono muscular, pero esto, según le dijimos, iba a ser mucho más complicado, porque nos quedaban apenas dos días de vacaciones y teníamos que regresar a Madrid en moto.
-De momento -terció Mauricio-, esta noche os quedaréis a dormir en mi casa. Mañana temprano me tengo que marchar a Alicante a coger un avión para Londres, y de allí salgo para Australia, como os he contado, pero os podéis quedar los días que os apetezcan. Yolanda se ocupará de vosotros.
Hachegé y yo cambiamos una rápida mirada de curiosidad. ¿Qué significaba aquello de que Yolanda se iba a ocupar de nosotros? Los dos solos con ella, en aquel chalet tan grande y rodeados de lujos y comodidades por todas partes. Era tentador, aunque suponíamos que novecientas noventa y nueve veces de cada mil no sucedería nada ni remotamente aproximado a lo que nosotros habríamos deseado, o por lo menos a lo que yo imaginaba y deseaba. Pero no, esas cosas sólo ocurrían en las películas, nunca en la vida real.
-¿Nos va a llevar Yolanda el desayuno a la cama vestida con lencería íntima? -pregunté con guasa.
Tanto Mauricio, como el doctor Doménech y Hachegé, se rieron de mi ocurrencia.
-¡Por supuesto que no! -respondió el primero-. Ya te gustaría a ti, Jotauve, bueno, incluso a mí, pero por desgracia mi mujer no es de esas. Además, en todo caso te llevaría el desayuno a la cama, pero rigurosamente vestida de uniforme, alguna de las camareras de servicio.
-¿Y están buenas esas camareras tuyas de servicio? -volví a preguntar con malicia.
-Lo mejor será que nos marchemos para allá y lo compruebas por ti mismo, Jota, ¿no te parece?
-No es una mala idea.
Subimos a cubierta y desembarcamos del velero a través de una pequeña pasarela de madera que se balanceaba peligrosamente sobre las aguas negras del puerto. Al volver a posar los pies en tierra firme después de tantas horas tuve una sensación parecida a la que deben de sentir los astronautas cuando aterrizan al cabo de largas semanas levitando en el espacio sideral. Se me hacía sumamente extraño no estar flotando en un medio líquido siempre en movimiento, sino por el contrario encontrarme sólidamente posado sobre la quietud tranquilizadora del muelle de hormigón. Después de todo supongo que era ese mi hábitat natural, no los muelles de los puertos en particular, sino la tierra firme en toda su extensión. Echamos a andar hacia donde Mauricio decía tener aparcado el Toyota, y cuando llegamos al vehículo nos despedimos del doctor Doménech agradeciéndole los servicios prestados. Nos subimos al coche, Hachegé detrás, yo delante en el asiento del copiloto, y Mauricio dijo que teníamos que esperar unos minutos hasta que nos trajesen la Bombardier, que nos llevaríamos remolcada, como remolcada por el Nao Sanmartín había llegado hasta aquí sin que nosotros lo supiéramos, porque una vez rescatados de nuestro naufragio bien poco que nos importaba cuál hubiera sido la suerte de aquella moto de agua, y bien poco que seguía sin importarnos, ya que de hecho ni siquiera tuvimos ganas de volver la cabeza para verla cuando por fin acoplaron el remolque al Toyota y nos pusimos en marcha.
Eran cerca de las doce de la noche cuando salimos a la nacional 332 en dirección a Benitatxell. Hachegé se tumbó en su asiento trasero y se durmió enseguida con un sueño pesado y profundo. Mauricio sintonizó en la radio una emisora de música clásica y bajó un poco las ventanillas para que entrase algo de aire fresco mientras conducía relajadamente con una sola mano en el volante. Se le notaba tranquilo e indiferente a todo cuanto había sucedido, como si todos los días regresara a su casa a estas horas después de haber rescatado en alta mar a un par de amigos torpes que se hubieran perdido con una moto de agua. Pura rutina para él. Y a la vuelta de unas pocas horas, sin dormir apenas, volvería a conducir por esta carretera en sentido inverso y vestido impecable con traje y corbata para tomar un avión, y luego otro, y quizá un tercero, y volar a las antípodas. Esa era su vida. Estuve pensando que yo, sólo con la milésima parte de las obligaciones y de las actividades que debía afrontar cotidianamente este hombre, ya habría terminado desquiciado. Pero él no, y por eso se llamaba Mauricio Sanmartín, y era quién era, y tenía cuanto tenía, y se relacionaba con quien se relacionaba, mientras que yo seguía siendo un humilde y viejo lobo solitario de la carretera con una vida gris y un trabajo modesto que jamás me daría para comprar un barco ni escalar al Everest. Y no voy a negar que le envidiaba tanto como le admiraba, pero no sólo por los bienes materiales que poseía, ni por las aventuras que había corrido, ni por su prestigio, ni por las mujeres de medio mundo que podían haber caído en sus brazos, ni siquiera por la que compartía con él el lecho conyugal, sino sobre todo por su manera de ser y de desenvolverse, por su modo de comportarse, por su seguridad, su carisma, su cultura y su saber estar en la vida sin darle nunca demasiada importancia a nada, pero al mismo tiempo sin perder jamás el control de las situaciones, por más complejas que fuesen. Probablemente no lo era, porque no existen de verdad, pero yo a Mauricio le veía como una especie de todopoderoso superhombre de comic capaz de conseguir para sí y para los demás todo cuanto se propusiera. Estaba absorto en estos pensamientos cuando oí que me decía:
-No sé si sabes que nuestro arroz con langosta se lo ha comido íntegro mi vecino Stephan acompañándolo de tres botellas de vino blanco.
-¿Tu vecino el alemán?
-Sí. Y no ha dejado ni un grano de arroz. Era preferible esto a echarlo a perder. Con las prisas de salir a buscaros no he tenido tiempo de probarlo, pero olía divinamente. No me digas que lo sientes, Jotauve, y no te preocupes, que habrá más ocasiones. La próxima lo conseguiremos, ya verás.
-Eso espero, pero a saber cuándo se presenta una nueva oportunidad.
-Antes de lo que crees. La vida está llena de oportunidades. Mientras nosotros sigamos vivos, no se extingan las langostas ni se agote el arroz en el planeta, la oportunidad continuará intacta.
-¿Y qué pasa con la fiesta que tenías esta noche en tu casa? -le pregunté.
-Nada, la fiesta se está celebrando. Y cuando lleguemos estará en pleno apogeo. Yolanda me ha dicho antes que tenemos unos cincuenta invitados. Nos guardará algo de cena. No es el arroz con langosta de Vicente, pero tampoco está mal. Hay ensaladas, pescados, mariscos, carnes, postres, bebidas… Un pequeño festín. Algo probaremos, ¿no?
-Claro -reconocí, aunque no tenía mucha hambre-, y Hachegé, si no se despierta, se lo perderá.
-En cuanto le llegue a las narices el olorcillo de las cigalas a la plancha que se están haciendo en la parrilla del jardín, yo creo que resucitará como un bendito.
Nos reímos, aunque era poco probable que sucediera lo que decía él. Tanto Hachegé como yo, después de la merienda que nos había ofrecido Mauricio en su barco, y a pesar de las reconfortantes cabezadas que habíamos dado en los camarotes, teníamos todavía más cansancio que apetito. Y las fiestas particulares con desconocidos, propiamente dichas, tampoco eran objeto de nuestra devoción.
-Hay chicas guapas -me informó Mauricio, como si acabara de leer mis pensamientos y quisiera cambiar mi actitud-, y alguna de ellas ha venido sola. Son amigas de Yolanda. Ya sé que no te gusta, pero te convendría participar en la fiesta, Jotauve.
-Demasiado finas para mí, si son amigas de tu mujer. Ellas buscan otro tipo de hombres. Suponiendo que busquen algo, claro, que ya es mucho suponer.
Las mujeres pijas siempre se me habían dado particularmente mal. Bueno, y las otras también. Mauricio sonrió sin quitar la vista de la carretera, en las proximidades de Calpe, con el majestuoso Peñón de Ifach recortándose sobre el mar como una sombra negra en la oscuridad de la noche.
-En eso tengo que darte la razón, Jotauve, esas amigas de mi mujer son un poco estiradas y sólo se fijan en un tío cuando su cuenta corriente está por lo menos tan estirada como ellas.
-Que no es mi caso, desde luego. Además, a ese tipo de tías nunca sé qué contarles. Siempre tengo la sensación de que no hay nada de mí que pueda interesarles.
-Es difícil, sí -admitió Mauricio-. Tú tienes cosas muy interesantes que contar, pero no las cosas frívolas y superficiales que quieren oír. Eres demasiado profundo para ellas. Si te sirve de consuelo, te diré que a mí también me pasa. A veces, cuando me preguntan acerca de mis viajes y mis aventuras por el mundo, lo que más les interesa saber es, por ejemplo, si en Hong Kong hay tiendas de Versace, o que les confirme si en tal o cual restaurante exótico de no sé dónde las servilletas son de seda, porque lo han leído en una revista, o si mi barco tiene los cuartos de baño de mármol o los suelos de moqueta o de parquet, porque el de fulanito sí los tiene, y cosas por el estilo. Si he estado a punto de morir congelado en el Ártico, o de que me pegasen un tiro en la cabeza en las calles de Bogotá, eso es irrelevante, cuando no de muy mal gusto el contarlo. Te puede parecer que estoy exagerando, pero estas tías realmente son así.
-Te creo -dije-. Tú lo has dicho: son así. Así de gilipollas, añadiría yo, con todos mis respetos.
-Y sin respetos. Yolanda no es como ellas, aunque pueda parecerlo a primera vista. Con los años, cuando la vas conociendo, te das cuenta de que por debajo de esa fachada artificial y vistosa hay algo más. No mucho más, he de admitirlo, pero algo más.
-Pero a ti te gusta, ¿no?, por eso sigues con ella.
Mauricio se quedó un momento pensativo, como si temiera hablar de más e ir demasiado lejos en estas confidencias de su vida privada. Quizá se preguntaba por qué me estaba hablando tanto de su mujer y de sus amigas.
-Cada uno tenemos nuestra propia vida -empezó a explicarme-. Yo no interfiero en la suya, y ella no interfiere en la mía. Y de la misma manera que Yolanda sabe que yo a veces me meto en la cama con otras mujeres por ahí, aunque cada vez lo hago menos, supongo que por la edad, yo también sé que ella lo hace con otros hombres cuando le apetece. No nos lo reprochamos, y sobre todo, la regla de oro, es no dar ningún escándalo que pudieran aprovechar nuestros enemigos para desprestigiarnos y hundirnos. El resto, lo que ven los demás, sólo son apariencias.
-Entiendo. Y además, no tenéis hijos.
-No, y eso habría cambiado las cosas para bien. Pero Yolanda no quiere. Nunca ha sentido la llamada de la maternidad. Dice que se le estropea el cuerpo. Para ella el cuerpo es casi lo más importante de su persona. Está permanentemente obsesionada con la línea, las calorías, las grasas, el aeróbic, y estas tonterías. Tiene cuarenta años y el cuerpo de una chica de veinte. No voy a negar que sigue estando muy, pero que muy buena. Enseguida la verás.
-Y se me va a volver a caer la baba como hace nueve años en aquel viaje en moto por el norte, ¿no?
-O más, Jota, o más. En cuanto la veas con el vestido de fiesta de gasa transparente que se ha debido de poner esta noche, te vas a cagar. Nos vamos a cagar todos. No me extrañaría nada que alguno de los invitados masculinos se hubiera encerrado en el baño varias veces a pelársela con las dos manos, pero esto no lo escribas en ningún sitio, ¿eh?, no me jodas. Esta conversación nunca ha tenido lugar.
-No te preocupes, no escribiré nada.
-Mejor así. Hace una noche agradable y tenemos buena conversación -dijo Mauricio mientras pisaba suavemente el acelerador del Toyota-. Llevo casi quince años sin fumar, y ahora de pronto me apetece un cigarrillo. ¿No tendrás uno?
-Se los he robado a Hachegé -dije sacando un par de ellos-. No le ha hecho mucha gracia, pero…
-Y también le has robado ocho pastelillos y dos refrescos, que me lo ha contado él. Si se descuida le dejas hasta sin la camisa.
Volvimos a reírnos. Hachegé seguía dormido profundamente en el asiento trasero. Mauricio y yo fumamos en silencio durante varios kilómetros. Yo deseaba conocer más detalles de la vida de Yolanda, y en particular de su vida erótica, por saber si tenía alguna posibilidad de pertenecer al privilegiado clan de los hombres de su apetencia, esos que gozaban del espléndido cuerpo de ella como aves de paso, sí, pero que por lo menos se habían metido en su cama alguna vez. Y aunque a Mauricio no parecieran importarle nada las infidelidades de su esposa ni quienes eran estos hombres, no me atreví a preguntarle.
XI
Las luces de Benissa aparecieron ante nosotros a la salida de una de las curvas de la nacional 332. Benissa se levantaba sobre un altiplano rodeada de bancales y viñedos. Aquí había nacido una de mis bisabuelas maternas, allá por mil ochocientos y pico, supongo, cuando ni siquiera existía esta carretera, ni las luces del pueblo, ni su floreciente industria de muebles. Mientras recorríamos su larga travesía urbana atestada de semáforos, algunos de los cuales los cogimos en rojo, me dio por pensar en el hecho, no por lógico menos curioso, de que cuanto más se remontaba uno en su pasado genealógico, generación por generación, más parientes encontraba, más ascendientes que habían existido y que, sin el concurso de la totalidad de ellos, uno nunca habría nacido, y esta nómina de ancestros crecía hacia atrás en proporción aritmética: cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos…, hasta superar el millar de personas sólo ya en la undécima generación anterior, allá por el siglo XV o principios del XVI, cuando los piratas berberiscos asolaban estas tierras, por lo que yo no podía descartar la posibilidad de ser descendiente de alguno de ellos, y así se lo hice saber a Mauricio:
-Esas rejas de forja que ves en las ventanas de las casas son una herencia del pasado, como elemento de protección contra los saqueos de los piratas berberiscos que arrasaban la comarca periódicamente. Y una de mis bisabuelas maternas era de Benissa, así es que lo mismo yo desciendo de piratas de la Berbería, aunque no se me note.
Mauricio acogió mi ocurrencia con una sonrisa, e iba a decir algo, pero en ese momento Hachegé, recién despertado en el asiento trasero del Toyota, metió baza en el asunto:
-Sí se te nota, y se te nota que te cagas. Dame de fumar de mi tabaco, ¡del tabaco que me has robado al abordaje, cacho cabrón! Tu bisabuela sería una santa, pero el bisnieto le salió un poco bucanero.
Nos reímos los tres con ganas. Eso era buena señal. Le entregué a Hachegé su paquete de Habanos, que estaba ya en las últimas. Mauricio dijo:
-Lo único seguro es que todos descendemos del mono. Si luego los hijos y los nietos del mono se hicieron piratas o alcabaleros del rey, eso poco importa, porque nunca lo sabremos. Por lo que he averiguado, parece ser que el primer Duque de Alba fue lejano pariente mío.
-Pues yo tenía un bisabuelo -intervino Hachegé- que se jugó a los naipes la tala de los montes de Asturias que le correspondía, perdió y se arruinó. Desde entonces los juegos de cartas están muy mal vistos en mi familia. Si el capullo ese de mi bisabuelo no hubiera metido la gamba con las putas cartitas, yo jamás habría tenido que currar y tendría más pasta que Mauricio Sanmartín y Bill Gates juntos.
-¡Bueno, bueno, no exageres! -protestó Mauricio riéndose-. En comparación con Bill Gates yo no tengo ni donde caerme muerto.
-Te lo cambio con los ojos cerrados -propuso Hachegé.
-Trato hecho. Mañana te bajas a Alicante, coges un avión a Londres, de Londres otro a Tokio, y de Tokio otro a Sidney. Te pasas una semana recorriendo Australia y peleándote con todos los mafiosos y tiburones locales de las finanzas y luego vuelves y me lo cuentas. Si puedes, porque los efectos del “jet lag” te van a dejar hecho polvo hasta final de mes, y cuando te empieces a recuperar lo mismo te toca coger otro vuelo a Canadá, la India o Sudáfrica. ¿Qué te parece?
-Demasiados aviones para mí -reconoció Hachegé con un gesto de desilusión-. Lo mío es la carretera áspera y doliente, no las alturas celestiales y transoceánicas.
-En el fondo Hachegé es un poeta de bajos vuelos -dije con un punto de ironía-, pero estoy de acuerdo con él. Nuestra ley es la Ley del Asfalto, no la del aire. Y del mar mejor no hablemos.
-Mejor será, sí -admitió Mauricio-. Por cierto, a ver si encontramos un hueco para hacernos juntos un viaje en moto, como antaño. Es algo que ya echo de menos.
-Por mí encantado -dijo Hachegé-. Pasan los años y nos estamos convirtiendo en unos maricones y en unas señoritas de internado. ¿Dónde están aquellos rudos motoristas que recorrían en invierno y en verano las inhóspitas carreteras españolas sobreponiéndose a tantos trabajos y calamidades sólo por el mero placer de viajar y poder contarlo luego? Y esto va por ti, Jotauve.
-Soy un viejo lobo solitario de la carretera transido de kilómetros y de distancias -dije-. Pero al viaje que propone Mauricio sí que me apunto. ¿Vendrá Yolanda?
-Pues ahora, en cuanto la veas, se lo preguntas -respondió Mauricio con una media sonrisa-. Pero no creo. Nunca le han gustado las motos. Si viajaba conmigo alguna vez, de novios, era porque tenía que llevarme al huerto como fuera. Pero ahora que ya me tiene en el huerto plantado como una mata de tomates, las motos no le interesan ni lo más mínimo. Al fin y a la postre todas las mujeres son iguales.
-Pues es una pena -se lamentó Hachegé-, porque ese culito tan rico en el asiento trasero de tu moto… ¡Que no me entere yo de que ese culito pasa hambre!
-No te preocupes, Hache, que no pasa nada de hambre -le informó Mauricio haciendo una mueca de picardía-. Es más, te voy a decir otra cosa. Seguramente pasa más hambre su estómago por culpa de la estricta alimentación dietética, que su culito y los alrededores, y más en concreto son sus alrededores los que tiene mejor nutridos, porque Yolanda en el fondo es demasiado tradicional y no le van nada esas prácticas sexuales, digamos…, alternativas, ya me entendéis.
-Perfectamente -dije.
-Pero ya que tenéis tanta fijación con mi mujer, sobre todo tú, Jota -continuó Mauricio-, se me acaba de ocurrir una idea divertida.
-¿El qué?
-Tengo por casa una pomada que es ideal para vuestras pieles quemadas por el sol. Voy a proponerle a Yolanda que sea ella quien os extienda la pomada por la espalda, el pecho, las piernas, las ingles…, y bueno, por donde haga falta. Si se lo pido yo no se va a negar.
-¡No se te ocurra, Mauricio, no me jodas, menudo corte! -salté alarmado sólo con imaginar la situación.
-¡Eso, eso, que nos dé pomadita en la chepa la Yoli con mucho amor! -dijo Hachegé impostando una voz de viejo verde y rijoso.
-Tranquilos, que habrá para los dos. Primero uno y luego el otro. Sus manos son tan suaves y agradables como la seda, ya lo veréis. Tendréis que echar a suertes el turno.
-Yo paso -dije-. Como broma no está mal, pero de ahí a que tu mujer se ponga a untarme pomada por todo el cuerpo… Si soy capaz de excitarme sólo con verla, imagínate en cuanto se dedique a manosearme.
-Cómo se nota que has salido poco de España, Jotauve, y te riges todavía por trasnochadas sensibilidades de vetusto macho ibérico -me amonestó Mauricio-. ¿Tú sabes en qué consiste un masaje tailandés?
-Creo que sí, algo he oído. Las tías te desnudan, te embadurnan el cuerpo de aceites aromáticos y luego se desnudan ellas y se frotan contigo para extenderte el aceite y toda la hostia, ¿no? ¡Vamos, para que se le levante hasta a un muerto!
-¿Lo ves? Ese es tu error. Que le buscas connotaciones eróticas a algo tan sencillo y terapéutico como un masaje.
-Oye, Mauricio, no me jodas -intervino Hachegé-. A ti se te sube encima una tailandesa, o como si es de Albacete, qué más da, se pega contigo un revolcón aceitoso de padre y muy señor mío, ¿y tú qué haces? ¿Ponerte a pensar en las cotizaciones de la Bolsa? ¡No nos vaciles, coño!
-Bueno, hombre, tampoco es eso -reconoció Mauricio-. Algo de razón sí que tienes, Hache, pero…
-Yo siempre tengo razón.
-A veces la tienes, y otras no, como todo el mundo, pero a lo que íbamos, que hay masajes tailandeses que finalizan con una buena ración de sexo y otros que se quedan simplemente en eso, en el masaje. Todo depende del establecimiento en cuestión y de lo que pagues por el servicio, como es lógico.
-¿Y tú cuáles has utilizado más, los primeros o los segundos? -le pregunté.
-Ambos indistintamente, según el momento y mis apetencias. Unas veces he ido sólo a relajarme y otras a limpiar el sable, como se dice vulgarmente, que en el fondo es lo que más relaja, claro…
-Mauricio el follador -dijo Hachegé con sorna.
-Pero también me he llevado algún chasco que otro -prosiguió Mauricio-. Recuerdo una vez en una sauna de Bangkok que me estaba dando el masaje una tía tremenda que me iba poniendo a cien, cada vez más, y yo sabía que en ese local no había sexo, sólo masajes, así es que trataba de aguantar como buenamente podía, pensaba en cosas desagradables, pero nada, mi excitación iba cada vez a más, aquello era imparable, y ya cuando la tía se me subió encima y empezó a frotarme con sus pechos… ¡Pufff! Le dije que le daba mil dólares si lo hacíamos, aunque fuese en otro sitio. En mala hora se me ocurrió hacerle aquella proposición.
-¿Qué pasó?
-Nada. Que la tía empezó a pegar voces y enseguida apareció un chino tan grande como un gorila que me invitó de modo poco amistoso a abandonar el establecimiento. No me dio tiempo casi ni a vestirme, tuve que salir por patas.
-¡Menuda putada! -dijo Hachegé.
-Lo solucioné enseguida, porque dos o tres manzanas calle arriba había otro local más permisivo, y allí elegí la chica que más me gustaba y nos encerramos de inmediato en un reservado a entregarnos sin freno a todas las pasiones orientales posibles e imposibles. ¡A la mierda con los masajes tailandeses! Y todavía salí ganando, porque me costó sólo trescientos dólares. Estas cosas es lo que tienen.
Mauricio siguió hablando un rato sin apartar los ojos de la carretera. Nos contó anécdotas de su participación en el París-Dakar y de una inmersión submarina que hizo en un batiscafo a la fosa de las Marianas, en el Océano Pacífico, de 10.916 metros de profundidad, el lugar más profundo del planeta, si bien tuvieron problemas técnicos y sólo pudieron descender unos 5.000 metros, poco menos de la mitad. Nos explicó que al Everest había subido ya hasta el gato de la portera, pero hasta el fondo de la fosa de las Marianas, en donde cabían entero el propio Everest y la sierra de Guadarrama juntos, eran contados quienes habían conseguido descender. Once kilómetros no suponían nada en tierra firme, en una carretera como esta, la nacional 332 por la que viajábamos ahora, pero en vertical, en las montañas, aunque ninguna alcanzase esa altitud, habrían sido toda una quimera, y en el océano se convertían simplemente en una profundidad casi imposible de soportar para el ser humano y sus ingenios tecnológicos más avanzados. A tenor de esto también nos enteramos de que la profundidad media de los océanos del planeta era de 4.000 metros y de que cuando él nos rescató a la deriva a bordo de la Bombardier nos encontrábamos a 25 millas de la costa y el mar nos iba llevando poco a poco hacia Ibiza. No quiso o no supo decirnos Mauricio, en cambio, cuantos miles de metros de profundidad teníamos bajo el casco de la moto acuática en aquel momento.
Nada más atravesar el pequeño pueblo de Benitatxell Mauricio dejó de hablar y se puso a conducir endemoniadamente deprisa, como si de pronto le hubiese sobrevenido una terrible urgencia por llegar a su casa. El remolque de la moto de agua empezó a botar y a dar violentos bandazos de un lado a otro de la carretera, y en algún momento llegamos a pensar que la Bombardier podía soltarse y caer al suelo, cosa que ni a Hachegé ni a mí nos habría preocupado lo más mínimo, tal era la fobia que le habíamos tomado a ese tipo de embarcaciones. Sin embargo nada sucedió, salvo que cogimos el camino del Puig Llorença y al cabo de unos minutos nos detuvimos con un frenazo brusco ante la cancela electrónica que daba acceso a la urbanización. Mauricio hizo sonar el claxon y el vigilante jurado, que debía encontrarse medio dormido, activó el botón de apertura desde su garita de ladrillo. Era la una menos cuarto de la madrugada y nuestro amigo siguió pisando el acelerador del Toyota en el tortuoso laberinto asfaltado que conducía hasta Sanmartín Village, haciendo chillar las ruedas en las curvas que se retorcían bruscamente sobre el borde mismo de los acantilados. Miedo no era la palabra que mejor definía mis negras sensaciones de aquel momento, sino tal vez pavor, pánico o incluso angustia, pero una angustia diferente de la que había sentido unas horas antes en el mar, creyendo que iba a morir, puesto que ahora sabía que, pese a todo, mi vida estaba en buenas manos, porque Mauricio, que ya nos había salvado una vez, no iba a ser ahora tan estúpido como para matarnos y de paso matarse con nosotros. Y sin embargo tuve que cerrar los ojos para no ver los precipicios por los que parecía que podíamos despeñarnos ni los frondosos pinares contra los que acaso habríamos podido chocar si Mauricio hubiese cometido el más mínimo error al volante. Pero Mauricio era demasiado sobrenatural como para cometer errores, hiciese lo que hiciese, y él lo sabía. Él estaba por encima del bien y del mal que nos incumbía al resto de los mortales. Tenía aún los ojos cerrados cuando escuché la voz entrecortada y temblona de Hachegé que decía:
-¡Joder, Mauricio, esta faceta macarra tuya no la conocíamos!
-Lo siento, perdonadme, pero es que de pronto me ha entrado el sueño, y si no hago esto para despejarme lo mismo me duermo conduciendo, y eso no es plan. ¿Estáis bien, no?
-Estaremos mejor cuando nos bajemos del coche -respondí a modo de protesta.
-Llegamos en cinco minutos, Jota, no te preocupes.
Tal vez fueron cinco minutos, pero a mí se me hicieron tan largos como un millar. Me invadió una placentera sensación de alivio cuando el Toyota por fin se detuvo frente al portalón de entrada al chalet de Mauricio, aunque sabía que iba a ser un alivio transitorio, porque tan pronto como la puerta de madera labrada terminase de abrirse respondiendo a la orden eléctrica que Mauricio acababa de darle con su mando a distancia, vendrían sin duda a sucedernos nuevas peripecias de la más variada índole, las cuales, sumadas a todas las que ya llevábamos padecidas en el transcurso de aquella larga jornada plena de zozobras y aventuras poco recomendables, amenazaban con fatigar en exceso tanto nuestros cuerpos como nuestras mentes. Sonaba la música ensordecedora y pachanguera que desde algún lugar del jardín ejecutaba una orquesta ambulante con un énfasis pesado y machacón que debía de atronar a todo el vecindario, como bien observó Hachegé:
-Oye, Mauricio, ¿no se te cabrean los vecinos de los alrededores con tanto escándalo a estas horas?
-No pueden -respondió él volviendo la cabeza y guiñándole un ojo-. Casi todos están en mi fiesta, y los que no, son ancianos y tan duros de oído que ya llevan rato durmiendo en sus camas como benditos.
-De todas maneras -insistió Hachegé-, vaya una mierda de música. Ni en las verbenas de los pueblos la ponen peor, no me jodas.
-Pues la orquesta me ha costado mil euros, no te creas. Lo que pasa es que la mayoría de mis invitados son extranjeros y están un poco bebidos a estas alturas de la noche. Por eso lo que piden es pachanga bullanguera del extenso repertorio casposo de nuestra España cañí. Con eso y unas jarras de sangría, o unos calimochos calentorros, ya son absolutamente felices, así es que como tú comprenderás no se va a poner la orquesta a interpretar una sinfonía de Mahler.
-Hombre, pues no. Aparte de que no sabrían.
-¡Eso es lo que tú te crees! -saltó Mauricio-. Ponles encima de la mesa quinientos euros más y verás cómo te tocan hasta el Himno nacional, si hace falta.
-Tendría gracia -dije.
-Pues no sería la primera vez, Jota.
Lo que no tenía ninguna gracia, o por lo menos a Mauricio no se la hizo, y seguramente tampoco era la primera vez que sucedía, fue comprobar cómo habían aparcado sus huéspedes los vehículos a medida que fueron llegando a la casa: literalmente los habían abandonado de cualquier manera sin preocuparse por dejar despejado el camino de entrada al chalet. La mayoría eran vistosos descapotables, potentes deportivos de colores chillones y berlinas de lujo último modelo que aparecían atravesados sobre el camino de grava formando un insalvable y anárquico embotellamiento de coches vacíos. Hubo uno que incluso no tuvo el menor escrúpulo en subir su ostentoso Bmw plateado a una parcela de jardín, aplastando con las ruedas el césped y una hilera de petunias. Mauricio, viendo aquel destrozo botánico, hizo un gesto de mal disimulada resignación.
XII
-Tiene que haber burros en todas partes -dijo.
-Desde luego, si los hijoputas volasen no se vería el sol -apostilló Hachegé.
-Ojalá volasen. Por lo menos así no joderían los jardines del prójimo, con lo que cuesta cuidarlos. Pero este se va a enterar de quién es Mauricio Sanmartín cuando le endose la factura íntegra de las plantas y de la capa de mantillo de la temporada que viene.
-¿Sabes quién es? -pregunté.
-Todavía no. Ese coche no me suena. Bueno, aquí la gente cambia de automóvil como de bragas y de calzoncillos, pero no tardaré en enterarme. Venga, será mejor que nos bajemos.
Descendimos los tres del Toyota. Era imposible seguir avanzando con él a través de aquella espesura de vehículos amontonados.
-Y entonces -volví a preguntar-, ¿para qué demonios tienes dos garajes en la casa, si luego los coches se quedan en el jardín?
-La culpa es de Yolanda -dijo Mauricio con un gesto sombrío-, que no se preocupa nunca de nada, más que de sí misma. Es una irresponsable, eso es lo que pasa. Y hablando del rey de Roma, por allí viene mi mujercita.
La había nombrado en diminutivo, pero cuando levantamos los ojos y miramos hacia donde nos indicaba Mauricio lo que vimos fue todo un pedazo de mujer que se acercaba hasta nosotros salvando el complicado laberinto de coches que le cerraban el paso. No era como la recordábamos de aquel lejano viaje en moto del año 1995 por el norte de España, sino aún mejor, infinitamente más hermosa y apetecible, como si el paso del tiempo le hubiera otorgado una asentada solera de belleza y encanto que ya nunca pudiera llegar a marchitarse. Estaba muy buena, desde luego, y más que lo iba estando según se acercaba y podíamos verla con más detalle, pese a que no llevara ese vestido de gasa transparente que había pronosticado Mauricio -quizá se lo había quitado un rato antes para andar más cómoda por el jardín-, sino un ceñido top rojo de algodón que resaltaba sus pechos firmes y rotundos y el vientre sonrosado y terso, una escueta minifalda blanca de hilo que apenas si podía contener el gracioso vaivén de sus caderas, y unas alpargatas mallorquinas de cáñamo que llevaba atadas a los tobillos con unas cintas negras.
-¡Dios bendito! -exclamó Hachegé sin dejar de mirar a Yolanda mientras ella se nos aproximaba caminando con una sonrisa en los labios.
-Está tremenda, pero tremenda, tremenda, tremenda, tremenda -es todo cuanto fui capaz de decir yo, a modo de resumen, sintiendo cómo se me aceleraba el corazón.
-Que no cunda el pánico -nos advirtió Mauricio, visiblemente satisfecho de la grata impresión que seguía causándonos su mujer al cabo de los años.
Pero el pánico ya había cundido, o estaba a punto de cundir, porque lo primero que hizo Yolanda al llegar junto a nosotros fue colgarse de los hombros de Mauricio y plantarle un cálido beso en la boca.
-Perdona este desorden, cariño -dijo ella fingiendo una preocupación que no parecía sentir en absoluto-, pero es que no he tenido tiempo de organizar nada, de verdad, ¡ay, por favor, pero qué desastre!
-Bueno, no te preocupes. Tampoco es para tanto.
-¿En serio que me perdonas, amor? ¡Eres divino, pero divino de la muerte, de verdad!
Yolanda estaba como un tren, esto era innegable, como innegable resultaba su proverbial cursilería y su simplísimo vocabulario de pija tonta, ñoña y superficial. Hachegé y yo nos miramos y a punto estuvo de escapársenos una carcajada, pero supongo que conseguimos distraernos a tiempo con la contemplación de aquellos muslos esbeltos y aquel culo prieto y aquellos labios sensuales que ahora se apretaban de nuevo contra los labios de Mauricio pugnando por meterle la lengua en la boca.
-¡Haz el favor, Yolanda, que no estamos solos! -protestó éste separándose de ella con un suave empujón.
-¡Huy, es verdad! -dijo Yolanda volviéndose hacia nosotros-. ¡Ya me había olvidado de vosotros, de verdad, perdonadme!
-Estás perdonada -dijo Hachegé mientras recibía dos sonoros besos en las mejillas.
-Ego te absolvo -se me ocurrió improvisar, no sin malicia.
-¡Ay, por favor, Jotauve, no me hables tan raro, que no te entiendo! ¡Los escritores, es que tenéis unas cosas, de verdad!
-Es latín -le dije al tiempo que recibía también mi correspondiente par de besos en las mejillas, un momento glorioso que yo habría deseado que se hubiese prolongado durante horas, pero que sólo duró un segundo.
-¡Ay, pobres! -prosiguió Yolanda-. ¿Pero qué os ha pasado, que os habéis perdido en el mar, con lo peligroso que es? ¡Pero qué miedo, por favor!
-Más o menos eso es lo que nos ha pasado, sí -respondí.
-Bueno, pero yo os veo súper bien, ¿eh? De verdad, que os veo súper, pero súper bien.
-Nosotros -empezó a decir Hachegé haciendo una mueca burlona- más que súper bien, te vemos híper bien, que es todavía mejor.
Yolanda pareció ruborizarse ante este piropo envenenado, aunque lo más probable es que no comprendiera ni por aproximación la diferencia entre súper e híper, que quizá sólo asociaba con los supermercados e hipermercados, o acaso ni eso, porque esta mujer no tenía pinta de haber ido a hacer la compra en su vida a ningún sitio, y menos aún desde que vivía con Mauricio, por supuesto.
-¡Huy, tú siempre tan galante con las mujeres, Hachegé, de verdad!
-Estás muy guapa, Yolanda -dije yo para no quedarme atrás, y más que nada por ver si conseguía caerle en gracia y aprovecharme de su favores, sobre todo los sexuales, si sonaba la flauta por casualidad-, mucho más guapa de lo que yo te recordaba después de tanto tiempo. Los años te sientan muy bien, ¡vamos, como a pocas mujeres!
Ella entonces se rió, puso los brazos en jarras y contoneó con gracia las caderas al tiempo que meneaba coquetamente sobre los hombros su melena rubia con mechas de color caoba que le habrían aplicado en la peluquería apenas unas horas antes.
-¿A qué todavía estoy buena, Jotauve?
-Híper buena, Yolanda. Si yo fuera tu marido esta noche te ibas a enterar. Y mañana por la mañana te ibas a seguir enterando, por si acaso te hubiera quedado alguna duda.
-¡Hay que ver, qué cosas me dice Jotauve, por favor! ¡Me encanta, me encanta, de verdad que me encanta! Mauricio, toma nota, amor, que a ti no te salen esos piropos.
Pero Mauricio, que en esos momentos ya debía de tener la cabeza más cerca de las antípodas -en donde además de hacer negocios seguramente no iba a perder la ocasión de encamarse con alguna australiana poderosa- que de su casa de Benitatxell y de las frivolidades de su vanidosa mujercita, encajó el golpe con la dosis adecuada de filosofía cínica que le caracterizaba:
-Es que cuando uno tiene la belleza tan cerca todos los días, no puede apreciarla igual que quienes la contemplan desde lejos y de vez en cuando. Compréndelo, Yolanda.
-¡Toma ya, menudo piropo! -saltó Hachegé.
-La has dejado con la boca abierta, Mauricio -dije yo.
-Por eso se casó conmigo, Jota, por eso. Cuando a una mujer la dejas con la boca abierta muchas veces, ya tienes la mitad del cielo ganado.
-¡Qué tonto qué eres, por favor! -dijo ella tratando de disimular en vano la sonrisa que le afloraba a los labios.
-Y para ganarte la otra mitad del cielo que te falta -prosiguió Mauricio complaciéndose en su discurso- sólo tienes que conseguir que ella te diga que eres tonto, aunque en el fondo no se lo crea. ¿Veis qué fácil?
Para Mauricio todas las cosas de la vida eran demasiado fáciles, o eso parecía, y a veces sólo le bastaba improvisarlas con la misma ligereza con que se improvisaban las frases en el transcurso de una conversación tan banal como esta. Tanto Hachegé como yo celebramos las ocurrencias de Mauricio como un soplo de aire fresco y liberador en medio de aquella sofocante atmósfera de mediocridad ostentosa, frivolidad hueca y falsas apariencias en la que Yolanda se desenvolvía con la soltura de una reina consagrada. Era ese su mundo, tan diferente del nuestro, en donde jamás se esperaban sobresaltos ni novedades que fuesen más allá de un cambio de peinado, una renovación de vestuario o la adquisición de un nuevo automóvil o de un lujoso barco de mayor eslora con el que epatar ante los invitados de aquella ruidosa fiesta. Todo el valor de las personas y de las relaciones que se establecían entre ellas venía determinado por la cuantía de sus patrimonios, no por las virtudes o las cualidades de los individuos, que yo siempre había considerado escasas, por no decir inexistentes. Por eso para mí Yolanda era un ser de naturaleza exclusivamente corporal, es decir, un ser material desprovisto de espíritu, a imagen y semejante de los maniquíes expuestos en los escaparates de las boutiques, de tal forma que si uno conseguía olvidar su espléndida anatomía -cosa harto difícil teniéndola a la vista-, ella, sin más, dejaba de existir. Tal vez Hachegé pensaba lo mismo que yo al respecto cuando me comentó discretamente:
-¡Qué tonta que es, la pobrecita, y sin embargo qué buena que está, Dios bendito!
-Eso es lo único que le salva -observé-, que tiene cuatrocientos polvos, ella sola.
-¿Cuatrocientos? ¡O quinientos, o mil! Pero no hables tan alto, a ver si te va a oír.
-Eso es lo que quiero, que me oiga -repliqué-, y se me acerque, y me diga: ven conmigo, Jotauve.
-Lo llevas claro.
Pero no podía oírme, porque desde hacía un momento la orquesta ambulante atacaba a todo trapo con el ritmo pegadizo y cargante del Aserejé, que había sido, o seguía siendo, la canción del verano, en medio del fervor desatado de la concurrencia que se congregaba en el jardín de la casa jaleando a los músicos, tarareando el trabalenguas de la letra y haciendo molinetes con los brazos.
-¡El puto Aserejé de los cojones! -exclamó indignado Hachegé, gran amante del blues por encima de todo.
-¡Huy, Hache, pero qué dices! -saltó Yolanda como un resorte-. ¡Si la fiesta está súper divertida y nos la estamos perdiendo, por favor! ¡Vamos, vamos para allá enseguida!
Maldita la gracia que nos hacía aquella fiesta, pero fuimos detrás de Yolanda. Supongo que su espléndido culo, aquel súper culo que nos traía locos a todos desde hacía nueve años, tuvo bastante culpa de ello.
XIII
A la mañana siguiente me desperté con un clavo terrible que me atravesaba la cabeza de una sien a otra como esos afilados sables en los que se ensartan los ilusionistas y prestidigitadores en sus espectáculos de magia. Pero lo mío tenía poco de magia y menos de ilusión, a decir verdad. Estaba tumbado sobre la cama y vestido todavía con las ropas que había tomado prestadas del camarote del velero de Mauricio cuando este nos rescató del mar, y la lujosa habitación en la que me hallaba, con suelo de moqueta, paredes enteladas y cuadros antiguos con grabados de viejos galeones españoles que se batían contra pavorosas tempestades, debía de encontrarse, sin duda, en alguna parte de su enorme mansión, aunque yo no pudiera recordar cómo había llegado hasta ella, o si es que acaso me habían llevado hasta allí otras personas para dejarme tumbado en la cama, tan mal debieron verme. En todo caso, fuese como fuese, lo cierto es que probablemente no había dormido más allá de dos o tres horas y sentía el cuerpo desmadejado y el estómago revuelto. Me levanté de la cama con suma dificultad para ir al servicio y a través de una ventana que tenía la persiana levantada vi que estaba amaneciendo. Dando traspiés llegué hasta el cuarto de baño y me arrodillé para vomitar copiosamente sobre la taza del inodoro. Por las distintas texturas y desagradables sabores dulces, salados, picantes, amargos y agrios que me ofrecieron mis prolongados vómitos, que se sucedieron uno detrás de otro durante varios minutos, pude empezar a recordar lo que había sucedido en la fiesta y, sobre todo, qué era lo que había comido y qué lo que había bebido, y en qué cantidades excesivas lo había hecho, hasta el punto de llegar a encontrarme ahora tan intoxicado como me encontraba. Todo había sido un desastre.
Definitivamente, las fiestas y la vida social no iban con mi personalidad, algo que ya sabía yo de mucho tiempo antes, pero que en esta ocasión concreta me había servido para confirmar y validar aún más todos mis temores y sospechas al respecto. La orquesta de músicos ambulantes nos estuvo martirizando los oídos durante la mayor parte de la noche con su insufrible pachanga que tanto conseguía deleitar, en cambio, al resto de aquel público estirado y pretencioso que se pavoneaba por el jardín con un canapé en una mano y una copa de champán o de vino en la otra. Naturalmente Yolanda no me hizo ningún caso, por más que yo traté de no despegarme de su adorado culo en ningún momento. Sólo conseguí, eso sí, que me presentara a algunas de sus amigas, todas treintañeras monas y tan estúpidas y engreídas, si no más, que ella. Se me hizo imposible cambiar más allá de una docena de palabras seguidas con ninguna de aquellas mujeres presumidas que me miraban de arriba abajo como si fuese un bicho raro que estuviese fuera de lugar en esa fiesta. Y al menos en eso tenían razón, porque sí que estaba fuera de lugar en aquel sitio, de la misma manera que lo había estado unas horas antes perdido en medio del mar a bordo de una moto acuática. Simplemente, había territorios que a uno no le correspondían, ni le iban a corresponder nunca, y este era uno de ellos, y de los más hostiles, por cierto, como pude comprobar enseguida cuando una de las amigas de Yolanda me preguntó en un tono vagamente despectivo:
-¿Y dices que tú eres amigo de Mauricio?
-Sí, claro -respondí con naturalidad-, le conozco desde hace un montón de años.
-¡Qué raro! Nunca te habíamos visto por aquí. Y no me suena para nada tu nombre. ¿Qué negocios tienes?
-Ninguno. No me dedico a los negocios.
-¿Ah, no? ¿Y entonces a qué te dedicas, si no te importa?
-Al pico y la pala -respondí agresivamente-. Soy enterrador.
-¡Muy gracioso!
-¿Es que no me crees? ¿No querrás que te enseñe mi carnet municipal?
-¡Ay, no, no, no, no, no, de verdad! ¡Qué desagradable, por favor!
Era todo cuanto necesitaban oír para sentirse incómodas y marcharse espantadas como si hubieran estado ante la presencia misma del diablo. Y se marchaban entre risitas histéricas mientras yo me sentía tentado de perseguirlas con nuevas maldades, pero entonces a lo mejor Hachegé o Mauricio me reprendían paternalmente:
-No te ensañes con ellas, Jota, que no vale la pena.
-Son tan tontas, que si yo de verdad fuese enterrador tendría un orgasmo si me dejaran cavarles una tumba y meter dentro sus féretros.
Pero si las invitadas de Mauricio eran abominables, no lo eran menos sus invitados masculinos, tan tiesos, morenos y engominados, que hablaban todos a la vez de sus coches, de sus barcos, de sus partidos de golf y de sus aventuras eróticas con damas fantásticas a las que conseguían embelesar con románticas cenas de quinientos euros a la luz de las velas en exóticos restaurantes de Puerto Banús, Saint Tropez o Montecarlo, territorios en los que ellos se movían con una soltura de seductores profesionales. Algunos eran jóvenes, pero otros no tanto, y sin embargo todos aparentaban una saludable edad intemporal que parecía respirar con más intensidad a través de sus entrepiernas que de sus pulmones. Uno de ellos, que estaba algo bebido, me dijo:
-Me suena mucho tu cara, estoy seguro de que te conozco.
-No lo creo. No nos hemos visto en la vida.
-Pondría la mano en el fuego.
-Pues te vas a quemar.
-¡Ya lo tengo! Tú trabajabas en aquel hotel que se llamaba, que se llamaba… ¡Joder!, ¿cómo se llamaba ese hotel?
-Te confundes. Jamás he trabajado en ningún hotel.
-¡Que sí, coño, fue el año pasado! ¡En Ibiza! Yo tenía un Porsche rojo, nuevecito, y aparcaba frente al hotel y me sentaba en la terraza con mi novia, una rubia muy guapa, y tú nos servías los Martinis con ginebra en la mesa, ¡tienes que acordarte!
-Ahora que lo dices, de la rubia sí que me acuerdo. Y mucho.
-¡Pues claro! Solía llevar una blusa verde, muy escotada, y una minifalda cortísima que le sentaba de miedo, ¿a qué sí? Es que mi novia es modelo internacional, ¿sabes?, y se la rifan en las pasarelas.
-Lo sé, lo sé. No quería contártelo, pero ya que insistes…
-¿Contarme qué?
-Bueno, nada, que una noche vino a verme al bar del hotel, la invité a unas copas, charlamos y luego subimos a una habitación y…, nada, que echamos un par de polvos, así como suena. Ya sabes, los camareros a veces tenemos tirón con las clientas.
-¡Pero qué dices, animal! ¡Te voy a partir la cara, hijoputa!
-¡Vete a la mierda, gilipollas! ¡Y no bebas más! ¡Ni soy camarero ni he estado nunca en Ibiza, capullo!
De alguna manera conseguí escabullirme de aquel imbécil, deambulé por el jardín sin que nadie volviera a molestarme y me encontré a Hachegé, sentado en solitario en torno a una mesa alejada del gentío y masticando a dos carrillos.
-Estas brochetas están cojonudas -me dijo con la boca llena.
-Pues entonces voy a tener que probarlas.
Había una cantidad increíble de comida y bebida en aquella mesa: brochetas de carne, de marisco, de pescado, canapés variados, langostinos, cigalas, ostras vivas, percebes, chuletones de buey recién hechos, empanadas crujientes, quesos curados, finas lonchas de embutido y jamón ibérico, ensaladas tropicales, pescados a la sal, croquetas de bacalao, tiras de salmón ahumado, pimientos rellenos de merluza y gambas, crema de cangrejo, chuletillas de cordero y piernas de cochinillo y cabrito asado, lechazo al horno, perdices en salsa, codornices escabechadas… Y como acompañamiento un buen surtido de refrescos, zumos naturales, sangría, vinos nobles, cervezas de diversas procedencias y champán Möet Chandom por hectolitros. Cada pocos minutos se acercaban a la mesa un par de camareros con pajarita, retiraban los alimentos que se iban quedando fríos o calientes, los reponían con bandejas recién sacadas de la cocina, y nos preguntaban ceremoniosamente:
-¿Les falta alguna cosa a los señores? Si desean algo en especial, nos lo piden y nosotros se lo traemos enseguida.
A lo que nosotros contestábamos, sin dejar de masticar a dos carrillos:
-De momento no, muchas gracias.
-Que les aproveche, caballeros.
Nos estaba aprovechando, y mucho, quizá más de la cuenta. Comíamos pequeñas cantidades de cada cosa, pero queríamos probarlas todas, y las probamos. Lo mismo hicimos con los vinos y las cervezas, alternándolos con generosos tragos de champán. Después de todo, nos parecía obligado celebrar que habíamos sobrevivido a nuestra accidentada odisea náutica. Hachegé dijo:
-Se está mejor aquí a nuestra bola, que no con esa pandilla de tontas y tontos del culo de los amigos de Mauricio.
-No lo sabes tú bien. Antes casi me doy de hostias con uno.
-¡No jodas! ¡Bueno, pero es que tú a veces también te pasas varios pueblos, Jotauve, me cago en la puta, ignórales!
-Ya lo hago.
-Me ha dicho Mauricio que nos quedemos a dormir aquí esta noche. Yo le he contestado que sí, que me parece bien, y que mañana temprano cuando él se marche a Alicante para coger el avión que haga el favor de despertarnos, nos damos una ducha, nos despedimos, montamos en las motos y nos largamos. Yo creo que es lo más oportuno.
-Estoy de acuerdo contigo. Todo esto está muy bien, pero no es para nosotros. Tenemos que volver cuanto antes a nuestro territorio natural.
-A la carretera.
-Eso es, a la carretera.
-La Ley del Asfalto, la Ley del Mar. Y por mí le pueden ir dando al mar por donde amargan los pepinos -sentenció Hachegé-. ¿Nos tomamos un cubata?
Los camareros de la pajarita nos sirvieron varios cubatas a lo largo de la noche. Nadie más se acercó a nuestra mesa. La mayoría de los invitados de la fiesta estaban ya tan borrachos que apenas si se tenían en pie. Tanto ellos como ellas. Muchos se fueron montando poco a poco en sus coches y empezaron a marcharse con gran estrépito de acelerones y bocinazos. El propio Mauricio les despedía en la puerta, como todo buen anfitrión que se precie de tal. Los músicos de la orquesta ambulante dejaron por fin de tocar, recogieron sus bártulos, subieron a una furgoneta y se largaron también. Las dos últimas cosas que conseguí recordar vagamente eran el espectáculo que dio una chica bañándose desnuda en la piscina (y que la tuvieron que sacar antes de que se ahogara, tal era su borrachera), y el glorioso cuerpo de Yolanda moviéndose de un lado a otro del jardín como una alegre ninfa de un bosque de cuento.
Después de vomitar en abundancia todas y cada una de las exquisiteces sólidas y líquidas que había ingerido unas horas antes, empecé a encontrarme bastante mejor. Eso sí, como consecuencia de las arcadas y de los esfuerzos por vaciar el estómago, empezaron a dolerme todos los huesos, y la piel, todavía quemada por la insolación de la víspera, me escocía tanto que bastaba el simple roce con el tejido más suave para que me pusiera a ver todas las estrellas del universo. Pese a todo conseguí darme una ducha tibia, me puse un albornoz que llevaba las siglas M.S.B., volví a la habitación, me tumbé en la cama y me quedé dormido profundamente durante un tiempo que se me antojó muy fructífero. Soñé con Yolanda, y en mi sueño nos cogíamos de las manos y nos besábamos en el jardín, delante de todos los invitados de la fiesta. Luego nos fuimos a un rincón apartado y oscuro y ella empezó a desnudarse. Llevaba puesto un escueto biquini rojo debajo de la ropa, pero se lo quitó enseguida y se entretuvo a continuación en desnudarme muy despacio mientras me mordisqueaba delicadamente en el cuello y en los hombros. Yo la dejé hacer. Estaba tan excitado que me costaba mucho trabajo respirar y sentía que me ahogaba por momentos. Pero al menos iba a ser una muerte dulce, la más dulce de las muertes.
Unos golpes en la puerta me despertaron de repente, y cuando conseguí abrir los ojos vi a Mauricio a los pies de mi cama.
-Buenos días, Jota, ¿qué tal te encuentras?
-Jodido.
-La verdad es que tienes mala cara, sí -observó él.
-Y peor cuerpo. ¿Sabes con quién estaba soñando antes de que llegaras?
-Sí, con mi mujer. Y en voz alta, además, porque desde el pasillo se te oía decir: ¡Yolanda, Yolanda, Yolanda! Estás obsesionado, Jota, y tampoco es para tanto. Tienes suerte de que yo soy como soy y tengo el carácter que tengo, porque en mi lugar cualquier otro tío se habría mosqueado seriamente contigo por este motivo, no sé si lo sabes.
-Lo sé, perdona.
-No te preocupes, hombre, que no tiene importancia. Oye, que yo me marcho ya para Alicante y Hachegé está abajo esperando, pero si te quieres quedar, por mí no hay ningún problema, puedes seguir durmiendo hasta la hora que te apetezca.
-Gracias, Mauricio, pero no -dije levantándome de la cama perezosamente-. Será mejor que nos vayamos.
-Como quieras, Jota, pero nadie te echa. Mira, en ese armario tienes toda tu ropa, el casco, las botas, los guantes, las llaves de la moto y el resto de las cosas. Te espero abajo.
-Voy enseguida.
Me vestí muy deprisa tratando de no pensar en nada, pero era imposible dejar la mente en blanco. De mi excitación onírica con Yolanda conservaba todavía un sólido recuerdo en forma de erección furiosa e inoportuna, como si esa parte de mi cuerpo se obstinase ferozmente en arrastrarme por unos peligrosos caminos por los que no debía de transitar, tal y como acababa de advertirme Mauricio. Me hice daño al ponerme los calzoncillos y los pantalones, pero fue esta la única forma de doblegar aquella resistencia rebelde que me traía a mal traer. Salí de la habitación y me perdí en un laberinto de escaleras, pasillos y salones que no parecían llevar a ningún sitio. Sobre los sofás, y en el propio suelo, dormían pesadamente algunos de los invitados que no habían sido capaces de abandonar la casa. Vi cuerpos desnudos de hombres y mujeres tirados por todas partes en posiciones inverosímiles, y se respiraba un aire reconcentrado y agrio de sudor y de whisky. Quedaban restos de farlopa, pedacitos de cartón y tabletas con pastillas de colores encima de las mesas. Aquella gente se metía de todo con absoluta impunidad. Les sobraba dinero con que pagarlo, y cada cierto tiempo podían permitirse además el lujo en ingresar en carísimas clínicas suizas para que les renovasen la sangre y borrar así toda huella tóxica de sus constantes excesos. Desde este punto de vista podía considerarse que eran seres inmortales, y naturalmente quienes no les conocían de verdad les tenían por personas dignas, poderosas y respetables. Y quizá lo fuesen, en cuanto se vistieran y se marchasen de allí para volver a sus ocupaciones habituales.
El sol me estalló en la cara cuando salí al jardín. Apenas eran las nueve de la mañana, pero la luz ya resultaba cegadora. Dos camareras del servicio doméstico vestidas de uniforme se movían de un lado a otro arrastrando grandes cubos de basura en los que iban arrojando pacientemente los desechos de la fiesta. Había vasos rotos, botellas vacías, servilletas, papeles, colillas y restos de comida por todas partes. Tenían trabajo para unas cuantas horas. Una pareja cubierta con una alfombra dormía abrazada junto a la piscina sin inmutarse por nada. Parecían absolutamente felices en su descarada intemperie. Aquella alfombra persa de vistosos colores con la que se tapaban probablemente costaba tanto dinero como el que podían ganar juntas en un año las dos camareras de Mauricio, pero éste tampoco se inmutó por ello, antes al contrario, observaba a la pareja sonriendo mientras charlaba animadamente con Hachegé. Quedaban todavía algunos automóviles en el camino de entrada al chalet, incluso aquel Bmw plateado que había pisoteado impunemente las petunias seguía estacionado en el mismo sitio sin que nadie se hubiera tomado la molestia de moverlo. Nuestras motos también estaban fuera del garaje, sobre el césped, y Hachegé ya calentaba el motor de su Triumph Daytona y limpiaba los espejos retrovisores con los puños de la camisa.
-Cuando quieras nos vamos -me dijo al verme llegar.
-En cinco minutos -respondí mientras arrancaba mi moto.
-La verdad es que no sería mala idea que os vinieseis conmigo a Sidney -intervino Mauricio-. Todos los gastos correrían de mi cuenta, por supuesto, y lo íbamos a pasar de miedo.
-Ya me gustaría, ya -le contesté-, pero pasado mañana tenemos que estar de vuelta en Madrid. Hay que trabajar. De todas formas se agradece.
-Una lástima, desde luego -reconoció Mauricio-. Mirad, ahí viene mi chófer con el coche.
Un descomunal Mercedes negro con los cristales tintados y matrícula alemana subía lentamente por la estrecha pendiente de adoquines que venía del garaje principal de la casa. No quisimos preguntarle, pero estábamos casi seguros de que era un automóvil blindado y probablemente el chófer, al que no podíamos ver, ejercía también funciones de guardaespaldas.
-Bueno -continuó Mauricio-, que sepáis que ese arroz con langosta frustrado queda pendiente para otra ocasión, ¿eh?, que no se me va a olvidar.
-Ni a mí tampoco -dijo Hachegé-. Te tomo la palabra.
-Y a ver si podemos también hacernos un viaje en moto, como en los viejos tiempos, aunque no venga Yolanda, y lo sentiré por ti, Jota.
-Despídeme de ella, Mauricio.
-Imposible. Mi adorable mujercita no creo que se despierte hoy antes de las tres de la tarde y yo me marcho ya. Venga, dadme un abrazo.
Tanto para Hachegé como para mí el abrazo con Mauricio fue doloroso, y lo fue en el más estricto sentido de la palabra, no tanto por cuanto tenía de incierta despedida, sin saber cuándo volveríamos a vernos, que también era doloroso por esto, sino porque nuestro amigo al palmotear con sincero afecto nuestras pobres espaldas quemadas por el sol mediterráneo nos hizo ver las estrellas de nuevo.
-¡Mauricio, me voy a cagar en tu… puta calavera! -saltó Hachegé levantando los hombros y cerrando los ojos.
-¡Ayyyyyyyyyyyyyyyy! -fue todo lo que pude decir yo.
-¡Perdonad, tíos, perdonadme, de verdad, lo siento mucho, había olvidado vuestro estado, joder, lo siento! -dijo él sin poder evitar la risa, aunque a nosotros desde luego no nos hiciera ninguna gracia.
-Esta te la guardo, Mauricio -le amenazó Hachegé con una media sonrisa y apuntándole con el dedo-, y la próxima vez que nos veamos te la voy a devolver, ya verás.
-No seas tan vengativo, Hache, que no me lo merezco. Recuerda que ayer os salvé la vida, y desde entonces ya soy como vuestro ángel de la guarda.
-Tienes razón -reconoció Hachegé haciendo una mueca-, será mejor no tocarle mucho las pelotas a nuestro ángel de la guarda, no vaya a ser que…
-Venga, chicos, id con cuidado. Nos veremos pronto.
-Gracias por todo, Mauricio -le dije-, y buen viaje a las antípodas.
-Gracias a vosotros, y que tengáis también buen viaje adonde quiera que vayáis.
-Adiós, Mauricio, que tengas buena suerte, como siempre -añadió Hachegé-. Venga, Jota, vámonos ya, que nos despedimos más que los toreros, hombre, parece mentira.
Nos subimos en las motos y abandonamos Sanmartín Village sin volver la cabeza. Temimos perdernos en el complicado laberinto de caminos que recorrían la urbanización, aunque por fortuna había carteles frecuentes que indicaban a Benitatxell, única población a la que podía accederse desde allí. La mañana era luminosa y espléndida, pero yo me iba durmiendo sin remedio encima de la Honda Varadero atenazado por un sopor invencible. Subimos y bajamos por los vertiginosos toboganes de las laderas del Puig Llorença y llegamos a la cancela electrónica de la entrada, que empezó a abrirse a nuestro paso. Cuando estuvimos fuera de la urbanización Hachegé se detuvo y me hizo una seña con la mano. Me coloqué a su altura.
-¿Adónde vamos? -me preguntó.
-Vámonos al apartamento a dormir -le dije-, estoy que me caigo de sueño.
-¿A dormir? ¿Pero tú estás tonto, o qué? ¡No me jodas, con el día que hace! Vámonos a Tárbena a comer una paella. Necesito conducir un rato por carreteras de montaña para convencerme de que estoy vivo.
-Ojalá no lo estuvieras -dije metiendo primera y soltando la maneta del embrague con resignación-. Está bien, tú ganas. Vamos para allá.
Apenas diez minutos después ya rodábamos despreocupadamente entre viñedos por las estrechas carreteras interiores del norte de la provincia de Alicante alejándonos del mar. Habíamos regresado a nuestro sagrado territorio, a nuestro particular y entrañable santuario terrenal, allí en donde el Asfalto, el bendito Asfalto al que tanto debíamos, imponía su Ley y nos acogía bajo su amorosa protección como los hijos pródigos suyos que éramos, venturosamente rescatados de las garras de la muerte.
No hemos vuelto a saber nada de Mauricio desde entonces.
Si "Mauricio" lee esto te capa
ResponderEliminarxDDD
HG
Ya lo he leído, Hache, ya lo he leído. Y lo leí hace unos años en el foro de la Mutua Motorista, y lo he leído esta semana en el foro de Varadero Club España, y lo acabo de leer aquí ahora. Este Jotauve es incorregible. ¿Qué hacemos con él? ¿Le cortamos las manos para que no escriba más, o le cortamos otra cosa? Bueno, tíos, ¿estáis bien? Es una alegría saber de vosotros después de tanto tiempo, aunque sea por aquí. Un día de estos, cuando tenga un hueco, os doy un toque y nos vemos. Tal vez un viaje en moto no estaría mal, ¿verdad?
ResponderEliminarUn abrazo.
Mauricio.
¡¡Me ha encantado!! Cojonudo relato...
ResponderEliminar¡Gracias!
EliminarNo escribas nada, Jotauve, que me puteas.
ResponderEliminarNo te preocupes, Mauricio, no lo haré.
😂😂😂😂😂😂😂😂