Está usted ahí sentado esperando la muerte, me dijo un día el psicólogo argentino de la Seguridad Social que me atendía durante un breve período de tiempo allá a mediados de los años noventa del pasado siglo. Y a continuación, observando mi casco de motorista que reposaba en la silla contigua, y como si quisiera restarle brutalidad a la frase anterior, añadió con un punto de cordialidad: ¿ha venido usted con su moto?
La pregunta era del todo absurda, desde luego, porque no iba a haber venido a la consulta en una moto robada, pero no estaba yo de humor para intentar una interpretación correcta de la sintaxis peculiar de un psicólogo argentino de cierto prestigio (todavía recuerdo su nombre), eventualmente contratado por la Seguridad Social española. Pero sí, había venido con mi moto, porque a pesar de que sufría con frecuencia mareos, vértigos y paralizantes crisis de ansiedad como consecuencia de una somatización de mi angustia existencial, precisamente el poder seguir montando en moto -y aunque mis trastornos y el consumo de fármacos lo desaconsejaran absolutamente-, era la única manera de sentirme vivo y de aplazar esa muerte esperada que me había pronosticado el psicólogo. Y por supuesto no utilizaba la moto sólo para mis habituales desplazamientos urbanos al consultorio de la Seguridad Social, sino que con alguna asiduidad viajaba también por carretera centenares o miles de kilómetros pese a encontrarme de baja laboral en mi trabajo ferroviario. Quizá no estuviese esperando la muerte, pero por si acaso se presentaba de repente, había decidido vivir deprisa y peligrosamente, casi con una obstinación rebelde y transgresora, apurando cada experiencia vital como si fuese la última, y de este modo la carretera me causaba una especie de vertiginoso mal de altura y me transmitía un aluvión de sensaciones tan tóxicas y desconcertantes como los efectos de una droga. Pero esta es otra historia, a la que ya nos acercamos de pasada y con anterioridad en este blog:
Y sin embargo, un día de verano de seis años antes, cuando aún no tenía la cabeza enturbiada por ningún conflicto existencial ni estaba sentado en la consulta de un psicólogo esperando pasiva y resignadamente mi propia muerte, ésta se me presentó de improviso en la carretera, y fue entonces cuando verdaderamente la estuve esperando y temiendo como una terrible consumación, porque dada la situación y la gravedad del probable desenlace que durante interminables segundos se anunció ante mis ojos, no podía esperarse otra cosa, salvo que se esperase únicamente un milagro.
Era el mediodía del 12 de Agosto de 1989, y viajaba desde Madrid en solitario por la N-301 de camino a la costa mediterránea a bordo de una modesta Yamaha SR-250 con motor monocilíndrico de cuatro tiempos y 20 cv. de potencia, un modelo muy popular en la época entre los mensajeros españoles, al tratarse de una moto urbana y económica por excelencia. Sin embargo, sus humildes prestaciones, la limitada calidad de sus componentes mecánicos y el escaso confort de marcha y seguridad que ofrecía no hacían de ella la máquina ideal para largos desplazamientos por carretera, pero aún así muchos motoristas neófitos que no éramos mensajeros nos iniciábamos en el mundo de las dos ruedas con este modelo. Y a mí estuvo a punto de costarme la vida apenas año y medio después de haberla estrenado.
Hasta el momento del percance, el viaje no había presentado ninguna incidencia destacable, y a velocidades de crucero de 80-100 kms/h., que eran las que desarrollaba esta moto, los kilómetros iban cayendo con un promedio razonable para una carretera nacional española de los años ochenta. Tampoco los turismos viajaban mucho más deprisa entonces por este tipo de vías. Los 10 litros del depósito de combustible de la Yamaha y su ajustado consumo permitían una muy aceptable autonomía de 200 kms., de modo que tenía previsto hacer la primera parada en las proximidades de Minaya (Albacete). Sin novedad había ido dejando atrás las tediosas travesías de Villatobas, Corral de Almaguer y Quintanar de la Orden, pero disfrutaba rodando de forma tan demorada y un tanto indolente por esta carretera que formaba parte esencial de mi biografía viajera de la infancia. Era la nostalgia, por encima de todo, la que me empujaba a recorrer la N-301 una y otra vez en un continuo periplo meridional de ida y vuelta al Mediterráneo. Incluso he vuelto a hacerlo ocasionalmente en fechas muy recientes, porque el imperativo de la nostalgia es recurrente y no puede ser desobedecido sin incurrir en imperdonable traición a uno mismo.
Crucé Mota del Cuervo, y en la primera recta interminable que buscaba el horizonte en suave descenso fui abriendo el acelerador y dejé que la moto se embalase impulsada por un ligero viento de cola. Caía un sol de plomo sobre la carretera. La escala del velocímetro estaba graduada de 0 a 160 km/h., una velocidad absolutamente impensable para esta moto, pero la aguja fue subiendo muy lentamente hasta los 110, 120 y 130 mientras el motor monocilíndrico vibraba con una trepidación catastrófica y la aguja del cuentavueltas entraba en la zona roja de las 8.500 revoluciones por minuto (de manera también testimonial esta escala estaba graduada hasta las 10.000, porque a ese sobrerrégimen el motor sin duda reventaría). Un Simca 1200 se interponía en mi camino apenas cincuenta metros por delante, pero la carretera aparecía despejada al frente, de modo que miré por los espejos, accioné el intermitente y salí al carril izquierdo para proceder a la maniobra de adelantamiento sin cortar gas. Le alcancé y empecé a rebasarle con holgura, pero antes de poder finalizar la maniobra y regresar al carril derecho se me abrieron de golpe las puertas del infierno. Veinticinco años después todavía recuerdo la cara de espanto del conductor del Simca. Pero sobre todo no he conseguido olvidar mi propia sensación de angustia sabiendo que aquellos eran mis últimos segundos de vida.
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