viernes, 20 de octubre de 2017

LAS AVENTURAS DEL SARGENTO NOGUERAS Y EL GUARDIA BRIONGOS. (Motoristas de la Guardia Civil de Tráfico). 22ª Entrega y última


Este es un relato de ficción. Todos los personajes, los lugares y las situaciones son, por lo tanto, imaginarios, y cualquier parecido con la realidad ha de considerarse como una mera coincidencia. Fue publicado por primera vez en el año 2004 en un foro motorista de internet, y debido a determinados pasajes escabrosos de la narración se hizo necesario aplicarle algún tipo de omisión o censura en alguna de las entregas. Se ofrece ahora íntegro en su versión original en este blog, y por tal motivo hemos de advertir que LA LECTURA DE ESTE RELATO NO ES ADECUADA PARA MENORES DE DIECIOCHO AÑOS.



Un relato de Route 1963

Nogueras estuvo largo rato sin decir nada, sumido en una especie de letargo reconcentrado y meditativo, pese a que se le había quedado la mente en blanco y era incapaz de elaborar reflexión alguna. Apoyó los codos en el depósito de la moto y se tapó la cara con las manos. Recordaba haber leído en algún libro, aunque no sabía en cuál, una frase que decía que quien en su desdicha se cubría el rostro con las manos parecía que se estaba haciendo la mascarilla de su pena. Pero no era pena lo que él sentía, quizás, sino sólo un estupor colosal que le provocaba un zumbido agudo en los oídos y le nublaba la vista. Soplaba un viento fresco y agradable en la explanada del Alto del Tossal que mitigaba deliciosamente los calores de la tarde de agosto. El sargento Ceferino le tocó suavemente en el hombro.

Me tengo que llevar un momento tus papeles —le explicó como si sintiera cierta lástima de él—, y lo más probable es que no pueda devolvértelos. Pero en todo caso que sepas que las motos se van a quedar inmovilizadas aquí mismo.

Nogueras se volvió. Su mirada turbia evidenciaba toda la intensidad de su triste abatimiento.

Oye, Seferino...

Dime.

¿No habrá alguna manera de arreglar esto, de taparlo..., no sé..., de evitar que llegue a conosimiento de las instansias superiores? Tú ya me entiendes.

Ceferino negó tajantemente con la cabeza.

Claro que te entiendo, Nogueras, pero no. Ya te he dicho antes que os habíais caído con todo el equipo. Y en lo que a mí me compete, yo no puedo hacer nada que no sea cumplir escrupulosamente con mi obligación. Ponte ahora en mi lugar y entiéndeme tú a mí.

Le entendía perfectamente sin necesidad de ponerse en su lugar, que por otra parte era el que él mismo acostumbraba a ocupar cuando estaba de servicio. En el transcurso de su dilatada trayectoria profesional como agente de la Guardia Civil de Tráfico había expedido miles de multas, quizá decenas de miles a lo largo y ancho de las rutas de esta comarca y de otras comarcas del país en las que había estado destinado con anterioridad. Legiones enteras de automovilistas, camioneros, motoristas y conductores de autobuses habían sufrido el peso implacable de su autoridad y de su ley —de la Ley, con mayúsculas— en los arcenes de las carreteras de media España. Y como consecuencia de sus intervenciones, no pocos de ellos habían sufrido astronómicas sanciones económicas e incluso la retirada temporal o definitiva de sus carnés de conducir. Otros habrían perdido sus trabajos o sufrido considerables quebrantos en sus negocios, pero como decía el proverbio, la Ley es dura, pero es Ley. Sin embargo, jamás se le había presentado la circunstancia de tener que multar a ningún compañero de la Guardia Civil que hubiera cometido una infracción. ¿Era casualidad? ¿Era que sus colegas del Cuerpo conducían mejor o de manera más respetuosa con el Código de la Circulación? Nogueras no tenía ahora presencia de ánimo para ponerse a pensar en estas cosas, pero sí sabía que, de haber tenido que hacerlo, habría sido con ellos tan riguroso como ahora lo era con él el sargento Ceferino. Por eso, cuando le había preguntado si aquello podría tener algún arreglo, no se refería a que la posible solución viniese de manos del propio Ceferino, que ya comprendía que no, sino a través de otros canales más o menos alambicados, oscuros y clandestinos, suponiendo que existieran.

Ya sé que tú no puedes haser nada, Seferino. No me refería a ti —insistió Nogueras, dándole a entender que su demanda ocultaba otros matices más complejos.

El sargento Ceferino captó la idea enseguida, sonrió y le guiñó un ojo con complicidad.

De lo que no se puede hablar, más vale callar, Nogueras. ¿Tú has oído hablar alguna vez del famoso monstruo del lago Ness, en Escocia?

Sí, algo he oído.

¿Y tú qué crees, que existe o que no existe ese monstruo?

Pues no lo sé, no tengo la sufisiente informasión. Además, nunca he estado en Escosia.

Bueno, pues yo tampoco he estado en Escocia. Y ahora, si me disculpas un momento...


El sargento Ceferino echó a andar hacia el Nissan Patrol con los papeles de Nogueras en la mano. El otro guardia y el sargento Venancio hablaban y gesticulaban sin cesar alrededor del vehículo. Cuando apenas si había avanzado unos pasos, Ceferino se detuvo, se volvió hacia Nogueras, le sonrió otra vez, le guiñó un ojo con la misma complicidad de antes, y le dijo:

Aunque yo en tu lugar, Nogueras, ya me iría buscando un billete de avión para Escocia.

A Nogueras se le escapó una mueca agridulce. Desde luego, la recomendación de Ceferino le había sonado tan irónica como ambigua. Era imposible saber lo que quería decir con ella. De nuevo le asaltó la tentación de huir. De ponerse el casco, subirse en la moto, arrancarla y marcharse de allí. Daba lo mismo que no tuviera los papeles. Seguramente no iba a volver a tenerlos nunca. Sabía que nadie le iba a perseguir en aquel momento. Había caído en desgracia, y a los caídos en desgracia se les dejaba libres y a solas con su propia desgracia. Miró el reloj. Eran las tres y cuarto de la tarde y aún no había metido nada sólido en el estómago. Pero no tenía hambre. El sargento Venancio hablaba ahora con el sargento Ceferino apoyados ambos en el capó del Nissan Patrol. Los dos gesticulaban y hacían grandes aspavientos. Poco a poco, los gestos y los aspavientos fueron cesando y ellos empezaron a asentir y a reírse como si hubiesen llegado a la solución satisfactoria de algún problema complejo. Pero lo que ya dejó completamente estupefacto a Nogueras fue contemplar lo que ocurrió a continuación.

Tanto el sargento Ceferino como su compañero de patrulla estuvieron largo rato escribiendo y tomando notas al tiempo que hablaban por la emisora del Nissan Patrol. El sargento Venancio asentía una y otra vez como si estuviese realmente complacido con lo que allí sucedía. Después le entregaron la documentación de Nogueras acompañada de varias palmaditas en el hombro y le dieron la mano efusivamente a modo de despedida. Por último, Ceferino agitó su brazo derecho en dirección a donde estaba Nogueras y le gritó:

¡Buena suerte, Nogueras!

Nogueras quiso responderle, pero no tuvo tiempo, porque los dos guardias se subieron de inmediato en su vehículo, arrancaron y se marcharon Puerto abajo en dirección a la Venta la Reme. Al pasar junto a él tocaron el claxon y Nogueras les devolvió el saludo meneando la cabeza sin demasiado entusiasmo. Venancio, por su parte, se montó en la CBR-900, colocó el casco encima del depósito y con el motor apagado se acercó hasta donde estaba él aprovechando el suave desnivel de la explanada. Llegó a su altura y se bajó de la moto.

¡Alegra esa cara, cojones, que parece que estás en un funeral! —le dijo—. Toma, tus papeles.

Nogueras cogió la documentación sin salir de su asombro. Venancio le observó con una mirada entre pícara y risueña.

Grasias, pero..., bueno..., ¿qué es lo que ha pasado?

¿Pues qué ha de pasar? —respondió Venancio sin el menor asomo de preocupación—. Que nos ha trincado la Guardia Civil de Tráfico haciendo el bestia con las motos, nos han parado y acaban de calzarnos una multa de las que hacen afición, eso es todo. Creo que tú sabes un poco de esto, ¿no?

Sí, pero...

No hay peros que valgan. Donde las dan las toman, Nogueras, donde las dan las toman. Me juego el cuello a que muchos de esos pobres ciudadanos anónimos a los que has jodido la vida con tus multas estarían deseando verte la cara de gilipollas que se te ha quedado ahora que acabas de probar tu propia medicina. ¡Ya entiendo por qué las llaman “recetas”, jajajajajajá!

Lo peor de todo no era la risa equina y humillante del sargento Venancio, sino el ánimo de revancha que se ocultaba tras ella. Nogueras pensó que ya estaba empezando a vengarse de sus escarceos eróticos con Mónica y de una carrera motorista que, aunque había quedado bruscamente interrumpida con aquella detención, ya tenía pocas probabilidades de haberle ganado. Y este afán de revanchismo, considerando la rivalidad que les enfrentaba y la animadversión mutua que se profesaban, era hasta cierto punto comprensible, pero lo que no conseguía entender Nogueras por más vueltas que le daba al asunto era cómo Venancio podía tomarse tan a la ligera y con tanta despreocupación los graves hechos que acababan de ocurrir. Y sobre todo, la forma decisiva con la que, a tenor de lo visto, había intervenido en la resolución provisional de los mismos, hasta el punto de haber conseguido recuperar las documentaciones y evitar la inmovilización de las motos. Nogueras quería saber, pero no se atrevía a preguntar, temeroso como estaba, y con motivo, de que Venancio volviera a burlarse de él y a humillarle en cuanto abriese la boca. Así es que se quedó quieto y callado en donde estaba, esperando que su enemigo hiciese el siguiente movimiento que, aunque no sabía porqué, tenía el incómodo presentimiento de que iba a venir a empeorar todavía más su ya de por sí precaria situación. Y no se equivocó:

Me debes una, Nogueras —le informó Venancio severamente, señalándole con el dedo de manera intimidatoria—. Si no llega a ser por mí, ahora mismo te estarían llevando esposado tus colegas en el Nissan Patrol camino del cuartelillo.

Nogueras no pudo evitar que los ojos se le abrieran desmesuradamente al escuchar esto. Pensó que Venancio exageraba.

Pues en ese caso —se atrevió a replicar—, nos habrían llevado a los dos, ¿no? ¿O es que tú estás por ensima del bien y del mal?

A Venancio se le escapó una carcajada. Estaba disfrutando a rabiar con aquella situación, y se le notaba.

Yo soy el bien y el mal al mismo tiempo —dijo con suficiencia.

¿Cómo dises?

Lo que oyes, Nogueras. Veo que voy a tener que explicártelo. Los chupatintas de mierda, como tú nos llamas, a veces tenemos relaciones, poder, influencias. Basta contactar con la persona o personas adecuadas para ponerse en el buen camino de la solución a muchos problemas. Siempre hay compromisos y favores debidos, y suele funcionar el “hoy por ti, mañana por mí”. Supongo que comprendes lo que quiero decir.


Comprendía perfectamente. Y no sólo eso. Al comunicarle aquello, Venancio le estaba tendiendo una trampa implícita de la que le resultaría muy difícil escapar: que buscase su protección y su ayuda, con todo lo que ello conllevaba. Caer rastreramente en manos de su enemigo. Rogarle, suplicarle, y quedar a merced de todos sus caprichos, exigencias y chantajes. La mayor de las humillaciones posibles, ni más ni menos. Pocas cosas peores podían ocurrirle en la vida. Nogueras empezó a perder la paciencia. Si hubiera llevado encima su pistola reglamentaria, allí mismo le habría descerrajado un tiro en la cabeza, tan enajenado como estaba. O quizá se lo hubiera descerrajado a sí mismo para poner fin a todas sus tribulaciones. Un suicidio por honor, o por vergüenza. Pero se encontraba completamente desarmado. Y en el más amplio sentido de la palabra. Hizo un amago de ponerse el casco y subirse en la moto. Quería marcharse de aquel lugar cuanto antes. Por lo menos mientras estuviera huyendo no tendría que pensar en nada. El sargento Venancio le detuvo en seco:

¡Quieto parado! ¿Dónde te crees que vas?

La verdad era que Nogueras no sólo no sabía adónde iba ni adónde tenía que ir, sino que además ni siquiera sabía qué era lo que podría depararle el destino a partir de ahora. Venancio se encargó oportunamente de despejarle todas las dudas:

Márchate, si quieres. Pero que sepas que te van a retirar el carné de conducir por unos cuantos años y te van a expulsar de la Guardia Civil. Vas a quedar marcado para siempre, vete haciéndote a la idea.

Ya se había hecho a la idea, sí. Tuvo un breve instante de lucidez, tan efímero como el destello del filamento de una bombilla en el momento de fundirse, pero por lo menos lo bastante intenso como para hacerle comprender que no tenía otra alternativa que la de pasar por el aro de Venancio, por mucho que le repugnase hacerlo. Decidió no perder más tiempo:

Y ahora vas a desirme que tú me puedes ayudar, ¿no?

Venancio improvisó un falso gesto de humilde dignidad con el que, en poco o en nada, consiguió disimular la verdadera hipocresía que animaba sus actos.

Bueno..., poder, podría, sí. Pero será costoso.

Dinero —dijo Nogueras secamente.

Dinero, tiempo, trabajo. No es igual solucionar los problemas de uno que los de los demás, aunque sean los mismos. Y además, tendremos que negociar ciertas condiciones, claro.

Ya. ¿Y qué tengo que haser, según tú?

De momento —resolvió Venancio frotándose las manos sin ningún disimulo—, invitarme a comer ahora mismo en la Venta la Reme, y allí lo hablamos todo tranquilamente. Es lo que estaba previsto en un principio, porque yo te hubiera acabado ganando la carrera, de todas todas, así es que...

A Nogueras ni siquiera le asaltó la tentación de replicarle. ¿Para qué? Cuando uno ha tocado fondo en la forma y medida en que lo había tocado él, uno ya se vuelve completamente impermeable a todos los estímulos externos. Cuando uno ha caído ya tan bajo que no puede seguir cayendo, porque no hay dónde caer y ni siquiera puede levantarse, a uno le sobreviene una especie de derogación del cuerpo y del alma que ya le impide ver, oír, sentir y padecer. Por contraste, el sargento Venancio no era capaz de contener la euforia que le iba anegando por dentro como una brava marea que fuese creciendo, creciendo, creciendo sin cesar hasta ahogarle de placer.

¡Me voy a tomar en la Venta la Reme unos langostinos de Vinaroz, un surtido de ibéricos y un rape a la marinera que se va a cagar la perra! ¡Hummm, ya se me hace la boca agua sólo de pensarlo, Nogueras! —dijo humedeciéndose los labios con la lengua.

Nogueras ni siquiera le miró. Se ajustó el casco y los guantes, se subió en la moto y la puso en marcha. Venancio salió delante de él muy despacio, esperándole. Se habían acabado las carreras para siempre. Ahora tocaba pasear plácidamente Puerto abajo. Allí arriba, rondando los dos mil metros de altitud, el cielo lucía intensamente azul, de un azul que casi hacía daño a los ojos, y aunque eran las tres y media de la tarde y no se veían las estrellas, el sargento Nogueras recordó una frase que había leído alguna vez en un libro, no sabía cuál, y que decía: En el desengaño, hasta las luces de las estrellas hieren el corazón.

FIN


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