domingo, 23 de octubre de 2016

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 11ª Entrega




Un relato de Route 1963



Me puse en cuclillas en un rincón y me bajé los pantalones y los calzoncillos torpemente. En mi vida había sentido un miedo y una humillación semejantes. Tampoco había imaginado nunca que yo pudiera llegar a ser tan cobarde. Pero lo era, y esto ya no tenía remedio.

Como no nos marchemos ahora mismo, no te lo perdonaré en la vida, Mariano.

Desde la oscuridad del portal podía ver su silueta nítida recortándose contra el resplandor de las luces de la calle. Mi hermano Juan deambulaba impaciente de un lado a otro de la entrada con las manos en los bolsillos de los pantalones sin perder de vista ni un instante el bar en donde estaban reunidos los milicianos. Ambos sabíamos que en cualquier momento podrían salir al exterior y montarse en sus vehículos, y cuando eso sucediera todas nuestras oportunidades de huir a Valencia esa noche se habrían desvanecido para siempre. No habíamos llegado tan lejos sorteando tantos peligros como para rendirnos ahora, en el último minuto. En eso Juan llevaba razón, y probablemente de no ser por mi inoportuna cobardía que me tenía ahora miserablemente indispuesto y humillado en aquel portal, ya llevaríamos un rato a bordo de la inglesita escapando de una muerte segura.

¿Has terminado ya? ¿Te falta mucho? —me preguntó con angustia.

—musité—, pero no tengo con qué limpiarme.

Ahora vengo —dijo, y salió del portal.

Desde luego, de mejor o peor manera, yo había conseguido aliviar un tanto mi atormentado vientre, pero parecía que habría de ser sólo de un modo provisional, porque el insuperable pánico que seguía dominándome amenazaba con volverme crónicos los retortijones y el alboroto insufrible de mis tripas. Juan regresó corriendo al portal apenas dos minutos después, cuando el hedor nauseabundo de mis propias heces ya se había extendido por aquella estancia volviendo la atmósfera irrespirable.

¡Toma, y date prisa! —me apremió entregándome un par de hojas de periódico grasientas que había encontrado en la calle.

Me limpié de mala manera, contrariado por el asco que me producían aquellos papeles sucios, y me subí los calzoncillos y los pantalones. Las piernas, naturalmente, apenas si me respondían, y menos que pensé que habrían de responderme cuando Juan, de improviso, me colocó la mochila a la espalda sin que yo opusiera la menor resistencia. Tenía un peso descomunal y las correas se me clavaban en las clavículas cortándome la respiración, y sin embargo, todavía hoy, setenta años después, sigo sin comprender de dónde saqué las fuerzas necesarias como para correr tras mi hermano por la Glorieta de Cuatro Caminos, llegar hasta la motocicleta Brough Superior que estaba aparcada frente al bar y encaramarme a su estrecho asiento trasero casi al tiempo que Juan tomaba los mandos y maniobraba para esquivar el automóvil que teníamos situado delante. Era la primera vez que me subía en una moto y me juré entonces que habría de ser la última.

¡Agárrate fuerte! —me gritó mi hermano antes de que yo tuviera tiempo de reaccionar, mientras abría el puño del acelerador sin contemplaciones.

La sacudida fue terrible y estuve a punto de caerme de espaldas, impulsado, además, por el peso de la mochila, pero milagrosamente conseguí asirme con la mano izquierda a un pliegue de su blusa, que se le salió de los pantalones. Todavía no habíamos tenido tiempo de recorrer ni siquiera diez metros cuando la puerta de la camioneta estacionada en la vanguardia del convoy se abrió de golpe y vimos a un miliciano descender de ella.

¡Alto, alto! —gritó echándose el fusil a la cara para dispararnos.


Todo sucedió muy deprisa, apenas en un segundo, pero durante toda mi vida he rememorado aquella escena cientos o miles de veces, y siempre he tenido la sensación de que duró una eternidad, de que nunca dejó de suceder, de que el tiempo y la historia, mi propia historia, se detuvieron en aquel momento trascendental para que el recuerdo fuera perdurable y ya nunca pudiera olvidar el rostro crispado del miliciano, con un ojo guiñado en el alza del fusil, los brazos tensos sosteniendo el cañón del arma y el dedo índice de su mano derecha doblado sobre el gatillo con un leve temblor que también le afectaba a las piernas, ligeramente abiertas y flexionadas.

Durante ese segundo fulgurante e inesperado aquel miliciano fue, acaso sin desearlo, amo y señor de nuestros destinos como nunca antes lo había sido nadie en aquellos trágicos días. Sin apenas tiempo para reaccionar, mi hermano se le echó encima con la moto atropellándole. Sonó un disparo, pero el tiro se le fue alto y el hombre cayó de espaldas sobre la acera. Nosotros también estuvimos a punto de caer, porque después del impacto violento contra su cuerpo la Brough Superior salió rebotada hacia la izquierda sin ningún control, y sólo la gran pericia de Juan a los mandos nos restituyó el equilibrio perdido justo en el momento en que los demás milicianos, alertados por el disparo de su compañero, salieron del bar. Escuchamos una algarabía de gritos y voces ininteligibles acompañados del sonido mecánico de los cerrojos de los fusiles. Nos van a coser a balazos, fue lo que pensé entonces sin atreverme a volver la cabeza para mirar, y todavía estuvimos cerca de irnos al suelo de nuevo cuando mi hermano giró bruscamente en la primera bocacalle pisando con la moto cruzada los resbaladizos carriles del tranvía.


Sonaron varios disparos más, algunos de pistola, mientras nosotros ya huíamos a toda velocidad por las oscuras callejuelas de adoquines del viejo barrio de Tetuán. Los milicianos tiraban a lo loco, sin orden ni concierto, movidos más por la rabia de ver que nos escapábamos que por la certeza de que sus disparos pudieran alcanzarnos, cosa de todo punto imposible una vez que habíamos desaparecido de su campo visual. Por eso, lo que cabía esperar que hiciesen a continuación era que se subieran en sus autos y salieran en nuestra persecución, pese a que ya les llevábamos una respetable ventaja y ninguno de sus vehículos requisados corría tanto como la Brough Superior, la motocicleta más rápida de la época, a decir de mi hermano.

Estuvimos largos minutos deambulando por el barrio de Tetuán sin advertir que nadie nos siguiera. Las calles, de casas bajas pintadas de blanco con rejas en las ventanas, estaban oscuras y solitarias. Olía a sardinas asadas y a aguardiente. A menudo el pavimento de adoquines desaparecía para dar paso a la tierra dura, seca y polvorienta. Hacía mucho calor y yo tenía las piernas entumecidas y el trasero dolorido de ir botando sobre el estrecho asiento de la moto y cargado como iba, además, con aquella pesada mochila que me martirizaba la espalda. Tampoco podía decirse que hubiera superado del todo aquel miedo que paralizaba mi voluntad y agitaba mis tripas, porque, a poco que uno se detuviese a analizar la situación, se percataba de que en las noches del verano de 1936 las probabilidades de ser asesinado en Madrid eran demasiado elevadas como para ser tomadas a la ligera, algo que no parecía preocuparle a mi hermano, más entusiasmado en conducir la moto de sus sueños por las siniestras calles de la ciudad que en tomar cuanto antes la carretera y escapar a Valencia, que ese, y no otro, era nuestro propósito.

Esto va bien, Mariano —me dijo dándome una palmada en la rodilla—. ¿Qué tal te encuentras?

Me siento como si me hubieran dado una paliza, y todavía no estamos a salvo. Ya verás cómo esos tipos nos siguen.

Que nos sigan, si pueden. Pero te digo yo que ya no van a encontrarnos. Les hemos dado esquinazo en toda regla.

Sí, puede ser, pero habrá otros. Madrid está infestado de partidas de milicianos. ¿Cuándo demonios vamos a salir de aquí?

Vamos a escondernos unas horas en la Dehesa de la Villa. Ahora es peligroso salir de Madrid: nos estarán buscando. Además, tengo que revisar la moto de arriba abajo para asegurarme de que no va a darnos ningún problema en el viaje. Lo intentaremos de madrugada.




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