jueves, 28 de julio de 2016

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO (1 de agosto de 1936). 3ª Entrega




Un relato de Route 1963



Amparo Signes era el nombre de la señorita valenciana con la que mi hermano llevaba un tiempo carteándose. En los años treinta estaba muy extendida la costumbre de que las parejas se conociesen a través de los anuncios en prensa que bastantes muchachas casaderas publicaban con fines exclusivamente matrimoniales. Seguramente no entraba en los cálculos de Juan el casarse todavía, y menos con una desconocida que vivía en otra ciudad, pero lo cierto es que, por unas u otras razones, aquella mujer valenciana parecía haberle interesado demasiado, hasta el punto de que superada una primera fase de relación epistolar ya se habían intercambiado fotografías personales por correo e incluso, todavía sin conocerse, hablaban por teléfono con relativa frecuencia. Aún recuerdo a la señora Engracia, habitualmente a la hora de la siesta, tocando en la puerta de nuestra habitación y diciendo:

Señorito Juan, apúrese, que tiene usté al teléfono una conferencia desde Valencia.

Y entonces Juan saltaba de la cama y en pijama salía a los largos corredores de la pensión en busca de aquel teléfono negro en el que siempre se estaban recibiendo conferencias desde algún lugar de España. Cuando las conversaciones se prolongaban más allá de lo que aconsejaba la urbanidad y algún otro huésped deseaba utilizar el teléfono, bien porque necesitase hacer una llamada, bien porque esperase recibirla —y más si era una conferencia—, se producían ruidosos altercados que perturbaban la tranquilidad del establecimiento y fomentaban no pocas enemistades entre sus clientes. Mi hermano Juan, que tenía la fea costumbre de acaparar en exceso el teléfono en sus dulces coloquios con la señorita valenciana, ya había discutido airadamente con todos los demás huéspedes por este motivo.

¡Cállense, coño —solía gritarles tapando el auricular con la mano—, que estoy con una conferencia desde Valencia!

¡Como si la tiene desde la misma Luna —le replicaban sus desesperados rivales telefónicos—, pero haga el favor de colgar de una puñetera vez, que ya lleva al aparato media hora!

En realidad, y en descargo de mi hermano, habría que decir que aquellos que tanto protestaban abusaban del teléfono tanto o más que él, de modo que el uso y disfrute del aparato terminó por convertirse en una tarea sumamente complicada hasta volverse imposible con el alzamiento militar del 18 de julio, cuando todo el mundo quiso al mismo tiempo dar y recibir noticias, y se bloquearon las líneas. Fue a raíz de esto cuando Juan, viéndose privado de improviso del contacto con Amparo Signes, me dijo solemnemente:

Mariano, tenemos que escapar de Madrid. La cosa se va a poner muy fea.

¿Fea, por qué? —le contesté—. Sólo se han levantado cuatro militares chalados, y en dos días los aplastan y los llevan al paredón. No es la primera vez que pasa.

Pero esto es diferente, hazme caso. Lo sé por los clientes que tenemos en el taller. Gente de posibles, ya sabes. Todos han desaparecido de repente sin llevarse sus autos. También mis jefes se han ido. Y seguramente los tuyos.

No lo creo —le repliqué—, pero de todas formas nosotros no tenemos nada que temer. Somos trabajadores vulgares, obreros sin oficio ni beneficio. Incluso tú tienes el carnet de la Ugeté.

Lo tengo, sí —admitió él—, pero hay que salir de Madrid, Mariano, hay que salir de Madrid, que te lo digo yo.


¿Y adónde vamos a ir, y cómo, si puede saberse?

A Valencia. Allí las cosas están más tranquilas por el momento. Bajaremos en auto, o mejor, en moto. Ya le tengo echado el ojo a una máquina inglesa que me quita el sueño. Soberbia, oye. Su dueño se ha evaporado sin dejar rastro y la tenemos en el taller cogiendo polvo.

¡Eso es una locura! —respondí escandalizado—. ¡Con una moto robada! ¡Si no nos matan creyéndonos fascistas, nos matarán por delincuentes!

Juan me puso una mano en el hombro y sonrió con seguridad.

Ya verás cómo no. Lo tengo todo previsto. Sólo necesito un poco de tiempo para arreglar un tema de papeleo.

Pues lo siento, Juan, pero yo me quedo. No veo ninguna necesidad de marcharse de Madrid ahora. Todo se arreglará pronto. Es más peligroso salir que quedarse.

Te equivocas, hermano. Si te quedas aquí, te matarán. Aunque no lo creas, tenemos demasiados enemigos, incluso entre quienes nos parecen amigos. Hay muchas envidias. Recuerda que para ellos somos los “señoritingos”, o los “burguesitos”. El Gobierno ya ha repartido armas entre los civiles. El menos pensado ha conseguido una pistola. Un día amanecerás en la cama de la pensión con un tiro en la cabeza.

Aunque yo había pensado, sin atreverme a decírselo, que la obsesión de Juan por escapar a Valencia tenía menos relación con nuestra seguridad personal que con su interés por encontrarse con aquella mujer, Amparo Signes, tuve que admitir enseguida que la situación en Madrid se estaba deteriorando peligrosamente con el transcurso de los días. Si ya en los meses previos al levantamiento militar la violencia se había adueñado de las calles de la ciudad, con la quema de iglesias y conventos, los tiroteos y asesinatos indiscriminados a manos de pistoleros falangistas o milicianos del llamado Frente Popular, los saqueos y registros nocturnos, la requisa de automóviles y de otros bienes privados, las delaciones anónimas y sus consiguientes detenciones ilegales, entre otros desmanes que ya vaticinaban el desastre que habría de producirse después, el 20 de julio de 1936 aquella hoguera largo tiempo atizada por el odio y el fanatismo de unos y de otros terminó por prender con una furia incontrolada en todo el tejido social. Ese día los militares rebeldes alzados en Madrid se hicieron fuertes en el Cuartel de la Montaña, y ante la actitud dubitativa del Gobierno y del Ejército leal a la República, fueron las milicias obreras anarquistas y comunistas quienes hicieron oír su voz para pedir que se armase al pueblo, a los civiles, y que fueran éstos quienes acudieran a sofocar la rebelión fascista. Así sucedió realmente, y con el concurso de algunos guardias de Asalto se lanzaron a la toma del Cuartel de la Montaña. La matanza fue espantosa. Movidos más por su idealismo revolucionario que por su pericia en el manejo de las armas, las primeras oleadas de milicianos lanzados al asalto fueron abatidos a placer por los rebeldes. Viéndose superados en número por los asaltantes, los soldados sublevados llegaron a mostrar banderas blancas de rendición en los balcones que daban al patio del cuartel, pero obligados por sus jefes a resistir a toda costa, cuando los milicianos avanzaron confiadamente a recoger el fruto de su primera victoria, fueron desbaratados con nuevas ráfagas de ametralladora. Esto enfureció tanto a las masas atacantes que, una vez que hicieron valer su superioridad numérica y aplastaron a los alzados, la venganza fue todo lo sanguinaria que podía esperarse. Apenas hicieron prisioneros. Y entonces se desató la euforia: ¡a la sierra, a la sierra!, gritaban todos, al tiempo que trataban de subirse con sus armas en camiones y autos requisados para marchar a la sierra de Guadarrama, desde donde los militares rebeldes que habían triunfado en el norte amenazaban Madrid.





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