jueves, 18 de agosto de 2016

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 6ª Entrega




Un relato de Route 1963



El viernes 31 de julio a las seis de la mañana unos golpes bruscos en la puerta de la habitación nos despertaron con gran sobresalto. Llevábamos ya varias noches durmiendo con un ojo abierto y otro cerrado, pero este fue uno de los peores despertares que recuerdo, porque no pude evitar el pensar que por fin venían a matarnos, y no es agradable comenzar un nuevo día sabiendo que ha de ser el último. La voz tranquilizadora de la señora Engracia al otro lado de la puerta nos devolvió cierta serenidad, aunque no toda la que hubiésemos deseado. Salvo que ocurriese algo grave, esta buena mujer no acostumbraba a despertar a sus huéspedes tan temprano y con semejante alarma.

No se me asusten los señoritos, que soy yo —oímos que decía—. Le llaman por teléfono, señorito Juan. Dicen que es muy importante.

¿Una conferencia desde Valencia? —preguntó mi hermano levantándose de la cama con un gesto de preocupación.

No lo sé, señorito. Es un hombre, y necesita hablar con usté urgentemente.

¿Hay alguien con usted ahí fuera?

¡Huy, hijo mío, quién va a haber! Estoy sola, pierda cuidado.

Gracias, doña Engracia. Dígale que voy enseguida.

Juan me hizo una seña.

Levántate, Mariano, no te quedes aquí. Esto me huele a chamusquina.

¿Es que no te fías de la vieja? —le pregunté.

Ni de la vieja ni de nadie. Están las cosas como para andar fiándose de la gente. Levántate.

Si viniesen por nosotros habrían echado la puerta abajo sin contemplaciones —razoné—. Vamos, digo yo.

Vístete y calla. Y date prisa.

Le obedecí, y no tanto por respeto a su autoridad de hermano mayor como por temor a la ansiedad que vi reflejada en sus ojos, porque esa ansiedad acrecentaba la mía, que tampoco era desdeñable.

Nos vestimos y salimos al pasillo sin hacer ruido. Muchos de los huéspedes habituales de la pensión ya no se alojaban en ella y las habitaciones estaban vacías. Algunos habían huido, a otros los habían asesinado y los restantes probablemente andaban por las calles asesinando a quienes no habían tenido tiempo de huir y aún seguían vivos. La macabra ruleta de la muerte nunca dejaba de girar en aquel aciago mes de julio y nosotros podíamos ser los siguientes. Un intrincado laberinto de pasillos interminables recorría el edificio de un extremo a otro, y aunque por la fuerza de la costumbre solíamos orientarnos sin dificultad, en esa mañana el miedo nos tenía tan atenazados que nos confundimos varias veces yendo a parar a rincones y estancias de la pensión que nunca antes habíamos visto. Encontramos por fin el auricular del teléfono negro de pared descolgado y balanceándose suavemente al otro extremo del cable. A esa hora tan temprana se me antojó que tenía una presencia siniestra, como si desde él sólo pudiesen recibirse a partir de ahora malas noticias. Juan lo cogió, carraspeó y se lo llevó a la oreja.

Buenos días, dígame. Sí, soy yo. Hola, Cipriano, no te había conocido. Soy todo oídos, dime. No puedo hablar más alto, compréndelo. ¿Esta noche, a las doce, en la Glorieta de Cuatro Caminos? ¿Cómo lo habéis averiguado? Tienes razón, tienes razón, eso no importa. ¿Estará la moto allí? Estupendo. Sí, ya sé que es muy expuesto, pero no nos queda otro remedio. No, no tenemos armas ni las necesitamos. En serio, de verdad, no quiero ningún arma. ¿Cuándo nos iremos? Si todo sale bien, esta misma noche, en cuanto recuperemos la moto. ¿Los papeles? No los tengo todavía, pero incluso sin ellos nos marcharemos. Lo sé, lo sé, si nos cogen no habrá remedio. Tendremos cuidado, sí. Gracias, Cipriano. ¡Salud!

Y colgó el teléfono. La breve conversación, que se desarrolló en un susurro, tuvo la saludable virtud de cambiar el semblante de mi hermano, devolviéndole esa sonrisa suya de seguridad y confianza que le era tan característica.

¿Qué ha pasado, qué ha pasado? Cuéntame —le pregunté sin poder disimular mi excitación.

Tranquilo, hermanito, no te pongas nervioso. Vámonos. En la calle te lo cuento todo.

Salimos a la calle. Hacía un calor sofocante, incluso a primera hora de la mañana. Mientras desayunábamos café con leche, churros y una copa de anís en un bar de la Plaza de Olavide, Juan me refirió con gran detalle todos y cada uno de los pormenores de la peligrosa aventura que estábamos a punto de emprender. Sus contactos le habían dado el soplo del paradero de la Brough Superior. Una partida de milicianos la utilizaba por la noche, junto con varios automóviles requisados y alguna camioneta ligera, para desplazarse regularmente por Madrid. Registraban domicilios y detenían gente a su libre albedrío. La caravana motorizada solía congregarse en torno a la medianoche en la Glorieta de Cuatro Caminos antes de comenzar sus rondas clandestinas. Los chóferes acostumbraban a estacionar los vehículos en mitad de la calle con el motor encendido mientras subían a registrar las casas con sus compañeros. Era poco frecuente que dejasen a alguien vigilando, pues no en vano el terror que inspiraban les había convertido en los amos de la ciudad, con la única y esporádica rivalidad de los pistoleros falangistas, ya muy escasos por aquellas fechas en Madrid. Visto lo cual, nosotros sólo teníamos que aprovechar alguno de esos momentos favorables, llevarnos la moto y emprender la huida hacia Valencia. No había que descartar que nos persiguieran a tiros, no tanto por el valor en sí de la Brough Superior, que ellos seguramente desconocían, como por nuestra osadía de habérsela sustraído ante sus narices, provocación que enseguida interpretarían como acción propia de delincuentes comunes, lo que tampoco nos serviría de atenuante, más bien al contrario.

En principio, si no surgen complicaciones —me dijo mi hermano apurando la copa de anís—, el problema no está en birlarles la inglesita, sino en cómo seguirles sin que se den cuenta hasta encontrar el momento idóneo para hacerlo. Y luego está el tema de la gasolina, que es mucho peor.

¿Qué pasa con la gasolina? —pregunté.

Pues qué ha de pasar, hombre, que necesitaremos bastante gasolina para llegar a Valencia, y además por la noche. Nunca he hecho este viaje, pero por lo que tengo entendido hay pocos sitios en donde conseguir carburante, y encima la mayoría se los habrá incautado el Gobierno, de modo que por su cara bonita no le van a proporcionar gasolina al primero que pase.

Y menos a dos fugitivos montados en un motociclo robado —apunté—. Y además, todavía no tenemos los papeles.

Mira, Mariano, con papeles o sin ellos, esta noche nos largamos de aquí. La gasolina la robaremos, y asunto concluido.

¿Y cómo vamos a seguir a los milicianos hasta que dejen la moto descuidada, si es que la dejan? —pregunté.

Juan respiró profundamente. Era el aspecto más delicado de la operación. En aquellas noches de violencia desbocada casi nadie se atrevía a transitar libremente por las calles sin saberse expuesto a mil y un peligros. No se había decretado un toque de queda oficial, ni mucho menos, pero la población civil interiorizaba su miedo silenciosamente y se quedaba en casa desde el anochecer con las luces apagadas. Con la caída del sol ni siquiera los escasos servicios públicos de la época funcionaban con normalidad. Podía resultar muy difícil, si no imposible, conseguir una ambulancia o un taxi. Incluso los guardias de Asalto, la policía gubernativa de entonces, permanecían acuartelados por orden expresa de las autoridades para no interferir en los desmanes de milicianos y falangistas, porque el Gobierno era de todo punto incapaz de controlar la situación sin provocar males mayores.


Iremos hasta Cuatro Caminos en Metro —decidió mi hermano—. Trataremos de tomar prestada la inglesita allí mismo, por sorpresa. Cuando ellos quieran reaccionar ya les habremos dado esquinazo. Esa máquina anda mucho, que te lo digo yo.

Tengo miedo, Juan —le confesé—, tengo mucho miedo. De esta no salimos, ya lo verás.

Yo también tengo miedo, Mariano —reconoció él—. Si te dijera lo contrario te mentiría. Pero si no vencemos al miedo, el miedo nos vencerá a nosotros, y eso es algo que no podemos permitir, porque los cobardes no sobreviven. Yo quiero sobrevivir.

Como ya he dicho antes, pronto cumpliré noventa años. Es obvio, por lo tanto, que he sobrevivido. Eso es lo que he hecho a lo largo de todos estos años, sobrevivir, incluso contra el pronóstico de mi hermano Juan, porque no negaré que muchas veces, demasiadas acaso, el miedo me ha vencido y me he comportado como un cobarde, tal y como habría de comportarme en aquella noche fatídica del 31 de julio de 1936.




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