martes, 9 de agosto de 2016

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 5ª Entrega




Un relato de Route 1963



En los días inmediatos que siguieron al levantamiento militar del 18 de julio de 1936, Madrid, que entonces contaba con una población de un millón de habitantes, probablemente se convirtió en la ciudad más peligrosa del mundo. Se producían graves accidentes de tráfico cada pocas horas. Partidas incontroladas de individuos de diferentes facciones se perseguían a toda velocidad por las calles a bordo de automóviles requisados antes de enzarzarse en espectaculares tiroteos que sembraban las aceras de cadáveres ante el horror mudo de los viandantes. Por las noches esas mismas partidas armadas asaltaban los domicilios particulares de quienes consideraban enemigos de su causa —a menudo sin prueba alguna— y se incautaban de todo tipo de bienes para llevarse después a los inquilinos, que aparecían de madrugada con un disparo en la cabeza en los descampados del extrarradio o en las cunetas de las carreteras. Pero no toda la violencia que sacudía Madrid en aquellos días desesperados tenía un origen político. Sanguinarias bandas de simples delincuentes comunes aprovechaban la terrible confusión del momento para requisar automóviles en los que se movían con total impunidad por la ciudad robando y asesinando a mansalva. Respetables ciudadanos que jamás habían manejado un arma de fuego, viéndose de repente armados por unas autoridades que habían perdido todo el control de la situación, decidían resolver a tiros antiguas rencillas de cualquier índole con vecinos, familiares o jefes, a sabiendas de que nunca se investigarían estos crímenes. Sin orden ni Ley, el odio, la venganza y el caos habían tomado Madrid tres años antes de que lo tomasen los militares sublevados.

Ante la huida repentina de empresarios y patronos, éramos muchos los que de la noche a la mañana habíamos perdido nuestros empleos, y aunque no resultara imposible conseguir un nuevo trabajo, con frecuencia parecía más conveniente no hacerlo, a menos que uno estuviese dispuesto a tener que dar demasiadas explicaciones de su vida anterior y seguramente exponerse a indeseables sospechas políticas. Tal vez ya era demasiado tarde para ello, pero hice caso a mi hermano y me deshice de toda la ropa elegante que me hacía parecer un burgués, sin serlo. Sombreros, zapatos, camisas, americanas y corbatas se fueron a la basura, no sin gran dolor de mi corazón, porque la mayor parte de esas prendas me habían costado un buen dinero y ahora por seguridad tenía que reemplazarlas y proveerme de un atuendo más acorde con mi verdadera condición de proletario desempleado. En el Rastro encontré lo que necesitaba: pantalones y gorrillas de pana, alpargatas de esparto y blusones bastos de cáñamo, cuanto más viejos y gastados, mejor. También tuve que dejar de fumar las cajetillas de tabaco rubio americano que llegaban a España de importación y pasarme al tabaco negro de picadura para liar. Muchos de los cafés, restaurantes y comercios que frecuentaba antes del estallido militar ya me estaban vedados si no quería significarme, de modo que en cuestión de días mi vida más o menos entretenida de antes vino a parecerse a la misma existencia precaria y gris que llevaban y habían llevado siempre los obreros más menestrales.


Así las cosas, mi obsesión por escapar de Madrid y tratar de rehacer mi vida en donde nadie me conociera, ya fuese en Valencia o en otro lugar, acabó por volverse enfermiza. ¿Está todo arreglado, falta mucho para marcharnos?, eran las primeras preguntas que le hacía a mi hermano todos los días nada más verle, a lo que él me contestaba que ya tenía en su poder la documentación falsa de nuestras nuevas identidades, y que a partir de ahora en vez de llamarnos Juan y Mariano tendríamos que acostumbrarnos en público a ser Enrique y Bernardo, respectivamente, e influyentes miembros políticos, además, del sindicato CNT, lo que en su opinión nos otorgaría cierta libertad de movimientos en nuestra huida por carretera hasta Valencia. Eso sí, añadía a continuación, si por alguna desgracia se descubría el fraude debíamos hacernos a la idea de que seríamos ejecutados en el momento sin mediar juicio alguno. Asimismo, la documentación también falsa de la moto, la inglesita, como empezó a denominar mi hermano a la Brough Superior, estaba ya en camino, según le habían asegurado sus contactos, y sólo había que esperar a que llegase a sus manos para pintarle a la moto los caracteres de las tres placas de matrícula, dos rectangulares sobre el guardabarros delantero y una cuadrada sobre el guardabarros trasero, tal y como se estilaba en la época. El único problema era que la inglesita, incautada por los milicianos unos días antes en el taller en donde trabajaba Juan, no había sido todavía localizada por las calles de Madrid, en donde se suponía que éstos la estaban utilizando para desplazarse en sus correrías revolucionarias, y sin la moto nosotros no podíamos escapar.


Esos animales se han llevado mucho más que una moto —me explicaba Juan con tristeza—, se han llevado una alhaja, un prodigio de la técnica, la mejor moto del mundo, y ellos no lo saben, ¡qué van a saber esos bestias!, y seguro que le van a enchafarrinar el depósito con las siglas de la Ceneté, o las de la Unión de Hermanos Proletarios, y van a hacer todo tipo de barbaridades con ella, y cuando se cansen o se les averíe y no les sirva para nada la abandonarán en un callejón oscuro o se la venderán por cuatro perras gordas a un trapero para emborracharse en la taberna.

No te preocupes —intenté animarle—, si no nos podemos marchar con la moto nos iremos por otros medios. Tiene que haber más formas de salir de Madrid.

Pero cada día que pasa son más arriesgadas, Mariano. El Gobierno ya no puede garantizar la libre circulación de las personas. Todo varón sano en edad militar, como nosotros, que intente salir de aquí es considerado sospechoso inmediatamente, y seguramente necesita de un salvoconducto especial que no será fácil de conseguir, ni siquiera falsificado. Debemos escapar con la inglesita de noche y a escondidas, no hay otro remedio. Si tenemos la suerte de encontrarla, claro.

El desventurado mes de julio de 1936 estaba tocando a su fin. Todavía nadie mencionaba la palabra guerra, porque todos teníamos el convencimiento de que los militares rebeldes, que apenas si habían triunfado en un tercio del territorio peninsular pero en ninguna de las ciudades importantes, serían antes o después sometidos por el Ejército leal a la República y se recuperaría la normalidad anterior. Lo que no sabíamos era cuándo, y entretanto mi hermano y yo corríamos un peligro cierto. Por eso, en aquellas tórridas noches de verano sobresaltadas de gritos, persecuciones y tiroteos, mientras tratábamos de dormir acostados en los colchones de borra de las camas de la pensión, una imagen turbia y fronteriza entre la realidad y el sueño acudía puntualmente a nuestros ojos: subidos en esa motocicleta clandestina íbamos rodando, envueltos en negras sombras, por una carretera dorada que nos llevaba a la libertad.




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