Este es un relato de ficción. Todos los personajes, los lugares y las situaciones son, por lo tanto, imaginarios, y cualquier parecido con la realidad ha de considerarse como una mera coincidencia. Fue publicado por primera vez en el año 2004 en un foro motorista de internet, y debido a determinados pasajes escabrosos de la narración se hizo necesario aplicarle algún tipo de omisión o censura en alguna de las entregas. Se ofrece ahora íntegro en su versión original en este blog, y por tal motivo hemos de advertir que LA LECTURA DE ESTE RELATO NO ES ADECUADA PARA MENORES DE DIECIOCHO AÑOS.
Un relato de Route 1963
El primero de los muchos asaltos carnales que en horas sucesivas iban a sucederse entre Nogueras y su mujer se prolongó casi hasta la hora de comer. Para entonces la atmósfera de la habitación ya se había enrarecido como consecuencia del sofocante calor de agosto en aquellas casas antiguas de la Benemérita, humildes y mal ventiladas, y los propios efluvios segregados por sus cuerpos, largo tiempo separados por la indiferencia o la apatía, y que ahora se reencontraban para entregarse con renovada fogosidad a los placeres venéreos. Pero lejos de hallarse satisfecho por este apasionado reencuentro, que Nogueras estimaba simplemente casual dada su reciente condición de héroe, cosa que sin duda había estimulado la libido dormida de su remilgada señora —y podía ser la única razón—, lo que al sargento le apetecía en realidad era escaparse cuanto antes al bar del cuartelillo para comerse un buen plato de ensaladilla rusa fresquita y una ración de chuletas de cordero con unos vasos de vino, tomarse un café largo con hielo y fumarse un espléndido Farias mientras jugaba unas partidas de dominó con otros colegas francos de servicio, para luego, cuando hubiera bajado un poco el sol sofocante del verano, coger su ZZR-1100 y darse una vuelta por las carreteras de la comarca hasta la hora de la cena. Que para eso estaba de vacaciones, y merecidas vacaciones conseguidas en brillante acto de servicio, además, cosa que ocurría raras veces.
Sin embargo su mujer, a la que estaba deseando perder de vista durante unas horas y a la que con total seguridad perdería de vista tres días después por espacio de dos semanas —se marchaba a Benidorm en un viaje organizado en compañía de las esposas de otros guardias—, se iba a encargar de estropearle los planes, como de costumbre.
De momento Nogueras se levantó de la cama empapado en sudor y se dirigió al cuarto de baño.
—¿Adónde va mi héroe? —le preguntó ella, todavía desnuda y tendida en el lecho, con premeditado tono de burla.
—A mear y a ducharme —respondió el sargento de mal humor—. ¿O es que ya no puede uno mear ni ducharse?
Entonces su mujer se pasó una mano por el pubis y por los pechos y luego le tiró un beso soplando sobre la palma abierta como había visto hacer a algunas artistas en la televisión.
—Vale, pero no tardes, que me enfrío.
Nogueras entró en el baño y abrió el grifo de la ducha. Después orinó copiosamente en el inodoro y tiró de la cadena. Se metió bajo el chorro de agua helada de la ducha y se dio un prolongado remojón para refrescarse. Aquello era una delicia y no encontraba el momento de cerrar el grifo y salir de la bañera. Pero cuando estaba a punto de hacerlo, apareció su señora bajo el umbral de la puerta. Al sargento se le vino el mundo encima.
—Nunca lo hemos hecho en la ducha —dijo ella sonriendo con lascivia.
—¡Ni lo vamos a haser! —saltó Nogueras envolviéndose en una toalla—. Por hoy ya está bien.
—Estará bien para ti, pero yo tengo más ganas —explicó su señora mientras se le acercaba—. ¿No le vas a echar más polvos a tu pobre mujercita salida?
—¿Qué manera de hablar es esa? —le recriminó el guardia—. ¿También has aprendido ese vocabulario de las películas porno, collóns?
—De las películas porno he aprendido otras cosas que te voy a hacer enseguida —le explicó la mujer entrando en la bañera sin quitarse sus zapatos rojos de tacón, por lo que estuvo a punto de caerse—, y que vas a ver las estrellas, mi héroe.
Sin saber cómo, Nogueras se encontró ahora con la toalla caída a sus pies en el fondo de la bañera vacía. Intentó un breve forcejeo con su esposa, pero fue en vano. La única forma de poner fin a este nuevo asalto pasaba por utilizar la fuerza bruta, pero temió no encontrar la proporción adecuada de fuerza y excederse en su resistencia, lo cual probablemente habría traído consigo unas consecuencias peores que las que trataba de evitar. Así es que la lengua de ella le buscó otra vez lo más profundo de la garganta mientras sus manos le masajeaban los glúteos y su cuerpo sudoroso y ardiente se le venía encima nuevamente con toda su fogosidad desatada para empujarle contra la pared de baldosines verdes y dejarle tan inmovilizado e indefenso como pocas veces en su vida se había sentido.
Lo malo de todos estos juegos eróticos que maliciosamente promovía su esposa es que Nogueras no quería excitarse con ellos, y de hecho al principio, desde su pasividad, ni se inmutaba, pero apenas transcurridos unos instantes sin dejar de recibir manoseos, roces y lengüetazos ya estaba él otra vez a punto de caramelo, con lo cual difícilmente podía inhibirse ni alegar ningún pretexto para interrumpirlos antes de su consumación. Sin embargo esta vez la suerte vino en su ayuda:
—Ponte a cuatro patas, cariño —le pidió ella de repente—, a cuatro patas como si fueras un perro.
—¿Pero qué dises? ¿Para qué me voy a poner a cuatro patas?
—Haz lo que te digo, que te voy a hacer una cosita rica que te va a gustar.
Nogueras obedeció con desconfianza y se puso a cuatro patas sobre el fondo metálico de la bañera. Se sentía ridículo y humillado en esta postura y además, se hacía daño en los codos y en las rodillas. La mujer apoyó uno de los brazos sobre su espalda desnuda y aún húmeda, y notó todo el peso de ella sobre su cuerpo como si fuera a partirle en dos. No supo porqué, pero tuvo un desagradable presentimiento y volvió la cabeza justo a tiempo de ver cómo se quitaba uno de los zapatos y lo blandía en el aire con el amenazante tacón, afilado como un puñal, ya muy cerca de sus nalgas. El sargento pegó un brinco para incorporarse y al hacerlo se golpeó en los riñones contra el grifo de la ducha. Pero el dolor no era mayor que su indignación.
—¡Pero bueno, tú te has vuelto loca, o qué! ¡La mare de Deu, pues no me iba a meter el tacón por el..., la muy...!
Estuvo a punto de darle una bofetada, pero se contuvo. Tenía que salir de allí cuanto antes. Ella le miraba con una mueca bobalicona, entre divertida y pícara, mientras le manoseaba la entrepierna sin cesar. El sargento se revolvió:
—¡Estate quieta ya, de una puta ves!
Su mujer todavía llevaba el zapato en la mano y se lo ofrecía.
—¡Métemelo tú, méteme el tacón, anda! —gritaba ella.
—¡Qué te calles, collóns!
Nogueras salió del baño, desnudo como estaba, y volvió a la habitación. Se puso unos calzoncillos limpios, una camisa, unos pantalones vaqueros, calcetines, unas deportivas y una cazadora negra de cuero. Cogió las llaves de la moto, la documentación, un casco, un par de guantes de entretiempo y unas gafas de sol. Pensó también en llevarse su pistola reglamentaria, pero rehusó al final. Las llaves de casa no consiguió encontrarlas, pero esto le daba igual: no tenía previsto volver en bastante tiempo. Quizá nunca. Sin embargo, cuando llegó a la puerta de la vivienda comprobó que estaba echada la cerradura. Su mujer también se había medio vestido con una camiseta y unas bragas azules caladas y preparaba algo en la cocina.
—¿Se puede saber por qué estamos serrados por dentro? —le preguntó.
—¿Cerrados por dentro? No me habré dado cuenta.
—Pues has el favor de abrir ahora mismo, que no encuentro mis llaves.
—¡Huy, ni yo las mías! —respondió ella distraídamente mientras destapaba uno de esos tarros de cristal rellenos de misteriosas bolitas negras—. No sé dónde pueden estar.
El sargento se enfureció. En ese preciso instante habría sido capaz de apretar sus terribles manazas sobre el cuello de su esposa hasta verla muerta. Volvió a contenerse. No quería provocar un escándalo conyugal en el cuartel, y menos ahora, que todo el mundo le tenía por un héroe. Lo que se preguntó de pronto fue si acaso a Briongos su propia mujer le habría preparado un recibimiento semejante al suyo después del célebre episodio del Alto del Tossal. A lo peor también le tenía encerrado en casa y le estaba dando un homenaje. Y entonces recordó que en la consigna del cuerpo de guardia se conservaba una copia de las llaves de todas y cada una de las viviendas del acuartelamiento. Bastaría una llamada de teléfono para que alguien viniera a abrirle.
Acababa de decidir, además, que no iba a comer en el bar comunitario, sino mejor en la Venta la Reme. Estaba deseando subirse en la ZZR-1100 para hacerse a todo gas las mil y una curvitas de subida del puerto y luego el vertiginoso descenso de docenas de kilómetros antes de sentarse a la mesa a devorar unos pimientos rellenos y un suculento chuletón de buey poco hecho. Miró el reloj. Si le daba bien de caña a la Kawa podría presentarse en la Venta la Reme en poco más de hora y media, todavía con el comedor abierto y las brasas de la parrilla a punto. Naturalmente pensaba irse solo. Su mujer se quedaba en casa perfectamente alimentada con aquellas bolitas negras de tan extraña presencia que olían a pescado podrido y tenían un indescifrable nombre ruso. Aunque, pensándolo mejor, ¿por qué iba a comer solo? De eso ni hablar. De camino hacia el Alto del Tossal podía parar en el motel y tratar de convencer a Mónica, la exuberante camarera rubia, para que le acompañase. De alguna manera se las había apañado para averiguar que ella libraba los lunes, y hoy precisamente era lunes, de la misma forma que también se había enterado de que la chica era sobrina del dueño del motel y se alojaba en el mismo establecimiento.
Animado por estas buenas perspectivas, Nogueras descolgó el teléfono para hacer dos llamadas. Una al cuerpo de guardia, para que le liberasen del encierro doméstico al que su malvada esposa le tenía sometido, la otra a la Venta la Reme, para que le fueran reservando una mesa y el chuletón de buey más grande que tuvieran a mano, de no menos de ochocientos gramos, como a él le gustaban, y de carne gruesa, roja y sangrante. Se le hacía la boca agua sólo de pensarlo. Y si además la rubita del motel se venía con él a comer, hoy podía ser uno de los mejores días de su vida. Por eso se quedó estupefacto al comprobar que el teléfono no tenía línea ni emitía sonido alguno. Los cables estaban en su sitio, sí —llegó a pensar que su mujer los podía haber cortado—, pero no consiguió hacerlo funcionar por más que se dedicó a manipularlo. ¡Esto ya era el colmo! Buscó entonces su teléfono móvil por todas partes, pero tampoco lo encontró, pese a que estaba completamente seguro de que la noche antes lo había dejado sobre la mesilla. Congestionado por la ira volvió a la cocina. Su mujer descorchaba en ese momento una botella de champán y servía dos copas.
—¿Me puedes explicar qué collóns es lo que pasa hoy en esta casa? —le gritó—. ¡La puerta serrada a cal y canto, las llaves que no aparesen, el teléfono que no funsiona, mi móvil desaparesido...! ¡Y luego el sampán y las bolas estas negras, y tu lensería de fursia barata, y todas las cochinadas esas que me has hecho, y...!
Apretó los puños casi hasta hacerse daño sólo por desahogar su rabia de alguna manera poco violenta, porque en verdad lo que hubiera deseado hacer, como antes, era estrangular a su mujer.
—Tranquilo, cariño —dijo ella sin apenas inmutarse—. Estas bolas negras que dices son auténtico caviar del mar Caspio, muy afrodisíaco, como las ostras, los percebes y los langostinos. ¡Ah, y el champán! Ayer fui al mercado y llené la nevera con todas estas delicatessen que ves. ¡Para que nos pongamos muy cachondos los dos!
De modo que aquellas malditas bolas negras eran el famoso caviar ruso. Jamás lo había visto antes. Pero el sargento, que no quería ponerse cachondo, que no quería volver a ponerse cachondo por nada del mundo con su arrebatada señora, consiguió, en cambio, ponerse de muy mala hostia al suponer lo que habría costado aquello y de dónde habría salido el dinero para pagarlo, es decir, de su propio bolsillo. Pero su mujer, que pareció adivinarle el pensamiento, se apresuró a tranquilizarle:
—Se comenta por ahí que os van a dar una buena gratificación a Briongos y a ti, mi héroe, por los huevos que le echasteis en el tiroteo con los rusos. ¡Ah!, y también que os van a poner unas motos nuevecitas, último modelo, dicen. Y además, me tienes a tu lado, ¿no estás contento? Vamos a brindar.
Pues no, el sargento Nogueras no estaba para nada contento ni tenía el menor motivo para brindar. Para empezar, porque los rumores de la gratificación carecían del menor fundamento, que para eso les habían dado una semana de vacaciones, y eso ya era bastante. Para continuar, porque él sabía que las motos nuevas que les iban a poner en sustitución de las K-75 que se habían quemado en el Alto del Tossal no eran tales, sino todo lo contrario, probablemente dos vetustas R-80 desechadas de alguna comandancia más importante que la suya. Y para terminar, porque la perspectiva de verse encerrado en aquel piso angosto como un calabozo, con su mujer mariposeando a su alrededor en bragas y zapatos de tacón —o peor aún, desnuda—, y el frigorífico lleno de caviar del Caspio, más bien le deprimía, sobre todo teniendo en cuenta que ya contaba las horas que faltaban para que ella se largase a Benidorm. Así es que si no se descerrajaba ahora mismo un tiro en la cabeza con su arma reglamentaria era porque todavía soñaba con meterse unos pimientos rellenos y un chuletón de buey en la Venta la Reme, en la dulce compañía de la camarera Mónica, cosa que ya no iba a ser posible hoy, lamentablemente, tal y como se desarrollaban los acontecimientos, pero que bien podría suceder venturosamente al día siguiente, o al otro.
—Venga —le dijo ella viéndole la cara excesivamente mustia—, anímate, tonto.
Con desgana cogió la copa de champán que le ofrecía su mujer y brindó abandonándose a su suerte. Después se la bebió de un trago. Por lo menos el champán estaba bueno. Bebieron más copas y comieron caviar. Tampoco le disgustó, pese a su olor y su aspecto. Lo malo fue que, al cabo de una hora más o menos, aquella cuarentona caduca devenida en ninfómana volvió a desnudarse para acorralarle contra la pila del fregadero. Y él, simplemente, una vez más, se dejó hacer: no por casualidad era un hombre de carne débil. Demasiado débil.
Eso sí, esta vez por precaución le hizo quitarse los amenazantes zapatos rojos de tacón y los arrojó al pasillo.
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